—¡Hay una caja! —declaró Catherine mientras introducía decididamente la mano en el interior del receptáculo.
La caja, de madera, no tenía ninguna inscripción en la tapa y se encontraba en un estado putrefacto por fuera, pero una vez abierta, Catherine comprobó que la humedad no había calado, aún, hasta su interior, que permanecía completamente intacto y seco.
—Guarda la caja —dijo Grieg—. Vaciaré el contenido de todo lo que haya en el interior del escondrijo. Cualquier indicio puede ser muy importante.
Grieg introdujo la tapa de cartón y recogió la totalidad de los negros grumos que se habían ido almacenando allí durante décadas. A continuación dejó la bolsa de plástico en el suelo y numerosos insectos empezaron a salir de ella.
—¡Vámonos de aquí! —exclamó Grieg mientras volvía a colocar la losa en su lugar—. Ya estudiaremos lo que contiene la caja fuera del cementerio.
—No, Gabriel. No estoy de acuerdo con eso de irnos aún —le increpó Catherine—. Me ha costado mucho llegar hasta aquí… Bueno, quiero decir que nos ha costado mucho a los dos. Debemos analizar ahora mismo el contenido. Puede hacer referencia a otro lugar en cualquier parte del cementerio. No pretenderás que volvamos otra vez.
Grieg comprendió que tenía razón:
—De acuerdo, pero hagámoslo rápido.
Gabriel Grieg apuntó con su linterna la pequeña caja de madera mientras echaba una mirada alrededor de los peristilos de la capilla. La niebla parecía ir en aumento, al igual que su inquietud. Presentía alguna presencia cercana.
Catherine observó con detenimiento la viscosa caja de madera y extrajo de su interior un trozo de hierro que recordaba la forma de una llave. El hierro tenía grabadas varias palabras.
RECOGNOVERUNT PRO
CAPILLA DE SAN FE
Extrajo de su bolso el trozo de llave que encontraron en el interior del sillar de la catedral y comprobó cómo las dos piezas se machihembraron del mismo modo del que procedía su nombre: como una bayoneta calada en la boca de un arma de fuego. Tras décadas de estar separadas volvieron a estar unidas en sus manos.
—Hay una frase en latín que… —susurró mientras le extendía a Grieg el extraño artilugio.
Gabriel Grieg leyó las palabras que figuraban escritas sobre la llave y comprendió inmediatamente su significado.
RECOGNOVERUNT PROCERES
CAPILLA DE SAN FÉLIX
—Se trata de una llave que hace referencia al altar de San Félix en la iglesia Just i Pastor. Sé dónde está… y conozco sus privilegios.
La cara de asombro que mostró Catherine le hizo comprender que le debía una explicación.
—No tiene ningún mérito saber ese dato. Lo extraño sería que no conociese la capilla de San Félix de la iglesia Just i Pastor después de tantos años trabajando en las iglesias de Barcelona. Ya te explicaré su sorprendente historia. ¿Hay algo más? No nos entretengamos.
Catherine extrajo un documento y lo examinó.
—Se trata de un escrito de la misma persona que dejó la misiva en el
calaix
de la catedral. Aunque… no comprendo el motivo por el cual la llave volvió de nuevo al sillar del coro.
—Ya habrá tiempo de analizar eso. ¿El texto hace referencia a algún dato concreto?
—No. Reitera las excusas y vuelve a firmar «C.O.».
—Está bien. ¿Qué más contiene la caja?
—Mira esto. —Catherine tomó entre sus manos un ajado papel—. Aquí pone que se trata de «un esquema del funcionamiento del mecanismo de activación de la materia ígnea de la losa», y está escrito en el reverso de una factura de transporte de piedras en una cantera.
—Déjame ver. —Grieg tomó el papel en sus manos y lo apuntó con la linterna.
El esquema del funcionamiento de la losa llamó poderosamente su atención y, con la intención de estudiarlo cuando las circunstancias lo permitieran, se lo guardó en la cartera.
—¿Queda algo más? —preguntó de nuevo Grieg.
—Un sobre cerrado.
Catherine lo abrió rápidamente. Se trataba de un testamento de cuatro páginas de extensión con la letra muy pequeña y cargado de cláusulas. El documento parecía ser de finales del siglo XIX. Catherine se lo alargó a Grieg, que trató de interpretarlo.
No le resultó una tarea difícil.
—Es un «testamento sacramental». Ya tendremos tiempo de analizarlo. ¿No hay nada más? —preguntó Grieg.
—No.
—¿Estás completamente segura? —Grieg reiteró la pregunta.
—Así es —contestó Catherine, intrigada—. ¿Esperabas encontrar algo más, acaso?
Gabriel Grieg se sintió aliviado, pero al darse la vuelta, la luz de la linterna iluminó la bolsa con los restos de la pólvora casera y los negros grumos del fondo de la losa.
Tuvo un terrible presentimiento.
Lentamente, se acercó a ella. El plástico reflejó la luz de la linterna. Ya no quedaba ningún insecto en su interior, ahuyentados por el azufre. Grieg la tomó en sus manos y empezó a palpar aquellos restos negruzcos y blandos. Hasta que el tacto de sus dedos le envió una terrorífica señal. Una señal que si realmente era lo que él se estaba imaginando, superaría los límites de su propio razonamiento.
«No es posible. No puede ser», pensó Grieg cuando palpó «eso». Algo pequeño y duro.
—Toma, mete la mano y saca un objeto que hay en el interior de la bolsa —dijo Grieg, mirando hacia el suelo mientras se la extendía a Catherine.
Ella comprendió, de inmediato, que no era momento de hacer remilgos por meter la mano en el interior de aquella bolsa. Sabía que Grieg, mediante ese gesto, la hacía partícipe de un misterio que él mismo no era capaz de comprender. «Necesita un testigo que le confirme la veracidad de "algo inaudito" que acaba de encontrar.»
—Por favor, saca del interior de la bolsa un objeto que encontrarás en ella. —El tono de voz de Grieg sonó apagado.
Catherine hizo exactamente lo que Grieg le había solicitado.
—Se trata de un pequeño paquete envuelto en el mismo tipo de papel de embalar que había en el compartimento secreto del sillar de la catedral —expuso Catherine con un comedido tono de voz—. El papel está en un estado deplorable y la cinta adhesiva que lo recubría ha impedido que lo deshiciese totalmente la humedad.
Gabriel Grieg deploró el oscuro augurio que vaticinaba aquel hallazgo.
—Ábrelo, por favor. Se trata de una pequeña talla de piedra, ¿no?
Catherine, que sostenía en sus manos el objeto, sintió un estremecimiento.
—Sí —respondió.
Grieg miraba hacia arriba, hacia algún punto del invisible cielo.
—Se trata de una calavera, ¿no?
—Sí.
—¡Maldita sea! —renegó Grieg—. Tiene grabadas dos iniciales en su parte posterior, ¿no?
—Sí.
—Dos iniciales: «G.G.».
—Sí. Así es.
—Y además tiene dos palabras junto a las dos iniciales.
—Sí.
Catherine ya no albergaba ninguna duda acerca de cuáles serían las próximas palabras que saldrían de los labios de Grieg. Mirando a su alrededor y consciente de que se encontraban en el interior de un cementerio, y de noche, supo que el vaticinio que estaba a punto de hacer, de haberse tratado de una obra de teatro, no podría haber contado con una ambientación más adecuada.
—Y esas dos palabras son… —Gabriel Grieg exhaló un profundo suspiro— «
LA MUERTE
».
«¿Cuando se detendrá todo esto?», pensó Grieg.
En primer lugar, Catherine había venido al hotel con la caja de música y su cuaderno de dibujo. Media hora más tarde había encontrado, en un cajón secreto de un sillar del coro de la catedral de Barcelona, una estatuilla de piedra con forma de diablo.
Y ahora tenía entre sus manos una inquietante calavera de piedra hallada en el escondrijo de un cementerio, bajo una losa y junto a documentos que parecían muy importantes, y que estaban ocultos desde hacía décadas.
Sencillos juguetes de su infancia y pequeños amuletos con los que Grieg jugaba estaban apareciendo ligados a asuntos «muy graves» de los que hubiera sido preferible mantenerse alejado. Todos los acontecimientos parecían conducirle, como quien desciende por un tobogán gigantesco, hacia el epicentro donde se produciría una convulsión sísmica en un corto espacio de tiempo.
Un terremoto que, según Catherine, se iniciaría a las ocho de la noche de ese mismo día.
Grieg comprendió que todo aquello iba más allá de lo comprensible. «No estoy seguro de nada. No entiendo nada», se dijo.
—¡Vámonos, ya mismo, de aquí! —masculló Grieg mientras empezaba a caminar hacia la puerta lateral del cementerio.
En cuestión de segundos, volvieron a estar ante el frontispicio de la capilla de Antonio Genesi. Catherine le confirmó, mediante una pregunta, que sus pensamientos no eran fruto de una alucinación transitoria, y aunque no se lo dijo, Grieg, en una situación como aquélla, agradeció efusivamente su pregunta.
—Pero… ¿cómo es posible que objetos que tuviste en tu poder aparezcan en lugares tan inverosímiles?
Grieg empezó a contestar con algunas palabras que definían su estado de ánimo. Frases dubitativas… «Pero ¿qué le pasa a Catherine?», pensó mientras hablaba y miraba su rostro.
Experimentó un extraño alivio en su desasosiego cuando, poco a poco, sintió que Catherine parecía tener problemas de mayor calado que los que le aquejaban a él. Durante dos eternos segundos, vio sin saber el motivo cómo se transformaba la expresión del rostro de Catherine hasta aparecer en ella un rictus de horror.
Bruscamente, Grieg giró la cabeza hacia el lugar que ella parecía estar mirando.
Los dos vieron entonces «aquello».
Sentada en cuclillas junto a una losa mortuoria, iluminada débilmente por la linterna que portaba Catherine, vislumbraron a una mujer. O a alguien que tenía una apariencia similar. Tendría unos veinte años y era extremadamente delgada. Vestía completamente de negro y tenía pintadas grandes ojeras. Una negra y otra roja.
Dos puntos fijos de luz, como los de un animal salvaje brillaban en la noche.
Eran sus ojos.
Las medias negras estaban hechas jirones y le colgaban como largas guedejas sobre sus descomunales botas negras de veinte hebillas. Estaba cubierta por completo de reflejos metálicos que devolvían ferozmente la luz que recibían de la linterna. Eran pírsines. En las orejas. En el rostro. En el cuello. En el ombligo y por debajo de él.
Antes de ser sorprendida por Catherine y Grieg, estaba completamente a oscuras frente a unas losas. Buscaba algo. Removía la tierra y tenía lombrices entre sus dedos. No movió ni un músculo durante algunos segundos, pero cuando lo hizo, ambos se quedaron petrificados. La aparición se puso a correr llevada por una fuerza increíble, con la cabeza inclinada hacia atrás, en dirección a la puerta principal. La niebla les impidió saber si tomando quizá la calle donde estaba la salida que ellos buscaban. Se esfumó entre la niebla gritando con todas sus fuerzas:
—¡Grullos! ¡Grullos! ¡Han
entrao
grullos!
No pasaron ni diez segundos para que se oyera un aterrador estruendo formado por el ladrido de una jauría de perros, al mismo tiempo que un extraño conjunto de gritos ininteligibles mezclado con una música de rock satánico a todo volumen que se acercaba a toda velocidad hacia ellos. Durante unos inacabables segundos, el pánico impidió moverse a Catherine y a Grieg. Se quedaron inmóviles, como si pertenecieran al conjunto arquitectónico fúnebre que tenían alrededor, formado por ángeles y esqueletos de piedra.
—Nos han descubierto, y no quiero ni pensar lo que nos harán si nos pillan —exclamó Catherine sin que ya fuese necesario el control del volumen de la voz—. ¡Corramos hacia la puerta lateral!
—No podemos arriesgarnos a ir hacia allí. Es demasiado peligroso. Estoy seguro de que llegarán antes ellos que nosotros.
—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó Catherine, angustiada, mientras aquel ruido infernal formado por una serie de gritos descarnados entre acordes chirriantes de guitarras eléctricas se podía oír cada vez más fuerte y más cerca—. No se me ocurre otra cosa que no sea… ¡correr!
—¡Escondámonos! —exclamó Grieg mientras agarraba con fuerza un jarrón vacío de vidrio y lo lanzaba con todas sus fuerzas hacia el interior de la isla número 2 del cementerio, en un intento de desviar la atención de la «horda» por el interior del fúnebre laberinto.
—Eso les mantendrá ocupados durante algunos minutos.
—No servirá de nada…: ¡tienen perros! —La voz de Catherine sonó entrecortada.
—¡Démonos prisa! Busca jarros con flores que tengan agua, tira las flores y tráelos hasta aquí. ¡Date prisa!
Gabriel Grieg y Catherine se pusieron a buscar frenéticamente entre los nichos y no les resultó difícil reunir ocho jarrones llenos de un agua pútrida y pestilente. Después, empezaron a correr hacia la zona de los grandes panteones, procurando que el agua no se derramase por los suelos. La linterna pequeña apenas penetraba en la densa niebla. Hubiese sido una auténtica temeridad encender el foco. Los ladridos de los perros, mezclados con alaridos y una música formada de gritos que los paralizaban, cada vez sonaba más cerca.
Los tenían casi encima.
A toda velocidad, se introdujeron en la zona del cementerio de suelo terroso; la de los grandes panteones, y durante algunos segundos parecieron dudar en cuál de ellos esconderse. ¡Había que escoger uno y rápido! El ruido del jarrón había desviado a la horda hacia la entrada opuesta a la que ellos habían penetrado. Eso les daba unos segundos más de tiempo.
Tan sólo unos segundos.
—¡Ahí! ¡Escondámonos ahí! —susurró Catherine, tratando de que no se derramase el agua pútrida.
Aunque necesitaban aquella tenue luz para guiarse en el laberinto de tumbas, Gabriel Grieg decidió apagar la linterna antes de que fuese demasiado tarde. En condiciones normales entrar en aquel panteón de noche, a oscuras, y en el estado ruinoso en que se encontraba, les hubiese provocado terror y repulsión. En aquellos momentos, y con lo que venía detrás, les insufló un soplo de esperanza en sus desolados corazones.
El panteón que habían escogido se encontraba en estado ruinoso, atacado por completo por el mal de la piedra. Literalmente se deshacía, como un castillo de arena blanca y fina. Las rejas eran sólo un amasijo de lanzas oxidadas y temibles en la noche. No les importó en absoluto. Se trataba de un refugio.