Read El alcalde del crimen Online
Authors: Francisco Balbuena
—¿Qué dice? ¿Cómo puede asegurar una cosa así? —preguntó serio.
—Llamamos a la sustancia
anima pinguis.
Si Gregorio Ruiz, u otros, se diesen cuenta del peligro que corren todos los cristianos de Sevilla, se olvidarían de buscarle las vueltas al asistente deísta y...
El conde le interrumpió, acercándosele a unos palmos con más nervios de los que podía disimular.
—¿Anima pinguis...?
¿Así llaman lo que produce esa carne podrida de que hablan...? ¿Cómo mata? ¿Podría llegar hasta aquí?
—Podría llegar a cualquier palacio.
Don Miguel se dispuso a hablar como si quisiese pasar a un grado de mayor confidencialidad. Sin embargo, un ruido que acompañaba a una sombra acercándose le hizo detenerse. Al mismo tiempo se producía la estampida de las palomas hacia los tejados del patio. Y Mariana se levantó de inmediato.
El ruido y la sombra provenían del roce entre sí y en el piso de una docena de trajes que salían del pórtico y entraban al patio. Componían el grupo la señora de la casa, doña Isabel, altiva y hierática, su hija y su hijo, dos damas de compañía, tres frailes capuchinos, tres caballeros y un canónigo de la catedral. Las damas, con vestidos recatados de colores apagados, llevaban rosarios en las manos, como si viniesen de rezar. La niña, Ana María, portaba un breviario. El muchacho se llamaba José de Espinosa y Tello, tendría diez años e iba ataviado con el uniforme de los alumnos de la Casa de Navegación.
De entre todos los demás, quien más reclamaba la atención era el capuchino más feo, chato y de ojos saltones. Su larga barba cetrina hasta la mitad del pecho y su gran bastón de raíz de olivo, mondo y amarillento como un hueso retorcido, le hacían inconfundible. Era fray Diego José de Cádiz, el fiero predicador ambulante que por lo visto ya había llegado a Sevilla. Jovellanos así lo comprendió y cruzó su mirada con la del conde. Este entornó sus ojos duramente, como si de ese modo se defendiese del reproche de dar cobijo en su casa a tal personaje.
El canónigo murmuró algo al oído del fraile, señalando con la vista a Jovellanos y a Mariana. Era su manera de hacer las presentaciones.
—Marquesita descocada... Alcalde del Crimen de Olavide... —dijo Diego José con sentido ofensivo, con una voz impostada sin esfuerzo, propia del acostumbrado a dar frecuentes discursos—.
Natus nobili genere atque degenera a virtute majorum. Dignitatis iniquus judex cui jus ac fas omne delére.
[Noble por nacimiento que degenera de la virtud de los antepasados. Mal juez que pisotea las leyes de la justicia.]
Jovellanos no tuvo más remedio que replicar como se merecía.
—Capuccinus monachus... Caenobita tacenda loquutus dicis a artes de quibus aliquid existimare possum.
[Capuchino... Monje que hablas a tontas y a locas de artes en las que soy juez bastante competente.]
El fraile frunció el ceño y descargó un vigoroso golpe con el bastón en el piso. Algunos de los presentes se azararon con un escalofrío y otros mantuvieron una quietud tensa.
—¿Cómo se atreve a usar la lengua de nuestra Santa Madre Iglesia para mancillarla? —exclamó Diego José.
—Esa lengua de la que habla es de Cicerón y Virgilio —replicó Jovellanos, al tiempo que procuraba apartar a Mariana de entre ambos—. Es una lengua para la poesía, para la oración y la ciencia, y no para soliviantar a las muchedumbres.
Doña Isabel, escandalizada, emitió un quejido, se persignó, y sus damas y su hija la imitaron. Diego José se aproximó a Jovellanos con su bastón agarrado con una mano de sarmientos, levantado por el medio como si fuera una vela.
—¡Ah, Virgen Santísima...! —se quejó el fraile—. A cada momento que pasa compruebo con más claridad la degeneración de la ciudad. Bien he hecho en venir a este nido de víboras ateas. ¿Qué se puede esperar de la justicia cuando la máxima autoridad de una provincia es un tirano presto a la sodomía con el heresiarca Voltaire?
—Vayámonos, doña Mariana...
Jovellanos dio la espalda al capuchino, ofreciendo el paso a la marquesa.
—Sí... Márchese, jovencita, y enciérrese en su casa. Que va enseñando los pechos como una ramera...
Bufó de cólera Diego José de Cádiz, sacando así de quicio a don Miguel. El escote que lucía Mariana estaba apenas a dos dedos por debajo de sus clavículas, por lo que la injuria del fraile clamaba al cielo.
—¡Por favor, padre...! ¡Mire en qué casa está...! —exclamó el conde del Águila, aunque no dejaba de ser una suave recriminación. Su esposa doña Isabel le miró de mala forma, refunfuñó y se alejó seguida de sus damas y su hija.
Mientras que Jovellanos recogía del pintor Espinal el retrato y pretendía remunerárselo, negándose a ello el artista, Diego José entonaba lo que parecía ser un discurso muchas veces repetido.
—¡La Iglesia es el cuerpo místico de Dios en la Tierra! Un cuerpo que se compone de una parte docente y de otra parte discente. La primera gobierna, enseña y santifica. Y la segunda es gobernada, es enseñada y es santificada. ¡Quiera el Cielo que caiga la ira de Dios sobre aquellos que osen romper...!
Sus palabras se vieron interrumpidas por unos gritos provenientes del interior del edificio. Eran voces que decían «¡Alto!», «¡Al ladrón!», «¡Cogedle!». En eso que apareció el mayordomo todo sofocado por una de las puertas del claustro, con la peluca blanca descolocada de correr.
—¡Perdón, Excelencia...! —dijo a su amo inclinándose como una rama cargada de nieve—. ¡Un ladrón se ha colado en el palacio! ¡Pero lo cogeremos...!
Ejecutó un par de nuevas y rápidas reverencias y prosiguió su búsqueda por la casa. Se hizo incesante la barahúnda de criados corriendo y gritando; por un ala del edificio, por un patio o por el otro.
El niño José desenvainó la daga reglamentaria de su uniforme. Y la alzó al aire como si fuera una espada heroica.
—¡No se preocupe, padre! —exclamó—. ¡Yo capturaré a ese bergante!
Y dicho eso corrió también al interior en pos del ladrón.
El fraile Diego José llamó la atención de Jovellanos tocando su brazo derecho con la punta del bastón.
—Alcalde, ¿es este su modo de mantener el orden en Sevilla, que ni siquiera puede proteger del latrocinio el hogar de una noble familia?
Jovellanos se giró hacia él dudando qué responder. El fraile se apercibió de su desconcierto y sonrió triunfante. Sobre su barba de pelos serpenteantes dejó ver unos dientes pequeños, mezquinos, enmarcados por unos labios con boqueras.
Mariana se adelantó hacia Diego José de Cádiz.
—Padre, el orden público no es fácil en Sevilla, por eso lo que menos necesitamos son agitadores revestidos de santidad.
—Marquesita... —replicó el aludido conteniéndose—. Este humilde servidor de Dios tan lejos está de la santidad como tan cerca está el demonio de Sevilla. Su cortejo debería saber que el asesino de los pobres sacerdotes es alguien salido del Infierno. Que no busque peligros entre los que lloramos esas muertes, sino entre los suyos que se alegran, porque es el nigromante Olavide quien ha llamado al diablo a Sevilla. Él ha invocado a las fuerzas del mal y el pecado con sus conjuros
filosóficos
y sus apelaciones a la sucia
razón.
Olavide no está en Sierra Morena, se encuentra aquí como súcubo demoníaco, brincando por la noche de campanario en campanario con su puñal de fuego.
La convicción de esas palabras provocó que los caballeros y los clérigos que le acompañaban se santiguasen e implorasen a varios santos.
—Esa acusación contra tan alta autoridad del rey traspasa la protección que le otorga su ministerio y su hábito —replicó ella.
—Partamos, doña Mariana —insistió Jovellanos—. Mientras que él usa la palabra para escarnecer, nosotros se la debemos tolerar para que no impere el silencio en todas partes.
Ambos saludaron al conde con sendas reverencias y se dispusieron a salir del patio. Pero al alcanzar la arcada oriental del claustro se tropezaron con Fermín, que llegaba con los brazos en alto, seguido del niño José apuntándole con su daga, y de media docena de criados.
—¡Fermín! —exclamó Jovellanos.
—Padre, aquí le traigo al ladrón de nuestra hacienda... —dijo el condecito.
—¿Le conoce, don Gaspar? —preguntó el conde.
De inmediato Jovellanos dedujo lo peor. Supuso que el muchacho era portador de alguna mala noticia, que había acudido a la casa de doña Mariana creyendo que allí le encontraría, y que allí mismo le habían remitido al palacio del conde del Águila. Cuánto habría corrido aquella mañana para cumplir con su misión... Fermín se merecía una recompensa y él estaba dispuesto a dársela.
—Señor conde, le presento a mi
mejor
ayudante...
Don Miguel se inclinó todo divertido; venia a la que correspondió Fermín con toda la solemnidad de la que era capaz.
—Y bien..., ¿qué le ha traído a esta casa? —preguntó el dueño de la misma.
Fermín dudó qué responder, y miró atribulado a Jovellanos y a Mariana. Su amo le animó con asentimiento a que contestase. Fuese lo que fuese, demostraría que el Alcalde del Crimen no ocultaba información al Alcalde Mayor del Cabildo.
—Anima pinguis...
Don Miguel se quedó lívido y sin habla.
—¿Anima pinguis?
—se preguntó fray Diego José—. ¿Qué clase de latinajo es ese?
Nadie quiso responderle.
Ya de camino de la salida, yendo los tres solos, Fermín confirmó a Jovellanos su periplo callejero. Un nuevo cadáver decapitado había aparecido en el corral del Agua. El aviso había llegado a la Audiencia muy temprano. El secretario Fernández se había hecho cargo; no tardando en avisar a su vez a Twiss y al médico Morico para que todos se presentasen en el lugar de los hechos. Había sido precisamente Morico quien le había dado el encargo de buscar a su amo y comunicarle la urgencia del caso mediante la contraseña
anima pinguis.
De nada había servido la excusa por parte de Fermín de que no se sabía que su amo hubiese regresado de La Algaba con la señora marquesa. Morico insistiría, aduciendo que más valía intentar un propósito que quedarse paralizado de brazos cruzados. Una lección que un mocoso como él debía aprender.
Mientras que Mariana iba sumando los objetos que a uno y otro lado en su loca carrera por el palacio Fermín había tirado y descolocado, y que los sirvientes se afanaban por volverlos a su lugar, el muchacho terminaba de explicar su aventura.
—No crea que ese petimetre es tan fiero con su daga, señor. Le podía haber roto la cabeza con una piedra. —Se palpó la camisa, que sonó a pedernal—. Pero me he imaginado que si me dejaba apresar por él me llevaría como un trofeo ante su padre. Y usted seguro que estaba con el conde.
Jovellanos le sonrió. Se congratuló del tesón y de la aguda inteligencia de un niño que había salido del más miserable de los callejones.
Poco después la calesa avanzaba por las concurridas calles rumbo al corral del Agua. Fermín iba sentado en el pescante, junto a Guillén, que le había dejado el látigo con la condición de no usarlo. Dentro del carruaje, Jovellanos y Mariana hablaban de sus tribulaciones; en especial del repentino cambio de actitud con el conde que había tenido ella, y que casi la hace desfallecer.
—Como ha visto, no creo que haya servido de mucho mi visita, aunque quizá con su ayuda el conde se hubiese mostrado más comprensivo. Pero ¿qué le ha pasado, Mariana? He visto angustia en sus ojos. ¿Se encuentra peor? Tal vez debería guardar cama...
Antes de contestar, ella cruzó sus dedos con los de él.
—Perdón, Gaspar... De repente tuve una corazonada que me espantó.
—¿Una corazonada?
—Sí. Llámelo una asociación de ideas. En el momento en que el conde me hablaba de su colección de objetos romanos caí en la cuenta, por lo que hemos averiguado, de que el
interfector
ha demostrado también una querencia por la antigüedad romana.
—¿Insinúa que don Miguel podría ser sospechoso...?
—No sé... No... Entonces me vino a los ojos la imagen de mi tío. Recuerde su obsesión por las piedras y restos romanos que encuentra en los campos. Aparte de las numerosas piezas que guarda en la torre de La Algaba, también esconde otras en sus aposentos y que no deja ver a nadie. Son sus hallazgos más valiosos. Hace años, cuando era niña, en un descuido de su parte descubrí esas piezas. Eran todas esculturas de cabezas. Ningún busto, sino cabezas solas, Gaspar. Me parecieron cabezas de deidades paganas, y hoy pienso que las custodia como si fuesen sus rehenes. Me imagino que el asesino debe de tener el mismo afán cuando decapita a los curas: coleccionar el rostro vicario de la divinidad en la Tierra.
—Pero mujer... Qué disparate... ¿Por qué habría de cometer él esos crímenes? ¿Por qué habría de pasar del mundo romano y de piedra al cristiano y de carne y hueso? ¿Por qué habría de ser precisamente su tío don Cristóbal y no el conde, ya puestos a suponer?
Mariana se sacó un pañuelo y se lo llevó a los ojos.
—Que Dios me perdone si pienso mal de él. Bien sabe lo mucho que le quiero. Pero no cesan de asaltarme ideas y sospechas que me atormentan. Como usted ha podido comprobar estos días pasados, aunque lo lleva secretamente y con dignidad, mi tío es esclavo de un terrible sufrimiento a causa de la muerte de su esposa y de sus hijos. Por qué no pensar que ese dolor poco a poco le ha vuelto loco, y que se ha tornado en resentimiento contra quien considera culpable de esas pérdidas: Dios. Usted oyó sus palabras en la comida con Céspedes delante. ¿No se deduce esto de las mismas? Puede haber llegado a la conclusión de que matando a sus servidores más directos se venga de alguna manera del Altísimo. Ahora se me ocurre que cuando le aconsejó que tuviese en cuenta el
ideal elevado
del asesino en realidad le estaba advirtiendo de sus razones. Le estaba diciendo al Alcalde del Crimen que él, el asesino, no actuaba por una ciega e insensata brutalidad, sino por algo
noble.
Jovellanos volvió a recoger las manos de Mariana, y su pañuelo ligeramente humedecido.
—Por favor, no desvaríe... Yo no veo en la mera venganza, por muy alto que se mire, un motivo
noble
para asesinar, porque además, por principio, no lo hay.
Mariana retiró sus manos algo enojada.
—¡No me mire así! Solo le falta llamarme
marquesita
como el fraile dominico. Seguro que cree que soy una chiquilla engreída, que piensa más de la cuenta en lugar de estar bordando su ajuar...