Read El alcalde del crimen Online
Authors: Francisco Balbuena
Dicho eso, saltó al suelo con un ágil brinco. El silencio y la parálisis se habían apoderado de todo el corral. Fernández observó a su jefe con mayor respeto aún, Twiss y Morico con admiración, mientras que a Fermín le pareció que brillaba. Mariana no quiso por más tiempo contener las lágrimas y las dejó resbalar por sus mejillas.
—Señora, caballeros, vámonos de aquí... —ordenó Jovellanos, al tiempo que emprendía la marcha guiando a Mariana por un brazo.
Cuando el sol se ocultaba aquel día, un criado de la casa de doña Mariana se presentó en la Audiencia. Comunicó a Jovellanos que su señora quería verle lo antes posible. Jovellanos y Twiss se miraron con preocupación.
Ambos se habían pasado toda la tarde indagando acerca del sochantre Luis Lista. Preguntaron por él en su parroquia de San Juan de Acre, especialmente al prior de la misma. El difunto era muy apreciado por sus virtudes musicales, pues hacía interpretar como nadie las obras sacras de Palestrina y Monteverdi. Sin embargo, en cuanto a sus virtudes morales dejaba mucho que desear. Corrían rumores muy graves sobre su vida familiar, frecuentaba lugares donde no debería dejarse ver, y sus opiniones sobre determinados dogmas eran cuando menos sospechosas. El prior les aseguró que, en base a su independencia jerárquica y gracias a la protección que le dispensaba, el sochantre de su coro se había librado por poco de serios problemas con el Santo Oficio.
Esta primera pesquisa hizo surgir la idea en la pareja de que quizá Luis Lista podía haber conocido al
interfector
antes de su muerte, al igual que Mateo Berrocal y Andrés Palomino. Si desde hacía meses el asesino ya sabía del trato al que sometía a sus hermanas, cabía la posibilidad de que incluso también hubiesen compartido correrías en Los Isidros. Pero en esta ocasión Jovellanos y Twiss no necesitaron ir tan lejos para confirmar o descartar esa suposición. Cerca de la iglesia, en la misma calle de la Estrella, al fondo de un sombrío callejón, había una taberna llamada El Barril que frecuentaba en vida Luis Lista. En realidad, por lo que averiguaron sin gran esfuerzo, frecuentaba ese y todos los establecimientos de tal condición de Sevilla.
En El Barril entablaron conversación con un cura de edad media y de una gordura enorme. Era un personaje bastante conocido en la ciudad, llamado Juan Garrosa. Como había nacido en la lejana Melilla, como era de piel cetrina y como mantenía a menudo que había que organizar una nueva cruzada para expulsar a los muslimes del norte de África donde había nacido, se le denominaba jocosamente «Preste Juan», el legendario patriarca de una Iglesia cristiana aislada en Abisinia en tiempos medievales. El preste Juan era un borrachín, paupérrimo como tantos otros del bajo clero, que a diario se recorría dando tumbos una docena de tabernas y figones de Sevilla. Su sotana, sucia y remendada torpemente, apenas daba de sí para contener la redondez de sus carnes. Le convidaron y no les fue difícil hacerle hablar. En realidad parecía que le gustaba hablar más que el sabor del vino.
Había conocido muy bien al sochantre Lista. A este —dijo el preste Juan—, se le veía cantar a menudo en los tugurios hasta altas horas de la madrugada. Tenía excelente voz y oído, y siempre había cerca aduladores o compañeros de francachelas que le animaban a ello. No bebía mucho, cosa perjudicial en su opinión, pero cantaba como un ruiseñor.
Con su característica torpeza para esos temas, Jovellanos preguntó al preste Juan si Lista era un
disoluto,
con la esperanza de poder establecer una relación entre él y Mateo o Andrés. El obeso cura se rió a más no poder.
—No, señor alcalde... —contestó después de haber estado tan encarnado como un niño de cuna, que parecía que no saldría de esa—. Usted debe saber ya que ese ruiseñor no necesitaba picotear en nidos ajenos. Él tenía sus buenos tres nidos... Le repito que a Lista lo que le gustaba era encerrarse en algún cobertizo con sus amigos y beber, no mucho, como le decía, y jugar a la baraja y cantar hasta ver amanecer. Más de una vez me confesó que no perdonaba al arzobispado la injusticia que se cometía con él... En el fondo era un resentido porque no le otorgaban las órdenes mayores. Y digo yo, ¿para qué las querría si contaba con unas
rentas
vitalicias y suaves? En fin..., se merecía la suerte de Farinelli, ¡sobre todo por el bien de sus hermanas...!
Volvió a estallar en risas, que enseguida ahogó en vino. Jovellanos no tuvo más remedio que dibujar una amarga sonrisa en su rostro, en tanto que el inglés, que desconocía que Farinelli era un
castrati,
un cantante de ópera que triunfaba en la Corte, no atinaba a apreciar la gracia de la situación.
Twiss ensayó su propio método de interrogatorio. Sacó unas monedas, se las ofreció y le preguntó si le podía proporcionar la identidad de alguno de esos
amigos
con los que Lista se encerraba. El preste Juan se guardó las monedas para un supuesto cepillo de su parroquia. No reveló ningún nombre porque no los conocía tanto. Aunque afirmó que todos esos amigos eran gentes del puerto o forasteros, que iban y venían.
Acabada su visita a El Barril, la pareja regresó a la Audiencia y se encerró en el despacho de Jovellanos. Allí, salpicando su conversación con frases en inglés para practicar, pensaron en lo que habían averiguado y qué pasos dar a continuación.
Estuvieron de acuerdo en que había coincidencias entre todos los asesinatos habidos. Tenían en común el que las víctimas habían sido unos villanos con las mujeres. Aunque pareciera lo contrario, el caso de Próspero Rodríguez confirmaba ese supuesto. Pudiera pensarse que de algún modo para el
interfector
su inocencia, su vida pura y casta, había sido una forma de agredir al sexo femenino por su indiferencia hacia él. Acordaron, pues, que deberían darse otra vuelta por los prostíbulos de El Arenal aledaños al puerto a fin de indagar sobre las características de un individuo que tan bien había descrito la Bachillera en Los Isidros: alguien que llevaba su adoración hacia las mujeres hasta extremos enfermizos. Un tipo así no podía pasar desapercibido en los burdeles. Tarde o temprano, más bien pronto, tendría algún encontronazo con otros clientes por determinadas
vejaciones
cometidas contra las prostitutas.
—Todo esto me resulta bastante nauseabundo, señor Twiss, pero es el único hilo que tenemos de donde seguir tirando —comentó Jovellanos con el semblante muy cansado.
A continuación decidieron volver uno a su casa y el otro al Alcázar para reponer fuerzas. En eso que Fernández llamó a la puerta y anunció la llegada del criado de Mariana de Guzmán.
Poco después el coche que les había mandado la marquesa salía por el portón de la Audiencia. La calle de Chicarreros era corta pero también estrecha, de forma que a aquella hora parecía una cueva de tan oscura. La calesa giró para enfilar la plaza de San Francisco. Sin embargo, antes de que los caballos la hollaran con sus herraduras, tres hombres salieron de las sombras y se interpusieron en su camino. Guillén restalló su látigo a ambos lados de los tiros.
—¡Bellacos...! ¿Cómo os atrevéis a atacar el coche de la señora marquesa? —rugió tratando de alcanzar inútilmente a aquellos individuos.
Dentro de la calesa Jovellanos maldijo y se preguntó quién osaba asaltarle a dos pasos de la Audiencia Real. Twiss le aconsejó que no se apease para averiguarlo, en tanto que amartillaba sus dos pistolas.
Acto seguido alguien abrió la portezuela desde la calle. Iba con un chambergo calado hasta las cejas y embozado hasta la nariz. Antes de disparar, Twiss se dio cuenta de que no se trataba de Silva, el esbirro de Gregorio Ruiz y supuesto marido de, de... Ese tipo era más bajo y su voz sonaba menos tétrica. El sujeto habló con las pistolas apuntando a su cabeza.
—Señor alcalde, Caetano quiere verle. Si desea solucionar los asesinatos de los curas, será mejor que vaya a la cárcel.
Dicho eso, desapareció corriendo entre la oscuridad seguido de sus dos compinches.
Cándido María Trigueros era un canónigo de la catedral, de absoluta confianza del cardenal Francisco de Solís. También había sido un asiduo de la tertulia del Alcázar, de acuerdo a sus veleidades de poeta y a su entusiasmo por el teatro. De hecho, gracias a sus oficios, había sido el promotor de la amistad distante que mantenían Su Eminencia y el asistente Pablo de Olavide. Durante aquellos días tan aciagos volvía a hacer de puente entre esas dos patas del poder sevillano. Según lo pactado, Mariana iba al arzobispado a informar sobre la evolución de los acontecimientos, pero a veces era necesario que fuese ella quien supiese de los hechos y pensamientos que acontecían en el palacio arzobispal. En esos casos era el canónigo Trigueros quien se encargaba de ir a hablar con la marquesa.
Cuando Jovellanos y Twiss llegaron al caserón de doña Mariana se encontraron con que estaba acompañada por Trigueros. Tomaban café en la acogedora sala de lectura. Ya era demasiado tarde para cenar, pero como los dos nuevos visitantes no lo habían hecho, Mariana dispuso que también se les sirviese café con abundantes pastas y dulces. De esa manera, en torno a una mesa, los cuatro se pusieron a hablar de lo que sucesivamente les había llevado allí. A instancias de Mariana, el canónigo repitió a Jovellanos y Twiss lo que antes le había contado a ella y que tanto le había inquietado. Este hecho resultaba tan extraño que la joven quería que ellos dos lo conociesen de la propia boca de Trigueros, por si una segunda versión lo volvía aún más insólito e increíble.
—En verdad que es sorprendente lo que les voy a contar, caballeros —se explicó el canónigo arrellanado en el sillón de estilo francés—. Como bien saben, Su Eminencia es un hombre madrugador, tiene por costumbre rezar a la hora de Laudes. Pues bien, resulta que esta mañana era la Tercia y aún no se había despertado. Hubo vacilaciones entre sus sirvientes, hasta que por fin su ayuda de cámara se decidió a hacerlo. Ordenó que descorrieran las cortinas de la alcoba y él mismo se acercó todo decidido a su cabecera. ¿Qué dirán ustedes que pasó? No tuvo otra ocurrencia el ayuda de cámara que despertarle con gritos de espanto, imitado al instante por los otros sirvientes. Su Eminencia se despertó al instante lleno de atolondramiento y, con los ojos a medio abrir, les reclamó cordura y una explicación por ese escándalo. Temblorosos, los sirvientes le remitieron a que se mirase al espejo de su aguamanil. Cuál no sería la sorpresa de Su Eminencia cuando descubrió que por su rostro tenía adheridos restos de lo que parecía ser yeso. Por las hendiduras de sus arrugas, sobre sus cejas, por dentro de sus fosas nasales... Al verse así, de esa forma tan inexplicable, a Su Eminencia le sobrevino un ataque de nervios. Exclamaba fuera de sí que su carne se estaba convirtiendo en arcilla blanca. En qué se vieron los sirvientes para dominarle y hacerle regresar a la cama. El médico del arzobispado más tarde hubo de administrarle unas infusiones para calmarle. Su Eminencia se ha pasado todo el día acostado, dominado por una especie de delirio que, para ser benevolentes, debemos achacar a su edad. Juzga que ese hecho es un aviso de Dios sobre su inminente muerte. Y no cesa de argumentarlo repitiendo determinados escritos sagrados. Se remite a Job: «Recuerda que como arcilla me hiciste y a polvo me harás volver». También a la epístola de san Pablo a los romanos, cuando dice que quién es el hombre para pedir cuentas a Dios, ya que: «¿Acaso dice el vaso al alfarero por qué le ha hecho así? ¿O es que no puede el alfarero hacer del mismo barro un vaso de honor y un vaso indecoroso?». Caballeros, Su Eminencia no es que tenga miedo a ser llamado al seno de nuestro Señor, sino que interpreta que ese
barro
misterioso en su rostro sea una forma de advertirle el Altísimo de que no está preparado para ese trance, de que morirá de modo despreciable para su alma, quizá a manos del asesino.
Oído eso, Jovellanos miró a Twiss y este a aquel. Entre ambos transcurrió una corriente de entendimiento. Por lo tanto, no tardaron en acosar a Trigueros con preguntas encaminadas todas en un mismo sentido. Las animaba una intuición que solo necesitaba unos datos más para confirmarse como suposición coherente.
—A Su Eminencia le debe constar que alguno de los vaticinios del piscator le amenaza a él. Es razonable deducirlo —dijo Jovellanos—. Sin embargo, ¿por qué habría de haber una relación entre una advertencia divina y ese enigmático yeso? ¿No pudo caerle del techo mientras dormía?
—No, señor alcalde. Ya se ha comprobado. Además, estaba pegado a su piel, como adquiriendo la forma de su carne.
—Como comprenderá, no podemos creer que ese
barro
sea de origen sobrenatural... —dijo Twiss—. Si fuese así, cualquier indagación humana no serviría de nada. De modo que tiene que haber una razón lógica y eficiente para su presencia. ¿Pudo alguien de noche penetrar en la alcoba del cardenal?
—Imposible. Las ventanas tienen fuertes rejas. Y a la puerta de sus aposentos siempre hay un criado custodiando por si se requiere su servicio a cualquier hora. ¿Por qué un criado habría de querer echar yeso en la cara de Su Eminencia? —preguntó Trigueros un tanto desconcertado.
—¿Están seguros de que era yeso? —insistió Twiss.
Trigueros estuvo a punto de contestar afirmativamente, pero la duda que le planteaba el inglés le pareció tan pertinente que balbució algo torpe e incomprensible. En ese momento Mariana abrió con desmesura los ojos y se santiguó. Había descubierto la idea que animaba la inteligencia de los dos caballeros.
—¡Dios mío...! —exclamó—. Será mejor que Su Eminencia no lo sospeche siquiera...
—Sí. Será mejor que siga creyendo en una intervención sobrenatural. No creo que su ánimo se encuentre preparado para afrontar la verdad —ratificó Jovellanos con gran gravedad en la expresión.
—Al contrario —replicó Twiss—. La realidad mundana debe ser menos terrible para ese anciano que la hipótesis de una intervención divina.
Trigueros se levantó como catapultado. Abrió los brazos y preguntó a sus tres acompañantes, todo nervioso:
—¡Señora, caballeros...! ¿Me pueden explicar qué es lo que están pensando?
Mariana, de forma cariñosa, le obligó a sentarse de nuevo tirándole de la sotana. Jovellanos hizo un gesto a Twiss para que este fuese quien diese la oportuna explicación.
—Mucho nos tememos que ese
yeso
en realidad haya sido escayola. Lo que han encontrado en la cara del cardenal simplemente son los restos de una masa más abundante que había cubierto su rostro por completo. Usted no ignorará que está de moda en Francia hacer mascarillas con escayola, en especial de los difuntos —se detuvo unos segundos para observar la estupefacta reacción facial del canónigo—. Sí... Todo parece indicar que ha ocurrido tal cosa con el cardenal Solís. Usted me preguntará «¿quién?». Posiblemente uno de los criados. Un criado que en realidad sería el asesino, y que se aprovechó del negligente sueño del verdadero para penetrar en la alcoba. Sabemos que ese tipo puede tener cierta habilidad para disfrazarse.