El alcalde del crimen (42 page)

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Authors: Francisco Balbuena

BOOK: El alcalde del crimen
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—No diga eso... —Jovellanos acarició sus mejillas y enjugó sus lágrimas con los dedos—. Nada de lo que piense me parecerá nunca vulgar. Al contrario, prefiero que deduzca cosas de este asunto a su modo. Cuantos más puntos de vista, mejor podremos ver la verdad. Tiene razón. Es posible sospechar de su tío, incluso del propio conde. El
ideal elevado
de este podría ser todo lo contrario que el de aquel. Acaso provocar todo lo que está sucediendo para que hombres como fray Diego José de Cádiz se hagan con la ciudad. De forma que se pueda torcer la voluntad de la Corte a fin de que Sevilla recobre su pasado esplendor, las riquezas de su comercio de antaño. Ninguna especulación es gratuita. Pero tampoco debemos perder la perspectiva que nos impone la lógica más implacable. Y esta, ahora, si pensamos en don Cristóbal o en don Miguel, nos está exigiendo la relación que pudieran tener con Quesada o con el piscator Maraver. Con incluso las dos primeras víctimas, que sepamos. Porque no olvide que el
interfector
conocía a todos ellos, que podamos deducir.

Estas palabras fueron como un bálsamo en el ánimo de Mariana de Guzmán. Las dudas que argumentaba Jovellanos debilitaban los resquemores sobre su tío el marqués. Y eso no dejaba de ser un consuelo. Al momento él emitió un chasquido con la boca y se hurgó debajo de la casaca.

—¡Estúpido de mí! Con la llegada de ese fraile y todo lo demás he cometido un grave error... —Se sacó el pliego que le diera Juan Espinal—. Fíjese, he hecho lo que nunca debe hacerse: doblar un dibujo. En fin... Tenga, quería regalárselo a usted.

—Gracias, pero me gustaría que se lo quedase usted, Gaspar. Me agrada pensar que de alguna forma siempre estaré a su lado.

—Pero siempre lo estará...

—Sí, ¿pero con qué seguridad? ¿A qué precio? —suspiró—. ¿Por qué no seremos como los novios de La Algaba? Pobres, ignorantes, y, no obstante, teniéndose el uno al otro sin nadie que se lo recrimine ni siquiera con la mirada.

—No piense en eso. Verá como al final nada nos importará. Mariana se inclinó hacia él y besó sus manos dedo a dedo. —Gaspar..., ¿adónde nos conduce esta calesa? ¿Qué nos espera a nosotros al final de tan tenebroso camino? Jovellanos no se atrevió a contestar.

Capítulo 17

La calesa hubo de quedarse a muchas toesas del corral del Agua.

Jovellanos y Mariana, guiados por Fermín, se internaron en la maraña de callejas, recorrieron el angosto y sombreado pasadizo último y, tras pasar por el hueco de un portillo, fueron a dar al patio. Su irrupción provocó un rumor general entre los cientos de vecinos que observaban curiosos y angustiados desde la galería, asomados a través de las ventanas y de las puertas, o simplemente de pie o sentados por el perímetro del patio. Ocho alguaciles de la Audiencia los mantenían a distancia del centro donde se alzaba el pozo.

—A menos que estén todos ciegos y sordos, aquí tiene que haber testigos del crimen —comentó Jovellanos recorriendo con la mirada los rostros de la atestada galería.

—Puede que sea así, Gaspar —apuntó Mariana—. Pero tenga en cuenta que esta gente es muy celosa de sus cosas, y a lo peor, incluso en un caso tan terrible como el presente, prefieren aparentar que no saben nada.

Lo que a continuación les llamó la atención fue un bulto alargado, tumbado junto al pozo y cubierto por una sábana igual a las muchas colgadas al sol no lejos de allí. Era el cadáver bajo su improvisado sudario. Mariana se santiguó, levantando con ello unos apagados comentarios en algunos de los curiosos. Por su parte, Jovellanos permaneció impasible observando a distancia el blanco lienzo. Ahí había estado de nuevo el asesino. Volvía a aparecer después de tantos días de inactividad. La vaga esperanza que había albergado sobre el límite de sus fechorías quedaba desvanecida. Él, quienquiera que fuese, era quien marcaba la cadencia de tan macabros hechos, y los demás estaban a su merced.

Cuando se aproximaban al cadáver vieron aparecer a Twiss, al médico Morico con su maletín y al secretario Fernández con sus útiles de escribir bajo un brazo. Provenían de una de las puertas y cruzaban entre un grupo de vecinos. Iban hablando muy animados entre sí, casi discutiendo, hasta que se fijaron en los recién llegados. Entonces de repente se olvidaron de su disputa y se apresuraron a saludarles, como si Jovellanos y Mariana hubiesen regresado de las Indias.

Una vez que Twiss hubo estrechado la mano de Jovellanos —costumbre aprendida de los colonos de Norteamérica—, indagó insistentemente en sus ojos. Ambos sabían de qué asunto se trataba, cuestión de la que un caballero no debe hablar en público, y casi nunca en privado. Jovellanos contestó con un asentimiento, dando a entender que sí, que todo había ido bien con Mariana, que había pasado los días más felices de su vida, y que le agradecía que él lo hubiese propiciado. Twiss se congratuló por ese amor rescatado de la consunción; aunque notó en su mirada un aire de sutil inquietud por el mismo.

Jovellanos dio una palmada floja, estiró los brazos y pidió que le pusiesen al corriente del caso. El secretario Fernández se adelantó entre Morico y Fermín, desplegó una carpeta con sus apuntes e hizo una sucinta relación.

—Señor alcalde, el difunto se llamaba Luis Lista, de treinta años de edad. —Señaló el cadáver cubierto y extendido junto a la alberca—. Natural de Huelva, en el reino de Sevilla. Vivía con sus tres hermanas en este corral llamado del Agua. Oficiaba de sochantre en la parroquia de San Juan de Acre, que está regentada por un prior que nombra la Orden de San Juan de Jerusalén, sita en la calle de la Estrella, en el barrio de San Loren...

—Un momento... —le interrumpió su jefe—. ¿Ha dicho
sochantre?

—Sí, señor alcalde. Sochantre es aquel que dirige el coro de la iglesia.

—Ya sé qué es un sochantre... —Fernández se aturdió bajo la dura mirada de Jovellanos—. Lo que quiero decir es que no era un clérigo...

Mariana quitó las palabras de la boca de Fernández.

—Algunos sochantres tienen órdenes menores, lo que no significa que tiendan a hacer carrera eclesiástica. Sea como sea, el coro no les da para vivir y han de buscarse su sustento por otra parte.

—Eso habrá que aclararlo —apuntó Jovellanos—. Como es obvio, a nadie se le puede escapar que este detalle es muy importante.

Twiss tomó la palabra.

—Ya está aclarado, don Gaspar. Hemos interrogado a las hermanas. Vivía con ellas en su casa porque, permítame la licencia, no tenía donde caerse muerto. —Jovellanos estuvo a punto de recriminársela; y Mariana hubo de taparse la boca para no reír—. Por lo visto, según ellas, a pesar de sus años y sus ruegos, sus superiores no le permitían pasar al cargo de diácono. Luis era un buen director del coro, pero no le juzgaban digno de oficiar misa. Ahora bien, lo que me extraña es que viviese con sus hermanas siendo estas propietarias de varias casas.

—En realidad el propietario era él —arguyó Mariana—. Conozco a las hermanas Lista. Son unas excelentes costureras y más de una vez han hecho algún trabajo para mí. Siempre están a la última en la moda de París, lo que les reporta grandes beneficios. Desgraciadamente, según las leyes, mientras no se casen su hermano debe administrar sus haciendas. ¿Comprende ahora, señor Twiss? Aquí tenía el puchero asegurado, y siempre a mano.

En ese momento Jovellanos pensó que el sochantre Luis había estado explotando a sus tres hermanas como un despreciable alcahuete. Ahí había cierta coincidencia con las muertes del padre Mateo y del cura Andrés; suficiente motivo para llamar la atención del
interfector.
Seguramente ese infeliz vivía mejor que la mayoría del clero sevillano. Vestiría bien, calzaría bien, luciría buenas alhajas, todo con la misma prepotencia de la que habían hecho gala los finados Mateo y Andrés.

Jovellanos se agachó para comprobar esos términos. Levantó un poco el lienzo que cubría el cuerpo y se llevó una sorpresa. El cadáver se encontraba completamente desnudo. Sin cabeza, pero también sin un anillo siquiera.

Jovellanos, confuso, alzó la mirada hacia los demás.

—Prosiga... —ordenó a Fernández.

El secretario tosió antes de continuar leyendo.

—El mencionado difunto fue encontrado al amanecer del presente día por Salvador Hinojosa. —Este, un viejo contrahecho, se adelantó de entre los curiosos con un sombrero en las manos y se inclinó cara a Jovellanos—, El cuerpo estaba en la alberca vacía del pozo donde las mujeres del corral lavan sus ropas, pozo del que todos los vecinos se surten de agua. Se encontraba completamente desnudo. El susodicho abuelo Salvador, encargado de cerrar y de abrir el portillo que da acceso al corral para mayor seguridad de sus vecinos durante la noche, no sale de su perplejidad, ya que asegura que tal portillo se encontraba cerrado con su cerrojo antes de salir el sol.

Jovellanos ordenó parar a Fernández con un ademán.

—Señor Twiss, ¿podemos suponer por esto último que el asesino entró y salió del corral con su
carga
escalando las casas?

Twiss echó un vistazo a su alrededor, a las galerías llenas de gente, y que de algún modo le recordaron los palcos del teatro El Coliseo.

—Es posible. Ya sabemos que es muy ágil y fuerte. Aunque resulta difícil imaginarse tal eventualidad. Solo hay que ver la cantidad de gente que vive aquí. Seguro que hay algunos que hasta duermen en las galerías. Sin embargo, hemos interrogado a muchos de los vecinos y nadie ha visto nada. Esta noche había luna nueva, y hay mucho árbol y mucha maleza en el patio que dificulta la visión, pero aun así nadie entre tantos sintió trasladar el cuerpo desde su casa hasta esta alberca.

—Debe de ser más hábil de lo que creen, caballeros —comentó Mariana.

Jovellanos se inclinó y observó el fondo de la alberca, alargada como un gran ataúd. Sobre sus piedras del fondo se advertían las características raspaduras que producía la sierra del
interfector
al decapitar a sus víctimas.

—Y además aquí mismo, al descubierto, se entretuvo en cortarle la cabeza —comentó—. Su osadía va en aumento. Pero ¿por qué traería el asesino a su víctima a este lugar precisamente...?

Jovellanos tenía su propia respuesta, pero quiso que alguien se la dijera de viva voz. El grupo se situó alrededor de la alberca, observando también su fondo.

—Sabemos que sus actos son simbólicos —dijo Twiss—. Mateo fue encontrado en el molino de tabaco, Andrés en el campanario, Próspero en la pila bautismal... Esta vez el
interfector
nos lo ha puesto demasiado fácil. Pensemos en el oficio de las hermanas de Luis, en su modo de explotarlas... Concluiremos, pues, que en este lecho donde todo se lava, incluso los vestidos que ellas confeccionaban, debían lavarse también las culpas de ese desgraciado.

Jovellanos apoyó un pie en el borde de la alberca, baja para permitir que las mujeres lavasen agachadas sobre sus tablas. Se inclinó hacia delante y sonrió a Twiss, que se encontraba justo enfrente.

—Me sorprende, señor Twiss. Ya empieza a deducir las cosas de un
meta físico
como yo. ¿Pero no se le ha ocurrido pensar en que quizá el asesino se haya guiado por un sentido meramente práctico? Allá, dentro de la casa, mientras serraba podía haber sido descubierto por alguna de las hermanas de la víctima. En cambio aquí, al amparo de las sombras, de los árboles y del canto de los grillos, sus riesgos disminuían.

—Mi querido don Gaspar... Esto es puro empirismo. La experiencia nos dice que nuestro hombre actúa de tal manera de acuerdo al esquema de mensajes que pretende que deduzcamos. ¿Por qué habría de variar en esta ocasión?

El médico Morico, que hasta entonces se había mantenido callado, dejó caer con rabia su maletín en el borde de la alberca, que sonó como si una armadura se hubiese descompuesto. Llamada así la atención, habló con impaciencia rayana en la cólera.

—¡Paparruchas...! ¿Cuándo vamos a pasar a lo importante, caballeros? ¡Los detalles orgánicos son los verdaderamente importantes!

—¿Es que hay novedades? —preguntó Jovellanos—. ¿Hay algo más que
anima pinguis?

—Lea, Fernández. Lea la última parte de su informe —ordenó Morico.

Fernández volvió a toser como dispuesto a retomar la lectura, pero no se decidió a hablar. La carpeta le temblaba en las manos.

—¡Ejem...! —carraspeó Twiss, mirando a Jovellanos y de soslayo a Mariana—. Hay detalles muy escabrosos que quizá una dama...

—¿Ya estamos otra vez como en el patio de los Naranjos, señor Twiss? —exclamó ella con enojo—. ¿Es que en su país las mujeres son seres angelicales y sin cuerpo?

Twiss hizo un gesto como dando a entender que era posible, lo que arrancó una sonrisa de Jovellanos.

—Creo que doña Mariana tiene razón —sentenció este—. Después de lo que llevamos conocido, ya nada nos puede escandalizar. No obstante, no es bueno que un espíritu todavía sin cultivar se someta a impresiones demasiado vivas. Tú, Fermín, aléjate unos momentos...

El muchacho, incrédulo, abrió los ojos y se llevó las manos al pecho hasta hacer sonar las piedras que ocultaba.

—¿Yooo...?

—Sí. Ya viste lo tuyo aquella noche en San Ildefonso.

Fermín se alejó renegando hacia la gente, dando con rabia una patada a la rama caída de un árbol. Los demás se agruparon a los pies del cadáver. Se hizo un silencio incómodo, hasta que Fernández, apremiado por la ansiedad de Morico, no tuvo más remedio que leer la última parte de su informe, con voz sensiblemente baja.

—Bueno... —tosió una vez más—. El doctor en Medicina don Domingo Morico Toledano, director del hospital de la Caridad y forense al servicio de la Audiencia Real, llevó a cabo una minuciosa exploración del cuerpo de la víctima. Certificó que el cadáver había sido decapitado, y que sus mollejas y partes magras habían sufrido los característicos estragos producidos por la sustancia que se ha dado en llamar
anima pinguis.
Por otro lado... ¡ejem...!, estudiando los detalles anatómicos del cuerpo, llegando a la exploración de sus genitales, el doctor Morico descubrió que su glande se encontraba más dilatado de su estado normal, a semejanza a la posterioridad del acto eyaculatorio, según sus palabras. Asimismo, en dicho glande halló restos de líquido seminal, del que recogió una muestra para un ulterior estudio. El doctor Domingo Morico opina que esta circunstancia se debe a que la víctima, en el momento de su muerte, pudo padecer una suerte de desenfreno rijoso producido por el veneno inoculado. Aunque hay otra versión más vulgar que contradice...

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