El alcalde del crimen (26 page)

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Authors: Francisco Balbuena

BOOK: El alcalde del crimen
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—En realidad —le interrumpió Twiss— nos interesa más saber sobre otra persona. Alguien que pudiera ser muy amigo suyo, que podría divertirse con ellos por aquí.

Al oír esto las muchachas también se sentaron en el suelo y sobre algún que otro cojín de cuero, formando un semicírculo frente a Jovellanos y Twiss.

—Ese es Macario, caballero —dijo una.

—No, tonta... Se llama Cantarín —rectificó otra.

—Su nombre es Mercurio Cantarini —arguyó la de más edad.

Jovellanos sintió el corazón de Twiss latir con fuerza, y este el de aquel. Con una facilidad pasmosa se había hecho cierta su suposición de que una tercera persona, probablemente el
interfector,
había conocido al padre Mateo y al cura Andrés en su verdadero estado de podredumbre moral, prólogo de su muerte. Además acababan de oír su nombre. Un nombre y un apellido que tenían todas las trazas de ser un apodo o un seudónimo, pero que ya era algo.

—Ese hombre es otra cosa, don Gaspar —habló la Bachillera dando aire a sus orondos pechos con un abanico extraído de las enaguas que la vestían—. No sé cómo es amigo de esos dos pendejos. Es un caballero de buenos modales, como ustedes dos, cariñoso y generoso con las chicas. Lástima que haga más de dos meses que no viene por Los Isidros. Verdad es que los dos curas hace muchas semanas que tampoco vienen...

Twiss se movió para hablar, pero una mano de Jovellanos en su brazo le contuvo. Al parecer esas mujeres no sabían nada de los asesinatos de Sevilla. O si les había llegado alguna noticia de ellos no la asociaban con los sacerdotes en cuestión. Juzgó, pues, que era mejor no mencionarles el trágico destino de Mateo y Andrés por el momento; no convenía alterar sus ánimos y la visión sincera que tenían de ese Cantarini revelándoles su verdadera condición. Por otro lado —reflexionó en un segundo—, se jugaba un galeón lleno de sidra de su tierra con Twiss a que Cantarini no volvía más por Los Isidros. Entre otras razones, porque con seguridad ya sabía que se encontraban allí ellos inquiriendo por él. La misma deducción lógica que les había llevado hasta las marismas debía de haberse producido también en su criminal cerebro.

—¿Me pueden decir cómo es físicamente Mercurio Cantarini? —preguntó Jovellanos.

Una de las chicas se apresuró a contestar con un tono de guasa.

—Muy normal, caballero...

Todas se echaron a reír, e incluso Twiss no pudo contener unas carcajadas. Jovellanos prefirió ignorar un humor tan burdo.

—Me refiero a los rasgos de su cara. ¿Posee algo que lo distinga? ¿La tiene picada de viruela? ¿Es rubio, delgado, de qué color son sus ojos?

—Es un hombre como tantos otros. Amable, pero vulgar físicamente —dijo la Bachillera.

Esperanza habló con su voz de niña.

—Tiene marcas, señor alcalde.

—¿Marcas? —preguntó Twiss, visiblemente interesado.

—¡Qué van a ser marcas...! —exclamó la más guapa—. Son cicatrices.

—¡Ni marcas ni cicatrices! —sentenció la más fea—. Son como quemaduras. Sí, como quemaduras, caballeros.

—¿Qué tipo de quemaduras? —insistió Twiss.

—Redondas —afirmó Esperanza.

La mayor de las chicas concretó, secundada con gestos de asentimiento de las demás:

—Tiene una alrededor de cada muñeca y de cada tobillo. También tiene otras desde el hombro a la axila. Así... —En su propio cuerpo la chica se señaló por el torso, como si separase los brazos del tronco.

Jovellanos y Twiss se quedaron mirando absortos. Trataban de, en su silencio, intercambiar el torrente de confusas impresiones que esas palabras y esas imágenes les producían. A continuación, la Bachillera hizo la pregunta que Jovellanos hubiese preferido no contestar. Tal vez el asesino no volviese por Los Isidros, pero si regresaba acaso sería mejor que ellas no supiesen quién era; podrían correr un peligro extremo.

—Díganos, señor alcalde, ¿es que busca a Mercurio por algún delito?

—Sí.

En su fuero interno por fin hubo de admitir que sería inútil mantener a aquellas mujeres en la ignorancia, puesto que, tarde o temprano, sabrían la verdad por medio de otras noticias más precisas. Y porque, de alguna forma u otra, se hallaban a merced del capricho del
interfector.
Les contó lo que debían saber.

Capítulo 11

A1 mediodía de la jornada siguiente, la falúa los recogió en el punto convenido del caño. La embarcación regresaba a Sevilla llena con salazones de atún de Sanlúcar. Durante el viaje, en su rincón de proa, Jovellanos y Twiss no cesaron de darle vueltas a la información que habían recabado en Los Isidros. Convinieron en que Mercurio Cantarini era un nombre ficticio, aunque sin duda con un significado oculto. Nadie da un nombre tan singular si no quiere que se le recuerde. Se acordaron de que Mercurio era el dios romano del comercio y patrón de los ladrones, correspondiente al Hermes griego. Era el heraldo de los dioses, que conducía a los muertos al Olimpo, pero también al Hades. Esta cualidad de introductor en el Infierno les pareció que correspondía con la adecuada elección que haría un asesino de cierta cultura. Respecto al supuesto apellido, parecía evidente que
Cantarini
era de origen italiano, aunque les resultó imposible deducir nada más. Pudiera ser un apellido usurpado de alguien que lo poseyera, no en vano había bastantes descendientes de italianos en Sevilla; pero eso habría que comprobarlo.

Conforme surcaban el río, Twiss no logró encontrar el suficiente valor para revelar a Jovellanos que él iba un paso más adelante. Sabía de la pertenencia inequívoca de Quesada a la masonería, de su amistad secreta, y de los augurios de rebeliones que esta había proclamado basados en ejemplos de la república romana. Y ahora surgía el nombre de
Mercurio,
otra referencia a la antigüedad clásica. ¿Acaso no eran los vaticinios del piscator una invocación a la Sibila de Cumas con sus oráculos? Demasiadas coincidencias, demasiado amor a Roma, como para suponer que detrás de esas distintas manifestaciones no estuviese la misma persona. Todo parecía ser una obsesión del
interfector
por el mundo precristiano, como una especie de nostalgia. Un amor por un mundo incontaminado por la era cristiana; un rencor más bien, que parecía estar avalado por lo que Jovellanos opinaba sobre las marcas de quemaduras en su cuerpo.

—Esos círculos alrededor de muñecas y tobillos, oiga bien, Richard,
círculos
semejantes al círculo del corte en el cuello de las víctimas, se me antoja que son las raspaduras de las sogas que amarran al reo en el potro de tortura. Los he visto en infelices que de milagro han salido vivos del castillo de la Inquisición. Ahí tenemos un motivo de venganza contra la Iglesia. Ahora bien, lo que no me explico son esas otras marcas en los hombros. El potro no las produce. También es cierto que el Santo Oficio guarda inimaginables suplicios.

Ahora lo veía más claro, se repitió Twiss cuando las torres de Sevilla aparecían en el horizonte: todo era la obsesión de alguien perturbado por el ansia de venganza. Mariana de Guzmán llevaba razón desde que lo afirmó. El asesino era un solo individuo, pues un grupo hubiese satisfecho su deseo de matar de un único golpe por amplio que fuese, sin deleitarse en su minuciosa preparación al lado mismo de las víctimas, sin tanto detalle extraño como el
anima pinguis.
El
interfector
estaba anegado de rencor y había hecho partícipe a otro, Quesada, al que consideraba semejante en su desdicha, de una pronta revancha que los desagraviaría. De modo que vengando a Quesada comenzaba su propia venganza, que debía ser inconmensurablemente mayor.

Cuando la falúa alcanzaba el puerto fluvial, Twiss estuvo a punto por fin de confesar a Jovellanos la existencia del amigo secreto de Quesada. Sin embargo, en el último momento no se atrevió a hacerlo. Le seguía paralizando la posibilidad de que ese sujeto fuese quien él buscaba, alguien que no solo estaba dispuesto a inundar de horror Sevilla, sino a extenderlo a otros reinos. Y ello traería implicaciones muy comprometidas para él.

Nada más desembarcar, se les acercó un sargento de granaderos, mayor y de blancos bigotes llamado Bustamante. Les informó de que se había producido otro asesinato, igual a los anteriores, descubierto aquella misma mañana.

—Pero Gaspar... —dijo un desconcertado Twiss—. Si faltan cuatro días para marzo...

—Ese es nuestro principal error, Richard. Creer que el asesino sigue un método a nuestra conveniencia —replicó Jovellanos con el gesto adusto.

Un coche dispuesto para ellos los llevó rápidamente al Alcázar. En el breve trayecto el viejo sargento les contó de modo lacónico a la manera castrense los pormenores del caso.

La víctima era un joven diácono recién ordenado llamado Próspero Rodríguez, que había aparecido decapitado en la parroquia de San Ildefonso. Se le había encontrado de forma harto espantosa: en paños menores, de pie, con los brazos metidos en la copa de la pila bautismal de la iglesia.

—«El río Jordán...» —comentó Jovellanos.

—«Beberá sin boca...» —apostilló Twiss.

Bustamante recalcó que esa muerte estaba produciendo en el vecindario una honda impresión por ser la víctima casi un muchacho, llegado a Sevilla hacía poco tiempo, y que además era de grandes virtudes cristianas al decir de los feligreses.

—«Inocente y forastero...» —recordó Jovellanos—. Ese canalla de
interfector
ha cumplido cada palabra escrita. Con lo que viene a decir que nadie está libre de su asechanza, ni aun el más ajeno a los vicios de la ciudad.

—Es decir, que si no mata por las
faltas
de las víctimas, ¿por qué lo hace? —preguntó Twiss—. La respuesta puede que resida en la palabra «temblarán» del vaticinio.

La cara arrugada y seca del sargento Bustamante asintió frente a él antes de hablar.

—Caballero, he estado en toda suerte de batallas, y he visto el temor más angustioso en infinidad de soldados antes de combatir. Le puedo asegurar que es mejor enfrentarse solo a un regimiento de prusianos que rodeado de gente así. Ahora, aquí en Sevilla, estamos rodeados por miles de seres que ven la muerte de cara, avanzando inexorable hacia ellos.

No hacían falta más deducciones al respecto.

Ya en el Alcázar, Bustamante les condujo al piso superior de un pabellón de la parte sur. Allí se encontraba el conocido como Departamento del Rey, un conjunto de salas y gabinetes muy apreciados por Olavide, con frondosos jardines a sus pies, y del que partían las murallas que unían el palacio con la torre del Oro en la orilla del río. Después les dio paso a una amplia estancia que hacía de cuarto de banderas, decorada con motivos militares de varias épocas. En el centro se alzaba una gran mesa, y alrededor de ella charlaban de pie Bruna, los cuatro peruanos y otros dos oficiales de la guarnición, los capitanes Moya y Doncel. Estaban fumando todos. Era, por así decirlo, el Estado Mayor que el asistente había dejado para el gobierno de la ciudad.

Los saludos fueron sobrios, marcados por la pesadumbre de los acontecimientos. Jovellanos apartó a Bruna hacia un extremo de la sala y allí, con voz baja y sin gesticulación alguna, bañados ambos por la luz de una gran ventana, le expuso lo descubierto en Los Isidros. Más tarde, si lo juzgaba oportuno, que él mismo lo transmitiese a su gente.

Volvieron a acercarse a la mesa.

—Bien, don Gaspar... —dijo Bruna, exhalando el humo de su puro—. Como habrá advertido, la situación ha dado un giro con este tercer asesinato.

—¿Se refiere a que el preso Federico Quesada no ha podido ser el autor...? —añadió un circunspecto Jovellanos.

Rafael Artola, oficial experimentado y hombre de fuerte carácter, apoyó las manos sobre la mesa con energía. Por su tono parecía continuar una discusión interrumpida minutos antes.

—En efecto, señor alcalde. Está claro que Quesada es inocente de esos crímenes, y que mientras que él lleva casi un mes en los calabozos de la Audiencia el asesino anda suelto por Sevilla. Algunos de los aquí presentes creemos que sería conveniente que lo liberase.

José de Herradura, hombre más refinado, le replicó con no menor convicción. Era evidente que con él había mantenido la discusión más bronca.

—No sea necio, Artola. Si hiciese tal cosa, ¿qué pensaría la gente del Cabildo? Que nos damos prisa en soltar a los enemigos de la religión, pudiendo ser que cómplices de Quesada actúen a su favor.

—¿Necio yo...? Si no fuese por mi previsión el otro día de apostar a mis
conquistadores
carabineros detrás del Cabildo, ¿dónde estaríamos ahora todos nosotros?

—Desde luego que no estaríamos en la mente de cada
veinticuatro,
como unos bárbaros que arrollan al vecindario con acometidas salvajes de caballería...

Artola escrutó a Herradura con ojos encendidos de ira, mientras que la mirada de este era fría como el viento boreal.

—Don José lleva razón —intervino Meneses, el contador, siempre nervioso—. No podemos pasar por alto lo que ha hecho ese imberbe cura por el hijo de Quesada...

—¡Bobadas! —exclamó Esteban del Sagrario, un peruano que había echado profundas raíces en Sevilla, hasta el punto de ser el único de ellos casado con una natural del país—. Lo que no podemos es crearnos más enemigos. No podemos luchar en dos frentes.

Los cuatro de Perú se enzarzaron en una aparatosa discusión en la que no faltaron insultos propios de su tierra natal, amenazas y desafíos un tanto ridículos. Bruna y los otros dos oficiales tuvieron que interponerse entre ellos para que sus manotazos no llegasen a mayores. En ningún momento nadie soltó su puro de su mano o de su boca. A Twiss le divertía aquella grotesca situación.

—Me parece que el pánico ha alcanzado también al Alcázar... —comentó por lo bajo a Jovellanos.

—Nos puede tragar a todos.

Francisco de Bruna y Ahumada tenía por entonces cincuenta y siete años, era pelirrojo por el tono de su piel y sus cejas y de complexión media. Si bien no era un tipo brillante, poseía, en cambio, una gran paciencia y unas buenas dotes de hábil negociador. Por eso le había elegido Olavide para que mandase en su ausencia. Porque sabía que se mantendría al margen de las rivalidades que existían entre los peruanos, y que, dada su provecta edad, infundía más respeto que cualquier otro que hubiese ocupado aquel puesto. Así pues, Bruna impuso la autoridad que le daba saberse apoyado por quien los peruanos respetaban más que nada en este mundo y logró que se separasen. Dos se fueron a un lado de la mesa y los otros dos al otro, todos con gestos huraños. Se encorvaron con rencor cara al plano extendido de Sevilla sobre el mueble. Bruna les reconvino y apeló a su honor de caballeros. A continuación se dirigió de nuevo a Jovellanos.

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