Read El alcalde del crimen Online
Authors: Francisco Balbuena
Twiss sacó el almanaque de su casaca y buscó la referida estrofa.
Haya los mil dolores
en lo graso y lo magro,
detrás de los traidores
irá la sombra del trasgo,
y no habrá escondite o gruta
para una hostia de sangre bruta.
—Pero Aurelio Maraver no es un hombre de religión —arguyó Jovellanos.
—¿Por qué habría de serlo, señor alcalde? —Jovellanos y Twiss se miraron con asombro, poniendo caras de circunstancias; se daban cuenta de que aquella persona tan sencilla podía tener más sentido común que ellos dos juntos—. El mismo Aurelio me confesó, y mire que él sabe de eso, que el propio don Pablo de Olavide tiene su acertijo. ¡Y eso que es ateo...!
Una súbita cólera acudió a Jovellanos, que no pudo evitar dar una fuerte palmada en la gran mesa de la prensa.
—¡Por los clavos de Cristo! ¿Es que todo el mundo se ha hecho brujo en Sevilla? ¡Cualquiera cree que puede adivinar el futuro...!
El niño se echó a llorar por el susto. La mujer lo consoló e hizo ademán de largarse.
—¡A mí no me eche la culpa! Según Aurelio, lo dice en el «muerto que volverá a la muerte».
Jovellanos arrancó con rabia el almanaque de las manos de Twiss, buscó y leyó el mencionado vaticinio, con especial timbre de ira.
Para la tiniebla es fiel
mas oculto para la sombra,
repudiado lejos el cruel
cerca reparte la tumba,
y entre vivos rebasando su suerte
el muerto volverá a la muerte.
—¡A ver, señora...! ¿De dónde deduce usted que esta porquería se refiere a don Pablo?
—Pues... —la mujer dudó un momento antes de contestar—. Toda Sevilla sabe que el asistente vino de lejos, de Perú, huyendo por crueles crímenes...
Twiss soltó un leve silbido y se hizo el distraído mirando al techo. Jovellanos, abatido, acompañó a la mujer hasta la puerta. Sacó unas monedas de su chupa y se las entregó.
—Tenga... Váyase a su casa y dé de comer a esta criatura...
—Voy a hacer algo mejor. Le voy a dar polvos de amapola para que se duerma. Le están saliendo los dientes y no nos deja vivir por la noche.
Jovellanos hizo un gesto de desagrado. Sabía que era costumbre por las tierras del sur que las madres durmieran a sus hijos a base de narcóticos sacados de la amapola de pétalos blancos. Como la adormidera resultaba más barata que la leche o el pan, así les aliviaban también el hambre. Era una práctica que él reprobaba, pero contra la que no podía hacer nada. Se volvió a meter la mano en el bolsillo y sacó más monedas.
—Pero esto para comer, ¿eh?
La mujer se echó a llorar y trató de besarle la mano. En ese instante Twiss recordó algo y preguntó desde los destrozados cajones de tipos.
—Un momento, señora. Antes ha hablado de dinero. De mucho dinero que su marido se ha llevado consigo. ¿Sabe de dónde lo había sacado?
—Pues claro, señor, no soy tonta... Se lo había dado allá por noviembre el autor de esos acertijos. Aurelio no se podía creer que alguien le diese una fortuna por publicar, y encima esos versos, que creía iban a divertir mucho a los lectores. Y ya ha visto lo que ha sucedido después. ¡Los treinta ducados de Judas! ¡El dinero de un asesino...!
El llanto de la mujer y su hijo se mezclaron al bajar por las escaleras, aumentando el estupor de los vecinos que aguardaban entre parloteos.
Ya solos en la imprenta, Jovellanos entregó a Fermín los cuadernillos que le había pasado Twiss. Eran almanaques sin vender de años anteriores, en cuyas portadas aparecía un grabado con la efigie del piscator, de Aurelio Maraver, vestido a la usanza medieval y rodeado de estrellas, medias lunas, compases y signos zodiacales. Lo único que distinguía las portadas unas de otras era el año, impreso en números romanos. Fermín debía ir corriendo al Cabildo, donde se encontraba el teniente Gutiérrez acompañando a Bruna. A él personalmente le entregaría los retratos de Maraver a fin de que sus hombres supiesen a quién buscar. Además, en su nombre, debía partir de inmediato hacia Córdoba con tropas en pos del astrólogo, para en caso de que su mujer estuviera en lo cierto y se hallase en los brazos de Rosilla.
Jovellanos animó al muchacho para la carrera, ya irían ellos dos tras él más tarde en cuanto terminasen de revisar la imprenta. Pero Fermín pidió que se le dejase el caballo de Twiss para cubrir el trayecto, pues estaba harto de ir de aquí para allá siempre corriendo. Twiss no puso inconvenientes. Sin embargo, su amo no se lo consintió. Aparte de que no tenía la suficiente fuerza como para dominar a un corcel tan brioso —arguyó—, no era conveniente que a un rapazuelo de la calle se le viese con montura de caballero.
—¡Claro, señor, soy un pillo a su servicio...! —gritó Fermín indignado—. ¡Solo me quiere para reventarme corriendo por las calles, porque jamás seré un caballero como usted o el señor Twiss...!
—Pero... —Jovellanos no pudo terminar su frase de desconcierto, puesto que el chaval ya abría la puerta.
—¡Soy un esclavo, como lo fue Hogg...!
Fermín se perdió escaleras abajo, con lágrimas chorreando por sus mejillas. Los curiosos se quedaron fijos en Jovellanos, con expresiones a la vez medrosas y reprobatorias. Parecía que todo el mundo huía de él llorando. Jovellanos, aturdido, volvió a cerrar la puerta y se dirigió hacia Twiss, lamentándose.
—¿Ha oído, Richard? Si yo solo quiero hacerle un hombre de provecho...
—Reconozca que ha herido sus sentimientos.
—Sí, es posible... —Se llevó una mano a la frente—. Está claro que yo no serviría para padre. Ni siquiera soy un buen tutor de un muchacho avispado, inteligente, que con buenos estudios podría ser alguien. Y ahora, con este odioso caso entre las manos, le tengo descuidado.
—No se preocupe más de lo necesario. Todo se irá arreglando poco a poco... —Twiss se agachó encima de montones de libros deslavazados y de carpetas hinchadas de papeles—. Solucionemos para empezar este asunto, sobre el que por fin hemos logrado hincar el diente.
La pareja se puso con ahínco a revisar los papeles de las carpetas y los libros caídos al suelo, así como otros muchos amontonados en anaqueles. De igual forma, registraron los cajones de un gran armario y los de un escritorio con tablero inclinado. Hallaron infinidad de manuscritos y cartas sobre los temas más variados e insólitos: noticias supuestamente datadas de China, comentarios de famosos astrónomos sobre los cuerpos astrales, vidas de santos, estudios acerca del origen marrano de Spinoza, cuentos sobre las mujeres guerreras del río Amazonas, profecías de Nostradamus, etcétera. Se encontraron con trabajos realizados en la imprenta guardados sin orden alguno: estampas de vírgenes, opúsculos, encargos de elegías fúnebres, obras de carácter genealógico o heráldico... Revisaron también numerosos dibujos ejecutados en papeles, hechos sin duda por el propio Maraver para ilustrar sus almanaques. Los cuales a veces grababa en planchas de cobre que, convenientemente mordidas por los ácidos que guardaba en recipientes de loza, se convertían en matrices con relieve para la prensa.
Estaban perdiendo toda esperanza de poder encontrar lo que creían que debía estar allí, cuando Twiss extrajo un papel con cuatro dobleces del fondo de un cajón del escritorio, bajo varias planchas. Estaba escrito por ambas caras con una letra singular, toda en versal romana. Twiss lo leyó con ansiedad. Era el original de los vaticinios criminales, y no se parecía a nada de lo visto en las carpetas.
—¡Por fin...! —exclamó Jovellanos al ver lo que le enseñaba Twiss—. ¿Sabe que ya empezaba a dar crédito a lo que dice doña Amelia de que todo es obra de un espíritu maligno salido del Purgatorio? Pero no, ahí tenemos la prueba material de que el autor de los vaticinios es alguien con mano carnal para escribir.
Se acercaron a la luz de una de las ventanas para observar mejor el escrito. Comprobaron que las estrofas estaban dispuestas en el mismo orden que el aparecido en el piscator. Y volvieron a asombrarse por el estilo de la letra, como sacada de una inscripción romana, de una lápida. Jovellanos asió el pliego y lo alzó al trasluz, de forma que los renglones de una cara se superponían con los de la otra.
—El muy condenado —comentó—. Lo ha escrito de tal manera que resulte imposible reconocer su letra, si hubiese lugar a ello.
—Tal vez. Pero se me antoja que quizá sea otro su propósito. ¿Por qué alguien habría de ocultar su estilo de escribir en una ciudad de ochenta mil almas? Reconozca que las posibilidades de que pudiésemos cotejar este escrito con algún otro suyo son bastante reducidas.
Jovellanos sonrió, hizo un rollo con el papel y lo puso casi en las narices de Twiss.
—Amigo mío, esas son especulaciones, como usted dice. Y aquí hay un hecho. ¿No se le ha ocurrido pensar que quizá la letra del
interfector
sea demasiado notoria? —De repente su expresión se tornó en otra más severa—. No podemos descartar que el asesino sea alguien prominente en la ciudad, acaso conocido nuestro.
—¿Federico Quesada?
—No. Él apenas sabe escribir su nombre. Quien ha escrito esto es alguien culto.
—Ahí quería ir yo a parar, Gaspar. El
interfector
perfectamente podía haber dictado los acertijos a Maraver, o permitirle que los copiase. Pero no, le dejó lo escrito por su puño y letra. ¿Por qué? Porque este papel en sí es un mensaje. Un mensaje dirigido a nosotros, a los que vamos tras él, a usted en concreto. Esas letras tan singulares son su marca, a través de la cual en realidad nos está diciendo que por su
prominente
posición puede hacer tanto y saber tanto que no le importa nada de lo que haga la ley en su contra, pues ya había previsto que encontrásemos este escrito. Con este papel nos está advirtiendo de que no se le parará en su propósito.
Jovellanos volvió la cabeza a la estancia y escudriñó cada uno de sus rincones. No con preocupación, sino con una especie de impotencia.
—Sabe que ahora estamos aquí... —comentó.
—Claro.
Llegaron a la Audiencia Real poco antes de la una. No había parado el calesín en el patio cuando el secretario Fernández y un mozo salieron a su encuentro. Uno para informar, y el otro para hacerse cargo de la bestia. Jovellanos dio órdenes para que un par de alguaciles y un carpintero se encargasen de clausurar la imprenta de Aurelio Maraver. Por su parte, como era su costumbre a aquella hora del día, Fernández enumeró las últimas novedades del juzgado; en especial hizo una relación rutinaria de los delitos que se habían cometido en las últimas horas.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Jovellanos aturdido—. Repítame ese nombre.
—Ventura, señor alcalde. El ciego Ventura ha sido encontrado esta mañana poco después de la misa de las ocho, degollado en la puerta de la parroquia de San Esteban y...
Fernández se calló al ver la expresión de incredulidad que se dibujaba en los rostros de Jovellanos y Twiss.
—No es posible... —repuso un estupefacto Jovellanos—. No hace ni dos horas que ha estado hablando con nosotros.
—Aquí está el informe, señor alcalde... —Fernández separó unos papeles de una carpeta y comenzó a leer—: «... a los gritos de dos ancianas que salían de la parroquia de San Esteban, acudió una patrulla, que se encontró con que el ciego conocido por Ventura se hallaba muerto con medio cuello seccionado, sentado en un rincón de la escalinata, y...».
—¿Y el cuerpo, se le ha reconocido fehacientemente? —le interrumpió su jefe, algo azarado.
—Por supuesto. Ese ciego era bastante conocido por nuestros hombres. Dormía en el portón de San Estaban desde hacía muchos años.
Curiosamente ha sido el único cadáver encontrado esta mañana en las calles de Sevilla. Por eso el carro de la muerte de Chacho Pico lo ha traído pronto, poco después de que usted se pasase por aquí, y hace poco también que se lo ha llevado de vuelta a San Esteban para que lo entierren allí. Como no tenía familiares que reclamasen su cuerpo, yo me he permitido...
—Está bien, Fernández... —Jovellanos apagó su voz—. Tiene que haber una confusión, tiene que haber una explicación. De todas formas, ahora no tenemos tiempo de indagar sobre ello, he de ir al Cabildo.
—A sus órdenes, señor alcalde.
Fernández inclinó el torso y a continuación se alejó hacia una puerta del claustro. En silencio, meditabundo, perplejo por lo que acababa de oír, seguido por un Twiss no menos desconcertado, Jovellanos cruzó el patio y salió a la calle de Chicarreros. Y desde allí, tras unos breves pasos, ambos fueron a dar a la plaza de San Francisco.
La plaza de San Francisco era la principal y más grande de Sevilla; en forma rectangular y con una bonita fuente en su extremo sur de cuatro surtidores, sobre la cual se alzaba una estatua del dios Mercurio. Frente al lienzo lateral de la Audiencia, cruzando la plaza lateralmente, se extendía el edificio del Cabildo. Era una construcción grande y alargada, de dos plantas, chata y con numerosos portones a lo largo de su fachada renacentista.
Como habían atisbado al llegar a la Audiencia minutos antes, la pareja se tropezó con una multitud que casi llenaba la plaza. Eran gentes que esperaban en numerosos y nutridos corros, hablando en un sordo rumor como si infinidad de moscardones pululasen por el aire. Sin duda aguardaban a que concluyese la reunión del Cabildo, que todavía se celebraba a juzgar por la gran cantidad de coches y criados que permanecían parados por doquier. Conforme atravesaban la plaza, las gentes de los corros se iban apercibiendo de su presencia y se volvían para verlos pasar. Sus miradas eran duras, hostiles, muestra de la creciente tensión que día a día se adueñaba de Sevilla.
—¡Hum...! Parece que la ley no es muy popular en estos momentos... —comentó Twiss en tono irónico, para mantener así la compostura y la sangre fría, tal y como le habían enseñado.
Pero Jovellanos no dijo nada, no porque la tensión le pudiese, sino porque avanzaba absorto en otros asuntos. Twiss se apercibió de ello.
—No le dé más vueltas, Gaspar. Lo de Ventura tiene una explicación. Imagínese que no era en realidad él, sino otro ciego que se hacía pasar por su persona. De ese modo, sorprendido saqueando la imprenta, tenía una justificación para estar allí.
—¿Sí? ¿Y por qué el ciego joven no se dio cuenta? Debe de conocer la voz de Ventura.
—O no. ¿Quién sabe...? No sea ingenuo... Esos dos tipos eran unos picaros, sorprendidos mientras se repartían el botín a bastonazos. Seguro que lo que vimos fue una comedia, una excelente comedia.