El alcalde del crimen (25 page)

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Authors: Francisco Balbuena

BOOK: El alcalde del crimen
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Por fin, siguiendo las indicaciones de Hogg, a Twiss le pareció que iban tras una buena pista. Ocurrió en el corral de Olmos, sito en el mismo bajo vientre de la catedral, donde el barrio de El Arenal, perdiendo sus últimas callejas, alcanzaba la quintaesencia de su execrable condición. Allí convidó a vino a un sujeto con una cicatriz que le atravesaba la cara desde la frente a la yugular, sobre el que los sentimientos de Hogg indicaban que no estaban mal invertidos en él los reales. El malcarado dijo que sí, que sabía que a Berrocal y a Palomino de vez en cuando les gustaba emborracharse, y darse algún que otro revolcón con doncellas complacientes escapadas de sus pueblos. Twiss preguntó si había hablado con ellos o si conocía a alguien en especial que tuviese un trato más directo. El tipo sonrió y siguió bebiendo de su vaso como si no hubiese oído nada. Twiss comprendió y puso sobre la mesa otras cuantas monedas.

—¡Ah..., el vino es bueno para la cabeza! —exclamó al tiempo que recogía el dinero—. Todavía no comprendo por qué los ingleses beben ese meado de rata que llaman whisky. Porque usted es el inglés del gigante negro, no hay nadie igual de visita en Sevilla. Ese que es amigo de ese miserable alcalde...

—Creo que me iba a contar algo, señor... —dijo Twiss con expresión fúnebre.

—Y se lo voy a decir, porque usted me cae bien, a pesar de sus amistades... Le voy a decir que esos dos curas del infierno nunca se divertían aquí en Sevilla, eran demasiado listos. Sabían que en la ciudad se exponían a riesgos innecesarios. La ley viene poco por aquí, pero a veces viene y sorprende a más de uno haciendo lo que no debería hacer. Yo sé, porque los he visto con estos ojos, que esos curas se iban lejos. No a La Jamerdana, ya que ese es un lugar demasiado exquisito incluso para dos curas, sino a las marismas del río. A Los Isidros, un lugar tranquilo entre cañaverales y arrayanes, con chicas tiernas y cariñosas, y buen vino...

El tipo se calló de repente, aunque daba la sensación de querer seguir hablando. Pero le faltaba una ayuda para ello. Hogg, cerrando significativamente los ojos, dio a entender a Twiss que le siguiese proporcionando esa ayuda. Twiss le llenó el vaso con la jarra y sacó los últimos reales de Jovellanos. Después de recoger su paga y consumir de un único trago medio vaso, el tipo prosiguió.

—No intente mentirme... —Rió arrugando su cicatriz como si fuera una serpiente que reptase por su cara—. Yo sé que hace estas preguntas porque quiere saber quién dio muerte a esos curas descabezados. No hace falta que se vaya a Los Isidros o que pregunte más. El secreto está dentro de estas murallas. Yo le voy a decir quién puede contarle el nombre del asesino. Él sabe de todo lo sucio de Sevilla. Seguro que hasta ya sabe que usted y este negro andan por El Arenal.

Se calló para aproximarse a Twiss. Antes de hablar echó un vistazo a las profundidades del mesón, cargado de humo de tabaco y acordes de guitarra. Bajó su tono de voz de forma que exhaló toda su pestilencia a vino en la larga nariz de Twiss.

—Yo no le he dicho nada, ¿eh? Pero sepa que el portugués Caetano está enterado de quién asesina y quién roba en Sevilla. ¿Sabe por qué? Porque es el mayor asesino y el más ladrón. Estoy seguro de que con unos buenos ducados y unos buenos favores a Caetano, su amigo el Alcalde del Crimen prendería pronto a ese cortacabezas. Pero...

—¿Pero qué...? —preguntó Twiss, impaciente.

—Pues resulta que Caetano está preso en la Cárcel Real. Es el amo de ella. Pero también resulta que fue el mismo alcalde Jovellanos quien le encerró hace cuatro años. A Caetano no le ha ido mal dentro. Pero si Jovellanos o alguno de sus amigos entrase en la cárcel para hablar con él, seguro que, por la Virgen Santísima... —escupió en el suelo—, seguro que le rebanaría el pescuezo.

Dicho eso, se echó a reír con estridentes carcajadas, atrayendo sobre aquella mesa las miradas vidriosas del resto de los clientes.

Twiss no cabía en sí de excitación. Ya antes había averiguado el nombre que más sabía de oro en Sevilla, Caetano, y ahora volvía a oírlo por boca de alguien que parecía conocerle bien. En su mente algunos cabos comenzaban a dar cuerpo a una trama, pero no al cañamazo de los asesinatos, sino a aquel que en principio le había llevado a Sevilla. Ese individuo hediondo le confirmaba que no andaba muy desencaminado cuando al principio de su estancia había intuido que era en el interior de la cárcel donde podría encontrar las respuestas que andaba buscando. Si Caetano era un falsificador de moneda, necesariamente debía saber del oro de Sevilla, de
todo
el oro. Pero ¿cómo llegar a él? ¿Cómo hablar con él y arrancarle la información que necesitaba sin comprometerse? No se le ocurría ninguna forma. Acaso todo dependía de Jovellanos, de que por su propio sendero a él le condujese allí también. Sin embargo, tal eventualidad se presentaba muy arriesgada, porque cuando tal vez ocurriese, si ocurría, ya fuese demasiado tarde. Por de pronto, la ligazón entre los asesinatos y la irregular vida de las víctimas comenzaba a confirmarse, y encontraba eco en la cárcel, y eso a él le satisfacía.

Al día siguiente, muy temprano, Jovellanos y Twiss navegaban río abajo en una falúa, en dirección a las marismas de la desembocadura del Guadalquivir. Obviamente, los pescadores que gobernaban la pequeña nave sabían de la existencia de Los Isidros, y qué clase de actividades había en aquel lugar. Tampoco se sorprendieron de que sus pasajeros, dos caballeros principales, fuesen vestidos como vulgares villanos, e incluso luciesen sombreros a la
chambéry,
de picos tan aguzados como lanzas, propios de gentes de mal vivir. Por muy bien disfrazados que fuesen Jovellanos y Twiss, sus modales y su forma de hablar les delataban, haciendo pensar a los tripulantes que eran otros dos burgueses aburridos de sus mujeres en busca de caricias más placenteras. Su propósito era, no obstante, pasar por rufianes, y por ello habían decidido que Hogg no les acompañase, pues un esclavo siempre lo es de un señor. Hogg tuvo un gran disgusto, ya que ansiaba volver a pisar la borda de un barco, por minúsculo que fuera.

En la popa, al mando del timón, iba el patrón de la falúa, y más adelante, en la sombra de la vela, sus cuatro hombres, todos observando como a bichos raros a Jovellanos y a Twiss. Estos iban sentados en la proa, cara a las anchas aguas pardas y verdosas, embozados y con los agudos tricornios bien encasquetados. Hablaban acerca de Caetano y su eventual conocimiento de la identidad del
interfector.

—No crea todo lo que le cuenten, Twiss. Es cierto que Caetano Nunes manda bastante dentro de esa cueva de la Cárcel Real, que más que mantenerle preso parece que lo cobija. Pero por qué un falsificador de moneda, por mucho ascendiente que tenga entre los de su laya, habría de conocer a un loco homicida de la calle, a alguien a quien nadie ha visto, a alguien que de repente, resentido o con odio hacia los hombres de religión, comienza por su cuenta a matarlos de la forma más horrible.

—Es muy sensato lo que dice. Pero aun así sigo opinando que debería hablar con Caetano. Igual que nosotros creemos ir detrás del rastro del asesino a lo largo de este río, él podría haber encontrado otro rastro que para nosotros resulta inimaginable. Por ejemplo: podría saber mucho más que el inquisidor Ruiz sobre la relación entre Quesada y los masones. Sobre que precisamente Quesada esté protegiendo con su silencio a algún hermano de la logia, a algún hermano sospechoso.

—¿De veras cree usted en ese cuento de Ruiz sobre la francmasonería? No se tienen noticias de que hasta el momento ninguna logia se haya instalado en España. ¿Por qué habría de ser aquí, en un burgo decrépito del sur, y no en la Corte? No insista. A Caetano, por mucho que sepa de lo más sórdido de Sevilla, solo le interesan dos cosas en este mundo: vengarse de mí y el oro. Bueno, también usted está subyugado por el vil metal...

Twiss no insistió por ese camino, por más claro que pretendiera serlo en sus insinuaciones. Sería mejor postergar ese tema para otro momento, sin levantar más suspicacias de las convenientes en Jovellanos. Dio un golpe de timón a la conversación.

—¿Piensa que el
interfector
es un ser demente?

Jovellanos se puso una mano de pantalla contra los rayos del sol matutino que herían sus ojos desde el vasto y plano horizonte.

—Pienso tantas cosas... A veces se me antoja que es alguien que se cree un justiciero, que parece vengarse de aquellos que han salido impunes de determinados delitos. Y a veces, sin embargo, pienso que es alguien todavía peor: un sicario venido de afuera al servicio de alguien cuyos designios aún no conocemos.

—¿De afuera? Me da la sensación de que conoce bastante bien Sevilla...

—Lo digo en un sentido figurado. Y no me pregunte cómo he llegado a esa conclusión. Hablo de un
afuera
a todo cuanto pueda abarcar nuestra experiencia y nuestra razón.

Twiss se negó a volver a aquello de los hechos y las pruebas, tal vez porque a él a menudo también le embargaban semejantes especulaciones metafísicas. De modo que se pasó el resto del viaje en silencio, contemplando el mar de juncos y eneas que paulatinamente se los tragaba.

A dos leguas de Coria del Río, el Guadalquivir empezó a abrirse en brazos desde su curso principal, los cuales, a su vez, se subdividían en numerosos y retorcidos caños de aguas quietas. Allí se confundían la tierra y la vegetación de laguna con un cielo infinito y azul. Bandadas de todo tipo de ánades descendían desde el sur y partían hacia el norte; volando sobre charcas que ellos no atinaban a ver, ocultas detrás de espesas cortinas de juncos. Se cruzaron o divisaron en la lejanía otras barcas más pequeñas, sin duda que faenando para hacerse con parte de la abundancia de lucios, sollos, barbos y esturiones.

Tomaron tierra en un punto septentrional de la Isla Mayor y acordaron con el patrón de la falúa que les recogiera pasado un día. A partir de allí siguieron un sendero que les mostraron los tripulantes. Al cabo de media hora de caminar entre brezos y mirtos, el humo espeso de unas carboneras les indicó que detrás de un bosquecillo de pinos piñoneros y alcornoques se encontraba Los Isidros. Este era un poblado de chozas hechas de ramaje y barro, desperdigadas a lo largo de un caño del río. Apenas se veían unas desde otras, a causa de los espesos cañaverales y del humo que de continuo emanaba de las chimeneas de las carboneras.

La pareja se sorprendió de encontrar más gente de lo que habían supuesto. Muchos eran marineros, con sus barcas amarradas en el caño, que sin duda se habían acercado desde sus navíos fondeados en el curso principal. Se tropezaron también con leñadores, pescadores, cazadores furtivos, contrabandistas en días de holganza e individuos que no podían ser otra cosa que proscritos de la ley. Pero, sobre todo, lo que abundaba eran mujeres; algunas amancebadas con los carboneros y pescadores, y la mayoría dedicadas a complacer a cuantos se acercaban a sus chozas.

Por otro lado, existían dos lugares donde se servía vino y algo de comer; meros cobertizos a cargo de algún viejo pescador retirado del río. Allí fue donde Jovellanos y Twiss, embozados como criminales, empezaron a preguntar por Berrocal y Palomino. A Jovellanos le dio la sensación de que todos conocían a «los dos curas» a los que se referían, pero que nadie quería hablar sobre ellos. Eran muy celosos de su cerrado mundo, aunque no lo suficiente como para resistir las monedas de Twiss.

Un comentario bien pagado les señaló una choza apartada, y hacia ella se dirigieron con paso animoso. Pero poco después se llevaron una sorpresa, al torcer por una vereda entre cañas. Se tropezaron con cuatro tipos que les esperaban con navajas y espadines, dos de ellos también con sombrero a la
chambéry,
y los otros dos con monteras y patillas de culata de mosquete. No solo querían su dinero, sino que además esperaban acallar esas bocas tan preguntonas. Antes de que Jovellanos se adelantase y sacase con torpeza totalmente la espada que portaba, Twiss esgrimió desde debajo de la capa sus dos pistolas, armas que hicieron vacilar a los facinerosos. No obstante, parecían no arredrarse. Y hubiesen atacado a no ser por la imprevista llegada de una mujer gorda y de edad mediana que se encaró con ellos con bastante temeridad, hasta hacerles desistir en su empeño.

Una vez que hubieron desaparecido los cuatro sujetos, la mujer se acercó a Jovellanos y le cogió de un brazo, a la vez enérgica y cariñosamente.

—Pero señor alcalde... —dijo acallando su voz—. ¿Cómo se le ocurre venir aquí así, y sin sus alguaciles? Como se sepa quién es, no cuatro, sino cuarenta de esos desgraciados vendrían a despellejarle vivo.

—Señora... —replicó Jovellanos tratando de apartársela sin éxito—. ¿Se puede saber quién es usted?

—¿Tan vieja y tan gorda estoy, señor alcalde...?

La mujer se explicó. Era la Bachillera, nombre que tenía mucho predicamento entre las gentes de Los Isidros. El señor Jovellanos quizá ya no se acordase de ella —dijo—, porque habían pasado cinco años, pero él mismo la había juzgado en su tribunal por haber rajado en la cama a su alcahuete en El Arenal. No la había castigado severamente, y por ello le estaba agradecida y no lo había olvidado. Le había reconocido por los lóbulos tan atractivos de sus orejas, en los que toda mujer sensible debía fijarse.

—He oído que andan usted y su larguirucho amigo preguntando por los dos curas. Vengan a mi casa, que allí les hablaré mejor de ellos. ¡Vengan!

La Bachillera se adelantó por el sendero. Después de cierta indecisión, los dos la siguieron.

—¿También lleva pistolas, señor Twiss? —murmuró Jovellanos.

—Perdóneme, pero valen más que una espada en una mano tan poco diestra como la suya.

La casa en realidad eran tres chozas muy juntas entre sí. La mujer les indicó que se acomodasen mientras ella iba a llamar a alguien, y se alejó rodeando una choza lateral. Jovellanos y Twiss entraron en la del centro, la más grande, y se sentaron en su suelo de esteras. La luz de mediodía penetraba entre los intersticios del ramaje y el barro, rasgando la oscuridad interior con un claror amarillento. Al poco la Bachillera regresó, seguida de cuatro muchachas, dos de las cuales se presentaron con los pechos desnudos y las otras dos apenas cubiertas con lienzos de lino.

—¡Señora..., nosotros no hemos venido a...! —exclamó Jovellanos amagando con levantarse.

—Lo sé... Pero quiero que mis mozas le contesten. Siéntese... ¡Ea...! Ellas son las que han tratado más con esos dos curas. Vaya pendejos que debían de ser que no se molestaban en ocultar su ministerio. A esta, que se llama Esperanza —adelantó a una niña de unos doce años—, puesto que era virgen, la dijeron la primera vez que «la iban a dar la primera comunión», y...

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