El alcalde del crimen (24 page)

Read El alcalde del crimen Online

Authors: Francisco Balbuena

BOOK: El alcalde del crimen
11.29Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Una macabra tragedia, diría yo.

—No lo diga muy fuerte. Ya que podemos suponer que esos dos truhanes eran los asesinos del verdadero Ventura. Se le adelantaron con un puñal de por medio para no tener que repartir sus preciosos almanaques.

Pasaban ya por la entrada principal del Cabildo, atestada de alguaciles y curiosos, y Jovellanos paró a Twiss.

—¿Hasta ese punto de abyección hemos llegado en esta ciudad, Richard?

—En esta y en todas. Si se diese una vuelta por los arrabales de Londres, hediondos de ginebra, vería de dónde parte la condición humana.

Aguardaron en una gran sala llena de gente del más variado pelaje: nobles, funcionarios, alguaciles y criados, cada cual con quien le correspondía. Hasta que de repente una gran puerta al fondo se abrió y, de otra sala, la Sala Capitular, amplia, de friso plateresco y altorrelieves en casetones, comenzó a salir un reguero de personajes. La reunión del Cabildo había finalizado. Los primeros en salir y más numerosos fueron los concejales miembros del Ayuntamiento, los llamados
veinticuatros,
nobles de viejo abolengo, que dominaban la alcaldía por derecho propio desde tiempos inmemoriales. Seguidos o acompañados de sus secretarios y letrados, iban hablando animadamente entre sí, con expresiones de satisfacción. Uno de ellos, rodeado de una nube de amigos y sirvientes, era Miguel de Espinosa Maldonado, el conde del Águila, cabeza visible en el Cabildo de la facción aristocrática. Al contrario que muchos de los que le acompañaban, vestía a la francesa. Su porte era gallardo, joven y distinguido. Al pasar frente a Jovellanos se detuvo durante un par de segundos, aunque sin decir nada. Simplemente sonrió y saludó levantando su sombrero con cortesía. Jovellanos correspondió.

Los últimos en abandonar la sala fueron las gentes del Alcázar. Por sus caras se apreciaba que las cosas no les habían ido nada bien. Los encabezaba Francisco de Bruna, acompañado por Pedro Meneses, uno de los cuatro de la corte de Perú del asistente. Se pararon a hablar con Jovellanos y Twiss.

—Ha sido un desastre, don Gaspar —contestó Meneses a una pregunta, preso de los nervios.

—No exagere —replicó Bruna—. Dentro de lo malo, nos podía haber ido peor. El conde ha impuesto su posición, pero no tanto como esperaba. Muchos no se han atrevido a ir más lejos contra la autoridad de Su Excelencia porque saben que detrás se encuentra el rey.

—Y he visto que, por la indumentaria de bastantes, algún acuerdo se ha tomado de antemano.

Jovellanos se refería a la vestimenta de los
veinticuatros,
que había sido uno de los primeros decretos de Pablo de Olavide al llegar a Sevilla: los concejales debían vestir a la francesa en lugar de las oscuras ropas españolas. Este había sido uno de los cinco puntos tratados, decidiéndose volver al vestido tradicional. Los otros dos puntos donde Bruna había cedido se referían al cierre del teatro El Coliseo y, con especial pesar porque sabía lo que dolería a Olavide, la supresión de las reformas que el asistente había impulsado en la universidad. Sin embargo, a su juicio, se conservaban dos prerrogativas muy importantes, más en aquellos tiempos tan inestables: el control de las puertas de la ciudad, y el control de los pósitos de trigo, almacenes de grano para hacer frente a las épocas de escasez y carestía.

De camino a la salida, Jovellanos preguntó por el teniente Gutiérrez. Le confirmaron que este había recibido el mensaje del muchacho Fermín, y que había salido raudo con varios carabineros hacia Córdoba en busca de Maraver. Jovellanos se congratuló; aunque, por otro lado, su preocupación iba en aumento. No veía a Fermín por ninguna parte.

Antes de que el grupo alcanzase la puerta, un sirviente del Alcázar llegó a su encuentro corriendo y alterado. Debido a los acuerdos tomados en el Cabildo, les advirtió, había gran agitación en la plaza, ya fuese por agrado o por desagrado, y se oían voces hostiles a ellos. Meneses aconsejó salir por una de las puertas traseras para evitar males mayores, pero Bruna se opuso enérgicamente.

—Si hiciésemos eso, caballeros, sería la peor derrota que podríamos sufrir hoy.

Conforme se fueron acercando al portón, el clamor de la plaza fue en aumento. Hasta que, al aparecer el grupo, estalló un griterío ensordecedor. Se oyeron amenazas y maldiciones, y vivas a Jesucristo, y mueras a los peruanos. No obstante, lo mejor que se entendía por estar cantado a coro en la muchedumbre era un estribillo que no hacía mucho había aparecido en un panfleto, y que hasta los niños lo repetían en sus juegos.

Olavide ¿es luterano?

¿es francmasón ateísta?

¿es gentil, es calvinista?

¿es judío, es arriano?

La docena de alguaciles y soldados que les escoltaban se veían impotentes para contener al gentío vociferante, con el que porfiaban con sus mosquetes y fusiles para evitar que sus puños llegasen a sus personas. El grupo del Alcázar debía alcanzar sus coches, agrupados en torno a la fuente de Mercurio, pero veían que, de un momento a otro, tendrían que hacer frente como fuese a un asalto en toda regla.

—¡En nombre de la ley, apartaos! —gritaba Jovellanos inútilmente—. ¡Idos a vuestras casas...!

En un momento dado, desde un rincón de la plaza, sobreponiéndose a todas las gargantas, se oyó un grito potente, seguido de otros más débiles de aprobación.

—¡Dejad libre a Federico Quesada!

Oído esto, estalló una pelea en medio de la muchedumbre por la zona de donde había salido el grito. La violencia entre los exaltados del Cabildo, muchos más, y los partidarios de Quesada, que los tenía, se extendió como el fuego en la yesca y alcanzó a la columna de la gente del Alcázar. Los que les rodeaban, impulsados por la onda de la pelea, rompieron las dos filas de soldados y se enfrentaron directamente con el grupo de ocho o nueve. Hubo golpes, patadas y caídas. Bruna sacó su espada, Twiss ejercitó sus puños, Jovellanos clamó para que no hubiese sangre mientras apenas podía esquivar las embestidas de los desaforados. Todo indicaba que allí, a manos limpias, iban a acabar con ellos cuando de repente unos gritos de alarma y una sacudida que recorrió la plaza contuvo a los atacantes.

Partiendo desde uno de los dieciséis patios del convento de San Francisco, adjunto a la trasera del Cabildo, una columna de treinta carabineros al mando de Rafael Artola se abría paso sables en mano para socorrer a las gentes del Alcázar. El empuje de los caballos y los golpes con el romo de las armas provocó la desbandada general en la plaza. La chusma huyó despavorida, pisoteando cuerpos y aullando de dolor por las calles adyacentes como ceniza llevada por el viento. No costó mucho, pues, al peruano formar un corredor con sus jinetes para que, de este modo, Bruna y los suyos pudiesen alcanzar sus coches y partir. Así lo hicieron. La aparición de Artola les había salvado de perecer ultrajados.

—¡Gallarda gesta, don Rafael! —le felicitó Bruna desde la ventanilla de su coche—. ¡Su Excelencia se lo recompensará!

—¡He cumplido con mi deber, don Francisco! —contestó el jinete, y a continuación saludó a la manera militar, levantando su tricornio, con la misma mano que asía el sable.

A los pocos minutos la plaza de San Francisco ya estaba despejada. Varios alguaciles de la Audiencia salieron con sus mosquetes para recibir a Jovellanos y a Twiss, que regresaban a ella.

—¿Qué habrá sido de Fermín? —volvió a preguntar Jovellanos echando un último vistazo a la plaza.

—No se preocupe. A esta hora estará en casa comiendo con doña Amelia. Ya se le habrá pasado el enfado.

Dicho eso, agotados y doloridos, subieron al despacho para ver y curar los arañazos y chichones que les habían producido. También para tratar el próximo paso a dar en la investigación. Sin embargo, Fermín no regresaría a casa a comer, ni a dormir, ni siquiera al día siguiente.

—¿Ha averiguado algo respecto a las andanzas de nuestros dos difuntos y libertinos sacerdotes por las casas de mala nota? —preguntó Twiss lavándose las magulladuras de los nudillos.

—Parece que evita hablar de lo que ha sucedido ahí abajo, Richard —comentó Jovellanos secándose cara y torso—. No crea que el tema me incomoda. Sé lo difícil que resulta gobernar al pueblo, sobre todo cuando este quiere permanecer anclado en su atraso secular. Hace un par de años el secretario del Consejo me envió a Cazalla de la Sierra a fin de promover en ese pueblo el arado de ruedas por la antigua laya. Y las mismas gentes, por pereza en cambiar, me exigieron que no tocase nada. La incultura, la ignorancia, Twiss... Hace varias décadas, en mi tierra, el padre Feijoo hubo de salir a la calle en pleno eclipse de sol para demostrar que no había nada de funesto en ello, estando todo el pueblo escondido y temeroso en sus casas. A los poderes públicos les corresponde esparcir por el pueblo todavía muchas luces, porque hay tantas tinieblas...

—Pero a menudo también ocurre lo contrario, y ello sí que es más vergonzante —repuso Twiss—. Sucede que son los gobernantes quienes no desean ir por donde se lo pide el pueblo. Incluso en lugares donde el pueblo cuenta mucho más que en este reino. Ahí tenemos lo que está sucediendo en las colonias de Norteamérica. Algún día el rey Jorge se arrepentirá.

Jovellanos se acercó a Twiss para pasarle la toalla.

—Usted, que ha estado en esas colonias, ¿por quién optaría, por los leales o por los rebeldes?

—A mí no me gustaría elegir, por eso decidí no permanecer allí por más tiempo. ¿Y usted qué haría?

—En un caso así yo no podría elegir —dichas estas enigmáticas palabras, Jovellanos cambió de tema volviéndose a poner la camisa con energía—. En cuanto a lo que me preguntaba antes, lamento comunicarle que no he averiguado nada. Y mire que he preguntado por bastantes burdeles, pero nadie ha visto nunca ni a Andrés Palomino ni a Mateo Berrocal.

Twiss observó su casaca, con algunos botones perdidos por la pelea.

—Bastardos... —murmuró—. ¿Se puede saber cómo ha preguntado? ¿No habrá llevado a una pareja de alguaciles para infundir respeto?

—¿Por quién me ha tomado? Por supuesto que no. Sin embargo, ninguno de los alcahuetes o rameras con los que he hablado ha querido o sabido darme razón alguna. Y mire que he procurado ganármelos con buenas palabras...

Twiss se echó a reír con ganas, hasta el punto de que se le saltaron las lágrimas. Jovellanos, aturdido, no tuvo más remedio que reír también, aunque no con tanto entusiasmo.

—¡Pero, hombre...! —exclamó Twiss tratando de contenerse—. Seguro que hasta lo ha pedido por favor... A veces su ingenuidad me sorprende, don Gaspar. ¿Es que todavía no se ha dado cuenta de que el dinero es lo que mueve el mundo? Si hubiese soltado a tiempo unos buenos reales, algunas lenguas quizá hubiesen sido más ligeras.

—¿No intentará decirme que debería haber sobornado a esa gente con dineros públicos?

—Nunca estarían mejor empleados que en este caso. Recuerde que el tiempo apremia y que marzo se acerca.

Jovellanos se puso su chupa y luego la casaca.

—Tiene razón. Usted sí que sabe cómo desempeñarse en cualquier circunstancia, es un hombre de acción. En cambio, lo mío es el pensamiento, la reflexión. Cómo me gustaría saber pelear con los puños como lo hace usted.

—No se menosprecie. Cada persona tiene sus virtudes. —Twiss alcanzó también sus ropas, puestas sobre una silla—. Esto es lo que voy a hacer. Esta tarde me voy a dar una vuelta por las zonas de la ciudad que usted me diga son las más apropiadas para preguntar. Me llevaré a Hogg. Creo que ya necesita estirar un poco sus largas piernas. Además, ¿sabe que posee una rara cualidad? No necesita ni entender a la persona a la que oye hablar para saber si está diciendo la verdad o no. Se guía por sus gestos o sus expresiones. Es algo asombroso.

—¿Así que ese era el secreto que no quiso contarme después del interrogatorio de Quesada?

—Ese mismo... —Twiss sonrió; alegrándose de que casi un descuido hubiese servido para revelar algo que Jovellanos se merecía conocer—. Creo que le viene de sus años de vida solitaria en los montes de Jamaica, de vivir como un animal salvaje. Hogg intuye allí donde nosotros nos paramos a meditar.

Jovellanos se dirigió hacia la puerta.

—¿No creerá usted en las peregrinas ideas de doña Mariana y Rousseau acerca del
buen salvaje?

Twiss le alcanzó y se detuvo a su lado. Le hizo gracia ese orden de mención de personas; aunque no dejó traslucir ni una mueca.

—Ahora creo en esto...

A la vista de Jovellanos frotó los dedos índice y pulgar de su mano derecha entre sí rápidamente, extraño ademán que este no acertaba a descifrar. Así se lo indicó con un gesto.

—Los reales, Gaspar...

Jovellanos puso cara de contrariedad, pero también de comprensión. Abrió la puerta y se asomó a la oficina.

—¡Fernández, traiga la caja chica...! —gritó.

La parte de Sevilla que Jovellanos indicó a Twiss como más propicia para preguntar era el barrio de El Arenal; cosa que no le sorprendió puesto que ya lo conocía de visitar El Coliseo y la Posada de Baviera. La zona se extendía a lo largo del lienzo oeste de la muralla, paralela al río. Si bien en sus límites meridionales se encontraban gran parte de los edificios públicos de la ciudad, también se hallaba cerca el puerto de las Muelas, lo que le imprimía su carácter. Desde tiempos inmemoriales era el puerto, con sus marinos de medio mundo, sus aventureros y sus mercaderes, el que había hecho del barrio un lugar de desarraigo e ilegalidad. Era un lugar abigarrado y sórdido, donde al abrigo de los prostíbulos y las casas de juego se escondían los forajidos de la ley, los asesinos a sueldo y toda clase de facinerosos. Por aquel entonces El Arenal ya no era un lugar tan peligroso y siniestro como lo había sido doscientos años antes, pues en la decadencia general de la ciudad también el vicio y la depravación se habían buscado otros puertos más florecientes. Pero todavía conservaba un aire de sitio recóndito, opresivo y mórbido, y que a Hogg —así se lo comentó a Twiss— le recordaba los avisperos de piratas del Caribe.

Empezaron preguntando en la Posada de Baviera. Nadie había visto jamás por allí a los curas por los que preguntaban, cuando no se ofendían por esa posibilidad. Unos ligeros asentimientos o negaciones por parte de Hogg hacían que Twiss no dudase de por dónde iba. Poco a poco, de tugurio en tugurio, se fueron adentrando cada vez más en la mayor degradación del barrio. A Twiss le ofrecieron mozas y mocitos, y juegos de cartas donde algunos se jugaban la vida; e incluso, viendo la compañía de Hogg, le hablaron de negros de ambos sexos
extraviados
de la ruta de los barcos negreros de Guinea. A veces, mientras charlaban con alguien bajo las sombras de una arcada, o al amparo de unos vasos de vino, se encontraban con que muy cerca, apenas separadas por una cortina de aspillera, algunas muchachas llevaban a cabo los ritos de su oficio sobre un jergón inmundo.

Other books

Unbroken by Maisey Yates
The Ambitious City by Scott Thornley
The Guests of Odin by Gavin Chappell
Folly by Maureen Brady
A French Pirouette by Jennifer Bohnet
Pigs Get Fat (Trace 4) by Warren Murphy
Reluctance by Cindy C Bennett
Z. Rex by Steve Cole