«Un par por soldado —pensó Romulus—. Les quedan diez. Todavía demasiados.» Se encogió, pues sabía que los mejores tiradores siempre esperaban hasta el último momento para lanzar sus
pila
. A esa distancia, sería difícil que los legionarios fallasen. Y eso antes de desenvainar los
gladii
y cargar contra ellos. No iban a poder conseguirlo.
Tarquinius también se dio cuenta.
—¡Deteneos, necios! —gritó en latín—. ¡Somos romanos! —Aflojó el paso hasta detenerse y levantó las manos en el aire.
Romulus enseguida hizo lo mismo.
Sorprendentemente, no lanzaron más
pila
. En lugar de disparar, los centinelas se acercaron corriendo con los escudos y las espadas preparados. Un
optio
de mediana edad estaba al mando. En unos pocos segundos, se vieron rodeados por un círculo de escudos del que sobresalían las afiladas puntas de los
gladii
. Rostros duros, sin afeitar, observaban recelosos a los dos amigos.
—¿Desertores? —gruñó el
optio
mientras miraba la cota de malla oxidada de Romulus y la falda ribeteada de cuero de Tarquinius—. ¡Explicaos, deprisa!
—Trabajamos para un
bestiarius
, señor —explicó Romulus con soltura—. Hoy hemos llegado a Alejandría, después de haber pasado varios meses en el sur.
—Entonces, ¿por qué os arrastráis como espías? —preguntó.
—Nuestro jefe nos ha enviado a examinar la situación. Somos los únicos que podemos hacerlo —repuso Romulus, dando a entender que él sabía a qué se refería—. Pero nos hemos visto atrapados en medio de la batalla.
El
optio
se restregó la barbilla unos instantes. La explicación de Romulus no resultaba descabellada.
—¿Y las armas? —espetó—. Son romanas, excepto ésa. —Señaló con curiosidad el hacha doble de Tarquinius—. ¿Cómo lo explicáis?
A Romulus le entró pánico. No quería llamar la atención, ni ser víctima del oprobio, que provocaría la admisión de que eran veteranos de la campaña de Craso. Pero ¿qué podía decir? Callar no era lo más recomendable.
Para su alivio, Tarquinius habló.
—Antes de trabajar para el
bestiarius
, servimos durante un tiempo en el ejército egipcio, señor.
—Mercenarios, ¿eh? —bramó el
optio
—. ¿Para esos cabrones?
—No sabíamos que había problemas con César —añadió Romulus con rapidez—. Como os he dicho, hemos estado fuera de la ciudad más de seis meses.
—Cierto. —Parpadeó con satisfacción por su aspecto militar—. Ahora mismo necesitamos cualquier maldita espada que podamos conseguir.
—Pero… —dijo Romulus, a quien costaba creer lo que oía—. Queremos regresar a Italia.
—¿No es eso lo que todos queremos? —preguntó el
optio
, ante las sonoras carcajadas de sus hombres.
—Pero nosotros no estamos en el ejército —protestó Romulus, luchando contra la sensación de abatimiento.
—Pues ahora sí —gruñó—. Bienvenidos a la Vigésima Octava Legión.
Sus soldados ovacionaron.
Romulus miró a Tarquinius, que se encogió levemente de hombros. Romulus frunció el ceño. Los actos del arúspice los habían llevado hasta allí, todo lo que les había pasado era su culpa. No había perdón en su corazón, simplemente una profunda ira.
—¡No intentéis huir! —avisó el
optio
—. Estos muchachos tienen permiso para mataros si lo hacéis.
Romulus observó el círculo de rostros sonrientes. No había clemencia en ninguno.
—Recordad que el castigo por deserción es la crucifixión. ¿Entendido?
—Sí, señor —respondieron ambos con calma. Abatidos.
—Animaos —elijo el
optio
con una sonrisa cruel—. Sobrevivid unos seis años y podréis marchar.
Por extraño que parezca, a Romulus esto lo reconfortó un poco. A pesar de que los castigos por indisciplina en el ejército eran durísimos, los consideraban ciudadanos romanos y no esclavos. Quizá de esa forma, en las legiones, lograría que lo aceptasen. Por sí solo, sin Tarquinius.
Algo atrajo la mirada de Romulus hacia el muelle.
Los legionarios de César habían acelerado el paso y ahora apartaban a los egipcios, cuya llegada había hecho huir a los dos amigos. Mientras la primera cohorte perseguía a los desmoralizados enemigos que se dirigían a la ciudad, el resto marchaba hacia los trirremes. Cerca de la cabeza marchaba un
aquilifer
que levantaba el águila de plata de la legión en alto. A Romulus lo llenó de orgullo verla. Detrás, se apresuraba un grupo de oficiales y centuriones de alto rango reconocibles por los cascos con penacho de crin transversal y capas rojas.
«Uno de ellos puede ser César», pensó Romulus.
—¡Ahí va nuestro general! —gritó el
optio
, confirmando sus sospechas—. Hagámosle saber que estamos aquí, muchachos.
Sus soldados lo aclamaron.
Romulus frunció el ceño. También había dos mujeres en medio del grupo. Entonces un destelló de luz cegador le quemó los ojos y miró alrededor.
La mayoría de los navíos egipcios del puerto ardía. Largas lenguas amarillas de fuego atravesaban el estrecho muelle para lamer hambrientas el edificio de la biblioteca. El inmenso incendio iluminaba toda la escena.
Curioso, Romulus dio media vuelta para ver a los romanos recién llegados, que ahora se encontraban a no más de cien pasos de distancia. Las mujeres, a quienes habían ayudado a subir a bordo del barco más cercano, iban junto a varios oficiales. Pero otros individuos vestidos con capas rojas permanecieron en el muelle. Los marineros soltaban las amarras del trirreme preparándose para salir al puerto. «César los envía para traer refuerzos —pensó Romulus—, y envía también a su amante y a su criada para que estén a salvo.»
En ese momento, una de las mujeres se quitó la capucha de la capa.
Romulus dio un grito ahogado. Hacía nueve años, pero jamás podría confundir sus rasgos. Aunque había cambiado, aquélla era su hermana melliza.
—¡Fabiola! —gritó.
Ella no le contestó.
—¡Fabiola! —volvió a gritar Romulus con todas sus fuerzas.
Fabiola volvió la cabeza, buscando.
Romulus se lanzó hacia delante y consiguió correr unos cuantos pasos antes de que dos legionarios le bloqueasen el camino.
—¡Tú no vas a ninguna parte, cerdo! —gruñó uno de ellos—. Estamos de guardia hasta el amanecer.
—¡No, es que no lo entendéis! —gritó Romulus—. ¡Ésa es mi hermana! ¡Tengo que hablar con ella!
Los oídos se le llenaron de una risa burlona.
—¿De verdad? Supongo que Cleopatra es tu prima, ¿no?
Impotente, Romulus gritaba las mismas palabras una y otra vez.
—¡Fabiola! ¡Soy yo, Romulus!
Por increíble que parezca, pese a la multitud y la confusión, Fabiola lo vio. Con el cabello largo, barba y una cota de malla oxidada, podría haberlo tomado por un loco, pero Fabiola reconoció a su hermano enseguida.
—¿Romulus? —gritó feliz—. ¿Eres tú?
—¡Sí! Estoy en la Vigésima Octava Legión —dijo a voz en grito para darle a Fabiola la única pista que se le ocurrió.
Sus últimas tres palabras se las tragó el caos que había alrededor de Fabiola.
—¿Qué? —preguntó a gritos—. ¡No te oigo!
Era inútil intentar hablar. Las órdenes de los oficiales, los gritos de los marineros y el retumbo de los tambores llenaban el aire con una algarabía de sonidos.
Fabiola corrió al lado de Brutus y le murmuró algo al oído, y éste inmediatamente hizo señas al
trierarca
y le gritó algo.
A regañadientes, el capitán ordenó a sus hombres que parasen lo que estaban haciendo en ese momento. Toda la actividad en cubierta cesó.
A Romulus el corazón le dio un vuelco de alegría.
Pero entonces de las calles aledañas surgieron oleadas de egipcios gritando; procedían de todos los barrios bajos y tugurios mugrientos de la ciudad y acudían a la llamada de los soldados derrotados, para ayudarlos a expulsar a los invasores romanos. De repente, los legionarios se encontraban con una importante batalla que librar.
En el barco, Brutus miró a Fabiola con una expresión de impotencia. De tristeza.
—No podemos quedarnos. Nuestra misión es demasiado importante —le dijo. Y se dirigió al
trierarca
—: ¡Como antes!
Fabiola sintió que las rodillas le temblaban. Con un esfuerzo supremo, se mantuvo erguida y dominó el vahído. «¡Sé valiente! —pensó—. Romulus está vivo y en las legiones. Un día regresará a Roma. Mitra lo protegerá.» Levantó una mano temblorosa para despedirse. Por el momento.
—¡Soltad amarras! ¡Deprisa!
Al oír la orden que gritaban, Romulus comprendió el gesto de Fabiola. Lo embargó una inmensa desdicha. No iba a haber un feliz reencuentro.
El trirreme, que se adentraba en el puerto empujado por largos palos, dio la vuelta pesadamente. Lentos redobles de tambor dirigían a los marineros, y las tres hileras de remeros sumergían alternativamente los remos en el agua para situar el barco en posición de zarpar. El
trierarca
caminaba de un lado a otro y daba órdenes rápidas. Otros tripulantes desataron y prepararon las catapultas de cubierta mientras los infantes de marina preparaban las armas. No había nada entre el barco y el mar abierto hacia el oeste pero, por si acaso, ellos estarían preparados.
La muchedumbre chillona de egipcios estaba casi en el muelle. César había reunido rápidamente a sus cohortes en una línea compacta frente al
Heptastadium
. Sólo quedaban unos instantes para que los dos bandos se enfrentasen.
—¡Vamos allá! ¡Todo legionario cuenta contra estos cabrones! —gritó el
optio
—. ¡Desenvainad las espadas!
Se oyó el siseo de una docena de
gladii
al desenvainar, incluidos, por instinto, los de Romulus y Tarquinius.
—¡A paso ligero!
Luchando por controlar sus emociones, Romulus miró al arúspice mientras corrían con los demás.
—Fabiola se ha marchado.
—Está a salvo, camino de Italia. —Tarquinius encontró tiempo para sonreír—. Y ahora tu camino hacia allí está más despejado.
«Italia», pensó Romulus preparándose para la batalla.
«Mi camino a Roma.»
Muchos lectores probablemente conocen los acontecimientos que desembocaron en la caída de la República romana. He sido fiel a los hechos históricos en la medida de lo posible. La muerte de Clodio, los disturbios de Roma —incluida la utilización de gladiadores— y el incendio del Senado ocurrieron de verdad, aunque la batalla del Foro Romano es ficticia. Que yo sepa, Pompeyo tampoco persiguió a los seguidores de César; pero sí que restauró el orden en Roma con sus legiones, aunque no sabemos quién estaba al mando de ellas. Marco Petreyo fue un general militar cuyas acciones tras el encuentro ficticio con Fabiola y la marcha a Roma son ciertas. Los increíbles acontecimientos de Alesia también sucedieron y los lectores interesados en esta batalla pueden ver la reconstrucción de la doble circunvalación de César en Alise-Sainte-Reine, en el Musée des Antiquités Nationales de Saint-Germain-en-Laye cerca de París, donde se exponen los descubrimientos de la excavación arqueológica del siglo XIX.
Cayo Casio Longino es un personaje real, aunque fue cuestor de Craso y no legado. Longino fue el único oficial de alto rango que sobrevivió a Carrhae con el honor intacto. ¿Fue una casualidad? Al fin y al cabo, era el único noble que podía narrar la batalla. Se convirtió en enemigo de César y luchó contra él en Farsalia, y tras esa batalla fue perdonado. Quinto Casio Longino, su hermano (o primo), era tribuno en enero del año 49 a.C. y fue uno de los encargados de llevar la noticia a Ravenna, lo que precipitó la guerra civil. Para facilitar el argumento, he unido estos dos personajes. La batalla de Dirraquio está documentada, incluido el episodio en que los soldados de César lanzan a sus enemigos el pan hecho con
charax
, el del
signifer
presa del pánico que a punto estuvo de costarle la vida a César y sus comentarios sobre Pompeyo que según él no sabía cómo ganar la batalla. La forma en que César logró la victoria en Farsalia también es harto conocida y se considera la primera vez que la infantería atacó a la caballería de manera tan osada. Pero, al convertir a Brutus en comandante de los legionarios responsables de este hecho, me he inclinado por la ficción.
La llegada de César a Egipto pocas semanas después fue rápida, como era habitual en él, y estuvo a punto de fracasar cuando los egipcios reaccionaron de manera violenta a su presencia. Lo acompañaba la Vigésimo Séptima Legión, no la Vigésimo Octava; el lector descubrirá en el próximo libro de esta serie el porqué de este cambio. Durante la guerra civil, no sabemos cuánto tiempo estaban los soldados obligados a servir en la legión antes de poder dejarla, y las opiniones varían entre seis y dieciséis años. En campaña los legionarios llevaban dos jabalinas, aunque algunas fuentes indican que sólo llevaban una en la batalla. Yo he mantenido las dos. La batalla del puerto de Alejandría sí que tuvo lugar, aunque he alterado ligeramente los hechos tal y como se conocen. En contra de lo que vulgarmente se cree, sólo se quemó parte de la biblioteca; los daños más graves ocurrieron varios siglos después, a manos de una ferviente turba cristiana. También he retrasado la aparición en escena de Cleopatra.
Como saben los lectores de
La legión olvidada
, los arcos recurvados partos se fabricaban con capas de madera, cuerno y tendón y eran muy potentes. Sus flechas, que atravesaban los
scuta
romanos como si fuesen papel, aniquilaron a las legiones de Craso. Cubrir los escudos con seda es una invención. Sin embargo, los expertos en este campo a los que consulté me explicaron que, si se utilizasen capas de tejido de esta forma, especialmente si se incluyese alguna de algodón, funcionarían como un chaleco antibalas, dispersando la potencia de la flecha y probablemente evitando que ésta se clavase. Por una cuestión de simplicidad, escogí la seda. Tengo un proyecto inacabado que consiste en comprobar, con la ayuda de especialistas que utilizarían los arcos recurvados, la teoría del
scutum
romano forrado de seda. Las largas lanzas utilizadas por la caballería pesada de los ejércitos romanos en el siglo III a.C. existían y se utilizaron con éxito contra los catafractos partos.
Probablemente los legionarios se iniciaron en el mitraísmo en el siglo I a.C., aunque su práctica no se extendiera hasta unas décadas después. Es muy posible que los partos conociesen a Mitra o incluso que lo adorasen, pues su culto se originó en el actual Irán. Han llegado hasta nosotros dos referencias sobre la participación de la mujer en esta religión supuestamente masculina. Véase también la entrada en el glosario.