Dentro de la ciudad había muy poca actividad. De hecho, estaba casi desierta. Incluso la Argeus, la arteria principal que iba de norte a sur, estaba prácticamente vacía. Unas pocas personas se escabullían entre los obeliscos, las fuentes y las palmeras del paseo central; sin embargo, los puestos de comida, bebida, cerámica y objetos metálicos estaban abandonados, y sus superficies de madera vacías. Ni siquiera en los inmensos templos había fieles.
Parecía que las predicciones de Tarquinius habían sido acertadas: había habido enfrentamientos.
Sus sospechas se acrecentaron al ver tropas egipcias reunidas en el exterior de lo que parecían grandes barracones. Conscientes de que podían considerarlos enemigos, los dos amigos se escabulleron por un callejón. Las calles adyacentes también estaban llenas de soldados. Mediante las indicaciones que les había dado Hiero y la posición del sol encontraron el camino hacia el centro en la cuadrícula rectangular de calles. La inquietud de Romulus aumentaba a un ritmo constante a medida que se alejaban de la puerta meridional. Pero no encontraron a nadie con quien hablar. Y Tarquinius parecía un hombre con una misión que cumplir por la expresión de ansiedad en el rostro y el andar rápido.
Para cuando anocheció, ya habían pasado tres Paneium, colinas artificiales en honor al dios Pan, cubiertas de árboles, y también el inmenso templo de Serapis, el dios creado por la dinastía ptolemaica. Romulus estaba impresionado con la arquitectura y el trazado de Alejandría. A diferencia de Roma, que solamente tenía dos calles más anchas que un carro corriente tirado por bueyes, esta ciudad había sido construida a gran escala siguiendo un plan maestro muy original. En lugar de construir aquí y allá impresionantes edificios o templos individuales, había avenidas enteras flanqueadas por estas estructuras. Por todas partes había elegantes plazas, fuentes rociadoras y jardines bien diseñados. A Romulus la avenida Argeus le había sorprendido, pero la Vía Canópica, arteria principal que cruzaba la ciudad de este a oeste, lo dejó totalmente anonadado. En el cruce con Argeus pudo apreciar su increíble longitud gracias al terreno llano de la ciudad. El cruce formaba una magnífica plaza decorada con maravillosas estatuas de animales marinos reales y mitológicos.
A Romulus lo emocionó especialmente ver la fachada del Soma, un inmenso recinto amurallado que contenía las tumbas de todos los reyes de la dinastía ptolemaica y también la de Alejandro Magno. Según Tarquinius, en el interior, su cuerpo todavía estaba expuesto dentro de un sarcófago de alabastro. Le hubiese encantado presentar sus respetos al general más importante de la historia cuyos pasos Tarquinius y él habían seguido al marchar con la Legión Olvidada, pero tuvo que conformarse con ver el lugar de su última morada. Le ayudó a darse cuenta que, en cierto sentido, su vida había recorrido un círculo completo. Italia no estaba muy lejos. «¡Qué pena que Brennus ya no esté con nosotros!», pensó Romulus con tristeza. Pero ése no era su destino.
Al igual que el resto de edificios públicos, el Soma estaba cerrado, sus grandes puertas de madera atrancadas. La luz mortecina del atardecer convertía el mármol blanco del edificio en un rojo que nada bueno presagiaba.
Y una brillante luz amarilla iluminaba el cielo por el norte.
Romulus la miraba asombrado.
—Es el faro —explicó Tarquinius—. Se puede ver desde treinta millas mar adentro.
«¡No hay nada igual en toda la República!», pensó Romulus asombrado. Sin duda, los egipcios eran un pueblo con grandes aptitudes. Todo lo que había visto hoy aquí lo demostraba. Y ahora, como había hecho con tantas otras civilizaciones, Roma había llegado para conquistarlo. Pero Romulus enseguida descubriría que las cosas no iban a salir según lo planeado.
—¿A qué distancia está el puerto?
—A unas cuantas manzanas. —Tarquinius sonrió como un niño—: La biblioteca también está cerca. Decenas de miles de libros juntos en un solo lugar. ¡Tengo que verlo!
A Romulus se le contagió momentáneamente el entusiasmo de su amigo. Pero, en cuanto oyeron los gritos y el chocar de las armas, volvió el miedo. El ruido, no muy lejano, venía de la dirección en la que ellos se dirigían.
—¡Regresemos! —instó—. Ya hemos visto suficiente.
El arúspice desató el hacha de guerra y siguió caminando.
—¡Tarquinius! Es demasiado peligroso.
No respondió.
Romulus empezó a maldecir y corrió tras él. Su amigo había tenido razón muchas veces en el pasado. ¿Qué iba a hacer, sino seguirlo?
Todo hombre tenía su propio destino.
No tardaron mucho en llegar al borde occidental del puerto principal, todavía tranquilo. Aquí, una carretera elevada que salía de la isla de Faro lo separaba de un puerto más pequeño. En cada extremo había un puente que permitía a los barcos pasar de un lado al otro del puerto.
—El
Heptastadium
—reveló Tarquinius—. Tiene más de un kilómetro de longitud.
Romulus no podía apartar la vista del faro, que era lo más alto y magnífico que jamás había visto.
—¡Es una maravilla! —farfulló.
El arúspice lo miró un instante con indulgencia, pero de repente se puso serio.
—¡Mira! —dijo.
En el pequeño fondeadero situado a la izquierda del
Heptastadium
había casi cuarenta trirremes. Cerca, una cohorte de soldados montaba guardia para proteger los vulnerables navíos atracados.
Romulus soltó un grito ahogado de asombro al oír el sonido familiar del latín que le llegaba con el aire fresco. No había duda de cuál era la identidad de las tropas. Romanos.
—Soldados de César.
—¿Estás seguro? —preguntó Romulus embargado por la emoción.
Tarquinius asintió con la cabeza y percibió que algo importante estaba a punto de suceder. Pero no sabía exactamente el qué.
«No importa al servicio de quién están los legionarios», pensó Romulus. A ellos les daba lo mismo qué general romano estuviera en Alejandría.
De la derecha les llegaron nuevos sonidos del combate y giraron las cabezas. A unos cientos de pasos, más allá de unos almacenes, se encontraba un numeroso grupo de soldados egipcios. Había arqueros, honderos e infantería ligera en la retaguardia y legionarios al frente. Todos miraban al lado contrario de donde se encontraban los dos amigos. Mientras observaban, una descarga de piedras y jabalinas voló en el aire y desapareció entre las primeras filas. Su aterrizaje provocó fuertes gritos.
—¡Han tendido una emboscada a los nuestros! —gritó Romulus. Su cabeza le decía que tenían que escapar, pero su corazón quería luchar con sus compatriotas. «¿De qué sirve?», pensó. «Esta no es mi guerra.»
—Enseguida tendrás una oportunidad —dijo Tarquinius.
Sorprendido, el joven soldado miró a su alrededor.
—Siento que hay una conexión entre César y tú. ¿La aceptarás o la rechazarás?
Antes de que pudiese responder, Romulus oyó por encima del barullo las palabras: «¡Preparad los
pila
!» Dirigió de nuevo la mirada a la batalla.
Las jabalinas romanas disparadas en respuesta a la descarga egipcia cayeron como una lluvia sobre los honderos y los escaramuzadores desprotegidos. Hubo un momento de confusión y entonces oyeron la carga de los legionarios. Al mismo tiempo, lanzaron antorchas encendidas a los barcos amarrados en el puerto. En treinta segundos, muchas de las velas ya estaban en llamas.
Romulus admiró las tácticas de César, que inmediatamente hicieron cundir el pánico entre las filas egipcias. ¿Así que había una conexión entre ellos? Observó que el fuego se extendía en una especie de nube.
—¡No! —dijo Tarquinius entre dientes—. ¡Así no!
—¿Qué sucede?
—Si llega hasta aquí, esos edificios se incendiarán. —El arúspice señaló a los grandes almacenes que había cerca.
Romulus no comprendió.
—Ésa es la biblioteca —explicó Tarquinius, con una expresión de angustia en el rostro—. Los libros antiguos que alberga son insustituibles.
Horrorizado, Romulus miró hacia atrás. Más de un cuarto de la flota egipcia se había incendiado y las llamas se extendían con rapidez. No costaba darse cuenta de que la biblioteca podría incendiarse. Pero ellos no podían hacer nada.
Tarquinius estudió la conflagración durante unos segundos y entonces, sobrecogido, abrió los ojos en una expresión de profundo dolor. Su débil esperanza de que la civilización etrusca volviera a conocer épocas de esplendor era falsa. Cuando la guerra civil finalizase, Roma se haría todavía más grande y más poderosa y no dejaría que nada creciese a su sombra. Y César desempeñaría un papel importante en el inicio de este proceso. Suspiró y pensó que eso era todo lo que tenía que ver. Sin embargo, como siempre, había más. Ahora era cuando debía decírselo a Romulus, antes de que fuese demasiado tarde.
Romulus empezaba a ponerse nervioso. Era hora de irse.
—¡Venga! —gritó.
—Me preguntaste por qué había huido de Italia —dijo el arúspice de repente.
—¡Por todos los dioses! —masculló Romulus—. Primero la revelación sobre César, y ahora esto. No me lo digas ahora. Puede esperar.
—¡No, no puede esperar! —repuso Tarquinius con una verdadera sensación de urgencia—. Yo maté a Rufus Caelius.
—¿Qué? —Romulus se dio la vuelta para mirar al arúspice.
—El noble que estaba en el exterior del Lupanar.
Todo el barullo se extinguió mientras Romulus intentaba aceptar lo imposible.
—¿Tú? ¿Cómo…? —Se calló.
—Fui yo —declaró Tarquinius entre dientes—. Estaba allí, sentado cerca de la puerta. Esperándolo.
Sorprendido, Romulus abrió los ojos como platos. Había visto a un hombre bajo envuelto en una capa con capucha cerca del burdel. En ese momento, pensó que era un leproso o un mendigo.
—Entonces Caelius salió —prosiguió Tarquinius—, y buscaste pelea con él. Me mantuve al margen durante unos instantes, pero la brisa me dijo que tenía que actuar con premura. Y lo apuñalé.
Romulus se quedó mudo. Su presentimiento había sido correcto todo el tiempo: el golpe que él había asestado a Caelius en la cabeza no lo había matado. Tarquinius le había asestado la puñalada mortal. Con una mezcla de confusión y de ira, la cabeza le daba vueltas ante semejante despropósito. Brennus y él no tenían necesidad de haber huido de Italia.
—¿Por qué? —gritó—. Dime por qué.
—Caelius había asesinado al hombre que me enseñó la adivinación. Olenus, mi mentor.
Romulus no escuchaba.
—Esa noche me arruinaste la vida —replicó furioso—. ¿Y qué me dices de Brennus? ¿Has pensado en eso?
Tarquinius no contestó. Sus ojos oscuros estaban llenos de pena.
—Hacer profecías es una cosa —continuó Romulus, ahora indignado—. Las personas pueden decidir creer o no creer lo que tú dices. Pero cometer un asesinato y dejar que culpen a un hombre inocente es interferir directamente en la vida de esa persona. ¡Por Mitra! ¿Tienes idea del efecto que tu acción podía tener?
—Por supuesto —repuso Tarquinius con calma.
—Entonces, ¿por qué lo hiciste? —gritó Romulus—. Quizás a estas alturas podría haber conseguido el
rudis
y encontrado a mi familia. Y Brennus estaría vivo, ¡maldito seas!
—Lo siento —balbuceó Tarquinius con una expresión de verdadera tristeza en el rostro.
—¡Eso no me basta!
—Tendría que habértelo dicho hace mucho.
—¿Por qué no lo hiciste? —preguntó Romulus con amargura.
—¿Cómo iba a hacerlo? —repuso Tarquinius—. ¿Habrías mantenido la amistad con el causante de todos tus problemas?
No hubo respuesta a esa pregunta.
Y entonces los dioses apartaron sus rostros.
De detrás de ellos llegaba el ruido de los pesados pasos de los soldados marchando al unísono. Se oía muy cerca. Romulus corrió hacia la esquina y se arriesgó a mirar a la otra calle. La calle por la que habían venido estaba completamente llena de tropas egipcias que se acercaban. Escupió una maldición. Marchaban para ayudar a sus camaradas o para atacar a los trirremes. Mientras tanto, los soldados habían bloqueado su vía de escape.
Tenían dos opciones: huir cruzando el puente y a lo largo del
Heptastadium
y arriesgarse a quedare completamente atrapados o intentar pasar por los muelles y buscar un callejón donde esconderse hasta que la batalla terminase.
Tarquinius apareció a su lado.
Romulus apretó la mandíbula hasta que le hizo daño. Quería estrangular al arúspice, pero no era el mejor momento para continuar la enemistad.
—¿Qué hacemos?
—Dirigirnos a la isla —repuso Tarquinius—. Allí estaremos a salvo hasta el amanecer.
Se despojaron de las capas y salieron corriendo hacia el
Heptastadium
, a unos doscientos pasos de distancia.
Gritaron desde los trirremes al descubrirlos. Aunque la luz de la inmensa conflagración los iluminaba, Romulus estaba convencido de que ya no estaban al alcance de las jabalinas.
Siguieron corriendo a toda velocidad.
Se oyeron más gritos de los soldados egipcios que acababan de alcanzar el muelle.
Romulus miró por encima del hombro y vio a algunos soldados apuntar en su dirección.
—¡No te detengas! —gritó Tarquinius—. Tienen más cosas de las que preocuparse que nosotros.
Cien pasos.
Romulus empezaba a pensar que lo conseguirían.
Entonces vio el piquete de centinelas: un pelotón de diez legionarios romanos al borde del
Heptastadium
con la atención puesta en la dura batalla. Miró hacia atrás. Las cohortes de César habían aplastado las líneas egipcias y avanzaban por el muelle hacia sus trirremes. Los centinelas gritaron con entusiasmo ante el espectáculo.
«¡Mitra y Júpiter —invocó Romulus con desespero—, permitidnos pasar sin ser vistos!»
Tarquinius levantó la mirada hacia los cielos. Abrió mucho los ojos por lo que vio en el cielo.
Cincuenta pasos.
La grava crujía bajo las
caligae.
Treinta pasos.
Uno de los legionarios se volvió ligeramente y masculló algo al oído de su compañero.
Los había visto.
Veinte pasos.
Ahora ya estaban totalmente dentro del alcance de las jabalinas de los centinelas; todo sucedió muy rápido. Un único
pilum
silbó en el aire en su dirección, pero aterrizó en el suelo sin causar daños. Siguieron otros cinco que también se quedaron cortos. Los siguientes cuatro, lanzados por soldados ansiosos por alcanzar a posibles enemigos, fueron demasiado largos.