El águila de plata (62 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

BOOK: El águila de plata
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—¿Y bien? ¿Podéis curar al animal? —preguntó Hiero—. Vale una maldita fortuna. Vivo.

—No estoy seguro —repuso Tarquinius—. Primero tendremos que inmovilizarlo.

Romulus volvió a mirar al león y se quedó hipnotizado con sus ojos color ámbar. Se preguntó si sentía lo mismo que había sentido él antes de una pelea en las celdas que había debajo de la arena. Atrapado. Solo. Enfadado. ¿Cómo podía estar bien cazar al gran felino por diversión? ¿Lo obligarían como a él a luchar y matar a otros gladiadores? Para satisfacer al sanguinario público romano, atrapaban a miles de animales como aquél y los transportaban desde lugares remotos para matarlos en el anfiteatro. Cazar a un león en la selva era aceptable, pero aquello no. Romulus sintió náuseas, pero no podía hacer nada. Así era la vida.

—¿Y si mis esclavos consiguen atarlo? —La voz de Hiero era insistente.

—Podremos evaluar la gravedad de la herida —respondió el arúspice—. Antes de limpiarla y coserla.

—¿El tratamiento funcionará? —preguntó el
bestiarius
. Ahora adoptaba una expresión astuta—. Si no funciona, no os puedo ofrecer mucho más que una comida y un par de odres llenos de agua.

—Estoy seguro de que mi amigo estará a la altura de las circunstancias —anunció Tarquinius.

A Romulus se le revolvió el estómago de la sorpresa. Nunca había tratado una herida tan grave. ¿En qué estaba pensando? Lanzó una mirada de enojo a Tarquinius.

—¡Excelente! —repuso Hiero, ahora expectante—. Reuniré a una docena de hombres.

Capítulo 27 Alejandría

Tres meses después…

Lago Mareotis, cerca de Alejandría, invierno de 48 a. C.

Hiero estaba exultante. El largo y difícil periplo desde Etiopía tocaba a su fin. Todo lo que quedaba era un viaje relativamente corto hasta Italia, y entonces podría vender hasta el último dichoso animal de su caravana. Otro año de duro trabajo estaba a punto de terminar, pero el
bestiarius
se quedaría descansado de verdad cuando acabase y tuviese el monedero repleto. Una vez atrapados los animales, los transportaban a lo largo de cientos de kilómetros por barco y en jaulas de carros tirados por mulas. El proceso no había estado exento de problemas. Sencillamente, era imposible capturar a tantos animales y enjaularlos sin perder a algunos.

Una de las jirafas se rompió una pata trasera con los travesaños del cercado y hubo que sacrificarla. Varios antílopes murieron sin causa aparente. Hiero sabía, por su larga experiencia, que probablemente la razón fuese el estrés. Sin embargo, lo que más afectó al
bestiarius
fue la pérdida de un elefante macho. Cuando sus hombres intentaron llevarlo hasta uno de los medios de transporte abierto y de suelo liso, presa del pánico se tiró al mar y atrajo la peor clase de atención. Incluso cerca de la costa había siempre muchos tiburones —tiburones martillo y de otros tipos—. Hiero se había acostumbrado a su presencia constante en ciertas épocas del año. Todos habían presenciado horrorizados cómo un atrevido tiburón se acercaba y atacaba al elefante. Al notar el primer mordisco, el elefante empezó a bramar aún más aterrorizado y se alejó. Fue un error fatal. Se acercaron más tiburones atraídos por la mancha de sangre. Al final, se habían congregado más de veinte, pero aun así tardaron una eternidad en dar muerte al enorme animal. Los quejidos lastimeros destrozaron incluso el cansado corazón de Hiero. Al final, el elefante sucumbió, convertido en un pequeño islote gris que ascendía y descendía en el agua rojiza.

«Pero todavía hay razones para estar contento», pensó el
bestiarius
. Gracias a los cuidados de Romulus, el león con la terrible herida en la pata se había recuperado totalmente. Muchos otros animales, así como esclavos heridos, se habían beneficiado de los tratamientos de Romulus y Tarquinius. En realidad, la expedición había sido un éxito rotundo. Había conseguido docenas de animales comunes como el antílope o el búfalo. Además del magnífico león, tenía otros leones, cuatro leopardos, una jirafa y tres elefantes. Pero el mayor premio de todos era un enorme animal con un cuerno en el hocico, que Hiero sólo conocía de oídas. El rinoceronte tenía unas patas cortas para su tamaño, pero corría más rápido que cualquier hombre. Su piel, increíblemente gruesa, parecía hecha de placas de metal y eso casi lo convertía en un ser invulnerable. El iracundo animal, que no tenía buena vista pero sí buen olfato, había matado de una cornada a dos esclavos cuando intentaban capturarlo. Otros habían quedado gravemente heridos desde entonces.

Eso no le preocupaba en absoluto. Esas pérdidas mínimas estaban incluidas en los costes. Si los dioses seguían sonriéndole como lo habían hecho hasta ahora, su llegada a Alejandría lo convertiría en un hombre todavía más rico. Uno o dos viajes más como ése y podría retirarse. Hiero miró subrepticiamente a Romulus. El joven y su amigo, sereno y lleno de cicatrices, habían aparecido en medio de la nada y habían sido una útil incorporación a su expedición. Se había pasado semanas intentando convencerlos de que siguiesen trabajando para él. Aunque habían mostrado interés, el astuto
bestiarius
había concluido que su principal objetivo era llegar a Italia. De todas maneras, no podía quejarse. El trabajo que habían llevado a cabo había pagado con creces su comida y los costes del transporte.

—¿Y bien? —preguntó, acercándose a la orilla—. ¿Qué pensáis de esto?

Romulus apenas podía creer lo que veían sus ojos. Más allá del extremo más alejado del lago, las grandes murallas se extendían a lo largo de kilómetros. La ciudad, fundada tres siglos atrás por Alejandro de Macedonia, era inmensa.

Hacía mucho tiempo que Romulus no veía una gran ciudad. La última había sido Barbaricum y, antes, Seleucia. Sin embargo, la metrópolis que ahora se extendía de este a oeste empequeñecía a ambas. Ni siquiera Roma, corazón de la poderosa República, podía compararse a Alejandría.

Tarquinius no sabía qué decir. Para él, llegar a Alejandría era la culminación de las expectativas de toda una vida. Olenus había estado en lo cierto hacía ya muchos años. Resultaba sobrecogedor, y aterrador. Tarquinius sentía como si su destino se acelerase en su interior.

—Un espectáculo magnífico, ¿verdad? —exclamó Hiero—. Prácticamente todas las calles son más anchas que la más ancha de Roma y los edificios están construidos con mármol blanco. Y también está el faro. Diez veces más alto que cualquier otro faro que hayáis visto y, sin embargo, fue construido hace doscientos años.

—No olvidéis la biblioteca —añadió el arúspice—. Es la mayor del mundo.

—¿Y? —El
bestiarius
hizo un ademán con la mano como restándole importancia—. ¿De qué me sirve todo ese conocimiento antiguo?

Tarquinius se rio.

—Puede que no os interese —repuso—, pero a otros sí. Aquí vienen a estudiar eruditos de todas partes del mundo. Hay libros sobre matemáticas, medicina y geografía que no se encuentran en ningún otro lugar.

Hiero arqueó las cejas sorprendido. El hombre delgado y rubio demostraba constantemente tener nuevas cualidades. No cabía duda de que tanto él como Romulus eran personas cultas, y su compañía resultaba más interesante que la de Gracchus o cualquier otro de sus trabajadores. En parte, ése era el motivo por el que el
bestiarius
se estaba planteando qué hacer con los dos forasteros. Habían pasado muchas horas juntos durante el viaje y habían llegado a tener cierto grado de confianza. Hiero también sentía cierto temor de Tarquinius, aunque no sabía explicar por qué.

—¡Mirad! —dijo Romulus.

Una delgada columna de humo se elevaba en el cielo sobre el centro de la ciudad.

—No es la chimenea de una vivienda —musitó el
bestiarius
—. ¿Una gran pira funeraria, quizá?

—No —repuso Tarquinius—. Es una batalla.

Romulus lo miró asombrado. Esto era de lo más inesperado.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Hiero.

No le había parecido necesario mencionar la guerra civil entre Ptolomeo y su hermana Cleopatra, y sus esclavos tampoco sabían mucho de estos asuntos.

—Está escrito en el cielo —declaró el arúspice.

Falto de palabras, lo cual era raro en él, el viejo abría y cerraba la boca.

Romulus disimuló una sonrisa.

—¿Eres adivino?

Tarquinius bajó la cabeza.

Hiero parecía sorprendido.

—Nunca lo habías mencionado —protestó.

Los oscuros ojos de Tarquinius se posaron en el
bestiarius
:

—No me pareció necesario.

Hiero parecía ofendido.

—Lo que tú digas —repuso.

—¿Quiénes luchan? —preguntó Romulus.

—Recientemente, ha habido problemas entre el rey y su hermana —interrumpió Hiero, deseoso de seguir llevando la voz cantante—. Lo más probable es que se trate de algún disturbio. Nada de lo que preocuparse.

Romulus observó el cielo sobre la ciudad. Había «algo» en él. Un aire diferente, tal vez. No estaba seguro, pero tuvo un mal presentimiento y apartó la mirada.

—¡Hay tropas extranjeras! —exclamó Tarquinius.

—Mercenarios griegos o judeos —respondió Hiero con aire triunfal—. En Egipto los suelen utilizar.

—¡No!

Intimidado por el tono del arúspice que no presagiaba nada bueno, Hiero calló.

—Veo legionarios, miles de legionarios —añadió Tarquinius.

¿Sus compatriotas en Alejandría? Romulus quería gritar con fuerza de la alegría.

—¿Romanos contra egipcios? —exclamó.

Tarquinius asintió con la cabeza:

—Y además lo tienen difícil. Son muchos más.

A Romulus le sorprendió el fuerte impulso de ayudar que se apoderó de él. En el pasado, no le había importado demasiado lo que pudiese sucederles a los ciudadanos romanos o a sus tropas. Al fin y al cabo, a ellos tampoco les importaban mucho los esclavos. Pero la vida le había cambiado. Ahora era un adulto que no estaba ligado a nadie. Haber sobrevivido a continuos combates sangrientos como gladiador, soldado y pirata le había dado una inquebrantable confianza en sí mismo.

«Y me ha ayudado a darme cuenta de quién soy —pensó con orgullo—. Soy un ciudadano romano y no un esclavo. Y mi padre es un noble.»

A su lado, Tarquinius, que pasaba desapercibido, miraba con aprobación.

Romulus suspiró. Era inútil pensar de ese modo. Sin prueba alguna de su condición de ciudadano, siempre podrían acusarlo de ser esclavo. El tatuaje de Mitra en el antebrazo derecho no escondía por completo la cicatriz que le había quedado del estigma. Lo único que se necesitaba era una acusación de alguien como Novius. No cabía la menor duda de que habría muchos hombres como él entre los atribulados soldados que se encontraban en la ciudad. La seguridad recién descubierta de Romulus se agrietó.

—¿Qué hacen aquí? —preguntó.

—¿Es posible que la guerra civil romana haya llegado tan lejos? —inquirió el
bestiarius
, mientras se atusaba la barba.

—Es posible —repuso el arúspice—. Pero no hace viento, de manera que el humo se eleva en línea recta. No puedo averiguar gran cosa.

Se produjo un largo silencio mientras reflexionaban sobre el significado de las palabras de Tarquinius. Como era de esperar, Hiero estaba muy descontento. Él era quien más perdería si el funcionamiento del puerto se hubiera visto afectado por los problemas en la ciudad. Aunque la presencia de soldados romanos en Alejandría les afectaba a todos. Romulus y Tarquinius necesitaban un navío que los llevase a Italia. No querían llamar la atención negativamente.

El
bestiarius
, que no dejaba de pensar, fue el primero en hablar:

—¿Son hombres de Pompeyo o de César?

Tarquinius frunció el ceño.

—No sé por qué, pero siento la presencia de ambos en la ciudad. La lucha todavía no ha terminado —dijo.

—¿A quién le importa? —comentó Romulus enojado—. Podemos esperar aquí hasta que la situación se calme. Tenemos víveres y agua. No hay necesidad de apresurarse y que nos maten. El comercio normal se reanudará en cuanto haya pasado la tormenta.

Con su gran experiencia marítima, los dos amigos no tendrían ningún problema en encontrar un barco que los llevase de regreso a casa. El hecho de haber formado parte de la expedición del
bestiarius
todavía los hacía más valiosos como tripulantes de cualquier capitán que quisiese transportar animales salvajes. Y, si escondían las armaduras y las armas, no sería difícil evitar un registro no deseado.

Hiero se puso nervioso ante esta sugerencia.

—Yo no me puedo quedar aquí como un idiota. ¿Tienes idea de la cantidad de comida que consumen estos animales todos los días? —preguntó—. Si Tarquinius tiene razón, lo mejor será seguir adelante. Viajar hasta otro puerto.

—Hay otra opción —sugirió Tarquinius.

Los dos lo miraron.

—Esperar a que anochezca y comprobar la situación en persona —precisó.

Romulus empezó a inquietarse, mientras que el rostro de Hiero mostraba curiosidad.

—Podríamos hacer un reconocimiento de la situación. Hablar con los lugareños —explicó Tarquinius.

—Eso suena arriesgado —cuestionó Romulus.

La relación entre Tarquinius y él todavía era tensa debido a la repetida negativa del arúspice a contarle por qué había abandonado Italia.

—Durante siete años hemos vivido y respirado un peligro constante —respondió Tarquinius con calma—. Sin embargo, aquí estamos.

A Romulus le dio miedo la mirada distante en los ojos de Tarquinius.

—¡Pero Carrhae y Margiana fue algo que sucedió! —exclamó—. No nos quedó más remedio que enfrentarnos a esa situación cuando se produjo. ¡Y esto podemos evitarlo!

—Mi destino es entrar en Alejandría, Romulus —explicó Tarquinius con solemnidad—. Ahora no me puedo echar atrás.

Hiero miraba a uno y a otro fascinado.

A Romulus no le acababa de convencer la idea de entrar en una ciudad desconocida que estaba en guerra. Y las corrientes de aire que había visto sobre Alejandría estaban llenas de malos presagios. Miró fijamente a Tarquinius, cuyo rostro adoptaba una expresión impenetrable. Era inútil discutir con él. Romulus no estaba dispuesto a mirar de nuevo el cielo sobre la ciudad y bajó la cabeza. «¡Mitra, protégenos! —rezó—. ¡Júpiter, no olvides a tus fieles siervos!.»

Hiero era totalmente ajeno a los profundos sentimientos que fluían entre los dos.

—¡Bien! —proclamó—. No se me ocurren mejores hombres que vosotros para esta misión.

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