Sus hombres soltaron un grito ahogado al ver lo valiente que era. La mayoría de los partos temían a Tarquinius.
«Guardar silencio refuerza mi poder —pensó Tarquinius—. Y no es éste el momento de mi muerte.»
Félix se puso tenso, pero Romulus movió la cabeza para detener cualquier atisbo de reacción. Su amigo sabía lo que hacía. Se sintió aliviado cuando el pequeño galo se relajó.
—¡Los escitas nos han tendido una emboscada, señor! —dijo Romulus en voz alta—. Comprobad las heridas vosotros mismos.
Nadie habló mientras el oficial se acercaba a Brennus. De cerca, a nadie se le escapaban las características flechas escitas. Pero no bastaba con eso.
—¿Dónde está el resto de los hombres? —exigió.
—Todos muertos, señor.
Abrió los ojos como platos:
—¿Y por qué ninguno de vosotros está herido?
Romulus guardó la compostura.
—Lanzaban ráfagas de flechas desde no se sabe dónde, señor —contestó—. Nosotros teníamos escudos. Una suerte.
La mirada del parto pasó de Brennus a Félix, pero los galos asentían al unísono. Por último, el oficial miró fijamente a Tarquinius, cuyos ojos oscuros poco revelaban. Se dio la vuelta de nuevo hacia Romulus.
—El comandante y Tarquinius han sobrevivido porque estaban en el Mitreo —continuó Romulus—. Brennus y yo hemos peleado para llegar a la entrada e intentar rescatarlos.
El oficial aguardaba en un silencio sepulcral.
—Alcanzaron a Pacorus cuando estábamos a punto de escapar —añadió Romulus.
Recordó con cierto sentimiento de culpa lo que había tardado en pasarle el
scutum
. Si Pacorus sobrevivía, lo recordaría. Pero, si eso ocurría, Romulus tendría que dar explicaciones; no era él quien tenía tres flechas envenenadas clavadas en el cuerpo.
—Y aun así, Brennus ha cargado con él hasta aquí —concluyó.
—¿Por qué? —preguntó el parto con desprecio—. El
scythicon
mata a todo el mundo. ¿Qué más os da que muera el comandante?
Como no sabía qué decir, Romulus se puso tenso.
—Es nuestro líder —arguyó Tarquinius—. Sin él, la Legión Olvidada no es nada.
Los demás adoptaron una expresión de descrédito.
—¿Pretendes que me trague eso? —gruñó.
Los romanos tenían pocos motivos para preocuparse por el estado de salud de sus captores. Y mucho menos de Pacorus. Todos los presentes lo sabían.
—Puedo ayudar a Pacorus. Si dejáis pasar más tiempo —anunció Tarquinius—, os arriesgáis a ser la causa de su muerte.
Superado en astucia por Tarquinius, el oficial retrocedió. Visto el alcance de las heridas de su superior, no quería que luego lo acusaran de demorar el tratamiento de Pacorus. Por rara que pareciese la situación, sólo había un hombre en el fuerte capaz de salvar a su comandante.
Tarquinius.
—¡Dejadles pasar! —ordenó el parto.
Sus hombres alzaron las armas y uno abrió rápidamente los pesados portones para permitir la entrada a Tarquinius y los demás. El
atrium
era de construcción sencilla, con el suelo de ladrillos cocidos en vez de los mosaicos decorados que habría habido en Roma. Como era de esperar, no había nadie por ahí. A pesar de su crueldad, Pacorus era un hombre austero y necesitaba pocos criados.
—Traed me la bolsa de cuero del
valetudinarium
—dijo el arúspice al pasar por el
tablinum
para dirigirse al patio—. ¡Rápido!
Los gritos de las órdenes los seguían mientras el oficial decía a sus hombres que obedecieran corriendo.
También mandaron informar a los centuriones jefe, pensó Romulus con acritud. Si es que no estaban ya de camino. Tragó saliva y ofreció una ferviente oración a Mitra, deidad de la que poco sabía. Y, aunque los partos eran quienes la veneraban, todo apuntaba a que el dios había mostrado a Tarquinius la forma de salir de allí. Tenía que haber un remedio para su situación, cada vez más desesperante. Pero Romulus no lo veía. «Ayúdanos, Mitra —rogó—. Guíanos.»
En el espacioso dormitorio de Pacorus encontraron la chimenea encendida. Las llamas iluminaban los gruesos tapices y los cojines bordados desperdigados por el suelo. Aparte de algunos arcones revestidos con hierro para guardar cosas, el único mueble que allí había era una cama cubierta con pieles de animales. Sorprendidos por su repentina llegada, dos criados, campesinos locales, se levantaron del suelo de un respingo junto a la chimenea de ladrillos con aire de culpabilidad. Calentarse en los aposentos de su señor les granjearía al menos unos buenos azotes. Se quedaron boquiabiertos y algo aliviados al ver a Pacorus a la espalda de Brennus. Hoy no recibirían el castigo.
—¡Dadme luz! —espetó Tarquinius—. Traed mantas y sábanas limpias. Y mucha agua hirviendo.
Los hombres, atemorizados, no osaron responder. Uno se escabulló mientras el otro encendía una astilla y la acercaba a cada una de las lámparas de aceite de bronce colocadas en las paredes. La iluminación reveló una hornacina de madera en un rincón. Estaba llena de cabos de vela: como todo el mundo, a veces Pacorus necesitaba a los dioses. En su interior había una pequeña estatua de un hombre con una capa y un gorro frigio de pico romo que le retorcía la cabeza a un toro arrodillado hacia arriba, hacia el cuchillo que sujetaba con la otra mano. A Romulus ese dios no le resultaba familiar, pero sabía de quién se trataba.
—¿Mitra? —susurró.
Tarquinius asintió.
Romulus inclinó la cabeza de forma respetuosa y rezó con todas sus fuerzas.
Brennus se acercó a la cama ayudado por Félix.
Tarquinius observó la estatuilla con curiosidad. Antes de entrar en el Mitreo, sólo había visto una imagen de Mitra en una ocasión, en Roma. Pertenecía a un veterano manco que le había ayudado a buscar al asesino de Olenus, su mentor. Secundus, creía recordar que así se llamaba el lisiado. Un buen hombre, recordó el arúspice, pero muy reservado con respecto a su religión. Desde entonces, Tarquinius había tenido ganas de saber más sobre el mitraísmo. Ahora, en una sola noche, había estado en el interior de un templo y ese mismo dios le había enviado una visión. Y, si Pacorus sobrevivía, quizá descubriera más. A través de él, Tarquinius tal vez podría averiguar más detalles sobre el origen de los etruscos. Un chorro de chispas amarillo anaranjado se elevó en el aire al partirse un tronco estrepitosamente en dos. Tarquinius entrecerró los ojos y observó como los puntos diminutos de fuego se convertían en gráciles espirales y volutas antes de desaparecer por la chimenea. Era buena señal.
Romulus vio que el arúspice observaba el fuego y se sintió esperanzado.
«Gran Mitra —rezó Tarquinius con reverencia—. Aunque este hombre herido sea mi enemigo, es tu discípulo. Concédeme la capacidad de salvarle la vida. Sin tu ayuda, seguramente morirá.»
Félix y Brennus acostaron a Pacorus, inconsciente, en la cama.
El criado que todavía seguía allí se quedó boquiabierto cuando Tarquinius extrajo el puñal.
Su reacción provocó una risita.
—¡Como si fuera a matarlo! —exclamó.
El arúspice se inclinó sobre él y empezó a rasgar la ropa empapada en sangre de Pacorus, sin tocar las astas de madera. Al cabo de unos instantes, el parto estaba tan desnudo como el día en que nació. Su piel morena había adoptado un tono gris enfermizo y costaba percibir los movimientos superficiales de su pecho.
Romulus cerró los ojos al ver las horripilantes heridas de su comandante. La piel se había enrojecido alrededor de cada una de ellas, primer indicio de que el
scythicon
estaba surtiendo efecto. Pero lo peor era la herida del pecho. Parecía un milagro que la flecha, clavada entre dos costillas muy cerca del corazón, no hubiera matado a Pacorus al instante.
—Esto significa muerte —dijo Brennus con voz queda.
Tarquinius arqueó las cejas mientras contemplaba en silencio la labor que tenía por delante.
Félix inspiró lenta y largamente.
—¿Por qué os habéis molestado en traerlo hasta aquí? —preguntó.
—Tiene que sobrevivir —respondió Tarquinius—. De lo contrario, somos todos hombres muertos.
Brennus esperó, pues tenía una confianza ciega en el arúspice. Por increíble que pareciera, era el hombre que sabía lo que su druida había predicho antes de que toda su tribu fuera masacrada.
Sin embargo, el pequeño galo parecía preocupado.
Romulus sabía cómo se sentía. Pero Tarquinius tenía razón. Las condiciones climáticas extremas implicaban que cualquier viaje largo resultaba demasiado peligroso sin los suministros adecuados. Habían tenido pocas opciones aparte de regresar allí. Ahora su suerte estaba en manos del hombre moribundo que yacía ante ellos. O, mejor dicho, de la capacidad de Tarquinius para salvarlo. Viendo las heridas de Pacorus, parecía una misión imposible. Automáticamente, Romulus desvió la mirada hacia la estatua del altar: «¡Mitra, necesitamos tu ayuda!»
Entonces apareció un grupo de criados alterados y disgustados, encabezados por el campesino que había huido a su llegada. Portaban mantas, sábanas de lino y cuencos de bronce con agua humeante, y lo depositaron todo cerca de la cama. Romulus enseguida les instó a que abandonaran la estancia. Sólo se quedaron los dos hombres que habían encontrado allí en un primer momento, para sostener más lámparas junto a la cama y proporcionar luz al arúspice. Al cabo de unos instantes, llegó un guarda con el maletín de médico de Tarquinius. Palideció al ver el estado de Pacorus. Luego, musitó una oración y se alejó rápidamente para situarse junto a la puerta.
Rebuscando en la bolsa, Tarquinius extrajo varios instrumentos quirúrgicos de hierro, algunos de los cuales dejó caer en el líquido bullente. Dejó el resto bien colocados al lado por si los necesitaba. Había bisturís, fórceps y ganchos; también sondas de aspecto extraño y espátulas junto a distintos tipos de sierras. Apareció un rollo de un material marrón y fibroso para suturar hecho con tripa de oveja. Recortado, secado y luego estirado hasta convertirse en un hilo duro, podía ser utilizado para unir la mayoría de los tejidos mediante agujas cortantes redondas o triangulares. Romulus ya había visto al arúspice manejar muchas de esas herramientas de metal, cuando operaba con gran éxito las heridas de los soldados. Aunque también fueran muy habilidosos, los pocos cirujanos que quedaban vivos de la legión se habían quedado sorprendidos.
Gracias a las manos curativas de Tarquinius, hombres que en otras circunstancias habrían muerto habían sobrevivido. Había atado arterias cortadas y evitado, así, muertes por hemorragia. Había reparado tendones con sumo cuidado y devuelto el movimiento a extremidades inutilizadas y dedos de los pies. Retirado el cuero cabelludo, el cráneo de un hombre incluso podía ser abierto con una sierra para permitir la extirpación de un coágulo de sangre en la superficie del cerebro. Según Tarquinius, la clave del éxito estaba en poseer un profundo conocimiento de anatomía y una higiene absoluta. Tales operaciones fascinaban a Romulus, que se acercó para mirar. Sin duda, este desafío pondría a prueba la capacidad de su amigo. En comparación con las heridas relativamente limpias infligidas por las hojas afiladas de lanzas y
gladii
, las que dejaban las flechas eran irregulares y estaban contaminadas por el
scythicon.
Pacorus ya estaba a medio camino del Hades.
Plenamente consciente de la inmensa tarea que tenía por delante, Tarquinius observó la figura del altar e inclinó la cabeza una sola vez. «¡Mitra, ayúdame una vez más!»
A Romulus no se le escapó el significado del gesto.
Cuando Tarquinius se preparó para empezar, a Félix le cambió la expresión de la cara.
—Ha llegado el momento de calentarse —masculló el pequeño galo, sentándose junto al fuego y exhalando un suspiro.
Pocos hombres se atrevían a presenciar un trabajo tan sanguinolento.
Romulus y Brennus no se movieron.
—Sujetadle los brazos —dijo Tarquinius de repente—. Es posible que se despierte. Esto escuece de verdad.
Extrajo con los dedos el tapón de corcho de un pequeño frasco y vertió parte del líquido, que despedía un fuerte olor, en un paño limpio.
—¿Acetum?
—preguntó Romulus.
Tarquinius inclinó la cabeza:
—El vinagre es excelente contra el envenenamiento de la sangre.
Observaron cómo le limpiaba las heridas cuidadosamente; Pacorus ni se inmutó.
El arúspice se dedicó primero al brazo de Pacorus. Cortó ambos lados del asta de madera y utilizó una sonda de madera para liberar el extremo afilado de la flecha. Detuvo la hemorragia con unas pinzas especiales y luego cosió con hilo de tripa. A continuación, fue cerrando los músculos por capas. Le hizo algo parecido en la pierna. Sin embargo, lo que precisó un mayor esfuerzo fue la herida del pecho. Con unos retractores especiales, Tarquinius separó dos costillas para poder retirar la flecha. Explicó que urgía cerrar esa herida. Si le entraba demasiado aire en la cavidad pectoral, Pacorus moriría. A medida que Romulus observaba, iba comprendiendo más y más. Movido por la curiosidad, interrogaba a Tarquinius sobre las técnicas que empleaba.
—Con lo que has visto hasta ahora, debería bastarte —declaró el arúspice exhalando un suspiro—. La siguiente prueba será que operes tú a un soldado herido.
Romulus se estremeció ante semejante posibilidad. Vendar una herida en plena batalla era una cosa, pero aquello era muy distinto.
—En el futuro se producirán muchas bajas —dijo Tarquinius con astucia—. Yo no puedo tratar a todos los heridos.
Romulus asintió para darle la razón. Era brutal, pero cierto. Tal como Romulus había visto con sus propios ojos, el arúspice sólo trataba a quienes tenía posibilidades de salvar. A menudo se dejaba morir a los legionarios heridos de gravedad. Si tenían suerte, recibían una dosis de mandragora o el
papaverum
analgésico para ayudarles a dejar este mundo, aunque la mayoría moría profiriendo gritos de agonía. Todo intento de salvarles la vida, por inexperto que fuera, sería mejor que el infierno prolongado que ahora soportaban. Romulus se propuso empaparse al máximo de información médica.
Por fin la larga operación terminó. Mascullando, Tarquinius extrajo una bolsita y roció las heridas del parto con una fina lluvia del polvo que contenía. Las partículas despedían un olor fuerte y húmedo.
—No te había visto usar eso nunca —comentó Romulus con curiosidad.