El hecho de que su ama fuera una mujer joven no parecía molestar al viejo vílico. Brutus había dejado bien claro que, en su ausencia, Fabiola era la señora de la casa. Y Corbulo estaba encantado de que alguien le dijera qué hacer para frenar el deterioro de la finca, palpable durante años.
—¿Qué haces?
—Superviso a este grupo, señora —respondió Corbulo, señalando a los esclavos que tenía más cerca—. Siempre hay tareas rutinarias para mantenerlos ocupados.
Fabiola sentía curiosidad por la vida diaria del latifundio. No se imaginaba a su ex amo en la misma situación.
—¿Gemellus mostraba algún tipo de interés por este lugar?
—Cuando lo compró, sí —contestó Corbulo—. Solía venir cada pocos meses.
Fabiola disimuló su sorpresa.
—Trajo los nuevos olivos de Grecia e hizo construir los estanques de peces —explicó el vílico—. Incluso escogió las mejores laderas para plantar vides.
A Fabiola le desagradaba pensar que su anterior amo poseía una vertiente creativa. En su casa de Roma, en la que ella y Romulus se habían criado, no había mostrado más que brutalidad.
—¿Y qué pasó luego? —preguntó ella.
Corbulo se encogió de hombros.
—El negocio empezó a irle mal. Primero fueron los productos de Egipto. Todavía recuerdo el día en que me enteré de la noticia. —El rostro surcado de arrugas de Corbulo adoptó una expresión angustiada—. Doce barcos se hundieron cuando venían de Egipto. ¿Se lo imagina, señora?
Fabiola suspiró de forma expresiva para fingir empatía. En realidad, intentaba comprender cómo podía ser que a un hombre como Corbulo le preocupara que la suerte de su amo empeorara. Ella se había alegrado sobremanera cuando Brutus le había explicado los motivos que habían llevado a Gemellus a vender el latifundio. No obstante, supuso que era inevitable que en cierto modo los esclavos se identificaran con sus amos. Fabiola recordaba lo orgulloso que Romulus se había sentido cuando había traído sin problemas una nota de Craso a casa de Gemellus, después de haber burlado a los hombres de los prestamistas que siempre había apostados ante la puerta principal. Sin embargo, su hermano mellizo odiaba a Gemellus tanto como ella. Incluso quienes no gozaban de libertad se enorgullecían de la vida que llevaban. Por tanto, no debía juzgar a Corbulo sólo por eso. Aunque había trabajado para Gemellus durante más de veinte años, por el momento el vílico se había mostrado leal, digno de confianza y muy trabajador.
Como si le leyera el pensamiento, Corbulo regañó con dureza a un esclavo que afilaba una guadaña con movimientos lentos y desinteresados.
—¡Afílalo con garbo, imbécil! —Dio un golpecito al látigo que le colgaba del cinturón—. ¡O notarás esto en la espalda!
El esclavo se apresuró a inclinarse sobre la hoja de hierro curvado y a recorrerla con una piedra de afilar de arriba abajo.
Fabiola sonrió satisfecha. Aunque no era un hombre cruel, a Corbulo no le asustaba emplear la fuerza. El hecho de que bastara con una amenaza era buena señal.
—Creía que tenía una inmensa fortuna —dijo Fabiola, deseosa de obtener más información.
—Sí que la tenía. —Corbulo suspiró—. Pero los dioses le dieron la espalda. Todo lo que el amo tocaba se convertía en polvo. Empezó a pedir dinero sin medios para devolverlo.
Fabiola recordaba los matones apostados en el exterior del
domus
de Gemellus día y noche, y los rumores que circulaban en la cocina, donde los esclavos se reunían a cotillear.
—Brutus mencionó que una operación con animales para la arena fue la gota que colmó el vaso.
Corbulo asintió a regañadientes:
—Sí, señora. Eso tenía que haber procurado a Gemellus un dineral. Había financiado un tercio de la expedición de un
bestiarius
para capturar animales salvajes en el sur de Egipto.
Fabiola sintió una punzada de nostalgia: su hermano Romulus solía imaginar que era
bestiarius
, aunque luego se había convertido en gladiador. No dejó traslucir emoción alguna en su rostro. El Lupanar la había dotado de una gran capacidad para ocultar sus sentimientos de todo el mundo, incluido Brutus.
De repente, afloró un viejo recuerdo. Poco antes de ser vendidos, ella y Romulus habían oído por casualidad una conversación entre Gemellus y su contable. Trataba sobre la captura de animales para el circo, una iniciativa de la que podían extraerse pingües beneficios. A los mellizos les había sorprendido que el comerciante no dispusiera del desembolso inicial. Como esclavos pobres de la casa que eran, la riqueza de su amo siempre les había parecido inconmensurable.
—Aquello podría haberle permitido saldar las deudas —dijo Fabiola con total tranquilidad.
—Pero resulta que los barcos se hundieron —anunció Corbulo—. Otra vez.
—¿Todos ellos?
—Del primero al último —respondió el vílico con expresión sombría—. Una tormenta insólita.
Fabiola dejó escapar un grito ahogado:
—¡Pues qué mala suerte!
—Fue algo más que eso. Los adivinos dicen que el mismísimo Neptuno estaba enfadado. —Corbulo profirió un fuerte insulto, pero enseguida se sonrojó al recordar con quién estaba hablando—. Disculpe, señora —masculló.
Entonces, Fabiola decidió mostrar su autoridad ante los esclavos. Había visto que Brutus lo hacía con regularidad, para asegurarse de que le temían además de respetarle.
—¡No olvides quién soy! —espetó.
Corbulo inclinó la cabeza y esperó el castigo. Quizá su nueva ama joven no difiriera demasiado de Gemellus.
En realidad, Fabiola había oído cosas peores en el Lupanar, pero eso Corbulo no lo sabía. Todavía estaba aprendiendo a dar órdenes, por lo que la reacción de Corbulo le inspiró seguridad.
—Continúa —indicó Fabiola con un tono más suave.
El vílico inclinó la cabeza a modo de agradecimiento:
—Gemellus nunca fue de los que hacen caso de las profecías, pero hubo una justo antes de que esos barcos se perdieran.
Fabiola frunció los labios.
—¡Los arúspices sólo saben decir mentiras! —exclamó.
Confiando en obtener una señal de liberación de su miserable existencia, muchas chicas del burdel se gastaban grandes cantidades de sus escasos ahorros en adivinos. Fabiola había visto muy pocas predicciones cumplidas. Las que se habían materializado eran de poca monta, lo cual había reforzado su decisión de confiar exclusivamente en sí misma. Y en el dios Júpiter, que por fin había respondido a sus plegarias para conseguir la libertad.
—Cierto, señora —convino Corbulo—. Gemellus decía lo mismo. Pero esta profecía no la realizó uno de esos charlatanes que pululan por el gran templo, sino un desconocido con un
gladius
que acabó aceptando hacer una lectura de mala gana. —Guardó silencio a propósito durante unos instantes—. Y prácticamente todo se cumplió.
A Fabiola le picó la curiosidad. Los adivinos no llevaban armas.
—¡Explícate! —ordenó.
—Predijo que Craso se marcharía de Roma y nunca regresaría.
Fabiola abrió los ojos como platos. De todos era sabido que el tercer integrante del triunvirato anhelaba el éxito militar para ganarse el favor del público. La decisión de Craso de ocupar el cargo de gobernador de Siria había sido poco más que una oportunidad de invadir Partia. Muy pocos podían haber predicho que ese viaje al extranjero sería el último. Tenía que tratarse de un verdadero adivino; alguien que, por tanto, podría saber algo de Romulus.
—¿Y qué más dijo? —musitó.
El vílico tragó saliva.
—Que una tormenta en el mar haría naufragar los barcos y que los animales se ahogarían —contestó.
—¿Eso es todo?
Corbulo lanzó una mirada rápida a derecha e izquierda.
—Dijo otra cosa —reconoció, nervioso—. Gemellus sólo la mencionó en una ocasión, la última vez que lo vi.
Fabiola saltó como un halcón sobre su presa:
—¿De qué se trata?
—El arúspice le dijo que algún día un hombre llamaría a su puerta.
Fabiola se puso tensa. «¿Romulus?»
—Parecía obsesionado con esa idea —concluyó Corbulo.
—¿Sería un gladiador?
—No, señora.
Fabiola se desanimó.
—Un soldado —soltó el vílico.
Y la señora se volvió a animar.
Confundido ante tal muestra de interés, Corbulo la miró para recibir su aprobación. Sin embargo, sólo recibió una sonrisa rutinaria. Fabiola no pensaba revelar nada.
No era un gladiador, pensó con aire triunfal, sino un soldado, precisamente aquello en lo que su hermano se había convertido tras huir de Roma. Gemellus sabía lo mucho que Romulus le odiaba: la perspectiva de volver a verlo algún día le habría resultado aterradora. Ahora el viaje al templo de Júpiter tendría dos objetivos importantes: si daba con el adivino misterioso, quizá lograría averiguar si Romulus seguía con vida. Por remota que fuera la esperanza, Fabiola había aprendido a no darse nunca por vencida.
La tenacidad y el deseo de venganza eran lo que la había mantenido con vida.
De repente, un profundo aullido vino de detrás de los muros del patio. Era un ruido que Fabiola había oído ocasionalmente desde su llegada a Pompeya, pero siempre a lo lejos. Cuando se oyó más fuerte, vio el miedo reflejado en el rostro de sus esclavos.
—¿Qué es eso?
—Perros. Y
fugitivarii
, señora. —Al ver que no lo entendía, Corbulo se explicó—: Cazarrecompensas. Deben de andar tras algún fugitivo.
A Fabiola se le aceleró el pulso, pero no sucumbió al pánico. «Soy libre —pensó con firmeza—. Nadie me persigue.»
Como buscaban la procedencia del sonido, se internaron un poco en los amplios campos abiertos que rodeaban la villa. Las viviendas estaban separadas entre sí por muros de piedra, árboles pelados y setos bajos. Se trataba de una tierra fértil y llana, en barbecho en esta época del año. Dos semanas atrás, habían labrado el terreno y habían dejado que se airease antes de plantar las semillas en primavera. Sólo quedaba el trigo de invierno, cuyos pequeños brotes verdes levantaban poco más de un palmo del suelo.
En circunstancias normales, a Fabiola le gustaba pararse a contemplarlo. Aunque en esa época del año el paisaje era desolado, a ella le encantaba ver a las ruidosas grajillas volar hacia los nidos, disfrutar del aire fresco y de la soledad. Las calles de Roma siempre estaban abarrotadas, y el concurrido interior del Lupanar no era menos en ese sentido. El latifundio había acabado representando un retiro de la cruda realidad del mundo.
Hasta aquel momento.
Corbulo fue el primero en advertir movimiento.
—¡Ahí! —señaló.
Entre los huecos de un seto, a unos doscientos pasos de distancia, Fabiola advirtió una figura que corría. Corbulo estaba en lo cierto. Era un hombre joven, vestido con poco más que harapos. Un esclavo. No había duda de que estaba exhausto, llevaba el cuerpo cubierto de una gruesa capa de barro y la desesperación grabada en el rostro.
—Probablemente ha intentado darles esquinazo escondiéndose en el río —anunció el vílico.
Fabiola había dado agradables paseos a lo largo de la vía fluvial que separaba su propiedad de la finca del vecino. Para ella, jamás volvería a ser lo mismo.
Corbulo hizo una mueca.
—Nunca funciona —comentó—. Los
fugitivarii
siempre tantean bajo la orilla con palos largos. Si eso no funciona, los perros se encargan de encontrar su rastro.
Fabiola era incapaz de apartar la vista del fugitivo, que corría mirando por encima del hombro aterrorizado.
—¿Por qué lo persiguen? —preguntó con apatía, conocedora de la respuesta.
—Porque se ha escapado —repuso Corbulo—. Y los esclavos son propiedad de su amo.
Fabiola conocía de primera mano esa cruel realidad. Era el mismo motivo que había permitido a Gemellus violar a su madre repetidas veces. Venderlos a ella y a Romulus. Ejecutar a Juba, el gigantesco nubio que había enseñado a su hermano a manejar la espada. Los amos disfrutaban del mayor poder que existe sobre sus esclavos: el de vida y muerte. Además, en el sistema legal romano, orgullo de la República, no se contemplaba represalia alguna por torturar o matar a un esclavo, lo cual reforzaba claramente ese poder.
De pronto una manada de perros grandes abandonó el amparo que ofrecía la arboleda más cercana, olisqueando la tierra y el ambiente para captar el olor de su presa.
Fabiola oyó al joven gimotear aterrorizado. Era un sonido espantoso.
Ella y Corbulo observaban en silencio.
De entre los árboles surgió un grupo de hombres armados hasta los dientes que azuzaban a los sabuesos con gritos y silbidos. Se oyeron vítores cuando vieron al esclavo, que daba la impresión de estar prácticamente exhausto.
—¿De dónde es?
El vílico se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Es posible que ese imbécil lleve días huyendo —dijo—. Es joven y fuerte. He sabido de persecuciones que se alargan más de una semana. —Corbulo parecía compadecerse—. Pero esos cabrones nunca se rinden. Y un hombre no puede correr sin parar con el estómago vacío.
Fabiola suspiró. Nadie daba comida o ayuda a un fugitivo. ¿Por qué iban a hacerlo? Roma era un Estado cimentado en la guerra y la esclavitud. Sus ciudadanos no tenían motivos para ayudar a quienes huían del cautiverio. La brutalidad de los castigos, las miserables condiciones de vida y la mala alimentación no les preocupaban lo más mínimo. Por supuesto, no se trataba tan mal a todos los esclavos; pero seguían siendo el motor de la República, la mano de obra que construía sus majestuosos edificios, trabajaba duro en los talleres y cultivaba los alimentos. Roma necesitaba a sus esclavos. Los demás esclavos poco podían hacer, pensó Fabiola con amargura. Ayudar a un fugitivo se castigaba con la muerte. Y ¿quién quería morir crucificado?
El drama estaba a punto de alcanzar su punto álgido. El joven, que se había acercado a ellos tambaleándose y estaba a unos cincuenta pasos de distancia, cayó de rodillas en la tierra húmeda. Alzó los brazos a modo de súplica silenciosa y Fabiola no pudo evitar cerrar los ojos. Interponerse entre un fugitivo y los hombres enviados legalmente a apresarlo no sería buena idea. No podía hacer nada sin arriesgarse a que el amo del esclavo interpusiera una demanda contra ella.
Entonces la partida lo alcanzó.
El ambiente se llenó de chillidos cuando los perros amaestrados empezaron a atacar salvajemente al fugitivo como si fuera un muñeco de trapo. Fabiola observaba la escena horrorizada. Dio gracias a los dioses al cabo de unos instantes, cuando el jefe de la cacería los ahuyentó. Poco a poco fue llegando el resto de los
fugitivarii
, más de una docena de tipos de aspecto duro ataviados con colores apagados y armados con arcos, lanzas y espadas. Bajo las capas de lana se entreveía el brillo mate de la cota de malla. Lo rodearon y se rieron de las profundas mordeduras que el esclavo tenía en brazos y piernas. Aquello formaba parte de la diversión.