Así pues, Romulus y Brennus cocinaban juntos todos los días y se quedaban en el exterior de las letrinas con la espada preparada cuando los demás entraban. Hacían el turno de centinela a la vez y se turnaban para dormir. Era agotador y desmoralizador.
—Esto es peor que el
ludus
—masculló Brennus la segunda noche—. ¿Te acuerdas?
Romulus asintió con amargura:
—Allí por lo menos podíamos echar el cerrojo de la puerta de mi celda.
—Y Figulus y Gallus tenían pocos amigos —añadió Romulus.
—¡No miles! —El galo soltó una risa breve y sarcástica.
Y así continuaron. Por más que Romulus le rezaba a Mitra con desesperación, su situación no cambiaba. Los días se convirtieron en una semana, y la pareja estaba demacrada e irritable. En cierta ocasión, Novius y sus amigos intentaron sorprenderlos en un callejón fuera de los barracones, pero el rápido lanzamiento del puñal por parte de Romulus frenó el ataque de golpe. Ahora Caius llevaba el muslo izquierdo totalmente vendado y el acoso implacable de los veteranos se había suavizado ligeramente. Pero el respiro sólo sería temporal. No podrían mantener siempre la guardia alta.
Cuando una gélida mañana Vahram ordenó a dos centurias, la suya y otra, que fueran a patrullar, se sintieron aliviados. Placía varios días que no recibían noticias de uno de los enclaves de la legión situado al este del campamento principal. Los siete fuertes, cada uno de ellos con una guarnición de media centuria y un puñado de guerreros partos a caballo, se habían construido en puntos estratégicos con vistas a distintas rutas de entrada a Margiana desde el norte y el este. Altas montañas protegían el sur y el sureste. Normalmente se recibían pocas noticias de los pequeños fuertes, pero seguían enviando jinetes dos veces a la semana. Independientemente de sus carencias, Pacorus y Vahram se mantenían bien informados sobre todo lo que acontecía en la zona. El ataque sufrido en el Mitreo había reforzado esa necesidad con un baño de sangre.
Los compañeros de Romulus y Brennus no estaban tan contentos mientras se preparaban para la ronda. El aire cargado se llenó de maldiciones altisonantes mientras extraían los yugos de los almacenes diminutos situados tras el espacio para dormir de cada
contubernium
. Aunque su destino no estaba a más de treinta y cinco kilómetros, los soldados romanos siempre viajaban preparados. Además, Vahram había ordenado que llevaran rancho para cuatro días. Yugos, piezas de madera ahorquilladas, tenían de todo: desde pucheros para cocinar y pertrechos de recambio hasta mantas para dormir. Junto con la armadura y el pesado
scutum
, eso hacía que el peso que transportaba cada hombre superara los treinta kilos.
—¡Esto es una solemne tontería! —se quejó Gordianus, levantando la camisa de malla de otro legionario por encima de su cabeza para que pudiera ponérsela—. Una pérdida de tiempo.
—Nos encontraremos al mensajero a medio camino —dijo el hombre al que estaba ayudando—. Y veremos cómo el tío se mea de la risa cuando nos vea volver.
Se oyeron murmullos vehementes de acuerdo. ¿A quién le apetecía abandonar la seguridad y calidez del fuerte sin motivo aparente? Tal vez la culpa la tuvieran dos caballos cojos.
—No sé —dijo una voz conocida—. Yendo de patrulla pueden pasar muchas cosas.
Romulus alzó la vista y se topó con Novius en el umbral de la puerta. Detrás de él estaban sus otros dos torturadores principales, Caius y Optatus.
Entonces, el joven soldado se llevó la mano al
gladius
; Brennus hizo otro tanto.
—¡Relajaos! —Novius sonrió con maldad—. Ya habrá tiempo para eso más adelante.
Romulus estaba harto. Alzando la espada, se enderezó y se acercó al pequeño legionario.
—¡Te destriparé ahora mismo! —juró.
Novius se echó a reír y se marchó, seguido de sus compinches.
—¡Por todos los dioses! —exclamó Romulus con aire cansado—. No aguantaré esto mucho tiempo.
Los ojos enmarcados en rojo de Brennus le transmitían la misma sensación.
Al principio, pocos hablaron a la mañana siguiente. Hacía frío y el tiempo era desagradable, y marchar cargados con el equipamiento completo no resultaba fácil. Si bien los hombres estaban preparados para tal cometido, había que coger el ritmo. Como era de esperar, Gordianus empezó a cantar. Al reconocer la melodía, los demás sonrieron: era una tonadilla conocida que trataba sobre un legionario sediento de sexo y todas las prostitutas de un gran burdel. Las estrofas eran interminables y había un estribillo picante que vociferar al final de cada una. Los soldados estaban encantados de participar; así pasaban el rato, que solía resultar pesado en tales patrullas.
En condiciones normales, Romulus disfrutaba cantando el estribillo, con sus innumerables posturas sexuales e insinuaciones. Aquel día, sin embargo, se imaginaba sombríamente qué podría ocurrir durante la patrulla. Si se les presentara algún contratiempo, Novius podría aprovechar la oportunidad para atacar. En pleno fragor de la batalla, resultaba demasiado fácil apuñalar a un hombre por la espalda sin ser visto.
El codazo que Brennus le dio lo puso incluso de peor humor. Habían llegado a una encrucijada situada a menos de ocho kilómetros del fuerte; el galo señalaba un crucifijo situado en un pequeño montículo lateral. Pacoras había ordenado que lo colocaran allí a la vista de todo el que pasara. Como las cruces que había de puertas afuera, ésta tenía dos objetivos: matar lentamente a hombres condenados y hacer una gráfica advertencia de los castigos que empleaban los partos.
Los crucifijos pocas veces estaban vacíos. Dormirse estando de guardia, desobedecer una orden o enfadar a Pacoras, todas ellas eran razones habituales para que un legionario muriera en la sencilla estructura de madera. A veces, incluso los guerreros partos que provocaban su ira eran ejecutados de ese modo.
La voz de Gordianus se apagó sin terminar la canción.
Romulus cerró los ojos e intentó no imaginárselos a él y a Brennus acabando así sus días. Teniendo en cuenta que la vida de Pacoras pendía de un hilo, seguía siendo una posibilidad, si es que Novius y sus hombres no les tomaban la delantera.
Pese a lo temprano que era, las aves carroñeras se arremolinaban alrededor del crucifijo: en el suelo, en la barra horizontal e incluso en los hombros sin vida de su presa. Los buitres calvos se daban picotazos entre sí enfadados mientras los cuervos aprovechaban la menor oportunidad para llevarse lo que pudieran. En lo alto se veían las enormes alas desplegadas de las águilas, que se deslizaban con serenidad ante la perspectiva de una buena comida.
Para entonces, todas las miradas estaban puestas en el cadáver congelado que colgaba hacia delante, con la cabeza caída. El muerto tenía los brazos atados con unas cuerdas gruesas y los pies perforados por largos clavos de hierro. Todos lo conocían: era un joven legionario de la cohorte de Ishkan al que habían pillado robando pan de los hornos hacía dos días. Lo habían arrastrado hasta el
intervallum
ante toda la legión y primero lo habían azotado con mayales hasta que tuvo la túnica hecha jirones y la espalda hecha un amasijo de carne sanguinolenta. Luego, con un taparrabos como única prenda, el desgraciado fue obligado a llevar la cruz desde el fuerte hasta la encrucijada solitaria. Diez hombres de cada cohorte lo habían acompañado como testigos. Para cuando llegaron al desolado lugar, tenía los pies descalzos desgarrados y amoratados de frío. Esto no bastó para mitigar el dolor que producía ser atravesado con clavos afilados.
Romulus recordaba con claridad los gritos débiles y descarnados del hombre.
La expresión del resto de legionarios que los rodeaban estaba preñada de velado resentimiento; excepto Novius y sus amigos, que se reían ahuecando las manos delante de la boca.
Darius, el valeroso centurión jefe, notó las malas vibraciones e instó a sus hombres a marchar más rápido. No hizo falta que los alentara mucho. A medida que los soldados iban pasando por delante, los buitres más cercanos alzaban el cuerpo hinchado al aire batiendo las alas de forma perezosa. Otros que estaban un poco más lejos se apartaron con andares de pato. En pleno invierno resultaba difícil encontrar comida y los pájaros se resistían a dejar aquel festín tan accesible. No habría tregua hasta que quedara un esqueleto en la cruz.
Romulus era incapaz de apartar la mirada del cadáver congelado. La única parte que permanecía inmaculada era la entrepierna, cubierta con un taparrabos. Las cuencas de los ojos vacías contemplaban la nada; los picotazos le cubrían las mejillas, el pecho y los brazos. Tenía la boca abierta en un último y silencioso rictus de dolor y terror. Los pedazos de carne sin comer medio caídos le colgaban de los muslos, donde estaban los mayores músculos. Incluso le habían mordido los pies, probablemente algún ingenioso chacal que se hubiera incorporado sobre las patas traseras. ¿Estaría vivo el hombre cuando habían llegado los primeros buitres? ¿Habría notado la sensación de la rotura de huesos cuando aquellas mandíbulas poderosas se cerraron sobre los dedos de sus pies congelados?
Era un espectáculo repugnante, pero absorbente.
Romulus parpadeó.
Había algo más bajo tanto horror.
Durante las últimas semanas, había tenido tiempo de observar las corrientes de aire y las formaciones de nubes por encima del fuerte. Romulus se había vuelto meticuloso y se fijaba en todos los pájaros y animales, observaba como caía la nieve y como se formaba el hielo en el río que discurría junto al fuerte. Como había visto a Tarquinius, sabía que literalmente todo podía ser importante, todo podía proporcionar algo de información. El hecho de que muy pocas cosas parecieran tener sentido le causaba una profunda frustración. No obstante, siguiendo las instrucciones del arúspice, predecir el tiempo por fin le resultaba bastante sencillo. Por supuesto que aquello era interesante, pero Romulus quería saber mucho más aparte de cuándo se desataría la próxima tormenta. Le molestaba no haber visto nada sobre Tarquinius, Pacorus o Novius y los demás veteranos. Nada útil.
Ahora quizá tuviera una oportunidad.
Romulus volvió a centrarse en el cadáver.
Una única imagen sorprendente de Roma destelló ante sus ojos. De repente notó un vínculo real con Italia, como si el salvajismo de la crucifixión hubiera sido una forma de sacrificio. ¿Era aquello lo que le ocurría al arúspice cuando mataba gallinas o cabras? Por primera vez, Romulus alcanzó la plena conciencia.
Vio los lugares más emblemáticos del Foro Romano: el Senado, las
basilicae
, los templos característicos y las estatuas de los dioses. Las actividades allí habituales solían ser el comercio, el préstamo de dinero y el anuncio del fallo de los tribunales. Aquel día no. Romulus frunció el ceño porque apenas creía lo que estaba viendo. En el corazón de la ciudad había unos disturbios tremendos. Delante del Senado mismo, los soldados se descuartizaban y acuchillaban los unos a los otros. Entre ellos, civiles inocentes morían a puñados. Por todas partes yacían cuerpos ensangrentados y mutilados. Curiosamente, algunos combatientes incluso parecían gladiadores. Conmocionado, Romulus no era capaz de asimilar aquello. ¿Cómo podía ser que la capital del Estado más poderoso del mundo estuviera sumida en tamaño caos? ¿Acaso la mente le estaba jugando una mala pasada? ¿Se estaría volviendo loco? La necesidad de regresar a casa nunca había sido tan fuerte ni le había parecido menos probable.
Un brazo poderoso le dio una palmada en la espalda e hizo volver a Romulus en sí.
—Ya no podemos ayudar a ese pobre diablo —dijo Brennus, mirando entristecido el cadáver helado—. Olvídate de él.
Romulus abrió la boca sorprendido, pero entonces cayó en la cuenta. El galo no tenía ni idea de lo que él había visto. Estaba a punto de contárselo a Brennus cuando algo lo hizo mirar por encima del hombro.
Novius esperaba su oportunidad y enseguida alzó a medias ambos brazos, imitando al hombre crucificado.
Entristecido, Romulus apartó la mirada mientras la risa burlona del pequeño legionario le resonaba en los oídos. El mundo se estaba volviendo loco.
Roma, invierno de 53-52 a. C.
Fabiola se esforzó por no perder el equilibrio mientras la muchedumbre la empujaba hacia delante; la fuerza con que Tullius la agarraba del brazo era lo que la mantenía derecha. Los otros guardaespaldas también habían sido engullidos por la masa de gente que se movía rápido. De vez en cuando, Fabiola alcanzaba a ver sus rostros confundidos, aunque básicamente se concentraba en lo que decían los miembros de la banda. Tal vez la emboscada de la taberna los hubiera pillado a todos por sorpresa. Se sospechaba que había habido traiciones de por medio y amenazas serias contra cualquiera que estuviera implicado. Los matones no descansarían hasta que la muerte de Clodio fuera vengada a conciencia.
Fabiola advertía algo más que el deseo de tomar represalias en las palabras airadas que llenaban el ambiente. Los hombres que blandían armas a su alrededor eran todos plebeyos. Pobres, incultos, desnutridos. Vivían en apartamentos abarrotados, infestados de ratas y estaban condenados a llevar una vida corta y miserable con prácticamente ninguna posibilidad de mejora. En muchos sentidos, su vida difería muy poco de la de los esclavos. No obstante, eran ciudadanos romanos. La ley de la calle les ofrecía algo más. Poder. Respeto de quienes normalmente los despreciaban. Dinero de la gente a la que robaban. Sin duda se arriesgaban a morir, pero valía la pena para obtener aquello que, de otro modo, jamás les pertenecería. Por consiguiente, no era de extrañar que tanto Clodio como Milo tuvieran tantísimos seguidores. Pero Fabiola consideraba que los métodos del populacho carecían de visión de futuro. Si reinaba la anarquía, no habría
congiaria
, el reparto gratuito de grano y dinero que permitía subsistir a las familias más pobres. Acabarían muriéndose de hambre.
La ira latente de la multitud tampoco resultaba agradable. A Fabiola le bastaba con mirar a los cautivos inocentes y aterrorizados para darse cuenta de que aquella violencia incontrolada afectaba a los inocentes tanto como a los culpables. Independientemente de las atrocidades perpetradas por la República, ésta seguía siendo una institución que ofrecía un marco para una sociedad más pacífica que la anterior. El Estado ya no mataba sin control a personas inocentes por el contenido de sus monederos. No obstante, eso volvería a ser lo normal si hordas como aquélla tomaban las riendas.