—¿Dolerme? No mucho —respondió Mr. Kernan—. ¡Pero es tan nauseabundo! Me siento con ganas de vomitar.
—Eso es el trago —dijo Mr. Cunningham con firmeza.
—No —dijo Mr. Kernan—. Parece que cogí catarro en el coche. Algo me viene a la garganta, flema o…
—Mucosidad —dijo Mr. M'Coy.
—Me entra como por debajo de la garganta. Una cosa asqueante.
—Sí, sí —dijo Mr. M'Coy—, del tórax.
Miró al mismo tiempo a Mr. Cunningham y a Mr. Power con aire desafiante. Mr. Cunningham asintió rápidamente, y Mr. Power dijo:
—Ah, bueno, bien está lo que bien acaba.
—Te estoy muy agradecido, mi viejo —dijo el inválido. Mr. Power movió la mano.
—Esos otros dos tipos con quien estaba…
—¿Con quién estabas? —preguntó Mr. Cunningham.
—Este muchacho. No me acuerdo de su nombre. ¡Maldita sea! ¿Cómo se llama? Un tipo él con el pelo rufo…
—¿Y con quién más?
—Con Harford.
—Humm —dijo Mr. Cunningham.
Cuando Mr. Cunningham soltó aquella exclamación todo el mundo se calló. Era sabido: el que hablaba tenía acceso a fuentes de información secretas. En este caso el monosílabo conllevaba una intención moralizante. A veces, Mr. Harford formaba parte de una pequeña brigada que salía de la ciudad los domingos por la tarde con el propósito de llegar, lo antes posible, a algún pub de las afueras, donde sus miembros se calificaban a sí mismos de genuinos viajantes. Pero sus compañeros de travesías nunca pasaron por alto sus orígenes. Se había iniciado en los negocios como un oscuro banquero que prestaba pequeñas sumas a obreros y las cobraba con usura. Más tarde se asoció a un caballero muy gordo y bajo, Mr. Goldberg, en el Banco de Préstamos Liffey. Aunque no se había convertido a otra cosa que al código ético-judío, sus amigos católicos, siempre que les ajustaba las cuentas, personalmente o por persona interpuesta, se referían a él amargamente como a un judío irlandés y analfabeto, y veían al hijo bobo que tenía como una manifestación de la censura divina a la usura. En otras ocasiones no dejaban de recordar sus buenas cualidades.
—Quisiera saber dónde se metió ese —dijo Mr. Kernan.
Quería que los detalles del incidente quedaran sin precisar para hacer creer a sus amigos que se produjo una confusión, que Mr. Harford y él no se habían llegado a ver ese día. Sus amigos, que conocían perfectamente las costumbres de Mr. Harford, se quedaron callados. Mr. Power dijo de nuevo:
—Bien está lo que bien acaba.
Mr. Kernan cambió la conversación al punto.
—Qué muchacho más decente ese estudiante de medicina —dijo—. Si no hubiera sido por él.
—Sí, si no hubiera sido por él —dijo Mr. Power— te habrías agravado en un caso de siete días sin multa.
—Sí, sí —dijo Mr. Kernan, haciendo memoria—. Recuerdo ahora que apareció un policía. Un tipo decente, al parecer. ¿Qué fue lo que pasó?
—Lo que pasó es que estabas temulento, Tom —dijo Mr. Cunningham, grave.
—Verdad como un templo —dijo Mr. Kernan, igualmente grave.
—Supongo que tuviste que lidiar con el guardia, Jack —dijo Mr. M'Coy.
Mr. Power no apreció aquel uso de su nombre de pila. No era rígido, pero no podía olvidar que Mr. M'Coy hacía poco que había emprendido una cruzada en busca de valijas y vademécunes por todo el país para permitirle a Mrs. M'Coy cumplir compromisos imaginarios por el interior. Más que el hecho de que lo hubieran engañado, lo ofendía que jugaran tan sucio. Respondió la pregunta, pues, como si Mr. Kernan fuera quien la hizo.
El cuento indignó a Mr. Kernan. Estaba vivamente consciente de sus deberes ciudadanos, deseaba vivir en términos de mutuo respeto con su ciudad natal y lo ofendía cualquier agravio impuesto por los que él llamaba viandas del campo.
—¿Para eso pagamos impuestos? —preguntó—. Para dar ropa y comida a estos patanes ignorantes, que eso es lo que son.
Mr. Cunningham se rió. Era un empleado a sueldo de la Corona solamente en horas de oficina.
—¿Cómo van a ser otra cosa, Tom? —dijo.
Imitó un pesado acento de provincia y dijo con autoridad:
—¡65, coge tu col!
Rieron todos. Mr. M'Coy, que quería colarse en la conversación por cualquier hueco, fingió no haber oído nunca el cuento. Mr. Cunningham le contó:
—Se supone que ocurre, según dicen, tú sabes, en esas barracas donde entrenan a estos enormes aldeanos, verdaderos
omadhauns
, tú sabes: energúmenos. El sargento los obliga a pararse en fila de espaldas a la pared.
Ilustraba el cuento con gestos grotescos.
—Es la hora del rancho, tú sabes. Entonces, el sargento este, que tiene una enorme paila con coles delante de él en la mesa, con un enorme cucharón que parece una pala, saca un montón de coles con él y lo lanza al otro extremo del cuarto para que estos pobres diablos tengan que cogerla con el plato: «coge tu col, 65».
De nuevo rieron todos, pero Mr. Kernan estaba todavía bastante indignado. Dijo que iba a escribir una carta a los periódicos.
—Estas bestias que vienen del campo dijo— creyendo que pueden mangonear a la gente. No tengo que decirte, Martin, la clase de gente que es.
Mr. Cunningham dio su aprobación calibrada.
—Es como todo en la vida dijo—. Los hay buenos y los hay malos.
—Ah, sí, claro, también los hay buenos, te lo admito —dijo Mr. Kernan, satisfecho.
—Es mejor no tener que ver con ellos —dijo Mr. M'Coy—. ¡Esa es mi opinión!
Mrs. Kernan entró al cuarto y, colocando una bandeja en la mesa, dijo:
—Sírvanse, señores.
Mr. Power se puso de pie, oficioso, ofreciéndole su silla. Ella la rechazó diciendo que estaba planchando abajo y, después de haber cambiado unas señas con Mr. Cunningham por detrás de Mr. Power, se dispuso a salir. Su marido la llamó:
—¿Y no hay nada para mí, mi pichoncito?
—¡Ah, para ti! ¡Una galleta es lo que hay! —dijo Mrs. Kernan, mordaz.
Al irse, su marido le gritó:
—¡Nada para tu pobre maridito!
Su voz y su cara eran tan cómicas que la distribución de las botellas de
stout
tuvo lugar en medio de una alegría general. Los caballeros bebieron y pusieron los vasos en la mesa, haciendo una pausa. Luego, Mr. Cunningham se volvió hacia Mr. Power y dijo como quien no quiere la cosa:
—Jack, dijiste el jueves por la noche, ¿no?
—El jueves, sí —dijo Mr. Power.
—¡Muy bien! —dijo, dispuesto, Mr. Cunningham. —Podemos vernos en M'Auley's —dijo Mr. M'Coy—. Me parece lo más conveniente.
—Pero no debemos llegar tarde —dijo Mr. Power en serio—, porque es seguro que estará abarrotado.
—Podemos encontrarnos a las siete y media —dijo Mister M'Coy.
—¡Convenido! dijo Mr. Cunningham.
—¡Entonces, en M'Auley's a la siete y media!
Siguió un breve silencio. Mr. Kernan esperó a ver si sus amigos lo hacían partícipe. Luego, preguntó:
—¿Qué se barrunta?
—Oh, nada —dijo Mr. Cunningham—. No es más que un asuntico que tenemos el jueves.
—La ópera, ¿no? —dijo Mr. Kernan.
—No, no —dijo Mr. Cunningham, evasivo—. Es un asuntico… espiritual.
—Ah —dijo Mr. Kernan.
Hubo un silencio de nuevo. Luego, Mr. Power dijo, a quemarropa:
—Para decirte la verdad, Tom, vamos a hacer retiro.
—Sí, así es —dijo Mr. Cunningham—, Jack y yo y acá M'Coy vamos todos a damos un baño de blancura.
Soltó la metáfora con una cierta energía rústica y, alentado por el sonido de su voz, prosiguió:
—Ves tú, más vale que admitamos que somos una buena colección de canallas, todos y cada uno de nosotros. Dije todos y cada uno —añadió con áspera liberalidad, volviéndose a Mr. Power—. ¡Hay que admitirlo!
—Yo lo admito—dijo Mr. Power.
—Y yo también —dijo Mr. M'Coy.
—Así que vamos a damos un baño de blancura juntos —dijo Mr. Cunningham.
Una idea pareció pasarle por la cabeza. Se volvió de pronto al inválido y le dijo:
—¿Sabes lo que se me acaba de ocurrir, Tom? Debías venir con nosotros y formar un cuarteto.
—Buena idea —dijo Mr. Power—. Los cuatro juntos.
Mr. Keman permaneció callado. La proposición no tenía mucho significado en su mente, pero, entendiendo que algunas agencias espirituales intervendrían en nombre suyo, pensó que era una cuestión de dignidad mostrarse indoblegable. No tomó parte en la conversación en largo rato, sino que se limitó a escuchar, con un aire de calmada enemistad, mientras sus amigos discutían sobre la Compañía de Jesús.
—No tengo tan mala opinión de los jesuitas —dijo él, interviniendo al cabo—. Es una orden ilustrada. También creo que tienen buenas intenciones.
—Es la orden más grandiosa de la Iglesia, Tom —dijo Mr. Cunningham, con entusiasmo—. El General de los jesuitas viene inmediatamente después del Papa.
—No hay que engañarse dijo Mr. M'Coy—, si uno quiere que una cosa salga bien y sin pega, hay que ir a ver a un jesuita. ¡Esos tipos tienen una palanca! Voy a contarles algo al respecto…
—Los jesuitas son una congregación de primera —dijo Mr. Power.
—Qué cosa curiosa —dijo Mr. Cunningham—, la Compañía de Jesús. Todas las demás órdenes religiosas han tenido que ser reformadas tarde o temprano, pero la Orden de los Jesuitas nunca ha sido reformada, porque nunca se ha deformado.
—¿De veras? —preguntó Mr. M'Coy.
—Es un hecho —dijo Mr. Cunningham—. Es un hecho histórico.
—Miren, además, a su iglesia —dijo Mr. Power—. Miren la congregación que tienen.
—Los jesuitas son los sacerdotes de la alta sociedad —dijo Mr. M'Coy.
—Por supuesto dijo Mr. Power.
—Sí —dijo Mr. Kernan—. Es por eso que me atraen. Son sólo esos curas ignorantes y engreídos que me…
—Todos son buenos hombres —dijo Mr. Cunningham—. Cada uno en lo suyo. El sacerdocio irlandés es respetado en todo el orbe.
—Eso sí —dijo Mr. Power.
—No como gran parte del clero del continente —dijo Mr. M'Coy—, que no merece ni el nombre que tiene.
—Tal vez tengan ustedes razón —dijo Mr. Kernan, ablandándose.
—Claro que tengo razón —dijo Mr. Cunningham—. No he estado en este mundo todo este tiempo y visto tantas cosas en esta vida como para no saber juzgar los caracteres.
Los caballeros bebieron de nuevo, siguiendo cada uno el ejemplo del otro. Mr. Kernan parecía sopesar algo en su ánimo. Estaba impresionado. Tenía una altísima opinión de Mr. Cunningham como juez de caracteres y fisonomista. Pidió pormenores.
—Oh, no es más que un retiro, tú sabes —dijo Mr. Cunningham—. Lo patrocina el padre Purdon. Para hombres de negocios, tú sabes.
—No va a usar mano dura con nosotros, Tom —dijo Mr. Power, persuasivo.
—¿El padre Purdon? ¿El padre Purdon? —dijo el inválido.
—Pero tú debes de conocerlo, Tom —dijo Mr. Cunningham, animoso—. ¡Un gran tipo! Es un hombre de mundo, como nosotros.
—Ah… sí. Creo que lo conozco. De cara un poco colorada; alto él.
—Ese mismo.
—Y dime, Martin… ¿es buen predicador?
—Jumnó… No se trata de un sermón exactamente, tú sabes. Es más bien una charla amistosa, tú sabes, una charla sensata.
Mr. Kernan deliberaba consigo mismo. Mr. M'Coy dijo:
—El padre Tom Burke, ¡ése sí era tremendo tipo!
—Ah, el padre Tom Burke —dijo Mr. Cunningham—, era un orador nato. ¿Lo oíste alguna vez, Tom?
—¿Que si lo oí? —dijo el inválido, picado—. ¡Quesiqué! Lo oí…
—Y, sin embargo, dicen que como teólogo no valía gran cosa —dijo Mr. Cunningham.
—¿De veras? —dijo Mr. M'Coy.
—Oh, claro, no hay nada malo en eso, tú sabes. Sólo que a veces dicen que sus sermones no eran muy ortodoxos que digamos…
—¡Ah!… Ese sí era un hombre espléndido —dijo Mister M'Coy.
—Lo oí una vez —prosiguió Mr. Kernan—. Ahora se me ha olvidado el tema de su discurso. Crofton y yo estábamos en el fondo del… tú sabes, del patio de…
—La nave —dijo Mr. Cunningham.
—Sí, al fondo, cerca de la puerta. Me olvidé sobre qué era… Ah, sí, sobre el Papa, el difunto Papa. Ahora me acuerdo. Palabra que era estupendo su estilo oratorio. ¡Y qué voz! ¡Dios! ¡Vaya voz que tenía! Lo llamó Prisionero del Vaticano. Recuerdo que Crofton me decía a la salida…
—Pero Crofton es un «orangista», ¿no es así? —dijo Mister Power.
—Claro que sí —dijo Mr. Kernan—, y un orangista muy decente que es. Fuimos a Butler's en Moore Street —palabra, yo estaba de lo más conmovido, en verdad de Dios— y recuerdo muy bien sus palabras. «Kernan, —me dijo—, profesamos diferentes religiones, —me dijo—, pero nuestra creencia es la misma». Me parece que está pero muy bien dicho.
—Hay mucho de cierto en eso —dijo Mr. Power—. Había siempre una muchedumbre protestante en la capilla cuando el padre Tom predicaba.
—No hay mucha diferencia entre nosotros —dijo Mister M'Coy—. Creemos todos en…
Dudó un momento.
—…en el Redentor. Lo único que ellos no creen en el papa ni en la Virgen María.
—Pero, naturalmente —dijo Mr. Cunningham, queda y eficazmente—, nuestra religión es
la
religión: la verdadera fe de nuestros antepasados.
—Sin duda alguna —dijo Mr. Kernan con calor.
Mrs. Kernan apareció en la puerta del cuarto y anunció:
—¡Tienes visita!
—¿Quién es?
—Mr. Fogarty.
—¡Ah, que pase! ¡Que pase!
Una cara pálida y ovalada se adelantó hasta la luz. El arco de su bigote rubio y gacho se repetía en las cejas rubias, arqueadas sobre unos ojos gratamente sorprendidos. Mr. Fogarty era un modesto tendero. Había fracasado en un negocio de bebidas alcohólicas en el centro, porque sus condiciones financieras lo habían reducido a amarrarse a destileros y cerveceros de segunda. Había abierto luego una tiendecita en Glasnevin Road, donde se hacía ilusiones de que sus modales les caerían bien a las amas de casa del barrio. Tenía cierta gracia de porte, era obsequioso con los niños y hablaba con inmaculada enunciación. No dejaba de tener su cultura.
Mr. Fogarty trajo con él, como regalo, una botella de whisky especial. Preguntó cortésmente por el estado de Mr. Kernan, colocó su regalo en la mesa y se sentó entre los demás de igual a igual. Mr. Kernan apreció el regalo por partida doble, ya que tenía muy presente que había entre Mr. Fogarty y él una cuenta por arreglar. Le dijo:
—Viejo, nunca dudé de ti. Abrela, Jack, ¿quieres?