Dublineses (23 page)

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Authors: James Joyce

Tags: #Relato

BOOK: Dublineses
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Su mujer juntó las manos, excitada, y dio un saltico:

—¡Oh, vamos, Gabriel! —gritó—. Me encantaría volver a Galway de nuevo.

—Ve tú si quieres —dijo Gabriel fríamente.

Ella lo miró un instante, se volvió luego a Mrs. Malins y dijo:

—Eso es lo que se llama un hombre agradable, Mrs. Malins.

Mientras ella se escurría a través del salón, Mrs. Malins, como si no la hubieran interrumpido, siguió contándole a Gabriel sobre los lindos lares de Escocia y sus escenarios naturales, preciosos. Su yerno las llevaba cada año a los lagos y salían de pesquería. Un día cogió él un pescado, lindísimo, así de grande, y el hombre del hotel se lo guisó para la cena.

Gabriel ni oía lo que ella decía. Ahora que se acercaba la hora de la comida empezó a pensar de nuevo en su discurso y en las citas. Cuando vio que Freddy Malins atravesaba el salón para venir a ver a su madre, Gabriel le dio su silla y se retiró al poyo de la ventana. El salón estaba ya vacío y del cuarto del fondo llegaba un rumor de platos y cubiertos. Los pocos que quedaban en la sala parecían hartos de bailar y conversaban quedamente en grupitos. Los cálidos dedos temblorosos de Gabriel repicaron sobre el frío cristal de la ventana. ¡Qué fresco debía hacer fuera! ¡Lo agradable que sería salir a caminar solo por la orilla del río y después atravesar el parque! La nieve se veía amontonada sobre las ramas de los árboles y poniendo un gorro refulgente al monumento a Wellington. ¡Cuánto más grato sería estar allá fuera que cenando!

Repasó los temas de su discurso: la hospitalidad irlandesa, tristes recuerdos, las Tres Gracias, Paris, la cita de Browning. Se repitió una frase que escribió en su crítica: Uno siente que escucha una música acuciada por las ideas. Miss Ivors había elogiado la crítica. ¿Sería sincera? ¿Tendría su vida propia oculta tras tanta propaganda? No había habido nunca animosidad entre ellos antes de esta ocasión. Lo enervaba pensar que ella estaría sentada a la mesa, mirándolo mientras él hablaba, con sus críticos ojos interrogantes. Tal vez no le desagradaría verlo fracasar en su discurso. Le dio valor la idea que le vino a la mente. Diría, aludiendo a tía Kate y a tía Julia: «Damas y caballeros, la generación que ahora se halla en retirada entre nosotros habrá tenido sus faltas, pero por mi parte yo creo que tuvo ciertas cualidades de hospitalidad, de humor, de humanidad, de las que la nueva generación, tan seria y supereducada, que crece ahora en nuestro seno, me parece carecer». Muy bien dicho: que aprenda Miss Ivors. ¿Qué le importaba si sus tías no eran más que dos viejas ignorantes?

Un rumor en la sala atrajo su atención. Mr. Browne venía desde la puerta llevando galante del brazo a la tía Julia, que sonreía cabizbaja. Una salva irregular de aplausos la escoltó hasta el piano y luego, cuando Mary Jane se sentó en la banqueta, y la tía Julia, dejando de sonreír, dio media vuelta para mejor proyectar su voz hacia el salón, cesaron gradualmente. Gabriel reconoció el preludio. Era una vieja canción del repertorio de tía Julia,
Ataviada para el casorio
. Su voz, clara y sonora, atacó los gorgoritos que adornaban la tonada y aunque cantó muy rápido no se comió ni una floritura. Oír la voz sin mirar la cara de la cantante era sentir y compartir la excitación de un vuelo rápido y seguro. Gabriel aplaudió ruidosamente junto con los demás cuando la canción acabó y atronadores aplausos llegaron de la mesa invisible. Sonaban tan genuinos, que algo de rubor se esforzaba por salirle a la cara a tía Julia, cuando se agachaba para poner sobre el atril el viejo cancionero encuadernado en cuero con sus iniciales en la portada. Freddy Malins, que había ladeado la cabeza para oírla mejor, aplaudía todavía cuando todo el mundo había dejado ya de hacerlo y hablaba animado con su madre que asentía grave y lenta en aquiescencia. Al fin, no pudiendo aplaudir más, se levantó de pronto y atravesó el salón a la carrera para llegar hasta tía Julia y tomar su mano entre las suyas, sacudiéndola cuando le faltaron las palabras o cuando el freno de su voz se hizo insoportable.

—Le estaba diciendo yo a mi madre —dijo— que nunca la había oído cantar tan bien, ¡nunca! No, nunca sonó tan bien su voz como esta noche. ¡Vaya! ¿A que no lo cree? Pero es la verdad. Palabra de honor que es la pura verdad. Nunca sonó su voz tan fresca y tan…, tan clara y tan fresca, ¡nunca!

La tía Julia sonrió ampliamente y murmuró algo sobre aquel cumplido mientras sacaba la mano del aprieto. Mr. Browne extendió una mano abierta hacia ella y dijo a los que estaban a su alrededor, como un animador que presenta un portento a la amable concurrencia:

—¡Miss Julia Morkan, mi último descubrimiento!

Se reía con ganas de su chiste cuando Freddy Malins se volvió a él para decirle:

—Bueno, Browne, si hablas en serio podrías haber hecho otro descubrimiento peor. Todo lo que puedo decir es que nunca la había oído cantar tan bien ninguna de las veces que he estado antes aquí. Y es la pura verdad.

—Ni yo tampoco —dijo Mr. Browne—. Creo que de voz ha mejorado mucho.

Tía Julia se encogió de hombros y dijo con tímido orgullo:

—Hace treinta años, mi voz, como tal, no era mala.

—Le he dicho a Julia muchas veces —dijo tía Kate enfática— que está malgastando su talento en ese coro. Pero nunca me quiere oír.

Se volvió como si quisiera apelar al buen sentido de los demás frente a un niño incorregible, mientras tía Julia, una vaga sonrisa reminiscente esbozándose en sus labios, miraba alelada al frente.

—Pero no —siguió tía Kate—, no deja que nadie la convenza ni la dirija, cantando como una esclava de ese coro noche y día, día y noche. ¡Desde las seis de la mañana el día de Navidad! ¿Y todo para qué?

—Bueno, ¿no sería por la honra del Señor, tía Kate? —preguntó Mary Jane, girando en la banqueta, sonriendo.

La tía Kate se volvió a su sobrina como una fiera y le dijo:

—¡Yo me sé muy bien qué cosa es la honra del Señor, Mary Jane! Pero no creo que sea muy honrado de parte del Papa sacar de un coro a una mujer que se ha esclavizado en él toda su vida para pasarle por encima a chiquillos malcriados. Supongo que el Papa lo hará por la honra del Señor, pero no es justo, Mary Jane, y no está nada bien.

Se había fermentado apasionadamente y hubiera continuado defendiendo a su hermana porque le dolía, pero Mary Jane, viendo que los bailadores regresaban ya al salón, intervino apaciguante:

—Vamos, tía Kate, que está usted escandalizando a Mister Browne, que tiene otras creencias.

Tía Kate se volvió a Mr. Browne, que sonreía ante esta alusión a su religión, y dijo apresurada:

—Oh, pero yo no pongo en duda que el Papa tenga razón. No soy más que una vieja estúpida y no presumo de otra cosa. Pero hay eso que se llama gratitud y cortesía cotidiana en la vida. Y si yo fuera Julia iba y se lo decía al padre Healy en su misma cara…

—Y, además, tía Kate —dijo Mary Jane—, que estamos todos con mucha hambre y cuando tenemos hambre somos todos muy belicosos.

—Y cuando estamos sedientos también somos belicosos —añadió Mr. Browne.

—Así que más vale que vayamos a cenar —dijo Mary Jane— y dejemos la discusión para más tarde.

En el rellano de la salida de la sala Gabriel encontró a su esposa y a Mary Jane tratando de convencer a Miss Ivors para que se quedara a cenar. Pero Miss Ivors, que se había puesto ya su sombrero y se abotonaba el abrigo, no se quería quedar. No se sentía lo más mínimo con apetito y, además, que ya se había quedado más de lo que debía.

—Pero si no son más que diez minutos, Molly —dijo Mrs. Conroy—. No es tanta la demora.

—Para que comas un bocado —dijo Mary Jane— después de tanto bailoteo.

—No puedo, de veras —dijo Miss Ivors.

—Me parece que no lo pasaste nada bien —dijo Mary Jane, con desaliento.

—Sí, muy bien, se lo aseguro —dijo Miss Ivors—, pero ahora deben dejarme ir corriendo.

—Pero, ¿cómo vas a llegar? —preguntó Mrs. Conroy.

—Oh, no son más que unos pasos malecón arriba.

Gabriel dudó por un momento y dijo:

—Si me lo permite, Miss Ivors, yo la acompaño. Si de veras tiene que marcharse usted.

Pero Miss Ivors se soltó de entre ellos.

—De ninguna manera —exclamó—. Por el amor de Dios vayan a cenar y no se ocupen de mí. Ya sé cuidarme muy bien.

—Mira, Molly, que tú eres rara —dijo Mrs. Conroy con franqueza.


Beannacht libh
—gritó Miss Ivors, entre carcajadas, mientras bajaba la escalera.

Mary Jane se quedó mirándola, una expresión preocupada en su rostro, mientras Mrs. Conroy se inclinó por sobre la baranda para oír si cerraba la puerta del zaguán. Gabriel se preguntó si sería él la causa de que ella se fuera tan abruptamente. Pero no parecía estar de mal humor: se había ido riéndose a carcajadas. Se quedó mirando las escaleras, distraído.

En ese momento la tía Kate salió del comedor, dando tumbos, casi exprimiéndose las manos de desespero.

—¿Dónde está Gabriel? —gritó—. ¿Dónde es que está Gabriel? Todo el mundo está esperando ahí dentro, con todo listo; ¡y nadie que trinche el ganso!

—¡Aquí estoy yo, tía Kate! —exclamó Gabriel, con súbita animación—. Listo para trinchar una bandada de gansos si fuera necesario.

Un ganso gordo y pardo descansaba a un extremo de la mesa y al otro extremo, sobre un lecho de papel plegado adornado con ramitas de perejil, reposaba un jamón grande, despellejado y rociado de migajas, las canillas guarnecidas con primorosos flecos de papel, y justo al lado rodajas de carne condimentada. Entre estos extremos rivales corrían hileras paralelas de entremeses: dos seos de gelatina, roja y amarilla; un plato llano lleno de bloques de manjar blanco y jalea roja; un largo plato en forma de hoja con su tallo como mango, donde había montones de pasas moradas y de almendras peladas; un plato gemelo con un rectángulo de higos de Esmirna encima; un plato de natilla rebozada con polvo de nuez-moscada; un pequeño bol lleno de chocolates y caramelos envueltos en papel dorado y plateado; y un búcaro del que salían tallos de apio. En el centro de la mesa, como centinelas del frutero que tenía una pirámide de naranjas y manzanas americanas, había dos garrafas achatadas, antiguas, de cristal tallado, una con oporto y la otra con jerez abocado. Sobre el piano cerrado aguardaba un pudín en un enorme plato amarillo y detrás había tres pelotones de botellas de
stout
, de
ale
y de agua mineral, alineadas de acuerdo con el color de su uniforme: los primeros dos pelotones negros, con etiquetas rojas y marrón; el tercero, el más pequeño, todo de blanco con vírgulas verdes.

Gabriel tomó asiento decidido a la cabecera de la mesa y, después de revisar el filo del trinche, hundió su tenedor con firmeza en el ganso. Se sentía a sus anchas, ya que era trinchador experto y nada le gustaba tanto como sentarse a la cabecera de una mesa bien puesta.

—Miss Furlong, ¿qué le doy? —preguntó—. ¿Un ala o una lasca de pechuga?

—Una lasquita de pechuga.

—¿Y para usted, Miss Higgins?

—Oh, lo que usted quiera, Mr. Conroy.

Mientras Gabriel y Miss Daly intercambiaban platos de ganso y platos de jamón y de carne aderezada, Lily iba de un huésped al otro con un plato de calientes papas boronosas envueltas en una servilleta blanca. Había sido idea de Mary Jane y ella sugirió también salsa de manzana para el ganso, pero tía Kate dijo que había comido siempre el ganso asado simple sin nada de salsa de manzana y que esperaba no tener que comer nunca una cosa peor. Mary Jane atendía a sus alumnas y se ocupaba de que obtuvieran las mejores lonjas, y tía Kate y tía Julia abrían y traían del piano una botella tras otra de
stout
y de
ale
para los hombres y de agua mineral para las mujeres. Reinaba gran confusión y risa y ruido: una alharaca de peticiones y contra-peticiones, de cuchillos y tenedores, de corchos y tapones de vidrio. Gabriel empezó a trinchar porciones extras, tan pronto como cortó las iniciales, sin servirse. Todos protestaron tan alto que no le quedó más remedio que transigir bebiendo un largo trago de
stout
, ya que halló que trinchar lo sofocaba. Mary Jane se sentó a comer tranquila, pero tía Kate y tía Julia todavía daban tumbos alrededor de la mesa, pisándose mutuamente los talones y dándose una a la otra órdenes que ninguna obedecía. Mr. Browne les rogó que se sentaran a cenar y lo mismo hizo Gabriel, pero ellas respondieron que ya habría tiempo de sobra para ello. Finalmente, Freddy Malins se levantó y, capturando a tía Kate, la arrellanó en su silla en medio del regocijo general.

Cuando todo el mundo estuvo bien servido, dijo Gabriel, sonriendo:

—Ahora, si alguien quiere un poco más de lo que la gente vulgar llama relleno, que lo diga él o ella.

Un coro de voces lo conminó a empezar su cena, y Lily se adelantó con tres papas que le había reservado.

—Muy bien —dijo Gabriel, amable, mientras tomaba otro sorbo preliminar—, hagan el favor de olvidarse de que existo, damas y caballeros, por unos minutos.

Se puso a comer y no tomó parte en la conversación que cubrió el ruido de la vajilla al llevársela Lily. El tema era la compañía de ópera que actuaba en el Teatro Real. El tenor, Mr. Bartell D'Arcy, hombre de tez oscura y fino bigote, elogió mucho a la primera contralto de la compañía, pero a Miss Furlong le parecía que ésta tenía una presencia escénica más bien vulgar. Freddy Malins dijo que había un negro cantando principal en la segunda tanda de la pantomima del Gaiety que tenía una de las mejores voces de tenor que él había oído.

—¿Lo ha oído usted? —le preguntó a Mr. Bartell D'Arcy.

—No —dijo Mr. Bartell D'Arcy sin darle importancia.

—Porque —explicó Freddy Malins— tengo curiosidad por conocer su opinión. A mí me parece que tiene una gran voz.

—Y Teddy sabe lo que es bueno —dijo Mr. Browne, confianzudo, a la concurrencia.

—¿Y por qué no va a tener él también una buena voz? —preguntó Freddy Malins en tono brusco—. ¿Porque no es más que un negro?

Nadie respondió a su pregunta y Mary Jane pastoreó la conversación de regreso a la ópera seria. Una de sus alumnas le había dado un pase para
Mignon
. Claro que era muy buena, dijo, pero le recordaba a la pobre Georgina Bums. Mr. Browne se fue aún más lejos, a las viejas compañías italianas que solían visitar a Dublín: Tietjens, Ilma de Mujza, Campanini, el gran Trebilli, Giuglini, Ravelli, Aramburo. Qué tiempos aquellos, dijo, cuando se oía en Dublín lo que se podía llamar bel canto. Contó cómo la tertulia del viejo Real estaba siempre de bote en bote, noche tras noche, cómo una noche un tenor italiano había dado cinco bises de
Déjame caer como cae un soldado
, dando el do de pecho en cada ocasión, y cómo la galería en su entusiasmo solía desenganchar los caballos del carruaje de una gran
prima donna
para tirar ellos del coche por las calles hasta el hotel. ¿Por qué ya no cantaban las grandes óperas, preguntó, como
Dinorah
,
Lucrezia Borgia
? Porque ya no había voces para cantarlas: por eso.

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