Dublineses (17 page)

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Authors: James Joyce

Tags: #Relato

BOOK: Dublineses
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Mrs. Kearney tuvo que regresar al camerino.

Llegaban los «artistas». El bajo y el segundo tenor ya estaban allí. El bajo, Mr. Duggan, era un hombre joven y esbelto, con un bigote negro regado. Era hijo del portero de unas oficinas, del centro, y, de niño, había cantado sostenidas notas bajas por los resonantes corredores. De tan humildes auspicios se había educado a sí mismo para convertirse en un artista de primera fila. Había cantado en la ópera. Una noche, cuando un «artista» operático se enfermó, había interpretado el rol del rey en
Maritana
, en el Queen's Theatre. Cantó con mucho sentimiento y volumen y fue muy bien acogido por la galería; pero, desgraciadamente, echó a perder la buena impresión inicial al sonarse la nariz en un guante, una o dos veces, de distraído que era. Modesto, hablaba poco. Decía
ustéi
pero tan bajo que pasaba inadvertido y por cuidarse la voz no bebía nada más fuerte que leche. Mr. Bell, el segundo tenor, era un hombrecito rubio que competía todos los años por los premios de Feis Ceoil. A la cuarta intentona ganó una medalla de bronce. Nervioso en extremo y en extremo envidioso de otros tenores, cubría su envidia nerviosa con una simpatía desbordante. Era dado a dejar saber a otras personas la viacrucis que significaba un concierto. Por eso cuando vio a Mr. Duggan se le acercó a preguntarle:

—¿Estás tú también en el programa?

—Sí —respondió Mr. Duggan.

Mr. Bell sonrió a su compañero de infortunios, extendió una mano y le dijo:

—¡Chócala!

Mrs. Kearney pasó por delante de estos dos jóvenes y se fue al borde de la bambalina a echar un vistazo a la sala. Ocupaban las localidades rápidamente y un ruido agradable circulaba por el auditorio. Regresó a hablar en privado con su esposo. La conversación giraba sobre Kathleen evidentemente, pues ambos le echaban una mirada de vez en cuando mientras ella conversaba de pie con una de sus amigas nacionalistas, Miss Healy, la contralto. Una mujer desconocida y solitaria de cara pálida atravesó la pieza. Las muchachas siguieron con ojos ávidos aquel vestido azul desvaído tendido sobre un cuerpo enjuto. Alguien dijo que era Madama Glynn, soprano.

—Me pregunto de dónde la sacaron —dijo Kathleen a Miss Healy—. Nunca oí hablar de ella, te lo aseguro.

Miss Healy tuvo que sonreír. Mr. Holohan entró cojeando al camerino en ese momento y las dos muchachas le preguntaron quién era la desconocida. Mr. Holohan dijo que era Madama Glynn, de Londres. Madama tomó posesión de un rincón del cuarto, manteniendo su partitura rígida frente a ella y cambiando de vez en cuando la dirección de su mirada de asombro. Las sombras acogieron protectoras su traje marchito, pero en revancha le rebosaron la fosa del esternón. El ruido de la sala se oyó más fuerte. El primer tenor y el barítono llegaron juntos. Se veían bien vestidos los dos, bien alimentados y complacidos, regalando un aire de opulencia a la compañía.

Mrs. Kearney les llevó a su hija y se dirigió a ellos con amabilidad. Quería estar en buenos términos pero, mientras hacía lo posible por ser atenta con ellos, sus ojos seguían los pasos cojeantes y torcidos de Mr. Holohan. Tan pronto como pudo se excusó y le cayó detrás.

—Mr. Holohan —le dijo—, quiero hablar con usted un momento.

Se fueron a un extremo discreto del corredor. Mrs. Kearney le preguntó cuándo le iban a pagar a su hija. Mr. Holohan dijo que ya se encargaría de ello Mr. Fitzpatrick. Mrs. Kearney dijo que ella no sabía nada de Mr. Fitzpatrick. Su hija había firmado contrato por ocho guineas y había que pagárselas. Mr. Holohan dijo que eso no era asunto suyo.

—¿Por qué no es asunto suyo? —le preguntó Mrs. Kearney—. ¿No le trajo usted mismo el contrato? En todo caso, si no es asunto suyo, sí es asunto mío y me voy a ocupar de él.

—Más vale que hable con Mr. Fitzpatrick— dijo Mr. Holohan, remoto.

—A mí no me interesa su Mr. Fitzpatrick para nada —repitió Mrs. Kearney—. Yo tengo mi contrato y voy a ocuparme de que se cumpla.

Cuando regresó al camerino, ligeramente ruborizada, reinaba allí la animación. Dos hombres con impermeables habían tomado posesión de la estufa y charlaban familiarmente con Miss Healy y el barítono. Eran un enviado del
Freeman
y Mr. O'Madden Burke. El enviado del
Freeman
había entrado a decir que no podía quedarse al concierto ya que tenía que cubrir una conferencia que iba a pronunciar un sacerdote en la Mansion House. Dijo que debían dejarle una nota en la redacción del
Freeman
y que él se ocuparía de que la incluyeran. Era canoso, con voz digna de crédito y modales cautos. Tenía un puro apagado en la mano y el aroma a humo de tabaco flotaba a su alrededor. No tenía intenciones de quedarse más que un momento porque los conciertos y los artistas lo aburrían considerablemente, pero permanecía recostado a la chimenea. Miss Healy estaba de pie frente a él, riendo y charlando. Tenía él edad como para sospechar la razón de la cortesía femenina, pero era lo bastante joven de espíritu para saber sacar provecho a la ocasión. El calor, el color y el olor de aquel cuerpo juvenil le despertaban la sensualidad. Estaba deliciosamente al tanto de los senos que en este momento subían y bajaban frente a él en su honor, consciente de que las risas y el perfume y las miradas imponentes eran otro tributo. Cuando no pudo quedarse ya más tiempo, se despidió de ella muy a pesar suyo.

—O'Madden Burke va a escribir la nota —le explicó a Mr. Holohan—, y yo me ocupo de que la metan.

—Muchísimas gracias, Mr. Hendrick —dijo Mr. Holohan—. Ya sé que usted se ocupará de ella. Pero, ¿no quiere tomar una cosita antes de irse?

—No estaría mal dijo Mr. Hendrick.

Los dos hombres atravesaron oscuros pasadizos y subieron escaleras hasta llegar a un cuarto apartado donde uno de los ujieres descorchaba botellas para unos cuantos señores. Uno de estos señores era Mr. O'Madden Burke, que había dado con el cuarto por puro instinto. Era un hombre entrado en años, afable, quien, en estado de reposo, balanceaba su cuerpo imponente sobre un largo paraguas de seda. Su grandilocuente apellido de irlandés del oeste era el paraguas moral sobre el que balanceada el primoroso problema de sus finanzas. Se le respetaba a lo ancho y a lo largo.

Mientras Mr. Holohan convidaba al enviado del
Freeman
, Mrs. Kearney hablaba a su esposo con tal vehemencia que éste tuvo que pedirle que bajara la voz. La conversación de la otra gente en el camerino se había hecho tensa. Mr. Bell, primero en el programa, estaba listo con su música pero su acompañante ni se movió. Algo andaba mal, es evidente. Mr. Kearney miraba hacia adelante, mesándose la barba, mientras Mrs. Kearney le hablaba al oído a Kathleen con énfasis controlado. De la sala llegaban ruidos revueltos, palmas y pateos. El primer tenor y el barítono y Miss Healy se pusieron los tres a esperar tranquilamente, pero Mr. Bell tenía los nervios de punta porque temía que el público pensara que se había retrasado.

Mr. Holohan y Mr. O'Madden Burke entraron al camerino. En un instante Mr. Holohan se dio cuenta de lo que pasaba. Se acercó a Mrs. Kearney y le habló con franqueza. Mientras hablaban el ruido de la sala se hizo más fuerte. Mr. Holohan estaba rojo y excitadísimo.

Habló con volubilidad, pero Mrs. Kearney repetía cortante, a intervalos:

—Ella no saldrá. Hay que pagarle sus ocho guineas.

Mr. Holohan señalaba desesperado hacia la sala, donde el público daba patadas y palmetas. Acudió a Mr. Kearney y a Kathleen. Pero Mr. Kearney seguía mesándose las barbas y Kathleen miraba al suelo, moviendo la punta de su zapato nuevo: no era su culpa. Mrs. Kearney repetía:

—No saldrá si no se le paga.

Después de un breve combate verbal, Mr. Holohan se marchó, cojeando, a la carrera. Se hizo el silencio en la pieza. Cuando el silencio se volvió insoportable, Miss Healy le dijo al barítono:

—¿Vio usted a Mrs. Pat Campbell esta semana?

El barítono no la había visto, pero le habían dicho que había estado muy bien. La conversación se detuvo ahí. El primer tenor bajó la cabeza y empezó a contar los eslabones de la cadena de oro que le cruzaba el pecho, sonriendo y tarareando notas al azar para afinar la voz. De vez en cuando todos echaban una ojeada hacia Mrs. Kearney.

El ruido del auditorio se había vuelto un escándalo cuando Mr. Fitzpatrick entró al camerino, seguido por Mr. Holohan que acezaba. De la sala llegaron silbidos que acentuaban ahora el estruendo de palmetas y patadas. Mr. Fitzpatrick alzó varios billetes en la mano. Contó hasta cuatro en la mano de Mrs. Kearney y dijo que iba a conseguir el resto en el intermedio. Mrs. Kearney dijo:

—Faltan cuatro chelines.

Pero Kathleen se recogió la falda y dijo: «Vamos, Mr. Bell», al primer cantante, que temblaba más que una hoja. El artista y su acompañante salieron a escena juntos. Se extinguió el ruido en la sala. Hubo una pausa de unos segundos: y luego se oyó un piano.

La primera parte del concierto tuvo mucho éxito, con excepción del número de Madama Glynn. La pobre mujer cantó
Killarney
con voz incorpórea y jadeante, con todos los amaneramientos de entonación y de pronunciación que ella creía que le daban elegancia a su canto pero que estaban tan fuera de moda. Parecía como si la hubieran resucitado de un viejo vestuario, y de las localidades populares de la platea se burlaron de sus quejumbrosos agudos. El primer tenor y la contralto, sin embargo, se robaron al público. Kathleen tocó una selección de aires irlandeses que fue generosamente aplaudida. Cerró la primera parte una conmovedora composición patriótica, recitada por una joven que organizaba funciones teatrales de aficionados. Fue merecidamente aplaudida; y, cuando terminó, los hombres salieron al intermedio, satisfechos.

En todo este tiempo el camerino había sido un avispero de emociones. En una esquina estaba Mr. Holohan, Mr. Fitzpatrick, Miss Beirne, dos de los ujieres, el barítono, el bajo y Mr. O'Madden Burke. Mr. O'Madden Burke dijo que era la más escandalosa exhibición de que había sido testigo nunca. La carrera musical de Kathleen Kearney, dijo, estaba acabada en Dublín después de esto. Al barítono le preguntaron qué opinaba del comportamiento de Mrs. Kearney. No quería opinar. Le habían pagado su dinero y quería estar en paz con todos. Sin embargo, dijo que Mrs. Kearney bien podía haber tenido consideración con los artistas. Los ujieres y los secretarios debatían acaloradamente sobre lo que debía hacerse llegado el intermedio.

—Estoy de acuerdo con Miss Beirne —dijo Mr. O'Madden Burke—. De pagarle, nada.

En la otra esquina del cuarto estaban Mrs. Kearney y su marido, Mr. Bell, Miss Healy y la joven que recitó los versos patrióticos. Mrs. Kearney decía que el comité la había tratado escandalosamente. No había reparado ella ni en dificultades ni en gastos y así era como le pagaban.

Creían que tendrían que lidiar sólo con una muchacha y que, por lo tanto, podían tratarla a la patada. Pero les iba ella a mostrar lo, equivocados que estaban. No se atreverían a tratarla así si ella fuera un hombre. Pero ella se encargaría de que respetaran los derechos de su hija: de ella no se burlaba nadie. Si no le pagaban hasta el último penique iba a tocar a rebato en Dublín. Claro que lo sentía por los artistas. Pero ¿qué otra cosa podía ella hacer? Acudió al segundo tenor que dijo que no la habían tratado bien. Luego apeló a Miss Healy. Miss Healy quería unirse al otro bando, pero le disgustaba hacerlo porque era muy buena amiga de Kathleen y los Kearneys la habían invitado a su casa muchas veces.

Tan pronto como terminó la primera parte, Mr. Fitzpatrick y Mr. Holohan se acercaron a Mrs. Kearney y le dijeron que las otras cuatro guineas le serían pagadas después que se reuniera el comité al martes siguiente y que, en caso de que su hija no tocara en la segunda parte, el comité daría el contrato por cancelado, y no pagaría un penique.

—No he visto a ese tal comité —dijo Mrs. Kearney, furiosa—. Mi hija tiene su contrato. Cobrará cuatro libras con ocho en la mano o no pondrá un pie en el estrado.

—Me sorprende usted, Mrs. Kearney —dijo Mr. Holohan—. Nunca creí que nos trataría usted así.

—Y ¿de qué forma me han tratado ustedes a mí? —preguntó Mrs. Kearney.

Su cara se veía ahogada por la rabia y parecía que iba a atacar a alguien físicamente.

—No exijo más que mis derechos —dijo ella.

—Debía usted tener un poco de decencia —dijo Mr. Holohan.

—Debería yo, ¿de veras?… Y si pregunto cuándo le van a pagar a mi hija me responden con una grosería.

Echó la cabeza atrás para imitar un tono altanero:

—Debe usted hablar con el secretario. No es asunto mío. Soi mu impoltante pa-lo-poco-quiago.

—Yo creí que era usted una dama —dijo Mr. Holohan, alejándose de ella, brusco.

Después de lo cual la conducta de Mrs. Kearney fue criticada por todas partes: todos aprobaron lo que había hecho el comité. Ella se paró en la puerta, lívida de furia, discutiendo con su marido y su hija, gesticulándoles. Esperó hasta que fue hora de comenzar la segunda parte con la esperanza de que los secretarios vendrían a hablarle. Pero Miss Healy consintió bondadosamente en tocar uno o dos acompañamientos. Mrs. Kearney tuvo que echarse a un lado para dejar que el barítono y su acompañante pasaran al estrado. Se quedó inmóvil, por un instante, la imagen pétrea de la furia, y, cuando las primeras notas de la canción repercutieron en sus oídos, cogió la capa de su hija y le dijo a su marido:

—¡Busca un coche!

Salió él inmediatamente. Mrs. Kearney envolvió a su hija en la capa y siguió a su marido. Al cruzar el umbral se detuvo a escudriñar la cara de Mr. Holohan:

—Todavía no he terminado con usted —le dijo.

—Pues yo sí —respondió Mr. Holohan.

Kathleen siguió, modosa, a su madre. Mr. Holohan comenzó a caminar alrededor del cuarto para calmarse, ya que sentía que la piel le quemaba.

—¡Eso es lo que se llama una mujer agradable! —dijo—. ¡Vaya que es agradable!

—Hiciste lo indicado, Holohan —dijo Mr. O'Madden Burke, posado en su paraguas en señal de aprobación.

A mayor gracia de Dios

Dos caballeros que se hallaban en los lavabos en ese momento trataron de levantarlo, pero no tenía remedio. Quedó hecho un ovillo al pie de la escalera por la que había caído. Consiguieron darle vuelta. Su sombrero había rodado lejos y sus ropas estaban manchadas por la mugre y las emanaciones del piso en que yacía bocabajo. Tenía los ojos cerrados y respiraba a gruñidos. Un hilo de sangre le corría por la comisura de los labios.

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