Estoy en el centro del mundo, pensó. Y, mirando hacia los rascacielos, se quedó esperando a recibir sensaciones de entusiasmo, de emoción, de plenitud, de felicidad. Sin embargo, la espera se reveló únicamente como una espera, sin más. Una espera plana, sin sobresaltos, sin entusiasmo alguno. Cuanto más miraba hacia los rascacielos en busca de cierta intensidad, más evidente se hacía que no iba a llegarle sensación especial alguna. Todo seguía idéntico en su vida, no ocurría nada que pudiera parecerle diferente o intenso. Se encontraba dentro de su sueño, y al mismo tiempo el sueño era real. Pero eso era todo.
Aun así, insistió. Miró una y otra vez hacia la calle, probando sin éxito a sentirse feliz rodeado de rascacielos, hasta que comprendió que era absurdo estar comportándose como ciertas personas de las que hablaba Proust: «… lo mismo que esas personas que salen de viaje para ver con sus propios ojos una ciudad deseada, imaginándose que en una cosa real se puede saborear el encanto de lo soñado».
Cuando vio que era inútil seguir esperando a estar dentro de aquel sueño, decidió acostarse. Cansado por el viaje, no tardó en dormirse. Soñó entonces que era un niño de Barcelona que jugaba al fútbol en un patio de Nueva York. Plenitud absoluta. Nunca se había sentido más pletórico en su vida. Descubrió que el genio del sueño, contrariamente a lo que creía, no era la ciudad, no era Nueva York, sino el niño que jugaba. Y él había tenido que ir a Nueva York para saberlo.
Hoy llueve menos que ayer y Barcelona está más visible desde el ventanal. Riba piensa: qué poco importa, cerca de cumplir ya los sesenta años, donde uno mire, uno ya ha estado allá.
Luego rectifica y piensa aproximadamente lo contrario: nada nos dice dónde nos encontramos y cada momento es un lugar donde nunca hemos estado. Oscila entre el desánimo y la emoción. De repente, sólo le interesa que haya sido capaz de inaugurar ese tipo de calma rara en él, esa calma inédita a la que parece tratar con el mismo interés que antes trataba un manuscrito inédito que se anunciaba valioso.
Suena de fondo, en la radio recién encendida, Billie Holiday, melancólica y soñolienta, cantando con una lentitud infinita, mientras él se pregunta si algún día será capaz de pensar como lo hacía su admirado Vilém Vok cuando meditaba acerca de aquellos que vivieron en mundos de ensueño y luego regresaron indemnes de sus largas travesías.
La grandeza y la belleza de Nueva York reside en el hecho de que cada uno de nosotros lleva consigo una historia que se convierte inmediatamente en neoyorquina. Cada uno de nosotros puede añadir un estrato a la ciudad, consciente del hecho de que en Nueva York se encuentra la síntesis entre una historia local y una historia universal (Vilém Vok,
El centro
).
Ha sido siempre un apasionado lector de este escritor checo, aunque nunca pudo publicarlo por un malentendido absurdo del que prefiere ya ni acordarse. Pero hubo una época en la que le habría gustado, casi fieramente, que Vok perteneciera a su catálogo.
Cada día que pasa, más entusiasmo le produce Nueva York. Al conjuro de ese nombre, empieza a ser capaz de cualquier cosa. Pero su realidad cotidiana no se acopla bien con sus sueños. En esto no se distingue precisamente de la mayoría de los mortales. Sobrevive a duras penas llevando consigo esa historia local barcelonesa que convierte cuando puede, a modo de espectáculo privado, en universal, en neoyorquina.
Sin Nueva York como mito y sueño último, su vida sería mucho más difícil. Dublín hasta le parece una parada en el camino hacia Nueva York. Ahora, después de haber recurrido a su imaginación, deja de un cierto buen humor el ventanal y va a la cocina a tomar un segundo
cappuccino
y, poco después, regresa al ordenador, y el buscador le ofrece treinta mil
googles
en español de
Dublineses
, el libro de relatos de James Joyce. Lo leyó hace tiempo, y años después lo releyó, y conserva muchos detalles del libro en la memoria, pero le falta, por ejemplo, recordar el nombre de un puente de Dublín que se cita en el gran relato
Los muertos
; un puente en el que, si no recuerda mal, es inevitable ver siempre un caballo blanco.
Se siente envuelto en una estimulante atmósfera de preparativos para viajar a Dublín. Y el libro de Joyce le ayuda a esa apertura hacia otras voces y otros ámbitos. Se da cuenta de que, si quiere averiguar el nombre de ese puente, tendrá que decidirse entre la actividad de hojear el libro —es decir, permanecer todavía, heroicamente, en la era Gutenberg—, o bien indagar en la Red y entrar de lleno en la revolución digital. Por unos momentos, siente que está en el centro mismo del imaginario puente que une las dos épocas. Y luego piensa que para el caso que le ocupa parece más rápido acudir al libro, pues lo tiene ahí, en la biblioteca. Deja a un lado de nuevo el ordenador y, al rescatar de las estanterías su antiguo ejemplar de
Dublineses
, observa que fue comprado en agosto del 72 por Celia en la librería Flynn, de Palma de Mallorca. En esas fechas, a ella aún no la conocía. Posiblemente Celia llegó al caballo blanco que aparece en
Los muertos
antes de que él lo hiciera.
Cuando el coche atravesaba el puente de O’Connell, miss Callaghan dijo:
—Dicen que nadie cruza el puente de O’Donnell sin ver un caballo blanco.
—Yo veo un hombre blanco esta vez —dijo Gabriel.
—¿Dónde? —preguntó Mr. Bartell D’Arcy.
Gabriel señaló a la estatua, en la que había parches de nieve. Luego la saludó familiarmente y levantó la mano.
Este fragmento le recuerda una frase de Cortázar oída misteriosamente un día en el metro de París: «Un puente es un hombre cruzando el puente.» Y poco después, se pregunta si cuando vaya a Dublín no le gustará ir a ver ese puente, donde en un espacio imaginario acaba de situar el enlace entre la era Gutenberg y la digital.
Observa que uno de los dos nombres del puente transcritos por la traducción española tiene que estar equivocado. O es O’Connell, o bien O’Donnell. Cualquier conocedor de Dublín lo resolvería seguramente en una décima de segundo. Una prueba más de que está muy verde en el tema dublinés, lo cual no es un problema, sino un estímulo, pues necesita —como jubilado y aburrido abstemio que es— retos de todo tipo. Así que ahora decide que nada puede gustarle más que adentrarse en nuevos temas; estudiar lugares que ha de visitar, y al regreso de esas visitas, seguir estudiando, estudiar entonces lo que ha quedado atrás. Tiene que tomar determinaciones de este tipo si quiere huir de su autismo informático y de la profunda resaca social que le han dejado sus años de editor.
Para lo del nombre del puente le sirve más el mundo digital que el impreso. No le queda otro remedio que recurrir a
google
, lo que no es grave, ya que de paso le ofrece la excusa perfecta para precipitarse de nuevo al ordenador. En él halla muy pronto la respuesta a la duda. Busca primero en O’Connell y ya en esa entrada queda resuelto inmediatamente todo: «Los paseos y los lugares de interés en el norte de Dublín se agrupan, en su mayoría, en torno a la calle principal, O’Connell Street. Es la vía más amplia y concurrida del centro de la ciudad, aunque no precisamente la más larga. Comienza en el puente de O’Connell, mencionado en
Dublineses
de James Joyce.» Cae en la cuenta de que tiene en la biblioteca otra edición más moderna de
Dublineses
, que podría ahora también molestarse en consultar y ver si se da en ella el mismo error del nombre del puente. Se levanta, deja por unos momentos el ordenador —esta mañana parece condenado a ir de Gutenberg a
google
y de
google
a Gutenberg, todo el rato navegando entre dos aguas, entre el mundo de los libros y el de la Red— y se lanza sobre esa edición más reciente. Ahí la traducción no es de Guillermo Cabrera Infante, sino de María Isabel Butler de Foley, y no hay confusión con el nombre del puente.
Cuando el coche atravesaba el puente de O’Connell, la señorita O’Callaghan dijo:
—Dicen que nadie cruza el puente de O’Connell sin ver un caballo blanco (…)
Gabriel señaló la estatua de Daniel O’Connell, sobre la que se habían posado los copos de nieve. Después, la saludó con familiaridad, haciendo un gesto con la mano.
Comparar dos traducciones permite que sucedan este tipo de cosas. El señor Daniel O’Connell, estatua de Dublín, acaba de aparecer en la vida de Riba. ¿Dónde estuvo O’Connell hasta ahora? ¿Quién es? ¿Quién fue? Cualquier excusa es buena para volver a la pantalla del ordenador, el único lugar donde, sin moverse de casa, tiene posibilidades de encontrar el original inglés de
Los muertos
, y así alcanzar a saber si Daniel O’Connell está en el texto joyceano.
Regresa a su posición de
hikikomori
. Busca, y no tarda en resolver el misterio. Daniel O’Connell no aparece en el original: «Gabriel pointed to the statue, on which lay patches of snow. Then he nodded familiarly to it and waved his hand» (
The Dead
, James Joyce).
Se acuerda de que alguien dejó dicho que el camino verdaderamente misterioso siempre va hacia el interior. ¿Fue la propia Celia la que, en una ráfaga profundamente budista, se lo dijo? No alcanza a saberlo. Está aquí ahora, en su pequeño apartamento, aguardando posibles acontecimientos. El esperador vocacional que hay en él se ha quedado aguardando a que de alguna forma se vaya configurando ese viaje a Dublín. Considera que la espera es la condición esencial del ser humano y a veces actúa en consonancia con esto. Sabe que a partir de hoy, hasta el día 16 de junio, no hará más que hallarse en situación de espera para ir a Dublín. Esperará a conciencia. No duda de que sabrá prepararse para el viaje.
Está ahora más que concentrado, como si fuera un samurái antes de partir hacia un largo viaje. Está en posición de
hikikomori
, pero haciendo caso omiso de la pantalla y adentrándose por un camino interior, paseándose por algunos recuerdos, por la memoria de sus antiguas lecturas de
Ulysses
. Dublín está al fondo del camino y resulta agradable acordarse de la vieja música de aquel libro espléndido que leyó en su momento con una mezcla de estupor y fascinación. No está muy seguro, pero diría que Bloom, en el fondo, tiene muchas cosas de él. Personifica al clásico forastero. Tiene ciertas raíces judías, como él. Es un extraño y un extranjero al mismo tiempo. Bloom es demasiado autocrítico consigo mismo y no lo suficientemente imaginativo para triunfar, pero demasiado abstemio y trabajador para fracasar del todo. Bloom es excesivamente extranjero y cosmopolita para ser aceptado por los provincianos irlandeses, y demasiado irlandés para no preocuparse por su país. Bloom le cae muy bien.
Suena
Downtown Train
, canción de Tom Waits. No entiende el inglés, pero le parece que la letra habla de un tren que va al centro de la ciudad, de un tren que lleva a sus pasajeros fuera del alejado barrio en el que crecieron y en el que llevaban toda la vida atrapados. El tren va al centro. De la ciudad. Puede que vaya al centro del mundo. A Nueva York. Es el tren del centro. No puede ni imaginar que esa canción no hable de ningún centro.
Creyendo que esa pieza de Tom Waits habla de esto, no se ha cansado nunca de oírla. Tiene para él la voz de Waits la poesía del tren de cercanías que une el barrio de su infancia con Nueva York. Siempre que escucha la canción, piensa en antiguos viajes, en todo lo que tuvo que dejar para dedicarse a la edición. Ahora, cuanto más viejo se siente, recuerda su antiguo afán, su inicial inquietud literaria, su dedicación sin fin durante años al peligroso negocio de la edición, un negocio tantas veces ruinoso. Renunció a la juventud para buscar la obra honesta de un catálogo imperfecto. ¿Y qué sucede ahora que todo ha terminado? Le queda una gran perplejidad y la cartera vacía. Un sentimiento de para qué. Un pesar bronco en las noches. Pero nadie le quita que tuvo un afán y lo llevó lejos. Y eso es muy serio. Al final, como decía W. B. Yeats, se tenga suerte o no, deja huella el afán.
Soy un hombre apagado, piensa. Pero sería peor que a alguien le diera por encender las lámparas de mi existencia. Nada bueno sería que sucediera cualquier cosa y todo esto se animara y la casa se convirtiera en un exaltado barracón de feria y yo pasara a ser el centro de una vibrante novela. Y sin embargo es como si lo viera venir. Ocurrirá pronto algo, estoy seguro. De golpe, alguien vendrá a interrumpir mi vida monótona de viejo que camina descalzo por su casa, sin encender la luz, y se queda a ratos quieto, apoyado en algún mueble a oscuras mientras escucha las carreras de los ratones. Pasará algo, estoy seguro, mi vida conocerá un vuelco y mi mundo será una novela eléctrica. Si eso ocurre, será horrible. No creo que me guste que me separen del encanto inigualable de mi vida corriente. Yo me contentaría sólo con vivir en Nueva York, pero llevando allí también una vida sencilla, en contacto siempre con la sedante ordinariez de lo cotidiano.
De no permanecer sentado frente a la devoradora pantalla del ordenador, ¿qué más podría hacer? Bueno, podría seguir investigando sobre Dublín o volver a asustar a los vecinos paseando bajo la lluvia en pantalón corto, o bien jugar al dominó con los jubilados del bar de abajo, o volver a emborracharse como en los viejos tiempos y hacerlo con suprema brutalidad, irse al Brasil o a la Martinica, convertirse al judaísmo, segar un campo de trigo, echar un polvo con una novia casual, meterse en una piscina de agua bien fría. Aunque tal vez lo más atinado sería seguir volcando todas sus energías en los preparativos de un viaje futuro a Nueva York, cuya primera escala estaría en Dublín.
Un día, en viaje por México con José Emilio Pacheco, al que por entonces le había editado un libro —le publicaría más adelante dos más— llegaron en el descapotable de una amiga al puerto de Veracruz y se fueron directos a ver el mar. Estas formas que veo al lado del mar, dijo Pacheco, formas que engendran de inmediato asociaciones metafóricas, ¿son instrumentos de la inspiración o de falaces citas literarias?
Riba le pidió que repitiera la frase y la pregunta. Y cuando Pacheco las repitió, vio que las había entendido perfectamente bien. A él le pasaba algo parecido. Asociaba ideas y tenía una notable tendencia a leer su propia vida siempre como un libro. Editar y en consecuencia tener que leer tantos manuscritos había contribuido aún más a que se desarrollara y arraigara mucho en él esa tendencia a imaginar que se escondían asociaciones metafóricas y un código a veces altamente enigmático detrás de cualquier escena de su vida cotidiana.