Siente nostalgia de no ser protestante. Adora de ellos su cultura del trabajo. Se lo ha comentado más de una vez al propio Javier, al que le fascina, en cambio, el catolicismo puro y duro. Ahora que lo piensa, Javier sería un buen acompañante en ese viaje a la católica Irlanda.
Llega otro día impar y Javier llama a la hora de siempre. ¿Por qué no proponerle que se anime a viajar a Dublín? Aún está a tiempo de decírselo ahora mismo. Duda, pero finalmente se lo propone. Le cuenta que el día elegido para Dublín es el 16 de junio, y le pide que mire su agenda y vea si puede acompañarle en ese viaje.
Se lo pide
, hace hincapié en esto, se lo pide. Javier se queda callado, desconcertado. Se hace esperar su respuesta. Finalmente dice que promete pensárselo, pero que no entiende por qué se lo pide de esa forma, como implorándolo. Si puede irá, pero le extraña que lo implore. Antes, cuando salían juntos de noche, no le pedía nada, más bien le insultaba por publicar en editoriales que no eran la suya y por motivos aún más baladíes.
Sería para ir al
Bloomsday
, le interrumpe Riba con una vocecilla que intenta dar pena y busca que comprenda que no tiene a nadie que quiera acompañarle. Por un momento, teme que la palabra
Bloomsday
haya podido estropearlo todo y que Javier empiece a despotricar contra James Joyce y su novela
Ulysses
, a la que no ha tenido nunca en demasiada consideración, porque siempre estuvo contra el
intelectualismo
de Joyce y más bien a favor de un tipo de narración más ortodoxa, en la línea de Dickens o de Conrad.
Pero Javier hoy no parece tener nada contra Joyce, sólo quiere saber si en Dublín tampoco querrá salir de noche. No, le dice Riba, pero he pensado en proponerle también el viaje a Ricardo, y ya sabes que él es un ave nocturna. Un largo silencio. Javier parece pensativo al otro lado del teléfono. Finalmente, pregunta si se trata sólo de ir al
Bloomsday
.
Peligro. La cuestión retumba unas breves décimas de segundo en los oídos de Riba. Hablarle a Javier del funeral de la galaxia Gutenberg sería un completo suicidio, no lo entendería a la primera y quizá, al verlo todo tan complicado, se echaría atrás en su idea de viajar. Javier repite la pregunta.
—¿Se trata sólo de ir al
Bloomsday
?
—Se trata, sobre todo, de pasarse a la onda inglesa —contesta.
Teme haberse equivocado de lleno al decir esto, pero pronto descubre que es al revés, porque la frase ha tenido poderes sorprendentes. Oye toser a Javier, entusiasmado. Se acuerda del otro día, cuando hablaron de dar un salto, un ligero salto inglés,
caer del otro lado
.
Se percibe toda una gran fiesta al otro extremo del hilo telefónico. No recuerda la última vez en que tan pocas palabras sirvieron para tanto. No hay duda, le dice poco después Javier, de que ha sabido reflexionar acerca de lo mucho que le conviene alejarse de la cultura que ha dominado su vida hasta el momento. Aunque sólo sea, añade, por ir en busca de otras voces y otros ámbitos. Y le habla, con furia extraña, de quitarle al lenguaje su peso hasta que se asemeje a la luz lunar. Y le habla también del idioma inglés, que dice estar completamente seguro de que tanto para la prosa como para la poesía es más dúctil y etéreo que el francés. Y para que sirva de ejemplo le recita un poema de la sin duda aérea y ligera Emily Dickinson: «Un sépalo, un pétalo, y una espina / una mañana cualquiera de verano, / un frasco de rocío, una abeja o dos, / una brisa, una cabriola entre los árboles, / ¡y soy una rosa!»
Una pausa larga.
Sólo estoy contra los franceses, dice Javier cuando rompe el silencio. Al menos esta mañana, aclara. ¿Quieres que te lo repita? No, le dice Riba, no es necesario. Bueno, comenta Javier, no se hable más, quiero dar contigo el salto inglés, te acompaño a Dublín y que sepulten bien a la pobre Francia.
Minutos después, están hablando de la lluvia que no cesa y que empieza a ser para todo el mundo un hecho ya alarmante, cuando pasan, casi sin darse cuenta, a hablar de Vilém Vok, el escritor que tanto les gusta a los dos, a cada uno por motivos diferentes. Para Riba, Vok es, por encima de todo, el autor del ensayo novelado
El centro
, hasta el punto que a veces relaciona párrafos del libro con su deseo de llevar a cabo muy pronto un tercer viaje a Nueva York, no en vano para él esta ciudad ha tenido siempre la magia exacta de los mitos que a algunos les sirven estrictamente para vivir. Y a su vez
El centro
ha sido como la biblia que ha reforzado esa magia ayudándole en los momentos en que necesitaba de la idea de Nueva York, ya no sólo para vivir sino para sobrevivir. ¿Qué sería de él sin Nueva York? Javier conoce bien el libro y dice intuir por qué ejerce influencia tan directa sobre su viejo amigo editor, pero también dice que él siempre ha preferido ciertos fragmentos del otro ensayo narrativo de Vok,
Algunos volvieron de largas travesías
(
The quiet obsession
en su desnaturalizado, aunque bello y elegante título de la traducción inglesa).
Terminan como siempre, hablando de fútbol. Es una norma no explícita entre ellos, pero cuando pasan a hablar de fútbol, eso no significa otra cosa que la conversación ha entrado ya en su fase final. Comentan sobre la Eurocopa que está por llegar. Javier afirma categóricamente que Francia no llegará en ese campeonato muy lejos. Y Riba está a punto de preguntarle si no le parece que hoy ha sido el día en el que ha demostrado más rabia contra los franceses, pero opta por no complicar más las cosas. Adiós, le dice Javier de golpe, hasta la próxima. Y cuando su amigo cuelga, comprende que el viaje irlandés ya no es una incógnita, sino que ha empezado a perfilarse en el horizonte. Va a la cocina a tomar un nuevo café y a pensarlo todo con calma. Viajar con Javier y quizá con Ricardo —le ha prometido a Javier que llamaría a Ricardo mañana— no ha de irle nada mal, pues a fin de cuentas le ayudará, por ejemplo, a lograr que Celia no siga viéndole tan autista y tan encerrado, tan encadenado a su ordenador y al ocio. Ése es uno de los objetivos principales, piensa Riba. Que Celia vea que se mueve, que vea que él desea todavía encontrarse con gente, comunicarse fuera de la Red, no vivir del recuerdo de los grandes libros editados, no complacerse al verse todos los días viejo y podrido en el espejo.
En la emisora de radio, como si evolucionara el mundo exterior al mismo tiempo que lo hace su vida, puede ahora oírse
Just Like the Rain
, cantada por Richard Hawley. Observa con divertida sorpresa que de la canción francesa ha pasado, sin apenas darse cuenta, a la música en inglés. Afuera, como si la radio leyera el estado del tiempo o viceversa, sigue lloviendo,
just like the rain
. Registra que ya casi sabe susurrar títulos de canciones en inglés, y de pronto se siente igual que si se llamara Spider y hubiera perdido peso y estuviera ya en una litera de durmiente en la gran Sala de Turbinas de la Tate Modern en la instalación de su amiga Dominique. A medida que, en la búsqueda de cierto equilibrio, se va aproximando, de alguna forma, a su centro sentimental y
sterneiano
, crece todavía más la fuerza de la lluvia en Barcelona.
Se acerca al gran ventanal de su casa. Barcelona está abajo, a sus pies, de nuevo desaparecida. Es rara la persistencia de la lluvia en los últimos días. Se plantea qué le diría a alguien que le preguntara qué es el
salto inglés
. Tal vez contestaría a la manera de San Agustín cuando le pidieron que dijera qué era el tiempo para él: «Si no me lo preguntan, lo sé, pero si me lo preguntan, no sé explicarlo.» Pero piensa que, apremiado a responder algo más, terminaría diciendo que el salto inglés es
caer del otro lado
, una modalidad deportiva que le toca a él inventar en su próximo viaje.
En el Eixample de Barcelona se producen, como en todas partes, muchos encuentros casuales. Ya se sabe: las casualidades gobiernan la vida. Pero, aunque a primera vista pueda parecerlo, el encuentro que acaba de tener Riba con Ricardo en la calle Mallorca no es en absoluto nada casual.
—No, si ya se sabe. Siempre aparece alguien que no te esperas para nada —dice Ricardo con una amplia sonrisa.
No, no es un encuentro casual, aunque Ricardo pueda pensar que lo es. Acaban de chocar casi de frente y se han dado un buen topetazo, y por poco vuelan los dos paraguas. Todo ha sido calculado por Riba para que sucediera así, y ahora simula ante Ricardo que estaba simplemente dirigiéndose a La Central, la librería a cuatro pasos de allí, en esa misma calle. La verdad es otra: se ha pasado más de una hora frente a la casa aguardando a que saliera su amigo para fingir un fortuito encuentro. Lo que va a proponerle no lo conseguiría nunca por teléfono. Sabe que sólo puede llegar todo a buen puerto si previamente hay una conversación en algún café, o en la misma librería; una conversación que vaya preparando el terreno para que, cuando llegue el momento oportuno, caiga por su propio peso la propuesta de que se anime a viajar a Dublín. Después de todo, es el más anglófilo de todos sus amigos, un incansable reseñista de libros que procedan de países anglosajones. Seguro que puede interesarle acudir a su primer
Bloomsday
. Ricardo, además, es una autoridad mundial en escritores como Andrew Breen o como Hobbs Derek, modestos escritores irlandeses a los que Riba, siguiendo el consejo de Ricardo, hizo traducir y publicar al español cuando eran —siguen siéndolo bastante— unos completos desconocidos.
Aparte de reseñista y descubridor de talentos anglosajones, Ricardo es también un novelista interesante: ultra postmoderno en ocasiones, más convencional en otras. Le gusta tener, como mínimo, dos rostros literarios: el vanguardista y el conservador. Su mejor obra es
La excepción de mis padres
, original libro autobiográfico que Riba le editó en su momento.
Coinciden en gustos literarios, desde Roberto Bolaño (al que trataron los dos amistosamente durante una época) hasta Vilém Vok. Por este y otros mil motivos, Ricardo puede ser una persona muy indicada para el viaje, incluso un participante idóneo en el funeral por Gutenberg y su galaxia, aunque de ese réquiem no piensa decirle por ahora nada, porque piensa que, al igual que pasaba con Javier, hablarle de todo eso sería un completo suicidio. Quiérase o no, un réquiem siempre puede dar malas vibraciones y asusta. Además, Ricardo podría pensar que el réquiem es algo organizado por algunos editores nostálgicos del mundo de la imprenta, o cualquier otra cosa por el estilo.
Mejor, piensa, no hablarle del funeral, al menos por ahora.
—¿Tu madre está bien? —pregunta Ricardo.
¿Le habrá confundido con otro? No, sucede simplemente que hace un mes utilizó a su madre para no tener que acudir a una fiesta nocturna que organizó Ricardo para los dos traductores ingleses de su obra.
—Mi madre está perfectamente bien —contesta algo incómodo.
No le pregunta ahora por la suya, porque ya sabe que la suya está muy mal, en todos los sentidos, se lo ha oído decir de mil maneras distintas, incluso por escrito en
La excepción de mis padres
, libro donde parece no cansarse nunca de comentar y analizar el desastre materno. Ricardo es de Bogotá, vive con su mujer y sus tres hijos en Barcelona desde hace once años. Se siente un escritor apátrida y, de tener que elegir un pasaporte, se quedaría sin duda con el norteamericano. Así como su admirado Cortázar viajaba de niño lentamente con un dedo por los mapas de los atlas y paladeaba el sabor embriagante de lo incomprensible, Ricardo de niño viajó velozmente por los poemas que encontró a su alcance en la casa de sus abuelos de Barranquilla y acabó reparando en uno, que le llevó a sentir unas ansias inmensas de alcanzar una cierta edad y poder dejar para siempre Colombia, en realidad de poder dejar atrás todo lo que se cruzara en su camino, dejar constantemente todo atrás, ser libre y móvil, sin frenarse nunca.
Todavía hoy recuerda Ricardo aquel poema de William Carlos Williams en el que se dice que la mayoría de los artistas se detienen o adoptan un estilo, y cuando lo hacen establecen una convención, y ése es su final, mientras que para aquel que se mueve todo contiene siempre una idea, porque el que se mueve corre sin detenerse, el que se mueve simplemente sigue agitándose… Saltando a la inglesa, añadiría ahora Riba.
Ricardo es el hombre en movimiento por excelencia. Puede hasta llegar a dar la impresión de que se mueve siempre, sin tan siquiera pausa alguna. Su hijo mayor, Samuel —lleva ese nombre en honor del antiguo editor del padre—, tiene siete años, nació en Barcelona, cerca de esa casa, junto a la librería La Central. Los tres hijos van a ser el principal problema para convencer a Ricardo de que viaje al
Bloomsday
, pero por probarlo no se pierde nada; lo intentará, aunque no ahora mismo, sino cuando vea que ha llegado el momento más apropiado.
Se encaminan hacia el Bar Belvedere, un lugar que antaño —cuando no era un
hikikomori
y salía más de casa— frecuentaba con cierta asiduidad.
—Estás muy enclaustrado últimamente, ¿no crees? —le dice Ricardo en un tono exquisitamente amistoso, pero también punzante.
Es demasiado osada la pregunta de Ricardo, y Riba calla. Le gusta el paraguas color naranja brillante húmedo de lluvia que hoy lleva su amigo. Es la primera vez que ve un color así en un paraguas. Se lo dice a Ricardo, y luego ríe. Se detiene frente a un escaparate de ropa masculina y mira unos trajes y unas camisas que está seguro que jamás se pondría, y menos con la lluvia que está cayendo ahora. Ricardo ríe, y lo hace para burlarse cariñosamente del paraguas de su amigo, que a su vez le pregunta si acaso está insinuando que su paraguas no está a la altura del suyo.
—No, no —se excusa Ricardo—, no pretendía decir tanto, pero puede que no hayas visto un paraguas en meses. No sales nunca, ¿verdad? ¿Qué dice Celia de esto?
No hay respuesta. Caminan en silencio por la calle Mallorca, hasta que Ricardo le pregunta si ha leído ya los poemas de Larry O’Sullivan. Ni siquiera sabe Riba quién puede ser el tal O’Sullivan, normalmente se interesa sólo por escritores que al menos le suenan; los otros siempre sospecha que son inventados.
—No sabía que O’Sullivan escribiera poesía —le dice a Ricardo.
—Pero ¡si O’Sullivan siempre ha escrito poesía! Te estás convirtiendo en un ex editor mal informado.