Pero ¿qué les puede contar de lo que le pasó allí? ¿Qué les puede decir? ¿Que, como bien saben, no toma alcohol desde que hace dos años los maltratados riñones le llevaron a un hospital y que eso le ha postrado en un estado de sobriedad permanente que hace que a veces se dedique a actividades tan extravagantes como elaborar teorías literarias y a no salir de su cuarto de hotel ni siquiera para conocer a los que le han invitado? ¿Que en Lyon no habló con nadie y que en definitiva, desde que dejara de editar, es lo que viene haciendo diariamente en Barcelona a lo largo de las muchas horas que pasa ante el ordenador? ¿Que lo que más lamenta y le entristece es haber dejado de editar sin haber descubierto a un autor desconocido que hubiera acabado revelándose como un escritor genial? ¿Que todavía está traumatizado por esa fatalidad inherente a su antiguo oficio, esa fatalidad tan amarga de tener que buscar autores, esos seres tan enojosamente imprescindibles, ya que sin ellos no sería posible el tinglado? ¿Que en las últimas semanas tiene molestias en la rodilla derecha, que seguramente son originadas por el ácido úrico o por la artritis, suponiendo que sean cosas distintas una de la otra? ¿Que antes era dicharachero por el alcohol y que ahora se ha vuelto melancólico, que seguramente ha sido en realidad siempre su verdadero estado natural? ¿Qué les puede decir a sus padres? ¿Que todo se acaba?
La visita va transcurriendo con cierta monotonía y llegan incluso a acordarse, en parte a causa del tedio que domina la reunión, del ya lejano día de 1959 en el que el general Eisenhower se dignó visitar España y acabó con el aislamiento internacional del régimen del dictador Franco. Aquel día, su padre lo vivió con un entusiasmo desbordado, no a causa de la batalla diplomática ganada por el maldito general gallego, sino por el hecho de que Estados Unidos, vencedores del nazismo, se hubieran aproximado por fin a la desahuciada España. Es uno de los primeros recuerdos importantes de su vida. De aquel día se acuerda sobre todo del momento en que su madre preguntó a su padre a qué venía tan «exagerado entusiasmo» por la visita del presidente norteamericano.
—¿Entusiasmo qué es? —preguntó el niño.
Se acordará siempre de los términos exactos de esa pregunta, porque —apocado como era a esa edad— es la primera que hizo en su vida. De la segunda pregunta de su vida también se acuerda, aunque no está tan seguro de cómo la formuló. Sabe, en todo caso, que estaba relacionada con su nombre, Samuel, y con lo que le habían dicho algunos profesores y niños en la escuela. Su padre le explicó que era judío sólo por parte de su madre y que como ella se había convertido al catolicismo meses después de que él naciera, debía tranquilizarse —eso le dijo: tranquilizarse— y considerarse hijo de católicos, sin más.
Ahora su padre, como en las anteriores ocasiones en las que hablaron de aquella visita de Eisenhower, niega que se hubiera sentido tan entusiasmado aquel día, y dice que es un equívoco creado por su madre, que pensó que estaba exageradamente exaltado ante la visita del presidente americano. También niega que durante un tiempo su película preferida fuera
Alta sociedad
de Charles Walters, con Bing Crosby, Grace Kelly y Frank Sinatra. La vieron, por lo menos, tres veces, a finales de los años cincuenta, y recuerda que a su padre aquella película siempre le ponía de un humor excelente: le gustaba con locura todo lo que llegaba de los Estados Unidos; le fascinaba el cine y el
glamour
de las imágenes que llegaban de allí; le atraía la vida que seres humanos como ellos llevaban allí en aquel lugar que entonces parecía tan alejado como inaccesible. Y es muy posible que precisamente haya heredado de él, de su padre, esa fascinación por el Nuevo Mundo, por el encanto lejano de aquellos lugares que entonces parecían tan inalcanzables, quizá porque parecía que allí vivían las personas más felices de la tierra.
Hablan hoy de aquella visita de Eisenhower y de
Alta sociedad
y del desembarco de Normandía, pero su padre, una y otra vez, niega con obstinación que sintiera tanto entusiasmo. Cuando ya parece que, con tal de no encallarse en el tema, regresarán pronto sus padres a la cuestión de Lyon, cae la tarde con una gran y extraña rapidez en Barcelona, oscurece muy deprisa y acaba llegando una sorprendente tromba de agua, acompañada de gran aparato eléctrico. Cae justo en el momento en que se disponía a marcharse ya de la casa.
Estruendo espantoso de un solitario trueno. Cae el agua con desconocida rabia y fuerza sobre Barcelona. Le llega de pronto una sensación de encierro y al mismo tiempo de ser más que capaz de atravesar las paredes. En algún lugar, al margen de uno de sus pensamientos, descubre una oscuridad que le cala los huesos. No le extraña demasiado, está acostumbrado a que esto pase en casa de sus padres. Lo más probable es que en esa oscuridad se haya aposentado, hace unos momentos, uno de los numerosos fantasmas húmedos —tranquilos fantasmas de algunos antepasados— que habitan este oscuro entresuelo.
Quiere olvidarse del espectro doméstico que le cala los huesos, y va hacia la ventana y ve entonces a un joven que sin paraguas y bajo la lluvia, plantado en medio mismo de la calle Aribau, parece estar espiando la casa. Puede que se trate de un fantasma superior. Y, en cualquiera de los casos, el joven es sin duda un fantasma del exterior, nada precisamente familiar. Intercambia con él un par de miradas. De aspecto que parece hindú, el joven lleva una chaqueta estilo Nehru, color azul eléctrico y botones dorados por toda la pechera. ¿Qué estará haciendo ahí y por qué viste así? Viendo que han abierto el semáforo y de nuevo suben por Aribau los coches, el desconocido termina de cruzar hasta la otra acera. ¿Es realmente una chaqueta estilo Nehru la que lleva? Tal vez sólo sea una americana a la moda, pero no está del todo claro. Únicamente alguien como él, que ha sido siempre tan atento lector de periódicos y que tiene ya una respetable edad, puede acordarse de personas como ese político de otros días, aquel hombre llamado Srî Pandit Jawâharlâl Nehru, líder indio del que hace cuarenta años se oía hablar mucho, y ahora nada.
Su padre de repente se revuelve en el sillón y, en un tono lúgubre, como si le estuviera consumiendo una febril melancolía, dice que le gustaría que alguien se lo explicara. Y lo repite dos veces, muy angustiado, jamás le había visto tan tenebroso: le gustaría que alguien se lo explicara.
—¿El qué, padre?
Cree Riba que se está refiriendo a los inmensos truenos, y con paciencia se pone a explicarle el origen y causas de ciertas tempestades. Pero pronto nota que suena ridículo lo que le dice y que, además, su padre le está mirando como a un estúpido. Hace una trágica pausa y la pausa se eterniza, ya no puede seguir hablando. Quizá ahora podría decidirse a contarles algo de Lyon. Incluso, tal como están las cosas, podría resultar oportuna una maniobra de distracción y que les hablara de la teoría literaria allí forjada y también que, inventando un poco, les dijera que escribió esa teoría en un papel de fumar y luego se la fumó. Sí, que les contara cosas así. O bien que, para enturbiarlo todo aún más, les hiciera esa pregunta que hace ya años que no les hace: «¿Por qué mamá se pasó a la religión católica? Necesito una explicación.»
Sabe que es inútil, que no contestarán nunca a eso.
También podría hablarles de Julien Gracq y de aquel día en que fue a visitarlo y salió con el escritor al balcón de su casa de Sion y éste se dedicó a contemplar los rayos y, con especial atención, lo que llamaba
desencadenamiento de energía equivocada
.
Su padre interrumpe la larga pausa para decirle, con una sonrisa de suficiencia, que está perfectamente informado de la existencia de esas nubes altocúmulos y de todo lo demás, pero que en ningún momento ha querido que le contara cosas que ya aprendió en su lejana etapa de escolar.
Sigue un nuevo silencio, aún más largo esta vez. Pasa el tiempo con una lentitud extraordinaria. Mezclados con la lluvia y con el desencadenamiento de energía equivocada, se oyen a la perfección los latidos del reloj de pared que, cuando estaba en otro cuarto de esta casa, fue testigo de su nacimiento, muy pronto hará sesenta años. Están todos de repente casi inmóviles, casi tiesos, exageradamente adustos. Y, como de costumbre, nada exuberantes, muy catalanes, a la expectativa de no se sabe qué, pero esperando. Se han adentrado en la más tensa de todas las esperas de su vida, como esperando al trueno que tiene que llegar. Están los tres ahora de repente completamente inmóviles, más a la expectativa que nunca. Sus padres son escandalosamente ancianos, eso está más que a la vista. No es extraño que no se enteren de que ya no tiene la editorial y de que la gente se acerca menos a él que antes.
—Yo hablaba del misterio —dice su padre.
Otra larga pausa.
—De la dimensión insondable.
Una hora después, ha dejado ya de llover. Se dispone a escapar de la encerrona en el entresuelo paterno cuando su madre le pregunta, casi inocentemente:
—¿Y ahora qué planes tienes?
Se queda callado, no esperaba la pregunta. No tiene ningún plan en perspectiva, ni una maldita invitación a algún congreso de editores; ninguna presentación de un libro en la que caerse muerto; ninguna otra teoría literaria para escribir en un cuarto de Lyon; nada, pero es que nada de nada.
—Ya veo que no tienes planes —dice su madre.
Golpeado en su amor propio, permite que Dublín acuda en su auxilio. Se acuerda del extraño y asombroso sueño que tuvo en el hospital cuando cayó gravemente enfermo hace dos años: un largo paseo por las calles de la capital irlandesa, ciudad en la que no ha estado nunca, pero que en el sueño conocía perfectamente, como si hubiera vivido allí otra vida. Nada le asombró tanto como la extraordinaria precisión de los múltiples detalles. ¿Eran detalles del Dublín real, o simplemente parecían verdaderos a causa de la intensidad inigualable del sueño? Cuando despertó, seguía sin saber nada de Dublín, pero tenía la extraña certeza absoluta de haber estado paseando por las calles de esa ciudad durante largo rato y le resultaba imposible olvidar el único momento difícil del sueño, aquel en el que la realidad se volvía extraña y conmovedora: el instante en el que su mujer descubría que él había vuelto a beber, allí, en un bar de Dublín. Se trataba de un momento duro, intenso como ningún otro dentro de aquel sueño. A la salida del pub Coxwold, sorprendido por Celia en su indeseada nueva incursión alcohólica, se abrazaba conmovido a ella, y terminaban llorando los dos, sentados en el suelo de una acera de un callejón de Dublín. Lágrimas para la situación más desconsolada que hasta aquel día había vivido en un sueño.
—Dios mío, ¿por qué regresaste a la bebida? —decía Celia.
Momento duro, pero también raro, relacionado tal vez con el hecho de haberse recuperado del colapso físico y haber vuelto a nacer. Momento duro y extraño, como si hubiera un signo oculto y portador de algún mensaje detrás de aquel patético llanto de los dos. Momento singular por lo especialmente intensa que se volvía la intensidad misma del sueño en ese tramo —una intensidad que sólo había conocido anteriormente cuando en ciertas ocasiones, de un modo recurrente, había soñado que era feliz porque estaba en el centro del mundo, porque estaba en Nueva York— y porque de golpe, casi brutalmente, sentía que estaba ligado a Celia más allá de esta vida, un sentimiento intransmisible e indemostrable, pero tan fuerte y tan personal como verdadero. Momento que fue como una punzada, como si por primera vez en su vida sintiera que estaba vivo. Momento muy delicado, porque le pareció que contenía en sí mismo —como si el soplo de aquel sueño procediera de otra mente— un mensaje oculto que le situaba a un solo paso de una gran revelación.
—Mañana podríamos ir a Cork —le decía Celia.
Y ahí acababa todo. Como si la revelación les estuviera esperando en la ciudad portuaria de Cork, al sur de Irlanda.
¿Qué revelación?
Su madre carraspea impaciente al ver que está tan pensativo. Y Riba ahora teme que lea su pensamiento —siempre ha sospechado que, por tratarse de su madre, lo lee perfectamente— y descubra que su pobre hijo está predestinado a volver a entregarse a la bebida.
—Preparo un viaje a Dublín —dice Riba, ya sin darle más vueltas.
Hasta este preciso instante, habían sido más bien es casas, por no decir ninguna, las ocasiones en las que se le había pasado por la cabeza ir algún día a Dublín. No dominar el inglés le echó siempre atrás. Para los negocios, le bastó siempre con la feria de Frankfurt. A la feria de Londres enviaba a Gauger, el secretario, que resultó siempre providencial en los momentos en que el idioma inglés se hacía imprescindible. Pero tal vez ahora ha llegado el momento de que todo cambie. ¿Acaso no cambió para Gauger que, con los ahorros de su vida y con lo que sospecha Riba que le robó, se fue hace dos años a vivir a un gran hotel en la región de Tongariro, en Nueva Zelanda, donde le esperaba su hermanastra? Y, por cierto, ¿no era de Cork aquel joven amante que tuvo Celia antes de conocerle a él?
Su madre pregunta, con bello candor, qué va a hacer a Dublín. Y él le contesta lo primero que se le ocurre: que va el 16 de junio, a dar una conferencia. Sólo cuando ya ha contestado, repara en que en esa fecha se cumple precisamente el 61 aniversario de la boda de sus padres. Y, además, cae también en la cuenta de que el 61 y el 16 parecen las dos caras de un mismo número. El 16 de junio, por otra parte, es el día en que transcurre el
Ulysses
de Joyce, la novela dublinesa por excelencia y una de las cumbres de la era de la imprenta, de la galaxia Gutenberg, la galaxia cuyo ocaso le está tocando vivir de lleno.
—¿De qué va la conferencia? —pregunta su padre.
Breve titubeo.
—De la novela
Ulysses
de James Joyce y del paso de la constelación Gutenberg a la era digital —responde.
Ha sido lo primero que se le ha ocurrido. Después, hace una pausa, y luego, como si le hubiera sido dictado por una voz interior, añade:
—En realidad quieren que hable del fin de la era de la imprenta.
Largo silencio.
—¿Cierran las imprentas? —pregunta su madre.
Sus padres, que no tienen —que él sepa— ni la más remota idea de quién es Joyce y menos aún de qué clase de novela está detrás del título
Ulysses
y a los que, además, les coge desprevenidos el tema del fin de la era de la imprenta, le miran como si acabaran de confirmar que, aun siendo muy beneficioso para su salud, últimamente está muy raro a causa del estado de sobriedad permanente en el que anda sumido desde que hace dos años dejara tan radicalmente el alcohol. Intuye que sus padres están pensando eso y mucho se teme, además, que tengan al pensarlo su parte de razón, pues la sobriedad constante le afecta, para qué engañarse. Está demasiado conectado al pensamiento y a veces desconecta fatalmente unos segundos y da respuestas que debería haber pensado mejor, como la que sobre
Ulysses
y la galaxia Gutenberg acaba ahora mismo de darles.