Mina levantó la mirada y vio dos carruajes de la Policía que salían de Tavistock Street. Cotford saltó de uno de los carruajes, con el sargento Lee detrás.
—Se les requiere para ser interrogados —dijo Lee—. No se muevan.
Varios policías más saltaron del carruaje. Lee dirigió la carga, usando su corpachón para abrir camino entre la multitud.
No había tiempo que perder. Mina empujó a Quincey hacia Holmwood y gritó:
—¡Al caballo!
Holmwood saltó sobre el semental y le descubrió los ojos.
Quincey, desconcertado, gritó:
—¿Qué está pasando?
A modo de respuesta, Holmwood lo agarró del cuello de la camisa y lo subió al caballo.
—¡Deténganlos! —gritó Cotford—. No dejen que escapen.
Holmwood sacó una pistola del bolsillo y disparó al aire, por encima de las cabezas de la multitud. Los mirones gritaron y salieron corriendo. Un agente levantó un rifle y apuntó, con el dedo ya en el gatillo. El sargento Lee levantó el cañón del arma hacia el cielo nocturno.
—¡No dispare a la multitud, idiota!
Holmwood volvió a disparar para abrirse un camino más ancho.
—¿Se ha vuelto loco? —gritó Quincey.
—Hace muchos años, señor Harker —replicó Holmwood con un brillo pícaro en los ojos. Clavó los talones en el costado del semental—. ¡Arre! —El caballo corcoveó y salió al galope en dirección norte hacia Bow Street.
—¡Alto! —bramó Cotford, que levantó la pistola y apuntó a la espalda expuesta de Quincey.
Ahora que la multitud se había separado tenía un disparo franco. Por la expresión de sus ojos, iba a intentarlo.
—¡No! ¡A mi hijo no!
Mina corrió y se interpuso entre el arma y la espalda de Quincey, bloqueando el disparo de Cotford.
—¡Maldita sea! —soltó Cotford, que le gritó a sus hombres—: ¡Tras ellos!
Dos policías iniciaron la persecución a pie mientras Lee y los otros empezaron a volver hacia el carruaje más cercano.
Cotford paró a Price y a otro joven agente, Marrow.
—Alto. Ustedes dos quédense conmigo. —Estaba furioso con aquella mujer—. Gracias, señora Harker: ahora tenemos una identificación definitiva de su hijo. ¿Adónde van?
Mina se levantó.
—No tengo ni la más remota idea. ¿Y qué tiene que ver mi hijo con esto?
Cotford arrugó el rostro, preparándose para desencadenar su furia, cuando un grito desgarrador les sobresaltó. Se volvieron para ver a una mujer que corría por la calle.
—¡Un asesinato! ¡Un asesinato!
Cotford, Price y Marrow arrastraron a Mina al lugar donde el carruaje de Holmwood había chocado.
Era una noche que Londres nunca olvidaría. Un incendio espectacular, un hombre que se salva de las llamas milagrosamente y ahora una mujer asesinada en público, con el corazón atravesado. Cotford examinó el bastón que sobresalía grotescamente del pecho ensangrentado de la mujer muerta.
Dirigiéndose a la multitud, anunció triunfantemente:
—El arma homicida lleva el emblema de la familia Holmwood. —Agarró el brazo de Mina y la giró, exhibiendo su ropa salpicada de sangre—. ¿Haría el favor de contarme cómo se ha manchado tanto de sangre?
—Mi hijo resultó herido en el incendio del teatro.
—Señor, mire esto —exclamó el agente Price al recoger la katana ensangrentada.
Cotford entregó a Mina al agente Marrow e inspeccionó el filo roto. Leyó la inscripción manchada de sangre: «Jonathan Harker. Alianza anglojaponesa».
—Qué amable por su parte usar un arma con el nombre de su marido.
Mina abrió la boca para responder, pero no encontró palabras que pudieran disculparla.
—Quédese tranquila, señora Harker, seré concienzudo. —Cotford sonrió—. Comprobaremos los tipos sanguíneos y estoy seguro de que la sangre que tiene encima y la de esta hoja coinciden. Usted mató a esta mujer. —Se volvió hacia el agente Marrow—. Vaya a buscar al forense. Esta vez no habrá lugar a dudas. Yo mismo supervisaré cómo se recogen las pruebas.
Mina se esforzó en mantener una expresión que no dejara traslucir emoción alguna, pero temía que pronto se encontraría colgando de la horca.
La condesa Erzsébet Báthory se elevaba sobre la cúpula de cobre verde, enfrente de las ruinas del Lyceum Theatre. El humo se alzaba y le traía el aroma tóxico de carne humana quemada. Desde su posición privilegiada observó los movimientos de los diferentes participantes de aquel juego macabro. Arthur Holmwood y el chico parecían haber sacrificado a la mujer para asegurarse la huida. ¡Menuda caballerosidad! El inspector Cotford había seguido el rastro de migas que ella había dejado para él. Su estrategia estaba funcionando tal y como había esperado. Se maravilló de la simplicidad de la mente humana. ¡Qué fácil era manipular a los humanos! No era de extrañar que Dios eligiera ponerlos por encima del resto de sus criaturas.
Una risa salvaje empezó en sus entrañas, subió por su cuerpo y explotó en su boca. Ella era realmente un ser supremo. Al final de aquella noche, su juego habría concluido. Los perdedores estarían muertos y ella obtendría otra victoria sobre Dios. Su supervivencia estaba asegurada. Sin lugar a dudas, era la que mejor se adaptaba al medio.
Báthory miró a las ruinas en llamas del Lyceum Theatre, deleitándose en su victoria sobre Basarab.
—Buenas noches, dulce príncipe.
Dicho esto, se adentró en la noche. Ya pensaba en el trabajo que aún le quedaba por hacer.
L
os dedos de Quincey eran como ganchos de hierro, sujetándose con fuerza al abrigo de Arthur Holmwood y aguantándose a duras penas sobre el lomo desnudo del caballo. Los silbatos de la Policía resonaban a través de un laberinto de calles. Pasaron junto a un vehículo de bomberos. Los hombres de a bordo señalaron y el conductor hizo sonar la campana para alertar a la Policía. Sin un momento de vacilación, Holmwood tiró de las riendas y cambió abruptamente de dirección. Quincey, que resbaló hacia atrás y estuvo a punto de caer sobre los adoquines, se sentía impotente, muy lejos de lo que había deseado ser: el guerrero gallardo que se enfrentaba al mal.
Quincey miró por encima del hombro de Holmwood y vio un vehículo de Policía acelerando hacia ellos. Una vez más, Holmwood tiró de las riendas y el corcel se desvió y galopó por Alexandra Gate hasta Hyde Park. El automóvil no podría seguirlos por el estrecho Buck Hill Walk. La tecnología tenía sus limitaciones.
Se detuvieron en el lago Serpentine. Quincey relajó el agarre por primera vez en quince kilómetros. Los ojos de Holmwood examinaron el parque en pos de la mejor ruta de escape.
—Hemos de encontrar un camino por el que pasar desapercibidos, y dar con Van Helsing.
—Ese loco amenazó mi vida —despotricó Quincey—. No pienso acercarme a él.
—No sea crío. Van Helsing ha visto a Drácula. Necesitamos su ayuda.
—La Policía está por todas partes, y ni siquiera sabemos dónde se esconde ese cabrón.
Holmwood sacó un telegrama doblado del bolsillo de su chaqueta y se lo mostró.
—Estaba en el Great Eastern Hotel. Todo lo que necesitamos para encontrarlo está en este tele… —Se detuvo de repente, al escuchar algo, todavía tenue en la distancia.
Quincey tenía la misma sensación inquietante que cuando había sobrevivido al derrumbe del teatro. Definitivamente, algo le estaba ocurriendo a su cuerpo, y no sabía lo que era. Reconoció el sonido que se acercaba mucho antes que Holmwood.
—¡Perros!
—Sabuesos —añadió Holmwood al cabo de un rato.
Para sorpresa de Quincey, en lugar de galopar, Holmwood desmontó y bajó a Quincey con él.
—¿Qué está haciendo? ¡No lo lograremos si vamos a pie!
—Un caballo puede ser rápido, pero decididamente no es un animal valiente. A la primera que vea un perro que ladre, se asustará y los dos nos caeremos de culo. —Dio un grito, golpeó el trasero del caballo y lo observó mientras éste se alejaba al galope por el parque—. Sígame —susurró.
Salió hacia el norte con Quincey a la zaga. En un punto se detuvo a quebrar una rama y caminó hacia atrás, limpiando sus huellas, dejando sólo el rastro del caballo hacia el este.
—Nuestro aroma viajará en ambas direcciones. Como mucho retrasará a nuestros perseguidores; pero, como mínimo, los dividirá.
Quincey se sentía como un niño sin preparación jugando a los soldados. Qué estúpido había sido al pensar que podía ser una suerte de guerrero. Siguió los pasos de Holmwood, más impresionado con la perspicacia de su compañero de batalla a cada segundo que pasaba.
Los dos hombres salieron del parque, cruzaron Bayswater Road y se dirigieron a la estación de Paddington. A Quincey no le sorprendió ver que las entradas a la estación estaban repletas de Policía. Se subieron los cuellos al cruzar Praed Street. Un teléfono que sonaba en una cabina azul llamó la atención de los agentes.
Uno de ellos sacó una llave de su bolsillo y abrió la cabina. A Quincey le quedó dolorosamente claro que la tecnología estaba ayudando a difundir la noticia de su huida más deprisa de lo que ellos podían correr.
Unos ladridos distantes le llamaron la atención. La táctica de Holmwood había fracasado. Los sabuesos aún seguían sobre su pista. La Policía de la estación estaba ahora completamente alerta, buscando en todas direcciones. Holmwood agarró a Quincey del brazo y lo apartó de la estación; se desviaron hacia los terrenos adjuntos al hospital. La gente se agolpaba fuera, preocupada por los seres queridos que se hallaban en el interior. Quincey se dio cuenta de que Holmwood estaba apostando sus vidas a que estuvieran demasiado preocupados por sus propias aflicciones como para fijarse en dos fugitivos que se colaban entre ellos. Trataron de caminar lo más lenta y despreocupadamente posible para no levantar sospechas mientras el ladrido de los perros se acercaba cada vez más. Los familiares miraron a su alrededor, interrumpidas sus cavilaciones. Su instinto de supervivencia le decía a Quincey que corriera.
Holmwood lo sujetó fuerte.
—¡No! —le dijo entre dientes.
—Nunca lo conseguiremos caminando como si nada por las calles. La Policía está por todas partes.
—No vamos a ir por las calles —replicó su compañero—. Vamos a ir por debajo de las calles.
Al cabo de un momento, Quincey perdió pie de repente y se cayó; a punto estuvo de meter la cara en un agua de olor nauseabundo. Se encontró delante de un pequeño canal urbano. Holmwood descendió tras él y, sin un momento de vacilación, marchó por el agua pútrida a pesar de que llevaba sus mejores zapatos de piel. Miró atrás a Quincey, con expectación. Quincey observó el canal. Apestaba a suciedad y a excrementos humanos.
Los ladridos se oían con más fuerza. La Policía se estaba acercando rápidamente.
—El hedor de las cloacas les hará perder el rastro —susurró Holmwood—. Vamos. Ahora.
Quincey se tapó la nariz y la boca para protegerse de la pestilencia y lo siguió. Se suponía que eran los héroes quienes perseguían a los villanos, pero allí estaban, cubiertos de suciedad y perseguidos por los perros.
La fortuna finalmente parecía favorecerlos: al doblar una curva descubrieron una barca que habían abandonado en la costa. El nombre estaba grabado con plantilla en el lateral y desgastado por los elementos: Consejo de Fomento Metropolitano. Echaron la barca al agua. Holmwood cogió el único remo y empezó a bogar. Al acercarse al paso subterráneo de Warwick, sorprendió a Quincey al virar a la derecha en lugar de hacerlo a la izquierda, lo que los habría llevado al oeste y lejos de la ciudad.
—Es hacia el otro lado.
Arthur le lanzó una mirada.
—Van Helsing afirmaba en su telegrama que Drácula lo había atacado en su habitación del Great Eastern Hotel. La siguiente frase es la clave: «Renfield es mi santuario en la gran casa del santo patrón de los niños. Al lado de la cruz del rey». Van Helsing sigue en la ciudad.
A Quincey no le importaba. Colocó la mano en el remo, frenando el impulso de Holmwood.
—Deberíamos huir mientras podamos. Siempre podemos volver cuando las cosas se calmen.
Una especie de fuego pareció arder tras los ojos de Arthur. Su mirada transmitía valentía, pero también locura. Quincey recordó la mirada que había visto en los ojos de Van Helsing.
Holmwood le apartó la mano del remo y continuó bogando hacia la ciudad.
Al cabo de un rato, reparó en un borboteo procedente de debajo de su asiento. Por supuesto: habían abandonado la barca porque tenía una fuga. Quincey miró el agua pútrida que llenaba la barca y miró a su alrededor en busca de algo con lo que achicarla. No había nada. Aguantando la respiración y tragándose el vómito, juntó las manos y echó agua por los lados, pero se filtraba más deprisa de lo que él podía achicar.
Holmwood remaba lo más rápidamente que podía. Pasaron sin ser vistos por varios túneles bajo las calles del canal que rodeaba Regent’s Park.
—Debería haberme apuntado al maldito equipo de remo de Oxford en lugar de al de esgrima —murmuró.
Quincey enseguida se dio cuenta de que la embarcación no iba a mantenerse a flote mucho tiempo más. El agua ya les llegaba por encima de los tobillos. Holmwood, que había llegado a la misma conclusión, maniobró y condujo el bote fuera del túnel y salió de nuevo a la superficie. Abandonaron la embarcación junto al almacén de la fábrica de gas. Holmwood caminaba con paso firme hacia el sur, chapoteando con los zapatos empapados. Se acongojó al ver un zarcillo de humo verde serpenteante que se deslizaba por el cielo nocturno. El Lyceum todavía estaba ardiendo, y lo haría durante días. El fuego había destruido sus sueños junto con el teatro. Basarab nunca podría responder las muchas preguntas que quería hacerle. ¡Basarab! Quincey no estaba seguro de si debía llorar o maldecir a su mentor. Había muchas preguntas ardiendo en su corazón, y las respuestas se habían perdido en las llamas. Se sentía arruinado y viejo. La muerte se estaba acercando, podía sentirlo.
Al cabo de un rato se dio cuenta de que Holmwood lo estaba llevando hacia la estación de Saint Pancras.
—¿Ha dicho que Van Helsing sigue en la ciudad? —preguntó Quincey.
—El telegrama dice: «la casa grande del santo patrón de los niños». Van Helsing se ha trasladado ahora al Midland Grand Hotel. El que está encima de la estación de Saint Pancras. San Pancracio es el santo patrón de los niños y está al lado de la estación de King’s Cross.
Quincey no compartía el entusiasmo de su compañero por averiguar lo que les había querido indicar Van Helsing. Para llegar al hotel, aún tenían que pasar esas dos estaciones, que seguramente estarían repletas de policías.