19 de septiembre.
Toda la noche pasada durmió precariamente, sintiendo siempre miedo de dormirse y aparentando estar un poco más débil cada vez que despertaba. El profesor y yo nos turnamos en la vigilancia, y no la dejamos ni un solo momento sin atender. Quincey Morris no dijo nada acerca de su intención, pero yo sé que toda la noche se estuvo paseando alrededor de la casa.
Cuando llegó el día, su esclarecedora luz mostró los estragos en la fortaleza de la pobre Lucy. Apenas si era capaz de volver su cabeza, y los pocos alimentos que pudo tomar parecieron no hacer ningún provecho. Por ratos durmió, y tanto van Helsing como yo anotamos la diferencia en ella, mientras dormía y mientras estaba despierta.
Mientras dormía se veía más fuerte, aunque más trasnochada, y su respiración era más suave; su abierta boca mostraba las pálidas encías retiradas de los dientes, que de esta manera positivamente se veían más largos y agudos que de costumbre; al despertarse, la suavidad de sus ojos cambiaba evidentemente la expresión, pues se veía más parecida a sí misma, aunque agonizando. Por la tarde preguntó por Arthur, y nosotros le telegrafiamos. Quincey fue a la estación a encontrarlo.
Cuando llegó ya eran cerca de las seis de la tarde y el sol se estaba ocultando con todo esplendor y colorido, y la luz roja fluía a través de la ventana y le daba más color a las pálidas mejillas. Al verla, Arthur simplemente se ahogó de emoción, y ninguno de nosotros pudo hablar. En las horas que habían pasado, los períodos de sueño, o la condición comatosa que simulaba serlo, se habían hecho más frecuentes, de tal manera que las pausas durante las cuales la conversación era posible se habían reducido. Sin embargo, la presencia de Arthur pareció actuar como un estimulante; se reanimó un poco y habló con él más lúcidamente de lo que lo había hecho desde nuestra llegada. Él también se dominó y habló tan alegremente como pudo, de tal manera que se hizo lo mejor.
Va a dar la una de la mañana, y él y van Helsing están sentados con ella. Yo los relevaré dentro de un cuarto de hora, y estoy consignando esto en el fonógrafo de Lucy.
Tratarán de descansar hasta las seis. Temo que mañana se termine nuestra vigilancia, pues la impresión ha sido demasiado grande; la pobre chiquilla no se puede reanimar.
Dios nos ayude a todos.
17 de septiembre
Mi querida Lucy:
Me parece que han pasado siglos desde que tuve noticias de ti, o más bien desde que te escribí. Sé que me perdonarás por todas mis faltas cuando hayas leído las noticias que te voy a dar. Bien, pues traje a mi marido de regreso en buenas condiciones; cuando llegamos a Exéter nos estaba esperando un carruaje, y en él, a pesar de tener un ataque de gota, el señor Hawkins nos llevó a su casa, donde había habitaciones para nosotros, todas arregladas y cómodas, y cenamos juntos. Después de cenar, el señor Hawkins dijo:
—Queridos míos, quiero brindar por vuestra salud y prosperidad, y que todas las bendiciones caigan sobre vosotros dos. Os conozco desde niños, y he visto, con amor y orgullo, como crecíais. Ahora deseo que hagáis vuestro hogar aquí conmigo. Yo no dejo tras de mí ni descendientes ni hijos; todos se han ido, y en mi testamento os instituyo herederos universales.
Yo lloré, Lucy querida, mientras Jonathan y el anciano señor Hawkins se estrechaban las manos. Tuvimos una velada muy, muy feliz.
Así es que aquí estamos, instalados en esta bella y antigua casa, y tanto desde mi dormitorio como desde la sala puedo ver muy cerca los grandes olmos de la catedral, con sus fuertes troncos erectos contra las viejas piedras amarillas de la catedral, y puedo escuchar a las cornejas arriba graznando y cotorreando, chismorreando a la manera de las cornejas… y de los humanos. Estoy muy ocupada, y no necesito decírtelo, arreglando cosas y haciendo trabajos del hogar. Jonathan y el señor Hawkins pasan ocupados todo el día; pues ahora que Jonathan es su socio, el señor Hawkins quiere que sepa todo lo concerniente a sus clientes.
¿Cómo sigue tu querida madre? Yo desearía poder ir a la ciudad durante uno o dos días para verte, querida, pero no me atrevo a ir todavía, con tanto trabajo sobre mis espaldas; y Jonathan todavía necesita que lo cuiden. Está comenzando a cubrir con carne sus huesos otra vez, pero estaba terriblemente debilitado por la larga enfermedad; incluso ahora algunas veces despierta sobresaltado de su sueño de una manera repentina, y se pone a temblar hasta que logro, con mimos, que recobre su placidez habitual. Sin embargo, gracias a Dios estas ocasiones son cada vez menos frecuentes a medida que pasan los días, y yo confío en que con el tiempo terminarán por desaparecer del todo. Y ahora que te he dado mis noticias, déjame que pregunte por las tuyas. ¿Cuándo vas a casarte, y dónde, y quién va a efectuar la ceremonia, y qué vas a ponerte? ¿Va a ser una ceremonia pública, o privada? Cuéntame todo lo que puedas acerca de ello, querida; cuéntame todo acerca de todo, pues no hay nada que te interese a ti que no me sea querido a mí. Jonathan me pide que te envíe sus «respetuosos saludos», pero yo no creo que eso esté a la altura del socio juvenil de la importante firma Hawkins & Harker; y así como tú me quieres a mí, y él me quiere a mí, y yo te quiero a ti con todos los modos y tiempos del verbo, simplemente te envío su «cariño». Adiós, mi queridísima Lucy, y todas las bendiciones para ti.
Tu amiga,
M
INA
H
ARKER
Estimado señor:
En obsequio de sus deseos envío adjunto un informe sobre las condiciones de todo lo que ha quedado a mi cargo… En relación con el paciente, hay algo más que decir. Ha tenido otro intento de escapatoria, que hubiera podido tener un final terrible, pero que, como sucedió, afortunadamente, no llegó al desenlace trágico que se esperaba.
Esta tarde, un carruaje con dos hombres llegó a la casa vacía cuyos terrenos colindan con los nuestros, la casa hacia la cual, usted recordará, el paciente se escapó en dos ocasiones. Los hombres se detuvieron ante el portón para preguntarle al portero por el camino, ya que eran forasteros. Yo mismo estaba viendo por la ventana del estudio, mientras fumaba después de la cena, y vi como uno de los hombres se acercaba a la casa. Al pasar por la ventana del cuarto de Renfield, el paciente comenzó a retarlo desde adentro y a llamarlo por todos los nombres podridos que pudo poner en su lengua. El hombre, que parecía un tipo decente, se limitó a decirle que «cerrara su podrida boca de mendigo», ante lo cual nuestro recluso lo acusó de robarle y querer matarlo, y agregó que frustraría sus planes aunque lo colgaran por ello. Yo abrí la ventana y le hice señas al hombre para que no tomara en serio las cosas, por lo que él se contentó con echar un vistazo por el lugar, quizá para hacerse una idea sobre la clase de sitio al que había ido a dar. Y luego dijo: «Dios lo bendiga, señor; yo no me altero por lo que me digan en una casa de locos como esta. Usted y el director más bien me dan lástima por tener que vivir en una casa con una bestia salvaje como esa». Luego preguntó por el camino con bastante cortesía, y yo le indiqué dónde quedaba el portón de la casa vacía; se alejó, seguido de amenazas e improperios de nuestro hombre. Bajé a ver si podía descubrir la causa de su enojo, ya que habitualmente a un hombre correcto, y con excepción de los periodos violentos nunca le ocurre nada parecido. Para mi asombro, lo encontré bastante tranquilo y comportándose de la manera más cordial. Traté de hacerlo hablar sobre el incidente, pero él me preguntó suavemente que de qué estaba hablando, y me condujo a creer que había olvidado completamente el asunto. Era, sin embargo, lamento tener que decirlo, sólo otra instancia de su astucia, pues media hora después tuve noticias de él otra vez. En esta ocasión se había escapado otra vez de la ventana de su cuarto, y corría por la avenida. Llamé a los asistentes para que me siguieran y corrí tras él, pues temía que estuviera intentando hacer alguna treta. Mi temor fue justificado cuando vi que por el camino bajaba el mismo carruaje que había pasado frente a nosotros anteriormente, cargado con algunas cajas de madera. Los hombres se estaban limpiando la frente y tenían las caras encendidas, como si acabaran de hacer un violento ejercicio. Antes de que pudiera alcanzarlo, el paciente corrió hacia ellos y, tirando a uno de ellos del carruaje, comenzó a pegar su cabeza contra el suelo. Si en esos momentos no lo hubiera sujetado, creo que habría matado a golpes al hombre allí mismo. El otro tipo saltó del carruaje y lo golpeó con el mango de su pesado látigo. Fue un golpe terrible, pero él no pareció sentirlo, sino que agarró también al hombre y luchó con nosotros tres tirándonos para uno y otro lado como si fuésemos gatitos. Usted sabe muy bien que yo no soy liviano, y los otros dos hombres eran fornidos. Al principio luchó en silencio, pero a medida que comenzamos a dominarlo, y cuando los asistentes le estaban poniendo la camisa de fuerza, empezó a gritar: «Yo lo impediré. ¡No podrán robarme! ¡No me asesinarán por pulgadas! ¡Pelearé por mi amo y señor!», y toda esa clase de incoherentes fruslerías. Con bastante dificultad lograron llevarlo de regreso a casa y lo encerramos en el cuarto de seguridad. Uno de los asistentes, Hardy, tiene un dedo lastimado. Sin embargo, se lo entablilló bien, y está mejorando. En un principio, los dos cocheros gritaron fuertes amenazas de acusarnos por daños, y prometieron que sobre nosotros lloverían todas las sanciones de la ley. Sin embargo, sus amenazas estaban mezcladas con una especie de lamentación indirecta por la derrota que habían sufrido a manos de un débil loco. Dijeron que si no hubiese sido por la manera como habían gastado sus fuerzas en levantar las pesadas cajas hasta el carruaje, habrían terminado con él rápidamente. Dieron otra razón de su derrota: el extraordinario estado de sequía a que habían sido reducidos por la naturaleza misma de su ocupación, y la reprensible distancia de cualquier establecimiento de entretenimiento público a que se encontraba la escena de sus labores. Yo entendí bien su insinuación, y después de un buen vaso de grog, o mejor, de varios vasos de la misma cosa, y teniendo cada uno de ellos un soberano en la mano, empezaron a hacer bromas sobre el ataque, y juraron que encontrarían cualquier día a un loco peor que ese sólo por tener el placer de conocer así a «un tonto tan encantador» como el que esto escribe. Anoté sus nombres y direcciones, en caso de que los necesitemos. Son los siguientes: Jack Smollet, de Dudding’s Rents, King George’s Road. Great Walworth, y Thomas Snelling, Peter Farley’s Row, Guide Court, Bethnal Green. Ambos son empleados de Harris e Hijos, Compañía de Mudanzas y Embarques, Orange Master’s Yard, Soho.
Le informaré de cualquier asunto de interés que ocurra aquí, y le telefonearé inmediatamente en caso de que suceda algo de importancia.
Quedo de usted, estimado señor, su atento servidor,
P
ATRICK
H
ENNESSEY
18 de septiembre.
Mi queridísima Lucy:
Hemos sufrido un terrible golpe. El señor Hawkins murió repentinamente. Algunos podrán pensar que esto no es triste para nosotros, pero ambos habíamos llegado a quererlo tanto que realmente parece como si hubiésemos perdido a un padre.
Yo nunca conocí ni a mi padre ni a mi madre, de tal manera que la muerte de este querido anciano ha sido un verdadero golpe para mí. Jonathan está también muy abatido. No sólo se siente triste, muy triste, por el querido viejo que le ha ayudado tanto en su vida, y que ahora al final lo ha tratado como si fuera su propio hijo y le ha dejado una fortuna que para gente de nuestro modesto origen es una riqueza más allá de los sueños de avaricia. Jonathan siente también otra cosa: dice que la gran responsabilidad que recae sobre él lo pone nervioso. Empieza a dudar de sí mismo. Yo trato de animarlo, y mi fe en él le ayuda a tener fe en sí mismo. Pero es precisamente en esto como la gran impresión que ha experimentado ejerce más en él. ¡Oh! Es demasiado duro que una naturaleza tan dulce, simple, noble y fuerte como la de él (una naturaleza que le posibilitó, con la ayuda de nuestro amigo, elevarse desde simple empleado hasta el puesto que hoy tiene) se encuentre tan dañada que haya desaparecido la misma esencia de su fuerza. Perdóname, querida, si te importuno con mis problemas en medio de tu propia felicidad; pero, Lucy querida, yo debo hablar con alguien, pues el esfuerzo que hago por mantener una apariencia alegre ante Jonathan me cansa, y aquí no tengo a nadie en quien confiar. Temo llegar a Londres, como debemos hacerlo pasado mañana, pues el pobre señor Hawkins dejó dispuesto en su testamento que deseaba ser enterrado en la tumba con su padre. Como no hay ningún pariente, Jonathan tendrá que presidir los funerales. Trataré de pasar un momento a verte, querida, aunque sólo sea unos minutos. Perdona nuevamente que te cause aflicciones. Con todas las bendiciones, te quiere,
M
INA
H
ARKER
20 de septiembre.
Sólo un gran esfuerzo de voluntad y la costumbre me permiten hacer estas anotaciones hoy por la noche. Me siento demasiado desgraciado, demasiado abatido, demasiado hastiado del mundo y de todo lo que hay en él, incluida la vida misma, de tal manera que no me importaría escuchar en este mismo momento el aleteo de las alas del ángel de la muerte. Y han estado aleteando esas tenebrosas alas últimamente por algún motivo: la madre de Lucy y el padre de Arthur, y ahora…
Continuemos mi trabajo.
Relevé puntualmente a van Helsing en su guardia sobre Lucy. Queríamos que Arthur también se fuese a descansar, pero al principio se negó. Sólo accedió cuando le dije que lo necesitaríamos durante el día para que nos ayudara, y que no debíamos agotarnos todos al mismo tiempo porque Lucy podría sufrir las consecuencias. Van Helsing fue muy amable con él.
—Venga, hijo —le dijo—; venga conmigo. Usted está enfermo y débil y ha tenido muchas tristezas y muchos dolores, asimismo como un desgaste de su fuerza que nosotros conocemos bien. No debe usted estar solo, pues estar solo es estar lleno de temores y alarmas. Venga a la sala, donde hay una buena lumbre y dos sofás. Usted se acostará en uno y yo en el otro, y nuestra compañía nos dará cierto alivio, aun cuando no hablemos, y aun en caso de que durmamos.