Salió otra vez a la puerta del corredor con su maletín, y juntos subimos al cuarto de Lucy. Una vez más yo subí la celosía, mientras van Helsing fue hacia su cama. Esta vez él no retrocedió espantado al mirar el pobre rostro con la misma palidez de cera, terrible, como antes. Sólo puso una mirada de rígida tristeza e infinita piedad.
—Tal como lo esperaba —murmuró, con esa siseante aspiración que significaba tanto.
Sin decir una palabra más fue y cerró la puerta con llave, y luego comenzó a poner sobre la mesa los instrumentos para hacer otra transfusión de sangre. Yo había reconocido su necesidad de inmediato y comencé a quitarme la chaqueta, pero él me detuvo con una advertencia de la mano.
—No —dijo—. Hoy debe usted efectuar la operación. Yo seré el donante. Usted ya está débil.
Y al decir esto, se despojó de su chaqueta y se enrolló la manga de la camisa.
Otra vez la operación; nuevamente el narcótico. Una vez más regresó el color a las mejillas cenizas, y la respiración regular del sueño sano. Esta vez yo la vigilé mientras van Helsing se recluía y descansaba.
Poco después aprovechó una oportunidad para decirle a la señora Westenra que no debía quitar nada del cuarto de Lucy sin consultarlo. Que las flores tenían un valor medicinal, y que respirar su olor era parte del sistema de curación. Entonces se hizo cargo del caso él mismo, diciendo que velaría esa noche y la siguiente, y que me enviaría decir cuándo debería yo venir.
Al cabo de otra hora, Lucy despertó de su sueño, fresca y brillante, y desde luego mirándose mucho mejor de lo que se podía esperar debido a su terrible prueba.
¿Qué significa todo esto? Estoy comenzando a preguntarme si mi larga costumbre de vivir entre locos no estará empezando a ejercer influencia sobre mi propio cerebro.
17 de septiembre.
Cuatro días y noches de paz. Me estoy poniendo otra vez tan fuerte que apenas me reconozco. Es como si hubiera pasado a través de una larga pesadilla, y acabara de despertar para ver alrededor de mí los maravillosos rayos del sol, y para sentir el aire fresco de la mañana. Tengo un ligero recuerdo de largos y ansiosos tiempos de espera y temor; una oscuridad en la cual no había siquiera la más ligera esperanza de hacer menos punzante la desesperación. Y luego, los largos períodos de olvido, y el regreso hacia la vida como un buzo que sale a la superficie después de sumergirse. Sin embargo, desde que el doctor van Helsing ha estado conmigo, todas estas pesadillas parecen haberse ido; los ruidos que solían asustarme hasta sacarme de quicio, el aleteo contra las ventanas, las voces distantes que parecían tan cercanas a mí, los ásperos sonidos que venían de no sé dónde y me ordenaban hacer no sé qué, todo ha cesado. Ahora me acuesto sin ningún temor de dormir. Ni siquiera trato de mantenerme despierta. Me he acostumbrado bastante bien al ajo; todos los días me llega desde Haarlem una caja llena. Hoy por la noche se irá el doctor van Helsing, ya que tiene que estar un día en Ámsterdam. Pero no necesito que me cuiden; ya estoy lo suficientemente bien como para quedarme sola. ¡Gracias a Dios en nombre de mi madre, y del querido Arthur, y de todos nuestros amigos que han sido tan amables! Ni siquiera sentiré el cambio, pues anoche el doctor van Helsing durmió en su cama bastante tiempo. Lo encontré dormido dos veces cuando desperté; pero no temí volver a dormirme, aunque las ramas o los murciélagos, o lo que fuese, aleteaban furiosamente contra los cristales de mi ventana.
Después de muchas pesquisas y otras tantas negaciones, y usando repetidamente las palabras
Gaceta de Pall Mall
como una especie de talismán, logré encontrar al guardián de la sección del Jardín Zoológico en el cual se encuentra incluido el departamento de lobos. Thomas Bilder vive en una de las cabañas detrás del recinto de los elefantes, y estaba a punto de sentarse a tomar el té cuando lo encontré. Thomas y su esposa son gente hospitalaria, y sin niños, y si la muestra de hospitalidad de que yo gocé es el término medio de su comportamiento, sus vidas deben ser bastante agradables. El guardián no quiso entrar en lo que llamó «negocios» hasta que hubimos terminado la cena y todos estábamos satisfechos. Entonces, cuando la mesa había sido limpiada, y él ya había encendido su pipa, dijo:
—Ahora, señor, ya puede adelantarse y preguntarme lo que quiera. Perdonará que me haya negado a hablar de temas profesionales antes de comer. Yo le doy a los lobos, a los chacales y a las hienas en todo nuestra sección su té antes de comenzar a hacerles preguntas.
—¿Qué quiere usted decir con «antes de hacerles preguntas»? —inquirí deseando ponerlo en situación de hablar.
—Golpeándolos sobre la cabeza con un palo es una manera; rascarles en las orejas es otra, cuando algún macho quiere impresionar un poco a sus muchachas. A mí no me importa mucho el barullo, pegarles con un palo antes de meterles su cena, pero espero, por así decirlo, a que se hayan tomado su
brandy
y su café, antes de intentar rascarles las orejas. ¿Sabe usted? —agregó filosóficamente—, hay bastante de la misma naturaleza a nosotros que en esos animales. Aquí está usted, viniendo y preguntando acerca de mi oficio, cuando no tenía yo nada en la barriga. Mi primer intento fue despedirlo sin decirle nada. Ni siquiera cuando usted me preguntó en forma medio sarcástica si quisiera que usted le preguntara al superintendente si usted podía hacerme algunas preguntas. Sin ofenderlo, ¿le dije que se fuera al diablo?
—Sí, me lo dijo.
—Y cuando usted dijo que daría un informe sobre mí por usar lenguaje obsceno, eso fue como si me golpeara sobre la cabeza; pero me contuve: lo hice muy bien. Yo no iba a pelear, así es que esperé por la comida e hice con mi escudilla como hacen los lobos, los leones y los tigres. Pero, que Dios tenga compasión de usted ahora que la vieja me ha metido un trozo de su pastel en la barriga, me ha remojado con su floreciente tetera, y que yo he encendido mi tabaco. Puede usted rascarme las orejas todo lo que quiera, y no dejaré escapar ni un gruñido. Comience a preguntarme. Ya sé a lo que viene: es por ese lobo que se escapó.
—Exactamente. Quiero que usted me dé su punto de vista sobre ello. Sólo dígame cómo sucedió, y cuando conozca los hechos haré que me diga sus opiniones sobre la causa de ellos, y cómo piensa que va a terminar todo el asunto.
—Muy bien, gobernador. Esto que le digo es casi toda la historia. El lobo ese que llamábamos
Bersicker
era uno de los tres grises que vinieron de Noruega para Jamrach, y que compramos hace cuatro años. Era un lobo bueno, tranquilo, que nunca causó molestias de las que se pudiera hablar. Estoy verdaderamente sorprendido de que haya sido él, entre todos los animales, quien haya deseado irse de aquí. Pero ahí tiene, no puede fiarse uno de los lobos, así como no puede uno fiarse de las mujeres.
—¡No le haga caso, señor! —interrumpió la señora Bilder, riéndose alegremente—. Este viejo ha estado cuidando durante tanto tiempo a los animales, ¡que maldita sea si no es él mismo como un lobo viejo! Pero todo lo dice sin mala intención.
—Bien, señor, habían pasado como dos horas después de la comida, ayer, cuando escuché por primera vez el escándalo. Yo estaba haciendo una cama en la casa de los monos para un joven puma que está enfermo; pero cuando escuché los gruñidos y aullidos vine inmediatamente a ver. Y ahí estaba
Bersicker
arañando como un loco los barrotes, como si quisiera salir. No había mucha gente ese día, y cerca de él sólo había un hombre, un tipo alto, delgado, con nariz aguileña y barba en punta. Tenía una mirada dura y fría, y los ojos rojos, y a mí como que me dio mala espina desde un principio, pues parecía que era con él con quien estaban irritados los animales. Tenía guantes blancos de niño en las manos; señaló a los animales, y me dijo:
—Guardián, estos lobos parecen estar irritados por algo.
—Tal vez es por usted —le dije yo, pues no me agradaban los aires que se daba.
No se enojó, como había esperado que lo hiciera, sino que sonrió con una especie de sonrisa insolente, con la boca llena de afilados dientes blancos.
—¡Oh, no, yo no les gustaría! —me dijo.
—¡Oh, sí!, yo creo que les gustaría —respondí yo, imitándolo—. Siempre les gusta uno o dos huesos para limpiarse los dientes después de la hora del té. Y usted tiene una bolsa llena de ellos.
Bien, fue una cosa rara, pero cuando los animales nos vieron hablando se echaron, y yo fui hacia
Bersicker
y él me permitió que le acariciara las orejas como siempre. Entonces se acercó también el hombre, ¡y bendito sea si no él también extendió su mano y acarició las orejas del lobo viejo!
Tenga cuidado —le dije yo—.
Bersicker
es rápido.
No se preocupe —me contestó él—. ¡Estoy acostumbrado a ellos!
—¿Es usted también del oficio? —le pregunté, quitándome el sombrero, pues un hombre que tenga algo que ver con lobos, etc., es un buen amigo de los guardianes.
No —respondió él—, no soy precisamente del oficio, pero he amansado a varios de ellos.
Y al decir esto levantó su sombrero como un lord, y se fue. El viejo
Bersicker
lo siguió con la mirada hasta que desapareció, y luego se fue a echar en una esquina y no quiso salir de ahí durante toda la noche. Bueno, anoche, tan pronto como salió la luna, todos los lobos comenzaron a aullar. No había nada ni nadie a quien le pudieran aullar. Cerca de ellos no había nadie, con excepción de alguien que evidentemente estaba llamando a algún perro en algún lugar, detrás de los jardines de la calle del Parque. Una o dos veces salí a ver que todo estuviera en orden, y lo estaba, y luego los aullidos cesaron. Un poco antes de las doce de la noche salí a hacer una última ronda antes de acostarme y, que me parta un rayo, cuando llegué frente a la jaula del viejo
Bersicker
vi los barrotes quebrados y doblados, y la jaula vacía. Y eso es todo lo que sé.
—¿No hubo nadie más que viera algo?
—Uno de nuestros jardineros regresaba a casa como a esa hora de una celebración, cuando ve a un gran perro gris saliendo a través de las jaulas del jardín. Por lo menos así dice él, pero yo no le doy mucho crédito por mi parte, porque no le dijo ni una palabra del asunto a su mujer al llegar a su casa, y sólo hasta después de la escapada del lobo se conoció; y ya habíamos pasado toda la noche buscando por el parque a
Bersicker
, cuando recordó haber visto algo. Yo más bien creo que el vino de la celebración se le había subido a la cabeza.
—Bien, señor Bilder, ¿y puede usted explicarse la huida del lobo?
—Bien, señor —dijo él, con una modestia un tanto sospechosa—, creo que puedo; pero yo no sé si usted quedará completamente satisfecho con mi teoría.
—Claro que quedaré. Si un hombre como usted, que conoce a los animales por experiencia, no puede aventurar una buena hipótesis, ¿quién es el que puede hacerlo?
—Bien, señor, entonces le diré la manera como yo me explico esto. A mí me parece que este lobo se escapó… simplemente porque quería salir.
Por la manera tan calurosa como ambos, Thomas y su mujer, se rieron de la broma, pude darme cuenta de que ya había dado resultados otras veces, y que toda la explicación era simplemente una treta ya preparada. Yo no podía competir en pillerías con el valeroso Thomas, pero creí que conocía un camino mucho más seguro hasta su corazón, por lo que dije:
—Ahora, señor Bilder, consideraremos que este primer medio soberano ya ha sido amortizado, y este hermano de él está esperando ser reclamado cuando usted me diga qué piensa que va a suceder.
—Tiene usted razón, señor —dijo él rápidamente—. Me tendrá que disculpar, lo sé, por haberle hecho una broma, pero la vieja aquí me guiñó, que era tanto como decirme que siguiera adelante.
—¡Pero…, nunca! —dijo la vieja.
—Mi opinión es esta: el lobo ese está escondido en alguna parte, el jardinero dice que lo vio galopando hacia el norte más velozmente que lo que lo haría un caballo; pero yo no le creo, pues, ¿sabe usted, señor?, los lobos no galopan más de lo que galopan los perros, pues no están construidos de esa manera. Los lobos son muy bonitos en los libros de cuentos, y yo diría cuando se reúnen en manadas y empiezan a acosar a algo que está más asustado que ellos, pueden hacer una bulla del diablo y cortarlo en pedazos, lo que sea. Pero, ¡Dios lo bendiga!, en la vida real un lobo es sólo una criatura inferior, ni la mitad de inteligente que un buen perro; y no tienen la cuarta parte de su capacidad de lucha. Este que se escapó no está acostumbrado a pelear, ni siquiera a procurarse a sí mismo sus alimentos, y lo más probable es que esté en algún lugar del parque escondido y temblando, si es capaz de pensar en algo, preguntándose dónde va a poder conseguirse su desayuno; o a lo mejor se ha retirado y está metido en una cueva de hulla. ¡Uf!, el susto que se va a llevar algún cocinero cuando baje y vea sus ojos verdes brillando en la oscuridad. Si no puede conseguir comida es muy posible que salga a buscarla, y pudiera ser que por casualidad fuera a dar a tiempo a una carnicería.
Si no sucede eso y alguna institutriz sale a pasear con su soldado, dejando al infante en su cochecillo de niño, bien, entonces no estaría sorprendido si el censo da un niño menos. Eso es todo.
Le estaba entregando el medio soberano cuando algo asomó por la ventana, y el rostro del señor Bilder se alargó al doble de sus dimensiones naturales, debido a la sorpresa.
—¡Dios me bendiga! —exclamó—. ¡Allí está el viejo
Bersicker
de regreso, sin que nadie lo traiga!
Se levantó y fue hacia la puerta a abrirla; un procedimiento que a mí me pareció innecesario. Yo siempre he pensado que un animal salvaje nunca es tan atractivo como cuando algún obstáculo de durabilidad conocida está entre él y yo; una experiencia personal ha intensificado, en lugar de disminuir, esta idea.
Después de todo, sin embargo, no hay nada como la costumbre, pues ni Bilder ni su mujer pensaron nada más del lobo de lo que yo pensaría de un perro. El animal mismo era tan pacífico como el padre de todos esos cuentos de lobos, el amigo de otros tiempos de Caperucita Roja, mientras está disfrazado tratando de ganarse su confianza.