—Si usted supiera qué felizmente moriría yo por ella, entonces entendería…
Se detuvo, con una especie de asfixia en la voz.
—¡Bien, muchacho! —dijo van Helsing—. En un futuro no muy lejano estará contento de haber hecho todo lo posible por ayudar a quien ama. Ahora venga y guarde silencio. Antes de que lo hagamos la besará una vez, pero luego debe usted irse: y debe irse a una señal mía. No diga ni palabra de esto a la señora; ¡usted ya sabe cuál es su estado! No debe tener ninguna impresión; cualquier contrariedad la mataría. ¡Venga!
Todos entramos en el cuarto de Lucy. Por indicación del maestro, Arthur permaneció fuera. Lucy volvió la cabeza hacia nosotros y nos miró, pero no dijo nada.
No estaba dormida, pero estaba simplemente tan débil que no podía hacer esfuerzo alguno. Sus ojos nos hablaron; eso fue todo. Van Helsing sacó algunas cosas de su maletín y las colocó sobre una pequeña mesa fuera del alcance de su vista. Entonces, mezcló un narcótico y, acercándose a la cama, le dijo alegremente:
—Bien, señorita, aquí está su medicina. Tómesela toda como una niña buena. Vea; yo la levantaré para que pueda tragar con facilidad. Así.
Hizo el esfuerzo con buen resultado.
Me sorprendió lo mucho que tardó la droga en surtir efecto. Esto, de hecho, era un claro síntoma de su debilidad. El tiempo pareció interminable hasta que el sueño comenzó a aletear en sus párpados. Sin embargo, al final, el narcótico comenzó a manifestar su potencia, y se sumió en un profundo sueño. Cuando el profesor estuvo satisfecho, llamó a Arthur al cuarto y le pidió que se quitara la chaqueta. Luego agregó:
—Puede usted dar ese corto beso mientras yo traigo la mesa. ¡Amigo John, ayúdeme!
Así fue que ninguno de los dos vimos mientras él se inclinaba sobre ella. Entonces, volviéndose a mí, van Helsing me dijo:
—Es tan joven y tan fuerte, y de sangre tan pura, que no necesitamos desfibrinarla.
Luego, con rapidez, pero metódicamente, van Helsing llevó a cabo la operación.
A medida que se efectuaba, algo como vida parecía regresar a las mejillas de la pobre Lucy, y a través de la creciente palidez de Arthur parecía brillar la alegría de su rostro.
Después de un corto tiempo comencé a sentir angustia, pues a pesar de que Arthur era un hombre fuerte, la pérdida de sangre ya lo estaba afectando. Esto me dio una idea de la terrible tensión a que debió haber estado sometido el organismo de Lucy, ya que lo que debilitaba a Arthur apenas la mejoraba parcialmente a ella. Pero el rostro de mi maestro estaba rígido, y estuvo con el reloj en la mano y con la mirada fija ora en la paciente, ora en Arthur. Yo podía escuchar los latidos de mi corazón. Finalmente dijo, en voz baja:
—No se mueva un instante. Es suficiente. Usted atiéndalo a él; yo me ocuparé de ella.
Cuando todo hubo terminado, pude ver cómo Arthur estaba debilitado. Le vendé la herida y lo tomé del brazo para ayudarlo a salir, cuando van Helsing habló sin volverse; el hombre parecía tener ojos en la nuca.
—El valiente novio, pienso, merece otro beso, el cual tendrá de inmediato.
Y como ahora ya había terminado su operación, arregló la almohada bajo la cabeza de la paciente. Al hacer eso, el estrecho listón de terciopelo que ella siempre parecía usar alrededor de su garganta, sujeto con un antiguo broche de diamante que su novio le había dado, se deslizó un poco hacia arriba y mostró una marca roja en su garganta. Arthur no la notó, pero yo pude escuchar el profundo silbido de aire inhalado, que es una de las maneras en que van Helsing traiciona su emoción. No dijo nada de momento, pero se volvió hacia mí y dijo:
—Ahora, baje con nuestro valiente novio, dele un poco de vino y que descanse un rato. Luego debe irse a casa y descansar; dormir mucho y comer mucho, para que pueda recuperar lo que le ha dado a su amor. No debe quedarse aquí. ¡Un momento! Presumo, señor, que usted está ansioso del resultado; entonces lléveselo consigo, ya que de todas maneras la operación ha sido afortunada. Usted le ha salvado la vida esta vez, y puede irse a su casa a descansar tranquilamente, pues ya se ha hecho todo lo que tenía que hacerse. Yo le diré a ella lo sucedido cuando esté bien; no creo que lo deje de querer por lo que ha hecho. Adiós.
Cuando Arthur se hubo ido, regresé al cuarto. Lucy estaba durmiendo tranquilamente, pero su respiración era más fuerte; pude ver cómo se alzaba la colcha a medida que respiraba. Al lado de su cama se sentaba van Helsing, mirándola intensamente. La gargantilla de terciopelo cubría la marca roja. Le pregunté al profesor:
—¿Qué piensa usted de esa señal en su garganta?
—Y usted, ¿qué piensa?
—Yo todavía no la he examinado —respondí, y en ese mismo momento procedí a desabrochar la gargantilla.
Justamente sobre la vena yugular externa había dos pinchazos, no grandes, pero que tampoco presagiaban nada bueno. No había ninguna señal de infección, pero los bordes eran blancos y parecían gastados, como si hubiesen sido maltratados. De momento se me ocurrió que aquella herida, o lo que fuese, podía ser el medio de la manifiesta pérdida de sangre; pero abandoné la idea tan pronto como la hube formulado, pues tal cosa no podía ser. Toda la cama hubiera estado empapada de rojo con la sangre que la muchacha debió perder para tener una palidez como la que había mostrado antes de la transfusión.
—¿Bien? —dijo van Helsing.
—Bien —dije yo—, no me explico qué pueda ser.
Mi maestro se puso en pie.
—Debo regresar a Ámsterdam hoy por la noche —dijo—. Allí hay libros y documentos que deseo consultar. Usted debe permanecer aquí toda la noche, y no debe quitarle la vista de encima.
—¿Debo contratar a una enfermera? —le pregunté.
—Nosotros somos los mejores enfermeros, usted y yo. Usted vigílela toda la noche; vea que coma bien y que nada la moleste. Usted no debe dormir toda la noche. Más tarde podremos dormir, usted y yo. Regresaré tan pronto como sea posible, y entonces podremos comenzar.
—¿Podremos comenzar? —dije yo—. ¿Qué quiere usted decir con eso?
—¡Ya lo veremos! —respondió mi maestro, al tiempo que salía precipitadamente.
Regresó un momento después, asomó la cabeza por la puerta y dijo, levantando un dedo en señal de advertencia: —Recuérdelo: ella está a su cargo. ¡Si usted la deja y sucede algo, no podrá dormir tranquilamente en lo futuro!
8 de septiembre.
Estuve toda la noche sentado al lado de Lucy. El soporífero perdió su efecto al anochecer, y despertó naturalmente; parecía un ser diferente del que había sido antes de la operación. Su estado de ánimo era excelente, y estaba llena de una alegre vivacidad, pero pude ver las huellas de la extrema postración por la que había pasado. Cuando le dije a la señora Westenra que el doctor van Helsing había ordenado que yo estuviese sentado al lado de ella, casi se burló de la idea señalando las renovadas fuerzas de su hija y su excelente estado de ánimo. Sin embargo, me mostré firme, e hice los preparativos para mi larga vigilia. Cuando su sirvienta la hubo preparado para la noche, entré, habiendo entretanto cenado, y tomé asiento al lado de su cama. No hizo ninguna objeción, sino que se limitó a mirarme con gratitud siempre que pude captar sus ojos. Después de un largo rato pareció estar a punto de dormirse, pero con un esfuerzo pareció recobrarse y sacudirse el sueño. Esto se repitió varias veces, con más esfuerzo y pausas más cortas a medida que el tiempo pasaba. Era aparente que no quería dormir, de manera que yo abordé el asunto de inmediato:
—¿No quiere usted dormirse?
—No. Tengo miedo.
—¡Miedo de dormirse! ¿Por qué? Es una bendición que todos anhelamos.
—¡Ah! No si usted fuera como yo. ¡Si el sueño fuera para usted presagio de horror…!
—¡Un presagio de horror! ¿Qué quiere usted decir con eso?
—No lo sé, ¡ay!, no lo sé. Y eso es lo que lo hace tan terrible. Toda esta debilidad me llega mientras duermo; de tal manera que ahora me da miedo hasta la idea misma de dormir.
—Pero, mi querida niña, usted puede dormir hoy en la noche. Yo estaré aquí velando su sueño, y puedo prometerle que no sucederá nada.
—¡Ah! ¡Puedo confiar en usted!
Aproveché la oportunidad, y dije:
—Le prometo que si yo veo cualquier evidencia de pesadillas, la despertaré inmediatamente.
—¿Lo hará? ¿De verdad? ¡Qué bueno es usted conmigo! Entonces, dormiré.
Y casi al mismo tiempo dejó escapar un profundo suspiro de alivio, y se hundió en la almohada, dormida.
Toda la noche estuve a su lado. No se movió ni una vez, sino que durmió con un sueño tranquilo, reparador. Sus labios estaban ligeramente abiertos, y su pecho se elevaba y bajaba con la regularidad de un péndulo. En su rostro se dibujaba una sonrisa, y era evidente que no habían llegado pesadillas a perturbar la paz de su mente.
Temprano por la mañana llegó su sirvienta; yo la dejé al cuidado de ella y regresé a casa, pues estaba preocupado por muchas cosas. Envié un corto telegrama a van Helsing y a Arthur, comunicándoles el excelente resultado de la transfusión. Mi propio trabajo, con todos sus contratiempos, me mantuvo ocupado durante todo el día; ya había oscurecido cuando tuve oportunidad de preguntar por mi paciente zoófago. El informe fue bueno; había estado tranquilo durante el último día y la última noche.
Mientras estaba cenando, me llegó un telegrama de van Helsing, desde Ámsterdam, sugiriéndome que me dirigiera a Hillingham por la noche, ya que quizá sería conveniente estar cerca, y haciéndome saber que él saldría con el correo de la noche y que me alcanzaría temprano por la mañana.
9 de septiembre.
Estaba bastante cansado cuando llegué a Hillingham. Durante dos noches apenas había podido dormir, y mi cerebro estaba comenzando a sentir ese entumecimiento que indica el agotamiento cerebral. Lucy estaba levantada y animosa.
Al estrecharme la mano me miró fijamente a la cara, y dijo:
—Usted no se sentará hoy toda la noche. Está acabado. Yo ya estoy bastante bien otra vez; de hecho, me siento perfectamente, y si alguien va a cuidar a alguien, entonces yo seré quien lo cuide a usted.
No tuve ánimos para discutir, sino que me fui a cenar.
Lucy subió conmigo, y avivado por su encantadora presencia, comí con bastante apetito y me tomé un par de vasos del más excelente oporto. Entonces Lucy me condujo arriba y me mostró un cuarto contiguo al de ella, donde estaba encendido un acogedor fogón.
—Ahora —dijo ella—, usted debe quedarse aquí. Dejaré esta puerta abierta, y también mi puerta. Puede acostarse en el sofá, pues sé que nada podría inducir a un médico a descansar debidamente en una cama mientras hay un paciente al lado. Si quiero cualquier cosa gritaré, y usted puede estar a mi lado al momento.
No pude sino asentir, pues estaba muerto de cansancio, y no hubiera podido mantenerme sentado aunque lo hubiese intentado. Así es que, haciendo que renovara su promesa de llamarme en caso de que necesitase algo, me acosté en el sofá y me olvidé completamente de todo.
9 de septiembre.
Me siento feliz hoy por la noche. He estado tan tremendamente débil, que ser capaz de pensar y moverme es como sentir los rayos del sol después de un largo período de viento del este y de cielo nublado y gris. Arthur se siente muy cerca de mí. Me parece sentir su presencia caliente alrededor de mí. Supongo que es porque la enfermedad y la debilidad vuelven egoísta, y vuelven nuestros ojos internos y nuestra simpatía sobre nosotros mismos, mientras que la salud y la fuerza dan rienda suelta al amor, y en pensamiento y sentimiento puede uno andar donde uno quiera. Yo sé donde están mis pensamientos. ¡Si Arthur lo supiese! Querido mío, tus oídos deben zumbar mientras duermes, tal como me zumban los míos al caminar. ¡Oh, el maravilloso descanso de anoche! Cómo dormí, con el querido, buen doctor Seward vigilándome. Y hoy por la noche no tendré miedo de dormir, ya que está muy cerca y puedo llamarlo. ¡Gracias a todos por ser tan buenos conmigo! ¡Gracias a Dios! Buenas noches, Arthur.
10 de septiembre.
Fui consciente de la mano del profesor sobre mi cabeza, y me desperté de golpe en un segundo. Esa es una de las cosas que por lo menos aprendemos en un asilo.
—¿Y cómo está nuestra paciente?
—Bien, cuando la dejé, o mejor dicho, cuando ella me dejó a mí —le respondí.
—Venga, veamos —dijo él, y juntos entramos al cuarto contiguo.
La celosía estaba bajada, y yo la subí con mucho cuidado mientras van Helsing avanzó, con su pisada blanda, felina, hacia la cama.
Cuando subí la celosía y la luz de la mañana inundó el cuarto, oí el leve siseo de aspiración del profesor, y conociendo su rareza, un miedo mortal me heló la sangre. Al acercarme yo él retrocedió, y su exclamación de horror,
¡Gott in Himmel!
,no necesitaba el refuerzo de su cara doliente. Alzó la mano y señaló en dirección a la cama, y su rostro de hierro estaba fruncido y blanco como la ceniza. Sentí que mis rodillas comenzaron a temblar.
Ahí sobre la cama, en un aparente desmayo, yacía la pobre Lucy, más terriblemente blanca y pálida que nunca. Hasta los labios estaban blancos, y las encías parecían haberse encogido detrás de los dientes, como algunas veces vemos en los cuerpos después de una prolongada enfermedad. Van Helsing levantó su pie para patear de cólera, pero el instinto de su vida y todos los largos años de hábitos lo contuvieron, y lo depositó otra vez suavemente.
—¡Pronto! —me dijo—. Traiga el brandy,
Volé, al comedor y regresé con la garrafa. Él humedeció con ella los pobres labios blancos y juntos frotamos las palmas, las muñecas y el corazón. Él escuchó el corazón, y después de unos momentos de agonizante espera, dijo: —No es demasiado tarde. Todavía late, aunque muy débilmente. Todo nuestro trabajo se ha perdido; debemos comenzar otra vez. No hay aquí ningún joven Arthur ahora; esta vez tengo que pedirle a usted mismo que done su sangre, amigo John.
Y a medida que hablaba, metía la mano en el maletín y sacaba los instrumentos para la transfusión; yo me quité la chaqueta y enrollé la manga de mi camisa. En tal situación no había posibilidad de usar un soporífero, pero además no había necesidad de él; y así, sin perder un momento, comenzamos la transfusión. Después de cierto tiempo (tampoco pareció ser tan corto, pues el fluir de la propia sangre no importa con qué alegría se vea, es una sensación terrible), van Helsing levantó un dedo en advertencia: