Siguiente parada: los vinos. Merchants UK-New York. Era una empresa participada por Marrero,
voilà
, el nombre ya estaba ahí otra vez. Trabajaban con ellos también en Nueva York, cuando necesitaban vinos australianos, surafricanos, neozelandeses, que tienen la habilidad de parecer baratos y poder crecer en precio a medida que gustan en tu local. Patricia le dejó solo. Los vinos eran su absoluto territorio. Más todavía para Ovington, donde quería construir la carta de vinos que marcara tendencia. Sobre todo en la estructura. Una carta de vinos que no te hiciera sentir estúpido, sin saber por dónde empezar, sino que, al contrario, fuera llevándote por la selección de forma amena, casi como si fuera un tour en un museo. Merchants había hecho los deberes. Curiosamente Lucía Higgins se encontraba allí. Alfredo silbó a Patricia, no quería quedarse solo con ella.
—Alfredo y Patricia son las personas más necesarias para Londres en este momento —empezó la Higgins, siempre hablando en titulares y voz muy alta—. ¿No es así, Alfredos-Patricias? —preguntó.
—Estás en todas partes —dijo Patricia sonriéndole.
—Todos compramos nuestros vinos en Merchants, Patricia, ya lo sabes. Pero me encanta la coincidencia porque tengo que viajar a Arizona, una cosa ridícula de Marrero, claro, para unos empresarios de Valencia que imagino conoceréis. No tiene importancia, salvo que espero que por nada del mundo me impida estar aquí para vuestro
opening
.
—Todavía estamos de obras —dijo Alfredo.
—Pero si ya estáis haciendo los pedidos —respondió Higgins.
—No será hasta principios de noviembre —aclaró Patricia, y Alfredo sintió la molestia en su breve respuesta. Era raro el encuentro, seguro que la Higgins estaba allí por otra cosa. Espiarlos, explicarle a Marrero todo lo que hacían en Londres.
—Oh, por dios, estoy segura de que nadie hará que me mueva de Londres en todo ese mes —dijo Higgins, marchándose con besos al aire y varias botellas de un chardonnay surafricano que Marrero había impuesto en todos los restaurantes de Nueva York.
Patricia y Alfredo respiraron hondo. Merchant hijo, bastante pelirrojo y atractivo, vestido como si fuera a servir
high
tea
en un palacio real, salió al encuentro. Alfredo no encajó bien que viera a Patricia como una posibilidad. Decidió fastidiarle de la única manera que un hombre puede torpedear el atractivo de otro caballero: explicando exhaustivamente su idea de una carta de vinos, «que sea rápida de leer, placentera sin ser impositiva en su exquisita información. Y bien dispuesta». Así era la carta que había diseñado para el Ovington. Dividida en «Mezclas», es decir, vinos con más de una cepa, seis ofertas para blancos, seis ofertas para tintos. «Antiguos», todos esos vinos caros a los que no les molesta el paso del tiempo. También seis y seis para cada color. «Clásicos», los antiguos pero un poco más accesibles, todos los sancerre, chardonnay, pinot grigio y afines. También seis y seis. Rarezas o «Joyas», como prefería Patricia, a quien la mayoría de las veces no le molestaba quedar cursi, para los
premier cru
de grandes nombres.
Al regresar a la casa prestada, en el taxi de cuarenta libras, Patricia se recostó en su hombro. Ella le besó el cuello y él pasó la mano por su espalda, alcanzando los pezones, Patricia se movió y él siguió jugando con el cierre de su sujetador. También quería preguntarle sobre el encuentro con la Higgins, pero prefirió obviarlo. Londres era grande, sí, para los que no pertenecen a un grupo. Patricia se separó, le hartaba que Alfredo le desabrochara los sujetadores. Volvió a abrocharlo y a quedarse en el extremo del asiento. Harían el amor luego, apenas entraran a la casa, recorriendo con sus narices los rastros de los quesos, las hortalizas, las distintas vacas inglesas que había dejado en el mercado. Patricia se sentaría encima de él, luego se dejaría penetrar por el ano, de nuevo por delante, otra vez chupándose cada uno, besándose y cada uno olvidando lo que recorría sus mentes. Alfredo no quería que viera nunca más a la Modelo, pero no podía evitarlo. La Modelo traería gente conocida al Ovington, para eso la había seducido. Empezó a llamarla puta mientras ella le masturbaba y besaba y volvía a succionar: la puta de mi novia y Patricia paraba. Perdóname, decía Alfredo, perdóname, no pares. Y Patricia volvía a deslizarse, manos, lengua, tetas, pezones, piernas, brazos, pelo, y seguía besándosela, y él hurgándola, queriéndola, penetrándola, odiándola y agradeciéndole esta suerte, más suerte hasta sentir los dos que él iba a eyacular y Patricia apartarse, introducir sus dedos para no perder su propio orgasmo mientras se colocaba debajo de Alfredo para que la bañara.
Se quedaban quietos, el iPod poco a poco cobrando vida. «Space boy, hello, ¿te gustan los hombres o las mujeres? Es confuso estos días. Te cubriré, te protegeré, hello, hello», cantaba Bowie. Patricia lo susurraba, desplazando el líquido por la superficie de sus tetas y abrazándose a Alfredo. «Hello, hello», seguía Bowie, en el tema que los Pet Shop Boys le resucitaran. «Es confuso estos días.» Alfredo contuvo el aluvión de lágrimas que le asaltaban. Por miedo, por confusión, por pensar que nunca iba a poder dejar de amar a Patricia fuera Londres o Nueva York, modelos pasajeras o Marrero siempre persiguiéndoles. Nunca. «Hello, hello», se desvanecía la canción.
Resolvieron el alquiler del futuro Ovington por doce meses, dos de prueba más o menos baratos, una ganga absoluta. Contaban con alrededor de novecientos mil euros en unos fondos de inversión y, a medida que los titulares en los días post colapso financiero se hacían más y más alarmantes, Alfredo asumió que guardar el dinero en el banco era una bomba de relojería. Si fueran coleccionistas invertirían en un Bacon o un Freud, pero siendo lo que eran, una pareja vinculada a un restaurante, el dinero estaría más seguro invertido, no todo, nunca todo, en el nuevo proyecto. Caray, era verdad que era más rico que cualquiera de los que habían salido del taller de los Casas, pero es porque había sabido entender un poquito de finanzas y otro poquito de sonrisa y mimo. En la cocina de un restaurante se preparan muchos pasteles. Patricia ya le había dicho: «No podemos venir a Turks and Caicos cada cinco semanas, cariño.» Iban a tomar un poco de sol, asesorar a los socios de unos restaurantes argentinos y a guardar el dinero sobrante. Y, en efecto, no siempre era Turks and Caicos. Las últimas veces había sido Aruba. Y en esas oportunidades Patricia iba sola. Bueno, sin él, acompañada por alguien del equipo de Marrero. Sí, en una cocina se cocina algo más que pasteles.
Octubre se apagaba con frío, noticias espantosas sobre la debacle, precios de casas millonadas cayendo y Ovington avanzando parsimoniosamente hacia su inauguración. La casa prestada de los amigos colombianos cada vez más recorrida y mancillada por los arrebatos y festividades sexuales de Alfredo y Patricia. No habían dejado rincón sin probar. Patricia seguía frecuentando a la Modelo, conociendo a gente que traer a la inauguración, galeristas, anticuarios, taxidermistas, la hija de un hermano de Benazir Bhutto, dos escritores de moda que querían hacer un libro sobre cocineros asesinos, una sobrina de Joan Collins. Gente que traía otra gente y hacía a Patricia verse iluminada por dentro, desmelenada y emperifollada, asistiendo a todo lo que sucediera en una ciudad que parecía romperse en pedazos y sujetarse a cada fiesta.
—A veces pienso que cuando vimos a la gente saltando al vacío en las Torres Gemelas, asistíamos a un embrujo. Un hechizo fatal —le decía Patricia en la fiesta en homenaje a una estrella de cine retirada.
—¿A qué viene eso? —preguntó Alfredo.
—¿Sabes de qué imágenes te hablo?
No, no entendía qué estaba sucediendo.
—Cuando el avión partió la primera torre, la gente que estaba en los pisos superiores decidió lanzarse al vacío. Sabían que morirían, fueron seres humanos arrojándose a la muerte. Más que suicidas, eran animales desesperados asumiendo el precipicio.
—¿Por qué recuerdas eso ahora?
—Porque lo vi tantas veces ese día..., no podía dejar de buscar esa imagen, canal tras canal, para cerciorarme de que de verdad había pasado, que de verdad lo había visto.
—Las prohibieron, Patricia. Hiciste bien en verlas porque nunca más lo harás. Están censuradas de por vida.
—Porque eran tan violentas. Tan decisivas, Alfredo. —Le sujetaba fuertemente. Alfredo sintió que necesitaba decirle algo detrás de esas palabras y el recuerdo de esas imágenes.
—Yo creo que nací de otra manera o me transformé en algo cuando vi esas imágenes. He tardado un poco en comprenderlo. Creo que ver a esa gente saltar hacia su muerte me hizo un poco más inmune. A todo, a que me diera igual si infligía dolor o aportaba cariño.
—Ya te he perdonado por la Modelo, Patricia.
—Es más que eso, Alfredo. —Se retiró el pelo de la cara, estaba más pálida, lloraba un poco, se abrazaba a él—. Siento que puedo hacer lo que me dé la gana, para bien o para mal. Y no tengo miedo. Porque sé que nada importa, que todo se olvida más rápido que nunca.
SI MIRAS ATRÁS, ESTARÁN MILLI VANILLI
Pero no todo se olvida, quiso decirle Alfredo.
A nadie que conocía le gustaba que fuera bello. Su madre, para empezar, había desarrollado una extraña locura que consistía básicamente en atacarle, golpearle sin razón alguna de una manera que muchas veces lo dejaba en el hospital o con moratones que había que disimular en el colegio. Los profesores pensaban que era el padre el autor de los hematomas, y muchas veces el hombre los asumió para no desvelar el terrible conflicto familiar que ocultaban las paredes de su casa, a riesgo de que la situación lo llevara a problemas penales. Otras veces era Alfredo quien se adjudicaba los cardenales y las heridas y los justificaba aludiendo a la dureza de sus andanzas deportivas o a la peligrosa afición, decía, de escalar paredes y saltar entre tejados próximos. Llegó al extremo de reconocer que las contusiones se las hacía a sí mismo al golpearse con las puertas por no aceptar ni confesar que solo él sabía lo que significaba quedarse a solas con su madre y esperar que cualquier cosa, un cigarrillo cuyo humo se atragantaba en su tráquea haciéndola toser, el pitido del calentador de agua, la leche olvidada por un segundo hasta derramarse sobre los hornillos, y, sobre todo, el aspecto impecable, atlético y arrebatadoramente hermoso de su propio hijo, la sumían en una desesperada ofensiva de cólera, gritos y puñetazos, de manos frenéticas que le sujetaban la cabeza y la aplastaban una, dos, tres veces contra el suelo de la cocina.
Una vez, ya entrado en la adolescencia, Alfredo respondió, estrangulándola prácticamente con sus manos, cubiertas de venas que desconocía que latieran bajo su piel y sin dejar de contemplarla con todo el odio posible mientras los ojos de ella iban haciéndose más y más blancos. Entonces aflojó la presión de sus dedos y la dejó tirada en el suelo de aquella cocina infernal bajo el peso del silencio y el calor. De repente, ella pareció reaccionar. El aire salió de su boca y luego la tos y el llanto y el sonido de sus manos aporreando las baldosas, y poco a poco la violencia inexplicable sacudiéndola y levantándola. Pero Alfredo ya cerraba la puerta de la casa y estaba fuera, ante el hueco de la escalera, alisándose el pelo debajo de la lámpara de bajísima potencia, mirando el resultado en la superficie de falso dorado del embellecedor del pasamanos. Asumió aquel término y lo recordó siempre. Embellecedor. Era la primera vez que comprendía que su propia belleza sería lo que lograría sacarle de allí. Descendió aparentemente despreocupado por la escalera y saludó con su innata cortesía a la vecina de abajo, Teresa. Aparentaba la edad de su madre, pero era sin duda más gorda, fumadora y dicharachera. «Te comía, hijo, tan educado y salado siempre. Qué suerte tienen tus padres», le dijo, y él sonrió como si no hubiera pasado nada o, más bien, como si acabara de asesinar a su madre por loca y a su padre por idiota e inexistente. Eso también lo descubrió ese día: podía aparentar, igual que un criminal, igual que un enfermo que oculta el dolor creyendo que esquiva a la muerte.
La madre fue internada en un centro de acogida municipal. Diagnosticaron un desorden psicótico. Alfredo la vio por última vez mezclando números con palabras y golpeando la mesa sobre la que hablaban antes de que unos empleados la retiraran.
Su padre también era cocinero, como después decidió ser el mismo Alfredo. Iba al carísimo Colegio Alemán, al norte de la ciudad, porque su padre cocinaba allí y, sin mayores explicaciones, a él siempre le adjudicaban un crédito extra por quedarse a limpiar la inmensa cocina de acero inoxidable junto a su padre cada tarde. Los dos sabían, sin decírselo, que prolongaban esa limpieza todo lo posible para evitar regresar a casa y enfrentarse a la madre. El padre decidió enseñarle trucos para rendir la sopa, los purés o rellenar las salchichas que se habían vuelto célebres en el colegio, hasta tal punto que muchos progenitores dejaban secretas y extensas propinas al padre de Alfredo para que este las envolviera en bolsas de papel y se las diera en la puerta trasera. Alfredo hijo entendió que la cocina era un universo de reglas secretas, de medidas que bien aprendidas le hacían más llevadera la física y las matemáticas. Solo que mientras más veía el trabajo de su padre, más mediocre le resultaba lo acomodaticio que era este ante su propio talento. «Cocinar es de pobres, comer es de ricos», le decía cansinamente. Alfredo le propuso encontrar un local, incluso en el mismo barrio del colegio, donde vender sus salchichas y algún que otro plato típicamente alemán:
strudels
, pasteles de carne, sopas muy cargadas... Lo dibujó, incluso construyó una maqueta y le llevó de la mano al sitio donde podían abrirlo. Convencido, el padre reunió el dinero y le presentó a una robusta socia, la señora Sonia, que sería luego descubierta como la verdadera mujer en su vida y madre de David, el hermanastro de Alfredo. Se llevaban seis años y David no había heredado la belleza de los Alfredos, padre e hijo, pero tenía un amaneramiento tan exagerado y audaz que Alfredo sintió un inusitado afán de protección hacia él.
Para sus amigos del colegio privado que lo becaba por ser hijo del cocinero y excelente deportista, su vida era genial. La salchichería servía cada tarde como lugar de reunión. Alfredo padre les permitía ver en la televisión los partidos del Barça que no se jugaban en el Camp Nou; los que sí se jugaban se compartían en asientos inmejorables gracias a las salchichas. En esa salchichería asistieron maravillados a la prosperidad del negocio paralela a la transformación de la ciudad que se acicalaba a la espera de los Juegos Olímpicos y el posterior crecimiento inmobiliario. En la trastienda podían escuchar a Los Sencillos mientras las niñas, Clara, Eliza con zeta, Greta y Úrsula le dejaban ver a Alfredo sus tetas sin sostenes si él les hacía su ya famosa imitación de los éxitos de Take That y Sergio Dalma.