Dos monstruos juntos (8 page)

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Authors: Boris Izaguirre

Tags: #humor, #Romántica

BOOK: Dos monstruos juntos
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Fue conociendo más gente y mejor a la ciudad. El extraño frío embriagador de Soho, siempre confundiéndote con las calles, entrando por Frith cuando en realidad querías ir a Greek o avanzando en Fitzrovia sin darte cuenta de que dejabas Soho atrás y penetrabas en otro barrio, otra gente, otros hombres menos llamativos en su vestuario pero igualmente atractivos por su austeridad. Descubrió los
diners
escondidos entre Fulham y King's Road, al otro lado del mismo oeste, alimentando las gargantas borrachas de los garitos de Soho, un bocadillo, una hamburguesa para regresar a Frith o a Greek o a Wardour y seguir bebiendo.

Descubrió los magnolios sin flores en las calles de Chelsea y los que parecen eternamente floridos en Hampstead. Hizo el amor con Alfredo, muy tarde, en la madrugada, debajo de uno de los túneles de Regent's Park y decidió visitar las residencias de Maida Vale, suerte de mejorado Beverly Hills inglés, junto a Alfredo, imaginándose dentro de ellas y saboreando el espantoso café de los locales alrededor de los canales.

Se divertían, se amaban y se ayudaban a sobrellevar el susto de la inauguración. Y volvían a Madame Jo Jos después de cenar en el Wolseley y ver cómo los cocineros británicos abrían sucursales y sucursales de sus restaurantes emblemáticos. Alfredo sería uno de ellos, el primero español, si todas las cosas salían bien en el Ovington, que así se llamaría el restaurante, inspirado por la calle de forma oval en el barrio de Knightsbridge, Ovington Gardens.

Patricia no sentía miedo ni por la crisis económica ni por sus propias infidelidades. Saldría bien, el restaurante, la ciudad, las nuevas amistades. Lo que de verdad le preocupaba era lo otro. Ver cómo podía encajar las piezas del puzle financiero en que deseaba meterse.

No podía dejar de pensar en ello, ni siquiera observando a las esqueléticas negras que se contorsionaban como siamesas de un circo chino. Alfredo le acercaba otra copa, la besaba, ella lo besaba y le acariciaba el pelo. Londres significaba tantas cosas. El puente sobre el Támesis a la altura de Embankment, las estrellas perdiéndose en el agua oscura, los edificios encendiéndose en las últimas horas de sol, San Pablo, la catedral, dominando el vaivén del agua, la sinuosidad de algunos edificios, la robustez de todos. Ella y Alfredo cruzando el patio de piedra y hormigón, ventanas y ventanas, de Somerset House para desembocar al Támesis y recibir el golpe del frío en la cara. Las puertas secretas de la ciudad interior, Temple, en la frontera entre el este y el oeste, escondiendo bibliotecas masónicas, escaleras de caracol infinitas, maderas ancianísimas, chirriantes y silenciosas según qué pasos se daban en ellas. Londres la amaba, lo sentía, quería que ella también lo hiciera, que se entregara a su extraño clima, sorteara todos los inconvenientes y triunfara como lo que siempre había querido ser: Patricia, anfitriona. Anfitriona de un sitio aún más exclusivo y vivo que Madame Jo Jos.

Y entonces vio claro que a partir de esa frontera sin señales, que empezaba a la izquierda de la última columna del Museo Británico, se abría el este, esperándola con sus fauces de lobo indómito, la mirada taimada de los avestruces antes de perseguir la nada: El este. El este y ellos dos, Patricia y Alfredo, empezaron a hacerse uno solo, primero en taxis de más de treinta libras desde la puerta del piso prestado, luego rebajando esa cifra a las veinticinco y a veces, con mucha astucia, mucho inglés malhablado y aspirado, alcanzando las diecinueve y luego ya directamente a pie, uniendo atajos y risas de enamorados excitados por orientarse en el vientre de la ballena.

El este, el este quería escribirle a Manuela, que no le devolvía ninguna carta ni aceptaba ninguna de sus llamadas. El este, deseaba explicarle a su abuela Graziella, oculta tras los ventanales de su majestuosa casa en Edimburgo. El este, gritarle a cualquier transeúnte. Era todo para Patricia, la sensación de vivir los mejores años de su vida, los mejores segundos, en las fiestas llenas de estudiantes y decrépitos ex vedettes del cabaret en el George los gays de todas partes del mundo arrinconándose en el jardín interior del Jointers, los dealers de drogas sin bibliografía ni origen en el Hotboys y los centenares de hombres y mujeres desafiando cualquier convención de estilo y vestuario desfilando a todas horas por Shoreditch, y Alfredo y ella detrás, riendo los trajes, imitando los andares, emocionados de pensar que en algún momento crecerían y vendrían a sentarse a las sofisticadas mesas de los muchos Ovington que abrirían en Londres.

Y entonces volvía a Madame Jo Jos y se daba cuenta de que no llevaba ni siquiera tres meses en Londres y ya sentía que se había convertido en una esquina más, una sombra sobrevolando el agua oscura del Támesis y recordando cómo en el inicio de
Frenes
í
el maestro Hitchcock recorre todo su esplendor, desde la Torre de Londres hasta el Obelisco a los pies del Savoy y justo entonces el espectador descubre un cuerpo humano flotando en el río. Podía ser ella ahora, tanto la que mirara con el ojo del águila como la que flotara delante del monumento y de pronto despertara y dijera lo conozco todo, lo he visto todo, soy Londres.

—Soy Londres —exclamó Patricia y se hizo un silencio en Madame Jo Jos—. Soy Londres —repitió, y todos empezaron a imitarla Soy Londres, soy Londres recorrió el sitio y el hip hop se detuvo para echar a andar otra vez. Alfredo vino hacia ella y la besó. Seguían gritando la frase. Los acólitos, los galeristas y los bailarines en perenne estado de excitación en la pista. Patricia les miraba, privilegiados con descastados, una nueva generación para el futuro negro que ya era presente. Madame Jo Jos, ese lugar perfecto donde siempre eres joven. Estaban otra vez a salvo. De sus celos, sus heridas, sus mentiras. Y del colapso. Bailando, los bellos, heridos y enamorados monstruos juntos.

—Quiero un día, cuando dejemos atrás el mundo de los restaurantes, un sitio como este —dijo a Alfredo, acercándole el
gin tonic
en vasos redondeados y cortos.

—Cada cosa a su tiempo, Patricia —advirtió Alfredo mientras ella echaba el pelo hacia atrás y se entregaba a esa danza imposible, negros moviéndose como marionetas y chinos como si fueran acróbatas del hip hop y un chico español sacudiendo los pies como si fuera Fred Astaire con un zumbido flamenco.

—No, Alfredo, cuando hayamos hecho todo lo que tenemos que hacer, crearemos un sitio como este. Nuestro único, propio, Madame Jo Jos.

—Lo llamaremos como tú,
Monster
Patricia —sentenció Alfredo. Patricia, incapaz de conceder la última palabra, alzó su rostro y levantó las manos como si fueran las garras de un dinosaurio.

ALFREDO
CAPÍTULO 9

BOROUGH MARKET

Era la última tarde de octubre de 2008, tenían cita en Borough Market para establecer contacto con los proveedores. Alfredo esperaba. Patricia siempre se retarda, él siempre espera. El taxi llevaba ya tres libras, camino de cuatro. Patricia apareció vestida con una chaqueta de múltiples tejidos, no un
patchwork
pero algo muy parecido, pantalones cortos de un tono gris metalizado y sandalias con muchas tiras en el empeine y tacones altos, casi con los mismos colores del
patchwork
. Incongruente, más que llamativo, en Patricia siempre había algo que no iba. ¿
Shorts
y abrigo?, ¿sandalias en otoño? Esa nueva manía de ir con el pelo despeinado. Chocante como era el aspecto, Alfredo callaba. Porque su sugerencia sería hacerla más clásica y Patricia no podía ser jamás clásica. El estilo de su novia era algo que la precedía. Patricia hace lo que le da la gana. Un día parece la chica pija criada en la calle Cavallers de Barcelona y en menos de un segundo puede ser una
indie
desempleada de algún garito de Lavapiés.

La quiso antes de conocerla, la amó apenas sintió su olor cerca, la amará siempre porque nunca será capaz de enamorarse así otra vez.

Alfredo le sonrió porque siempre lo hacía cuando la veía y, de inmediato, recordó, como llevaba casi un mes recordando, lo que había sido esperarla toda la noche mientras ella se restregaba con una modelo que esa mañana, otra vez, aparecía en las portadas de los tabloides tras una trifulca contra otra imitadora de Kate Moss. Pero ¿no era que tenía un mecanismo para perdonarla? Fallaba, cada día sentía que el mecanismo de perdón fallaba un poco, bastante más.

Pasar página, antes que nada. Se fortaleció al pensar en el Ovington, el nombre del proyecto, del local. Para eso iban al Borough, el primer paso importante: crear los vínculos y cenar las negociaciones con los proveedores. Ovington era su sueño, el lugar que resumiría todo lo que había aprendido en los últimos siete años: comida muy buena, de base tradicional pero presentada con la elegancia de un banquete en una nave espacial. Lujo, sincretismo, guiños a la tradición, limpieza y efecto. ¿Se entendía? Si no, le daba igual. Él no era un cocinero, como el Innombrable o los hermanos Casas, de experimentos y pirotecnia. Él no era un cocinero con vocación artística ni necesidad de
summa cum laude
. Él era un cocinero aburrido porque ya no creía que había solo talento en la cocina. Había descubierto demasiado pronto, demasiado fácil, que era una industria fabricada para devorar el dinero de los que quieren tener algo que contar.

Llegaron al Ovington y batallaron para que el taxista accediera a esperarles. Necesidad imperiosa en Londres: hacerse con una compañía de vehículos para no depender jamás de los «black cabs».

—Son pesadísimos, pero ya está resuelto —dijo Patricia esperando que le abriera la puerta del futuro restaurante. Alfredo sabía cómo había conseguido que el taxista esperara. Le habría mostrado algo, un poquito de teta, de pierna, la nuca, el olor del perfume en su pelo. Tenía que asumirlo, Patricia aplicaba puterío en el momento en que necesitaba algo.

—Patricia, ¿no vas a decir nada de las neveras?

Iban de suelo a techo y el acero las convertía en perfectos espejos de todo lo que sucediera en el restaurante. Patricia pasó delante de ellas medio sonriendo, el colorido de sus prendas transformando el frío acero en un papagayo desplegando sus alas. Bella, inesperada, ¿cómo iba a ser solo para él un animal tan enigmático y hermoso? Pero es que era suyo, ella lo había decidido, ser de él. A pesar de sus escapadas, cada vez más excéntricas e inesperadas. La única manera de seguir con ella, lo que Alfredo más deseaba del mundo, era precisamente perdonarla. Él se volvía cada vez más... ¿pasivo? No lo sabía, no lo discutía. Se convencía de que algún día sus perdones le fortalecerían.

Alfredo resopló. No podía evitar ese gesto, expulsar el aire como si quisiera expulsarlo todo y terminar allí mismo su existencia. Estaba cansado de no poder decir lo que pensaba. Le daba miedo mezclarlo todo y al final no concretar. Estaba empezando a sentirse puta más que cocinero. O, fraseando un poco mejor, estaba empezando a sentirse un cocinero puta, siempre complaciendo, siempre quedando bien. Con los socios, con los clientes. Con Patricia. Eso era una puta, ¿no?, alguien que ofrece un servicio y cobra, y si lo mejora cobra un poco más. Si tiene éxito, abre sucursales o se especializa en ofrecer eso que sabe que funciona. La cocina era un burdel para Alfredo, y él la madame. No era necesario inventar más platos sino mantener los que funcionaban, quizá matizándolos para el público londinense. Nada más. Siempre todo tan fácil, el único esfuerzo de su cocina era encontrar proveedores de buenos alimentos a precios más o menos justos. Ya se sabía que sus comidas eran caras, podía permitirse una horquilla bastante amplia de proveedores. Había conseguido que su irónica forma de adaptar sabores anglosajones al humor y colorido del Mediterráneo, y luego el Caribe, fuera una fórmula que anhelaban sus clientes. Demasiado fácil para sus treinta y siete años. Había tocado techo muy pronto, no podía cambiar todo de golpe porque dejaría de ser Alfredo, la bella promesa, la exitosa realidad, el gorrito bello que jamás perdía clientes. —Fantásticas las neveras. El espejo que ve sin que nadie lo sepa —dijo Patricia de vuelta al taxi, sacudiendo el polvo de la obra en sus pies. Patricia, otra vez, ¿no sería ella la responsable de esa sensación de éxito conseguido y paralizante? No, era un problema suyo. Alcanzaba techos demasiado pronto porque no tenía paciencia. Nunca supo esperar. Siempre quiso triunfos antes de los treinta.

Borough Market era como cualquier otro mercado, solo que más organizado o de apariencia más organizada. La carne dividida por animales. Vaca y ternera, cerdo y cordero. Luego por corte o zona u órgano. Religión, en el caso del cordero. Después por región, vacas escocesas, irlandesas, del sur o del suroeste de Inglaterra. También por vendedor. Mathias Anwerson era el mejor vendedor de cortes a la uruguaya de carnes del sur de Inglaterra, y con él Patricia se esmeró para conseguir un buen precio redondo para ser proveedor del Ovington. Alfredo lo conocía a través de referencias de los hermanos Casas, que gustaban mucho de la carne inglesa con corte de la pampa. Tonterías de su oficio. O, mejor pensado, cosas que en su oficio se hicieron posibles gracias al dinero de los últimos años.

El dinero de los últimos años, a lo mejor era haber visto tanto moverse no solo entre sus manos sino entre las mesas de sus restaurantes lo que le hacía sentir puta. Era un cocinero de gente con dinero fácil, o rápido, o de fácil movilidad. En eso se había convertido. O había sido siempre su destino.

—Alfredo —decía Patricia, hablándole para que no se enfrascara en pensamientos oscuros—, tenemos que establecer la leche.

«Establecer» era la palabra de Patricia para adjudicar un proveedor. Establecer era un verbo para explicarla completamente. Patricia establecía, disponía, planteaba, abarcaba, completaba. Él solo cocinaba. Y pensaba, lo peor. Y terminaba por preocuparse.

—Los más ingleses posibles —dijo, aparentando interés y foco en lo que estaban haciendo.

Patricia dio con los exactos. Guillaume and Sons, que también distribuían vegetales, hortalizas y una amplia selección de patatas y quesos orgánicos, semi orgánicos, de facturación casera y con técnicas del siglo XVII. Un poco lejos el XVII, bromeó Alfredo. «Es nuestro número de la suerte», zanjó Patricia.

Suerte. Siempre la habían tenido. Era de lo que más tenían y parecían exudarla mientras paseaban por el mercado y observaban que les reconocían. Vendedores que iban pasándose la voz. «Suerte con el restaurante, seguro que aportáis aire fresco a Londres», les decían, pronunciando fresco con acento italiano. Siempre les sucedía esta atmósfera de optimismo y admiración en los mercados. Pagaban bien, por adelantado, seis meses de proveeduría y con Patricia mostrando algo de piel y excelente manicura para firmar los pedidos. ¡Por eso los shorts y las sandalias! «Suerte» les decían en la delicada tienda de setas. «Suerte» en la de vegetales babies que Patricia siempre empleaba para decoración. «Suerte», terminaban por decirse ellos mismos.

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