—La nevada colapsará la ciudad en minutos —oyó decir. Había soñado en alguna parte que conseguiría coronar sus triunfos bajo una nevada épica. Miraba a los presentes como si actuaran en una película suya. Entraría una señora de cuarenta y muchos con falda apolillada. En efecto, entró. Ya faltaría poco para que entrara, desde las puertas del interior, el joven negro con el que había abierto esa cuenta el noviembre pasado.
—Señorita Uscátegui, ¿cuándo ha llegado a Londres? —le preguntó, llamándola por el nombre con el que había abierto la cuenta, el apellido de su abuela materna, solo que pronunciando una «s» donde había una «z». Mintió, por supuesto, de nuevo al responder la pregunta. Acababa de llegar y necesitaba depositar un documento importante en su caja de valores. El negro recogió su pasaporte, no español sino de un país sudamericano, con el que también había abierto esa cuenta, y empezó a anotar datos en la página de control. De vez en cuando la miraba. «En Londres hacen falta más chicas bonitas como usted, señorita
Husgategui
»
,
cómo luchaba por pronunciar el caballero, y Patricia le devolvía su perfecta sonrisa de niña blanca educada y complacida de gustar a un negro. Siempre le tocan personas negras en actos definitivos, pensó. Como la funcionaría de correos en el aeropuerto de Nueva York. Como este joven serio, confiado, sereno, que la llevaba por otro pasillo hacia una puerta blindada que se abría con un rápido número y la permitía entrar en una bóveda repleta de casillas sin más adorno que una pequeña plaquita en la que sobresalían seis dígitos. Patricia introdujo su código y la puertecilla se abrió sola. Dentro estaba la caja de aluminio que el negro cogió con guantes grises y llevó hacia una estrecha y alta mesa al fondo de la bóveda. «Estaré afuera esperando para llevarla dentro como de costumbre, señorita
Jauscategui
»
,
dijo.
Dentro había un par de pestañas postizas que habían pertenecido a su madre. Una sortija de diamantes, un peine de carey y varias pulseritas de ese material, y también dos tortuguitas pequeñas. Todas ellas pertenencias de su familia materna. Y la libreta
moleskine
de cuero muy añejo que alguna vez fuera de su padre. La cogió, pasó rápidamente las páginas donde su padre había dibujado falos y vaginas de distintos tamaños y posturas, pasó también las hojas donde se anotaban nombres y frases que cambiaban de caligrafía; unas eran de su padre, otras de ella misma. Pasó también la foto de Alfredo y ella en el jardín de los hermanos Casas, y también la hoja con la primera factura del hotel The Mark de Nueva York. Encontró una hoja limpia, no nueva porque el cuaderno no lo era, y allí colocó el papel que escondían los platos de falleras rotas. Era pequeño, cuadrado porque los platos lo eran, y estaba plastificado como un carnet de conducir. Se podía leer. Era una factura de un restaurante en Albuquerque, Nuevo México, por un monto de tres mil dólares. Un festín. Vinos caros, platos, más vinos, más carnes, langostas, todo detallado. La clarísima firma de Marrero en el borde inferior derecho. La fecha era de principios de 2008. Alcanzó a ver una frase corta escrita al otro lado de la hoja. «A Borja le gustan mucho los Grammy en Valencia.» Sintió un respingo. Quizá debería quemar ese papel y arrojar las cenizas al Támesis, pero estaba convencida de que así como había estado oculto en la porcelana de esos grotescos platos, su destino siguiente debería ser su caja de seguridad bajo un nombre que no era por el que la conocían ni Alfredo, ni Marrero, mucho menos Borja. Cogió su móvil, se cercioró de seguir sola en el recinto, tomó el encuadre correctamente, podía leerse bastante claro la fecha, la frase, el importe y el nombre del restaurante. Realizó la foto y la guardó en su móvil.
—Siempre es un placer verla, señorita
Gategui
.
¿Hay algo más que pueda hacer por usted? —preguntó el negro al verla salir.
—Recibiré un ingreso importante para el alquiler de un local muy cerca de aquí.
—¿Con terrazas para el poquito de verano? —añadió el negro aplicando su previsible humor inglés. Una última persona logró entrar y parte de la nevada con ella—. No sé si lograremos salir de aquí esta mañana, señorita
Zatigui
—continuó el joven, Patricia no iba a perder tiempo aclarando de nuevo el impronunciable nombre de su abuela. Le molestó, eso sí, que no pudiera utilizar su alemanísimo, hiper anglosajón Van der Garde delante del descendiente de kenianos.
—El dinero llegará el lunes, con o sin nevada —agregó Patricia—. Viaja en ordenador. —Rio, y el negro profirió una risa más sonora.
—Me gustaría comprar unos guantes de hombre para un chaqué —dijo ella.
—Burlington Arcade, señorita
Gui
.
Y si me permite una opinión, adquiéralos en tono yema.
Patricia sonrió espléndida. A los negros siempre les atraen colores incomprensibles para los blancos.
—Porque siempre hay que tener un tono de color en un
morning
suit,
señorita
I.
Pero ¿no preferiría hacerlo otro día? —terminó el negro antes de dejarla en la calle, ya bloqueada por policías cubiertos como si estuvieran adentrándose en un iceberg—. Creo que no debería permitirle salir siquiera a la calle, señorita...
—Uz-cá-te-gui —pronunció muy claramente Patricia, quedando oculta por una cortina de nieve.
La gente caminaba a duras penas, el móvil sonaba, era Alfredo, preocupado, podría terminar muerta allí, reina de las nieves fatalmente humana. Ni siquiera podía leerse el cartel de Lillywhites, qué maravillosa es la vida que podía dejarla enterrada bajo nieve en la parte más turística de la ciudad, junto a centenares de italianos y, claro, españoles gritando auxilio. Borja vivía cerca, eso también lo había presentido. Ahora que el papel que tanto necesitaba y por el que tanto se dejó follar estaba a más que buen recaudo, sus pasos sobre la nieve iban quedando atrás a medida que regresaba a él.
Escuchó sus propias pisadas atropelladas por la escalera; estaba morada, lo podía ver en los larguísimos espejos del hall. Había ese olor de perfume de centro comercial en el inmueble. Estando tan en el centro, ¿por qué se empeñaba en ofrecer esa sensación de lujo cuando todo en la calle despedía contaminación? Él la refugió en su abrazo. La nieve la mantendría allí a lo mejor dos días, si de verdad continuaba cayendo con esa fuerza. Por el vidrio de la puerta veían a la gente convertida en puntitos moviéndose a cámara lenta. Ella sintió que debía desmayarse, que lo haría para seguir la letra pequeña de su guión. Los brazos de Borja eran fuertes y así la subió por las escaleras hasta el piso cubierto de madera en la última planta.
¿Cómo explicarle a Alfredo que estaba en la peor casa posible? Borja acercaba tazas con distintos caldos, té de canela y miel, artificial pero efectivo; leche caliente y entera, un poco exagerado, a lo mejor podría pedirle que le hiciera un Cola Cao y lo haría; una sopa, de lata, por supuesto, de tomate y alguna hierba borrada de la etiqueta. El móvil empeñado en sonar y sonar y Borja observándola con esos ojos de gato culpable.
—Alfredo, estoy bien, en casa de Eleonora Arrieta —dijo mientras indicaba a Borja que se alejara, no podía hablarle a Alfredo con él delante.
—Es cerca del banco, ¿no? —preguntó Alfredo—. Eres una loca, Patricia, sabías que iba a nevar de esta manera y te has ido de casa. ¿Sabes que puede estar nevando hasta mañana y que no podrás regresar?
—El metro está al lado.
—Van a cortar casi todos los servicios. Es insano lo que has hecho. Estás golpeada, con un brazo roto, mal vestida...
—No estoy mal vestida, las botas abrigan muchísimo.
—Patricia, ¿hasta dónde vas a llegar en esta locura? No abriremos Ovington esta noche, no podemos jugar con la meteorología. No quiero que duermas en otro sitio que no sea en tu casa.
—Tendré que quedarme aquí, Alfredo.
—Iré a buscarte.
—No salgas de casa. Ya es suficiente con que yo esté fuera.
Cuando colgó el teléfono le dolía el brazo, hubiera deseado arrancarse el cabestrillo. Borja regresó de la habitación completamente desnudo y empezaron a amarse sobre el mismo sofá, las ventanas cubiertas de nieve y la luz fluorescente de la nevada protegiendo más que exponiendo su adulterio. Ella podía decirle que sentía vértigo, y él preguntarle por las cartas sin responder. Aunque la nevada colapsara la ciudad y les permitiera estar tiempo juntos, se besaban y penetraban como si quisieran acabar de inmediato. Como si desearan no hacerse preguntas, no pedir explicaciones.
Terminaron antes que la nevada. La ciudad había dejado de existir. Era un cuadrado blanco detrás de la ventana. Patricia era más bella desnuda que vestida, siempre afortunada por algo inaudito en su armoniosa figura. El cabestrillo le impedía adoptar otra postura que no fuera sentada cruzada de brazos o rendida mirando el apabullante blanco que les rodeaba.
—Es bello donde estamos. No lo que hemos hecho —confesó Patricia.
—¿Me estás despachando?
—No. No tenía previsto encontrarte. A menos que me siguieras, como hiciste la noche del Wolseley.
—No va a ser tan fácil librarse de mí, Patricia. Te has llevado cosas de mi casa. Sabes muy bien de lo que estoy hablando. No cosas materiales, sino algo dentro de mí. Usándome.
—Es lo que me has pedido siempre.
—No me hables como si fuera Alfredo. Yo hice cosas por ti. Te devolví las ganas de estar con alguien, de imaginarte algo distinto que en principio te molestaba.
—Me repugnaba.
—Y bien que te entregaste a eso que te asqueaba.
Patricia no quiso agregar nada más. No estaba de acuerdo, no se había llevado nada. Si acaso destruido un trozo de su alma y algo, a lo más un rasguño, de la suya. Nada más.
—Nunca había hecho con nadie lo que hice contigo. Esa fiereza, esa monstruosidad. Jamás he follado de esa forma con nadie.
—Siento si te he roto algo —dijo ella, evitando la sonrisa porque era ella la que llevaba un cabestrillo. Habló a continuación como si recitara un dictado—: Si quieres el papel que estaba en los platos, lo dejé en la comisaría como motivo desencadenante de la pelea.
Borja abrió mucho sus ojos de estúpido.
—Es mentira —dijo él.
—Compruébalo por ti mismo, la comisaría está cerca de Sloane. Aunque no formalizamos la denuncia se nos abrió un expediente informativo. Estas sociedades son muy cuidadosas con la violencia de género. Dejamos allí ese retazo de papel y algunos de los restos de la vajilla como único material malherido de la circunstancia.
—David me explicó que no tuvo más remedio que chillar como una marica violada para que Alfredo terminara...
—No necesito que me des los detalles, Borja. Si quieres recuperar ese papel, ya sabes dónde está.
—¿Tú has visto lo que era? —preguntó, y Patricia parpadeó asombrada de su candidez.
—Estaba más ocupada en protegerme y en poner mi brazo en su sitio, Borja.
Borja se cubrió la cara con sus grandes manazas. Patricia observó el reloj titilante en la nevera de la cocina, al fondo. Tanta madera y tanta ventana y al final el salón y la cocina están integrados, el típico apartamento de soltero inversor en la ciudad de los negocios. Por más que pudiera amar a Borja, por su viril estupidez, por el grosor de sus dedos, las dimensiones de su miembro, por ser parte de «la Manada», por más que todo eso se juntara y la descentrara, quería a este hombre porque era un juguete.
—Sabes que nos veremos en la boda de los gays —dijo él. Patricia asintió. El reloj de la cocina daba una hora que no se adjudicaba a la luz que la nieve desplegaba. Volvieron a hacer el amor, volvieron a sorber sopas de vegetales artificiales y volvieron a guardar silencio mientras la madrugada les envolvía, él se quedaba dormido y ella miraba la noche brillante de la ciudad cubierta de nieve. Alfredo siguió llamando al móvil hasta las tres de la madrugada y luego otra vez a las siete, cuando aún medio dormida Patricia aceptó el cuerpo de Borja cubriéndola y su miembro adentrándose en todo lo que no se cansaba de recorrer. Se encendió la radio, Borja era ese tipo de hombre que se despierta con la radio-despertador y escucharon el parte meteorológico y las largas explicaciones de qué rutas estaban abiertas en la ciudad súbitamente aislada del mundo. Borja recorrió su cabello corto con esas manazas y ella estuvo a punto de decirle algo sobre aquel tiempo juntos. Él la miró cautivado, llorando, y también deseando decir algo que prefirió callar.
Luego, cuando recorrió la ciudad en el autobús con ruedas antinieve, rodeada de gente que como ella no había dormido en su casa, sintió que Borja la seguía andando a grandes pasos sobre la espesa nieve. Era verdad, iba siguiéndola, esos ojos tristes, destrozados, diciéndole todo el tiempo que no le olvidara, que la quería, que sabía que no debía, que los dos se habían encontrado para usarse pero que, al igual que el tiempo, el amor los transformó en algo cautivo, una luz sin sentido.
ENRIQUE HABLA DEMASIADO
Tras la nieve Londres fue una ciudad efervescente porque sus habitantes, fueran ingleses o no, estaban enloquecidos con el descubrimiento de que la capital volvía a demostrar al mundo su autosuficiencia. Cinco días estuvieron cerrados los aeropuertos de la ciudad, los mismos que las estaciones de tren. Millones de turistas gastaron más dinero en permanecer, otros regresaron a sus países prácticamente a pie. Patricia y Alfredo disfrutaron de una ciudad feliz en su aislamiento. Las vendedoras del mercado de Spitalfields no dejaban de celebrarlo en su inglés atropellado.
—Tenemos carne hasta abril si esto continúa así. Y queso hasta noviembre —bromeaban, era exagerado pero celebraba ese espíritu inglés de que es siempre el resto del mundo quien los necesita.
El Ovington fue una sola fiesta esos días. Los millonarios rusos se empeñaron en guardar sus reservas de vodka en el restaurante, algunas de sus bodegas se habían inundado por mala impermeabilidad descubierta por la nevada. Las borracheras eran fielmente pagadas, miles de libras cada noche, y Patricia brindaba con gritos de Tovarich Carajevich mientras les hablaba de su proyecto de un club privado con la comida de Alfredo y el
savoir faire
del Ovington. Todos querían firmar y Patricia bromeaba, un tanto bebida, con llamarlo Anastasia, en respuesta al célebre Anabella's de Berkeley Square, que durante décadas había sido el club de referencia en Londres. Anastasia, Anastasia, Anastasia clamaban los rusos, y Patricia ponía algo parecido a una polca en el iPod y bailaban todos sobre las mesas.