Dos monstruos juntos (7 page)

Read Dos monstruos juntos Online

Authors: Boris Izaguirre

Tags: #humor, #Romántica

BOOK: Dos monstruos juntos
9.82Mb size Format: txt, pdf, ePub

—El altruismo y la tecnología no son una buena idea —dijo Manuela—, pero qué coño hacemos hablando de esto a esta hora de mi madrugada, Patricia. Me haces sentir... casi tan drogada como tú.

—Necesito recuperar esa empresa. Es el momento, Manuela. Es el momento de ser altruistas...

—Pero ¿has dejado la restauración?

Patricia calló, sentía que se serenaba naturalmente, que la droga se alejaba de su cuerpo como un fantasma que te invade y luego decide dejarte en la normalidad.

—El código es tu nombre y el mío juntos —dijo al fin Manuela.

Patricia escribió rápidamente sobre el ordenador.

Whatever
que sea lo que vayas a hacer con esa empresa, no me lo digas. Para mí hoy deberías estar muerta, Patricia —pronunció Manuela antes de colgar el teléfono.

No, pensó Patricia, delante de la luz fría del ordenador con la página de la fallida empresa, su contrato, sus términos, delante de ella. Y, lo más importante, los dos servidores remotos asociados a la empresa. No, Manuela querida, dijo en voz alta ante el ordenador, no moriría esa mañana de resaca en Londres.

CAPÍTULO 7

FÁCIL

Se despertó con más luz sobre la cara. En Londres no dejaba de hacer buen tiempo. En la vida vas acostumbrándote a lugares comunes. Hace mal tiempo todo el año en Londres y no es verdad, lo que hace es tiempo. En un mismo día vas del seco al mojado, del calor al frío, de los ingleses a los árabes y de los españoles a los italianos. De pedir prestado a ser propietaria. De la sobriedad al vino, del éxtasis al dolor. Cambios, cambios y velocidad, eso era Londres. «Le ha quitado el cetro a Nueva York como ciudad glamour, por eso os habéis mudado aquí», le dijo alguien. ¿Quién, Marrero? No, imposible, no hablaba así. Había sido el Innombrable, sí, en un minuto perdido del acto en la Gherkin. ¿Qué más daba? Lo que tenía que hacer era ducharse, arreglarse y, sobre todo, regresar al ordenador, comprobar que la página de su cuenta puntocom seguía allí. Seguía. Y de inmediato ponerse a trabajar, revisar bien en qué estado se encontraban los servidores remotos. El suyo estaba limpio, el de Marrero mostraba movimientos. La idea de Patricia, animada por las palabras de la Modelo, era encontrar una especie de agujero negro en el espacio cibernético a través del cual esconder cosas. Dinero, principalmente, dinero que de un momento a otro necesitara esconderse. En el principio de la debacle financiera, muchas empresas acostumbradas a inflar precios, una práctica harto común en la última década, necesitaban desviar sus verdaderos ahorros más allá de los paraísos fiscales. Estaba pensando muy rápido, aunque el colocón se hubiera enfriado. No necesitaba explicarle nada a nadie. Otras cosas, su escapada con la Modelo, por ejemplo, sí requerían de un razonamiento, sobre todo delante de Alfredo, aún dormido en la habitación, imaginaba. Esta explicación financiera se la hacía a sí misma porque tenía que ponerla en práctica contrarreloj. La droga, la marcha delante del Gherkin, la visión de la City devenida en una Roma devastada, todo eso le hacía pensar aceleradamente. El dinero de los ordenadores, que es ese dinero en el que ahora creemos, esos millones de dígitos moviéndose de esquina a esquina de las bolsas mundiales, mucho de ese dinero no es que tenga orígenes oscuros, es que puede ser ficción, no existir realmente, pero aun así venir a significar ese valor que salta en la pantalla del ordenador. Los verdaderos pillos de este nuevo tiempo serían los que supieran atajar el escape de ese dinero hacia sitios aún más inaccesibles, más opacos. Por eso estaban allí, las dos cuentas encriptadas en el servidor externo a la puntocom que tuviera con su hermana, abiertas, muy abiertas, ante sus ojos.

Ok, se dijo, empecemos. Su cuenta externa, aquella que respondía a su nombre, ahora pasaría a llamarse Popea, Popea-Chanel en homenaje al descubrimiento de esa noche con la Modelo. La empresa puntocom tenía una cuenta madre, por llamarla de alguna manera, a nombre de una maestra retirada de Río de Janeiro, María Jesús Cobo. La maestra había dirigido una campaña para distribuir ordenadores usados en las favelas de la ciudad. Su cuenta, sin saberlo la maestra, servía de tapadera a dos servidores externos, los verdaderos instrumentos de la empresa puntocom.

El primer servidor externo, el de Patricia, tardó en responder. Cuando lo hizo, revisó las cuentas vinculadas a la empresa puntocom. Añadió la que tenía en Aruba. Respondió a todas las preguntas de seguridad. La empresa puntocom revivida tenía ahora una cuenta en Aruba a nombre de Patricia Van der Garde. El sobre que envió desde Nueva York, con su foto de hacía unos años, su firma y su autorización, llegaría pronto. En la empresa puntocom había otras cuentas, una en Liechtenstein, a nombre de su abuela Graziella. Un total de veintitrés mil dólares en esa cuenta.

Ahora tocaba entrar en el otro servidor externo, el de Marrero, empleando el código, le molestaba recordarlo. Le molestaba todo lo que tuviera el nombre de Marrero y sabía que cada vez que lo empleaba generaba una fuerte energía que permitía que él mismo, el propio Marrero, se materializara allí donde estuvieran. Aparecería en Londres, seguro, en breve, pero necesitaba revisar esa cuenta una vez más. Después de todo, la habían abierto juntos en 2001, cuando acababan de llegar a Nueva York y Marrero estaba en todas partes de sus vidas.

La cuenta de Marrero tenía la misma cantidad de dinero, veintitrés mil dólares. En el servidor, Marrero tenía muchas cuentas a nombre de muchas empresas. En esta situación él pensaría igual que ella: encontrar un sitio prácticamente invisible donde esconder el dinero en el momento en que hiciera falta. A Patricia le llamó la atención una cuenta a nombre de una empresa exportadora/importadora de langostinos en Siam. Patricia, le dolió reconocerlo, sabía el código clave de esa cuenta, el porqué no podía asumirlo ahora. TheMark2806.

Empezó a teclear. Modificaría el código de acceso a la empresa. Sabía hacer estas cosas, lo aprendió rápido en la inmobiliaria donde había trabajado como interiorista, en Barcelona, antes de conocer a Alfredo. Era fácil. El código ya no sería más TheMark2806 sino Ovington2008. Cerró el servidor externo. Siguió tecleando de nuevo en la página con los datos de la empresa puntocom, autorizando una nueva empresa colaboradora mediante una carta de compromiso destinada a «afiliarse a cualquier acto de solidaridad que se presente en el tiempo turbulento que ahora nos toca vivir». Esa nueva empresa colaboradora se llamaría 2monstersgether, con sede en un banco familiar muy pequeño en Edimburgo.

Miró la casa prestada, siempre empezaban sus cosas desde casas prestadas. Unos amigos colombianos se la habían dejado para que iniciaran su vida, su «cambio» en Londres. «No hace falta que pongan fecha de salida —les había dicho Andrés, el dueño—. Así nos la cuidan. Quizá pasemos una semana para Ascot, si los amigos deciden llevar los caballos», les había dicho. Eso era lo que otorgaba llevar una vida fácil: todo es fluido, cómodo, accesible. Para estar dentro de esa vida había que hacer
click
en un determinado grupo de gente y ese
click
era el talento de Alfredo como cocinero. Y su éxito. Y su fama. Tres veces
click
.

Pero ahora todo eso iba a cambiar. Por primera vez, Patricia iba a ser propietaria. De cosas robadas, de dinero sucio, de esquemas ajenos, pero propietaria.

Alfredo apareció detrás de la puerta, la había estado observando, esperando que finalizara la operación.

—¿Qué tal te ha ido con tu primera víctima? ¿Se ha quedado ya enamorada de ti?

—No es una víctima.

—Es tan solo un símbolo, claro, ya lo había imaginado. Un gesto de bienvenida, para hacerte a la ciudad, para practicar más el inglés...

Chaparrón Alfredo, pensó Patricia. Redujo su eslabón financiero a un pequeño punto negro en el ordenador, guardó la contraseña creada como Popea-Chanel, el número del bolso que la Modelo le recitó debidamente encriptado como contraseña de la contraseña, y miró a Alfredo, desnudo, recién duchado, no lo había oído, mojando la madera oscura del piso prestado. Fue hacia él, sabía que olía mal, a la ginebra que había devorado, a la culpa que empezaba a revolotear alrededor.

—No te acerques, porque de verdad te golpearía —advirtió él—. ¿Quieres probarme, ver hasta dónde puedes ser capaz de hacerme llegar?

—Necesito experimentar para ser Patricia...

—Necesitas hacerme daño, Patricia, para sentir que me quieres. Ha sido así siempre. Eres incapaz de entender que amar puede ser mucho más sencillo.

—No quiero aburrirme. No quiero aburrirte a ti tampoco.

—¿Y es lo más divertido del mundo que vivamos sin saber en qué momento y por qué razón tú vas a desaparecer hoy con una modelo, mañana con otro cocinero, un día de estos con mi propio hermano y sus novios que no paran de hablar y mover las manos?

—No soy una puta.

—No, eres un monstruo.

—Dos monstruos juntos —alcanzó a decir ella.

Se quedaron quietos, en silencio, los ruidos de la calle avanzando en el interior.

—Porque aquí comienza el derrumbe, hasta aquí nos alcanza el colapso. Es todo lo contrario a lo que piensas, Patricia. Si el mundo se jode, nosotros seremos lo primero en estropearse.

—¿Por qué?

—Porque no hemos conocido otra cosa que tener suerte. Por eso, por lo que tú llamas privilegio, estar siempre en el sitio correcto, la gente adecuada, el momento justo. Esa mierda se acabó. Anoche lo vimos, antes de que te fueras a drogarte y a follar con una desconocida.

—No fue en ese orden —mantuvo Patricia el tono superior y efectivo.

—Le habrás pedido que te introdujera la mano entera —soltó Alfredo, incapaz de reconocerse. Patricia contuvo el silencio como acero partiendo el lomo de un tiburón. Lo había conseguido, violentar a Alfredo.

—Un día entenderás por qué lo hice, es lo único que puedo explicar —culminó Patricia.

CAPÍTULO 8

MADAME JO JOS

Londres tiene una rara costumbre, que es aparentar que todo cierra temprano. En efecto, si empezaban la noche cenando en Mayfair, en los restaurantes a los que los invitaban por Alfredo, como el Scotts (con servicio español y Roger Moore y Mario Testino lanzándose piropos a través de las mesas rodeadas de obras de arte y la barra de pescados y
champagne
diseñada por Zaha Hadid), a partir de las doce y cuarto se acababa la fiesta. Tenía su punto lo de las restricciones, porque podías llegar borracho como una cuba a las once a tu casa y despertarte a las cinco y media y no tener resaca a las diez. Pero, por lo general, Patricia se quedaba congestionada, con el cuerpo encendido y los locales cerrados. «Para eso, querida, existe Soho», le había dicho la Modelo. Pero Soho le parecía una cosa de adolescentes en su primer viaje a la ciudad, entrando a peep shows, viendo extrañas figuras desnudarse por veinte libras o esas librerías repletas de gays adorando a Madonna y libros de fotografías de Bruce Weber. Eso era Soho para ella. Hasta que descubrió Madame Jo Jos.

En los últimos años cincuenta, algunos de esos locales de sexo patético se hicieron algo más grandes y permitieron espacio para orquestas medianas que se lanzaban a repetir los twist americanos, la evolución del rock en cultura pop que hizo de Londres una capital protagonista y también convirtió la industria discográfica en el súmmum del talento y del dinero. Madame Jo Jos había jugado una parte interesante en ese devenir. Sus paredes de seda artificial naranja y adamascada recogían imágenes mal enmarcadas de esa época. Patricia lo amó de inmediato. Si todo iba a ir mal o muy complicado, siempre quedaría Madame Jo Jos para refugiarse. Con su pista de baile en medialuna, la orquesta situada en un altillo, enfrente del vestíbulo donde se podía hablar, observar a los que bailaban debajo, treintañeros y cincuentones con sus pasitos ochenta, veinteañeros con sus despliegues hip hop, bailarines de los musicales ejecutando las coreografías que jamás bailarían en sus trabajos. Eran de cualquier raza, orientales, suramericanos, brasileños, jamaicanos, españoles de cualquier autonomía estaban allí esperando ser reclutados para un
reality show
, una compañía de musicales o un acto de variedades con mucha pluma y
street dancing
.

Alfredo y ella llegaron allí acompañando a la Modelo y su grupo de acólitos, los encargados de conseguirle contratos. Jamás apartaban la mirada de sus blackberrys por las que desfilaban e-mails con imágenes de próximas, irremediables nuevas Kate Moss, para angustia de la Modelo. Lógicamente, se habían vuelto una camarilla: Patricia, la Modelo, los acólitos y Alfredo cariacontecido. Por eso en Madame Jo Jos, como en el cabaret de la película, los problemas quedaban afuera. Allí dentro bailar, bailar. Un funk que recogía trazos del sonido Philadelphia y la New Wave, por ejemplo. Vieron en esas primeras noches a verdaderos expertos del Technotronic 2007, que consistía en mover cada trozo del cuerpo en una suerte de sincopado electrónico aparentemente sin alma pero luego cautivador. Patricia enseñó a Alfredo a batir las piernas como si fueran flanes que se incorporan para avanzar malamente. A dejar caer los brazos a los lados como si perdieran la voluntad. A adelantar la cadera y lanzarla de nuevo hacia atrás. La Modelo y alguno de los jamaicanos que observaban sus progresos le enseñaron a dar saltos de carnero en el pavimento no uniforme del Madame Jo Jos. Y la propia Modelo la instruyó sobre cómo sostenerse en la punta de sus zapatillas de baloncestista con plataforma de colores y girar como si fuera una bailarina.

Cada noche de esos primeros días de Londres, con o sin peleas, olvidando la escapada con la Modelo, Alfredo le susurraba a Patricia el nombre, «Madame Jo Jos», y Patricia se relamía sabiendo que a la una y media, de miércoles a jueves, estarían allí, en la puerta, en la esquina de Wardour Street con Frith, esperando bajo lluvia, nieve o viento. Toda herida, cicatrizada.

Hubo noches que Patricia pensó que formaba parte de una generación repentina, los desclasados de Madame Jo Jos. La Modelo y esos bailarines que siempre sonreían se contorsionaban e improvisaban rutinas apoyándose unos a otros. Patricia empezaba a imaginar que Alfredo aceptaría la presencia de la Modelo y su clan como instrumentos necesarios para moverse en Londres. «Nunca sé si haces amigos o robots que te guíen en las ciudades», le había dicho una vez su hermana Manuela. Siempre pensando, siempre maquinando, Patricia hacía un gesto con las manos para alejar ese recuerdo. Estaba en Madame Jo Jos, su mundo, su enclave especial, con Alfredo, víctimas o amigos y con todos los jóvenes efervescentes esperando que la hecatombe financiera no fuera eterna y no perdieran su juventud luchando igual que sus padres, viendo cómo las oportunidades comenzaban a deshacerse. Todos parecían disfrutar de los planes para el restaurante, serían más que comensales, una especie de carne humana atractiva para más visitantes, mejores clientes.

Other books

Kitt Peak by Al Sarrantonio
Dead Running by Cami Checketts
Mr. Jaguar by K.A. Merikan
Beauty by Sarah Pinborough
And When She Was Good by Laura Lippman
Death Comes to Cambers by E.R. Punshon
The Carpenter by Matt Lennox
The Killer Is Dying by James Sallis