Avanza inmaculada tras el orgasmo no tan silente, observando a medida que recorre el pasillo al resto de pasajeros. Lo saben, la escucharon, la acompañaron. Se ven tan ridículos juntos, los Casas sobre todo, el mismo bucle, los mismos labios medio abiertos mientras roncan, la hilerita de dientecitos inferiores. David le confesó que una vez, muy borrachos y con varias rayas, uno de los Casas se había dejado «oralizar» por él, como David llamaba al sexo oral, y que era realmente «súper divino aunque no recordara nada el día siguiente». El repostero Paquito, que también ronca y cuya barriga sube y baja, se ha dejado el libro de su amigo novelista abierto en la página dieciséis, mala publicidad para la intriga. Patricia decide rescatarlo, cerrarlo y colocarlo sobre las piernas del durmiente.
Se vuelve a sentar al lado de Alfredo. Él también ha ido al baño. Sonríe, mucho, la coge con los mismos dedos que han estado dentro de ella, los mismos que ha aspirado al pasárselos por la cara. Saca un trozo de la pastilla de su boca y se lo ofrece. Patricia lo rechaza. No quiere dormir.
—Después de un orgasmo así —afirma—, seguro que el sueño será una continuación de los efectos especiales.
Pero resulta lo contrario.
Recurre a los auriculares. Música clásica. No, barroca, con esos laúdes y el piano, ese cuyo nombre nunca recordaba. Sí, clavicordio. Buscó en la pantalla el título del disco: «Monteverdi,
La coronaci
ó
n de Popea.
»
La recordaba, Música era una de sus materias favoritas en la selecta academia donde estudiaba en Viena, la ciudad en la que nació y en la que vivió hasta los quince años y el motivo por el cual dominaba el español y el alemán como lenguas maternas. El porqué nació y creció en Viena también formaba parte de esas explicaciones que, como lo peor de las pesadillas, aparecen y sobresaltan. No era este el momento de traerlo a su memoria, pero en su casa se veneraban las grandes damas del Imperio Romano. Las Popeas, Octavias y, desde luego, la importada Cleopatra. La abuela Graziella le decía: «Fueron las últimas mujeres a las que no les hicieron falta hombres para ser ellas mismas. ¡Cuánto hemos retrocedido, Patricia!» Se sobresaltó, era como si estuviera sentada detrás de ella en el avión, Grandma Graziella. La música de la ópera de Monteverdi continuaba. Popea fue la emperatriz de Nerón, pero conseguirlo fue todo un esfuerzo: antes de convertirse en la señora de Nerón estuvo casada con Otón, un hombre muy celoso, soldado insigne pero completamente inferior ante Nerón. Y este, a su vez, estaba casado con Octavia. La ópera de Monteverdi, su última obra, por cierto, narraba las intrigas de Popea por ascender hasta lograr el rango de Emperatriz.
«A Patricia siempre le han atraído las artes, todas, es incontrolable. Ve un ballet y lo sabe todo sobre él. Ve un cuadro y averigua cada detalle, ve una colección de ropa y se aprende de memoria todo sobre el diseñador», decía también su abuela, que siempre le regaló prendas, tanto de ropa como de halagos. Sí, era cierto, siempre sabía de más. Tanto como para nunca poder destacar en ninguna de las disciplinas que le apasionaban.
Se fustigaba, siempre pasaba cuando permanecía mucho tiempo en silencio sin hacer nada. No es que hubiera tenido oportunidades, es que era muy buena en todo lo que le llamaba la atención. Diseñó ropa, no concluyó estudios de arquitectura, ambientó locales, inventó bailes y movimientos nocturnos, llegó a ser reconocida como mujer marcatendencias, incluso frecuentó el plató de un conocido programa de humor de medianoche. Fue tantas cosas en Barcelona. Y al final sabía que no era nada si no estaba al lado de ese alguien que de verdad tuviera un talento. Alfredo fue ese alguien. «Pero yo me he enamorado de la mujer de la que todos hablan en Barcelona», le decía, es verdad, al principio. Sin embargo, ella tuvo de nuevo un impulso, como si una mano le ciñera el estómago y le hiciera dar vueltas a su mundo. Organizar esta pareja, los bellos Patricia y Alfredo, iba a ser su mejor negocio, perdón, su mejor logro.
Era como Popea, una mujer inteligente obligada a convertirse en arribista para adquirir más que dinero, independencia, pero siempre a través de un hombre, un amor y su traición. «Sí, Patricia, todo amor viene acompañado de una traición», también le decía Grandma Graziella. Pero no, debería responderle en ese avión de gente dormida. Ella y Alfredo habían conseguido un sueño. Jóvenes, ricos, sin herencia y sin hijos. Ricos y reconocidos por su trabajo. «No te fíes —seguía diciendo la vieja moviendo su dedo índice en círculos—. No te fíes, Patricia querida. Todo amor está perseguido por una traición. Y todo éxito por un abismo.»
Come ti amo,
la declaración de Popea a Nerón al final de la ópera, cuando todo ha sido destruido y recolocado, llegaba minutos antes de que empezaran a servir el desayuno y despertar a los durmientes. «Por ti amo y por ti vivo, por ti aventuro y por ti viajo, por ti pongo mi vida y la convierto en tesoro.»
Abrió la ventanilla. Alfredo entornó un ojo y ella le plantó un beso.
—¿Qué estás escuchando? —preguntó con la voz pastosa.
—Una historia de amor como la nuestra.
—¿Lassie y Flipper? —dijo. Ella se rió y volvió a colocarse los auriculares. El cielo se despejaba y el verde inglés aparecía como un manto. La campiña se pobló de castillos y autopistas y trenes que se movían a toda velocidad. La música le parecía augurar algo brillante, maravilloso, plácido. Un mundo nuevo dentro de lo anciano y reconocido. Sintió el olor de la ciudad mezclándose con los violines que trepaban por entre las palabras cantadas de Popea. No había dormido, tendría un jet lag terrible, pero se sentía feliz. Alfredo la besó y tomó el auricular derecho y, muy cerca, muy próximo a ella, terminaron de escuchar la declaración de Popea al enamorado Nerón. Patricia pensó que eran ellos los que llegaban a Roma, la Roma moderna, la de la esperanza, la libra esterlina y el Puente de Londres.
EN LO ALTO DE LA TORRE GHERKIN
—La magia del cóctel consiste en hacerte sentir hombre y creativo. No hay más que eso. —Alfredo apartaba el mechón de pelo de su frente y sonreía como solo él podía a casi doscientas personas sentadas y absortas ante él: chinos, japoneses, escandinavos... Una audiencia muy de Londres en un decorado exquisito: la cafetería exclusiva de la torre Swiss Re, el edificio emblemático de Norman Foster en el corazón de la City que sus habitantes rebautizaron como Gherkin, en alusión a su forma de pepino-cohete espacial.
La larga mesa ante la que exponía su arte iluminada desde abajo, con un blanco que iba haciéndose azul a medida que atardecía. Alfredo mantenía la palma de su mano sobre su frente para sujetar con firmeza su pelo y continuar hechizando al personal.
—Una mañana en Buenos Aires, descubrí que los chicos llevaban a sus novias a comer sushi porque explicarles el pescado que iban a comer, cómo introducirlo en la soja, cómo envolverlo con una pizquita de
wasabe
, facilitaba un lenguaje erótico que dejaba entrever el ritual que ellos mismos estaban deseando realizar. —La audiencia rio, los otros cocineros españoles miraban a Alfredo con la sana envidia española, azuzada sin duda por la fluidez con la que este se desenvolvía en inglés. Patricia, que observaba desde su estratégico rincón, recordó la frase atribuida a Jesús de Polanco: «Un español es una persona que se pasa toda su vida aprendiendo inglés.»
Alfredo sabía conservar la atención de la audiencia, respetar su respiración, encontrar sus carcajadas y entender el aplauso. Sorbió un poco de agua, volvió a apartar el mechón y convirtió su sonrisa en una nueva cascada de frases.
—Comer es siempre algo erótico. Nosotros, los cocineros, debemos llevar hacia cada plato una porción de nuestras fantasías. Todas las cocinas, todas las culturas gastronómicas, contienen un ingrediente explosivo, poderosamente lascivo. Y, entonces, la coctelera, ese mecanismo masculino que te convierte en creador —matizó Alfredo, buscando a Patricia entre los asistentes a su intervención en la Mix Mixers Global Reunión—, se manifiesta como nuestro cuerno de la abundancia. Hay que verla como si fuera un vientre, sí, un vientre, un recipiente materno que podemos asir con nuestras manos, manejarlo y batirlo pensando siempre, siempre, en el amor. Y, al igual que al crear un bocado, el verdadero éxito será ver a esa conquista, a esa fascinada persona del sexo opuesto, llevándose a la boca un trozo de ti que jamás, nunca volverá.
Patricia escuchó el aplauso atronador recostada en una columna situada a la izquierda dentro del impresionante espacio circular, en lo más alto de la torre. Se colocaba siempre a la izquierda para que Alfredo no la viera, pero ella sí pudiera observar cómo sus ojos la buscaban entre los asistentes. Él siempre disfrutaba con ese discurso tan macho de los bocados y los tragos y las pobres argentinas comiendo pescado crudo, pero ella pensaba que usarlo allí, en Londres, y además ante un público que venía a escuchar al Innombrable, que recubre sus apariciones de visiones cósmicas y prácticamente termina vaticinando el futuro, podía suponerles un tito en la culata. Ahora, al oír el interminable aplauso, Patricia aceptaba su equivocación: la intervención de Alfredo era un éxito. La Mix Mixers Global Reunion, el pasaporte necesario para adentrarse en Londres. Los hermanos Casas miraban a Alfredo con evidente recelo. No le extrañaba, su intervención no estaba prevista en la conferencia y fue el cúmulo de emociones que Alfredo y ella despiertan como pareja lo que les consiguió el hueco para participar. Ellos, tan aficionados a ponerles motes a todos sus colegas, pronto escucharán el que se baraja para su unión imbatible: más que «los bellos Patricia y Alfredo» eran, en realidad, «Los Infalibles Bellos».
Todo ocurrió de manera aparentemente accidental: el principal organizador de la reunión acudió a Screams, el restaurante de Alfredo en Nueva York así llamado porque significaba en inglés «gritos», en contraposición a los Murmullos del Innombrable y del tenor mexicano que era su socio, y fue Patricia quien hábilmente le atendió y, en la conversación que mantuvieron, le recordó los inicios de Alfredo como coctelero y su habilidad para contar exquisitas anécdotas de esa etapa. Poco después, el organizador se puso en contacto con ellos contándoles en su correo que tenían prevista una conferencia sobre la importancia del cóctel en la nueva comida del siglo XXI, y entonces Patricia obligó a Alfredo a escribir un artículo sobre los cócteles más sociales para un diario español, tan divertido y sincero que el
New York Times
lo tradujo para su mítico dominical dentro de un suplemento dedicado al fenómeno español que bautizaron como «Spanish Renaissance» o
Renacimiento español.
Ambos recortes, gentilmente enviados por Patricia, llegaron, por supuesto, a manos del organizador, y gracias a eso Alfredo Raventós fue uno de los nombres mencionados en la crónica del
Time Out,
el semanario-biblia de todo lo que se cuece en Londres, acerca de esta reunión global de nuevos cocteleros. El golpe final fue sin duda su propia aparición: vestido con un pantalón pitillo negro y americana deconstruida pero estrecha y, debajo, la camiseta antracita con cuello en uve que alargaba su ya de por sí pronunciado cuello y descubría la nuez, prominente, masculina. Luego venía el mechón, el marrón-verde sin fondo de los ojos, la sonrisa, los dedos de manicura impecable y los zapatos, que Patricia había conseguido esta vez que fueran negros, de cordones e ingleses.
Alfredo vertía un líquido blanquecino sobre unas rebanadas de corvina australiana que había pedido a unos ex surfistas que conoce de otros congresos. Un clásico de su cocina: cóctel de melón blanco y vodka sueco sobre sushi de corvina australiana con arroz de grano muy grande, cortado en dos y prensado con un alga previamente pasada por un platito rebosante de menta líquida. Otra de las reglas de oro de Alfredo: para que un plato triunfe en grandes metrópolis debe sonar cosmopolita. Los americanos, como los ingleses, siempre han comido mal, la historia bien lo sabe, y adoran lo rebuscado. Lo cosmopolita es una forma de globalizar: corvina de un sitio, menta de otro, vodka si es posible más bien de peruanos con antecedentes finlandeses que simplemente ruso.
—Tan brillante, Alfredo, se supone que preparará cócteles y en realidad deleita con un aperitivo —comenta el hermano feo de los Casas, y Patricia también le ofrece un cálido beso.
—Alfredo es como los ministros de Exteriores socialistas, impredecible —suelta, riéndose de sí misma. Sabe, y muy bien, que los dos hermanos Casas son bastante nacionalistas y de derechas. Adorarán su comentario y la dejarán sola y ella podrá volver a otra de sus habilidades: mezclarse, fundirse con los sitios que considera bellos. Como el Gherkin, un cohete de vidrio con tendencia al violeta, contenido su vuelo por poderosas equis de hierro contra el suelo de la City en Londres. Y esta privilegiada punta del misil en donde ella ahora consigue apoyarse en la curva izquierda del círculo, le ofrece la quietud única, insuperable, del interior de un templo suspendido en lo altísimo de una torre.
Va vestida con una falda tubo de falso negro, que llega a un milímetro por encima de sus rodillas. Cubre su torso una blusa de mangas muy anchas con puño muy ceñido y de un tono aparentemente similar que, al moverse, ofrece unos destellos rosados, tenues pero firmes. La diseñó ella misma cuando aspiraba a ser diseñadora y resulta espectacular para ocasiones como esta, con el cabello recogido bien alto y ningún pelo resbalándole por la cara, un poco de azul en las pestañas, jamás en la sombra de ojos, y rojo en los labios que casa ideal con el rubio de su cabello. Tippi Hedren, rubia Hitchcock, el máximo de elegancia y feminidad para Patricia. Los zapatos, esta vez sandalias porque la noche será caliente, con mucho, mucho tacón y manicura y pedicura con el mismo color de ese azul oscurísimo que envuelve todo el conjunto. Recuerda que Alfredo, que se deleitaba viéndola «arreglarse», como dice ella misma, le advirtió de que el esmalte podía quedar «demasiado dos mil». ¿Qué más da? La mayoría de las personas que frecuentan no saben determinar una década por el tono de una pedicura. Patricia se mira ahora en los cristales y en los ojos de las mujeres presentes y las diversas pupilas que la reflejan le confirman que sus looks son auténticas declaraciones. Está en Londres, en la torre emblemática de Foster, y ella se ve como una baronesa espacial con pasado de
pin up.