Oyó un ruido, una gotera o tal vez una piedra que tropezaba con la pata de una mesa, el viento de la calle hizo que la puerta de un pequeño balcón se abriera y la fetidez se evaporara lo suficiente para permanecer allí y percibir en la penumbra la cara roja de Lucía Higgins que no dejaba de resoplar, sus tetas sujetas por las manazas del negro que la embestía por detrás. La Higgins escupía y exigía cosas como si estuviera en una película porno: «¡Fóllame el culo, así, fóllame el culo!», pero sin poder evitar dejar de hacer sus típicas preguntas: «¿Puedes hacerlo, puedes meterla más adentro? ¿Lo estás haciendo? ¿Me estás follando viva?» Regresó al pasillo procurando contener la risa y al mismo tiempo la arcada. El iPod escupía ahora «Irreplaceable», de Beyoncé. Por favor, ¿podía ser la peor canción en el peor momento? Esa Beyoncé Disney diciéndole a un viejo amor que «vaya a la izquierda, a la izquierda, todo lo que posees en la caja a la izquierda». Intentó seguir su propia coreografía en el pasillo de la segunda planta, la Higgins aún preguntando al otro lado del dintel si el negro sentía cómo deglutían sus labios el poderoso miembro y añadiendo adjetivos gordos, gruesos, grandes, a la misma pregunta. El paso de un coche iluminaba las ramas del árbol y su reflejo destacaba el voluminoso cuerpo de la Higgins exactamente sobre las veinte uñas, como le decía al negro. No a cuatro patas, que era poco, sino sobre veinte uñas, para demostrarle así, siempre, más. Jadeaba, la cabeza parecía un pelele que colgaba de sus hombros, los labios más abultados de lo normal, que ya era mucho, los ojos saltándole, el negro bufando y embistiéndola al punto del agotamiento. Eran dos cuerpos profusamente depilados y resultó curioso para Patricia alcanzar a ver ese detalle. Higgins tendría más de cincuenta años, pero tampoco mucho más, el negro quizá poco menos de treinta, y le resultó más comprensible que, por su edad, él se hubiera aplicado tanto en eliminar todo vello de su cuerpo. ¿Cuándo empezó toda esta obsesión por la depilación? Patricia se rió de las divagaciones de su propio cerebro. Hacerse esa pregunta delante de aquel par de cuerpos que se daban placer gracias a obscenidades y posturas bestiales. Pero, de verdad, ¿cuándo empezó esa obsesión por ofrecer la piel como una lona sin errores? Un poquito antes del año 2000, se atrevió a responderse. Otra luz de coche que pasó iluminando las ramas y el reflejo de aquella desorbitada escena sexual en la habitación. «¿Quieres pegarme, verdad que quieres pegarme?», exigía en forma de pregunta la Higgins y Patricia, apoyada en el quicio de la puerta, seguía barruntando y mezclando ideas sobre la depilación. Fue definitivamente en las películas porno de principios de este nuevo siglo cuando empezaron a verse esas vaginas sin nada de vello, lisas, extrañas, sobrecogedor indicio de que las fronteras entre la pederastia y el sexo de la clase media se volvían borrosas, resolvió. La depilación, en efecto, es buena prueba de ello, continuó con su argumento. Aniña y al mismo tiempo ofrece una sensación de salubridad. Cuesta mucho adquirir ese nivel de limpieza física a pesar del dolor, tanto en el brutal sistema de la cera como en el seco y maltratador de la depilación láser, es caro, seguía meditando mientras la Higgins aullaba y exigía más golpes, embestidas y meadas. Cuando los hombres descubrieron la depilación, también gracias al porno, fue el final de los testículos barbados. A Patricia le divertían, pero más de una vez pilló a Alfredo pasándose su epilady mientras estaba sentado en el wáter y no pudo evitar sentir una cierta vergüenza ajena. Era agradable acariciarlos y también mordisquearlos y chuparlos así, aunque esa ausencia de barbas eliminaba para siempre el gesto cómplice de sacarse después pelitos de la lengua. Y después, una vez conquistados los testículos, vino el turno del escroto y el interior del culo. Alfredo jamás llegó a tanto, y en una ocasión le explicó a ella, solamente a ella, que no necesitaba ese proceso porque, así como no tenía vello en las fosas nasales, la naturaleza le había dispensado de la grotesca existencia de aquellos también entre sus nalgas. Pero no importaba; con o sin él, el auge de la depilación había logrado un lucrativo e importante negocio gracias a esa parte íntima de la anatomía masculina, y a tal efecto recordó una peluquería en la frontera del Gayxample en Barcelona donde ofrecían «láser para la oscuridad», y cómo veía entrar en él a ese primer jefe que tuvo en Barcelona y que salía del local, horas después, casi sin poder caminar y con el rostro reflejando aún las señales del grito permanente. «No confíes mucho en el láser, porque el vello vuelve a crecer si eres muy moreno», le había advertido alguien, seguramente David, tan enterado, pero a Higgins aquello le daba igual, reconoció Patricia, porque ahora bajaba los decibelios de su grito ya que, al fin, el orgasmo había alcanzado su esplendor. Comprendió entonces que no podía seguir allí, observando a hurtadillas cómo se movía, como un tiburón despedazado y despedazador, rodeada de orines, semen, salivazos, llantos vertidos por las bofetadas recibidas y, por supuesto, nada de vello en el cuerpo del negro, tanto en el de la Higgins. ¿Será que existe una correlación entre corromperse, volverse esclavo de tus adicciones, tus caprichos, tu forma de ganar poder y dinero, y esa manía por eliminar el vello de tu cuerpo? Pensó Patricia, todavía espiando.
—¿Hay alguien ahí? —dijo entonces la Higgins, resbalando sobre la pista de excreciones que le impedían incorporarse. El negro, mientras, apretó sus dedos contra la base de sus testículos calvos y derramó un chorro directo a los ojos de la Higgins. Patricia quiso aplaudir, apretarse alguna parte de su cuerpo ella también y exigirle a su veloz cerebro que concluyera la dispersión sobre la corrupción y la depilación. Pero era cierto, cuanto más profundo se adentraba uno en los meandros de la ambición, más limpia se necesitaba la apariencia exterior, más desprovista de miserias y errores debería estar la piel que cubría nuestra monstruosidad.
—Patricia. —Ahora era David quien se le acercaba; se acababa de meter otra raya y tenía los ojos vidriosos, sostenía un
gin tonic
en una mano y la botellita de poppers en la otra, la estaba abriendo e iba a pasársela por la nariz. El hijo de Marrero subía detrás, sonriendo siempre con ese gesto idiota.
—Patricia —oyó decir otra vez a David, y ahora Pedrito completamente desnudo y girándose para desvestir también al hermano de Alfredo. Estaban en otra habitación al lado de la Higgins. Patricia pensó brevemente que David carecía de la belleza de Alfredo y que seguramente, de tenerla, la habría disfrutado más. En su defecto, había desarrollado ese cuerpo extraño de los gays, tanto músculo, pectorales medio inflados, pezones muy erguidos, una cintura constreñida. La piel parecía tensa, mientras que en Alfredo todo parecía mejor dispuesto, no había grasa y punto, los músculos se alargaban, estaban y no llamaban la atención. En David todo era más hosco. No le gustaba verlo así, pero tampoco podía evitar continuar sumando sus errores. La depilación, que era completa, radical, aportaba más extrañeza y perfil salvaje a su cuerpo. El hijo de Marrero también había erradicado el vello de cualquier parte de su cuerpo, incluyendo el culo que abría con sus palmas para que David introdujera su lengua sin dejar de mirar hacia Patricia, tan absorta en analizar sus físicos que no sentía nada, ni excitación ni repulsión por su inclusión en el acto sexual. Eran rojos, sus pieles, el iris de sus miradas, el centro de sus esfínteres, un tono rojo inducido por el láser de la depilación. ¿Podría preguntarles si habían acudido a ese lugar del Gayxample? El hijo de Marrero se tumbó sobre su espalda, las piernas en el aire, y David listo para penetrarlo. Volvió a escuchar a David, llamándola antes de iniciar la embestida. Vio el resto de la droga iluminada por un poco de noche, la aspiró y salió; bajó a la planta principal, realmente se sentía diferente al descender por unas escaleras de roble macizo, volvió a encontrarse con esos antepasados recién pintados y con el aire de Navidad permanente y escuchó villancicos salir del iPod. Avanzó salones hasta la cocina, qué raro, antes no había notado tanta distancia, abrió la nevera y tomó un buen vaso de agua fría, una de las locuras que la caracterizaban porque, como todo el mundo sabe, el frío no es buena idea para las encías después de un tiro. Buscó con la mirada a las personas que aún permanecían en el salón principal, vio al galerista introduciendo su cabeza entre las piernas de una joven poeta y a la Modelo, sola, engullida por un sofá, acariciándose el pelo y balbuceando con los ojos cerrados. Cogió su iPod y salió a la calle.
EL SECRETO
Hubiera querido caminar hacia atrás como los cangrejos, retroceder hasta 1998, vendiendo pisos por cualquier esquina de Barcelona, vestida con un sastre beige de apariencia Armani, el pelo recogido en un moño porque estaba sucio, las uñas de color transparente y unos zapatos con buena plataforma, carísimos, de Prada (o era Miu Miu) de color melocotón, en los que había invertido la primera tarjeta dorada que le ofrecía la empresa inmobiliaria. Horacio, su jefe de entonces, la pinchaba, el cerebro y el culo, exigiéndole vender más, proponer más cosas para la web. La web, la web, era la palabra que más veces escuchaba. «La gente va a comprar casas de ensueño por la puta web», le decía, y ella se ponía a dibujar cuadrados que se sobreponían a otros cuadrados, ventanas de información para incorporar a la dichosa web. Había que lanzarla con una fiesta por todo lo alto, y ahí se le encendió la lucecita a Patricia. Alfredo, lo tenía que hacer Alfredo, el catering, el servicio, el buffet, lo que fuera.
Alfredo no fue tan receptivo. Le pareció despreciable. No era un cocinero de
caterings
. Pero ella insistió ofreciéndole cada vez más dinero o, en su defecto, pronunciando la frase que resultaba mágica en aquellos años: «El dinero es lo de menos.» Y Alfredo, bien que lo sabía, comenzó a pedirle que aceptara que la llevara con su coche por sus sitios de Barcelona con «I don't need this pressure on» de Spandau Ballet sonando en el compact disc del auto. Spandau Ballet, su hermana Manuela los había seguido por una gira europea, enamorada del rubio del saxofón y del cantante moreno. Después, con el tiempo, ese sonido extraño, medio
funky
medio jazzístico que había conquistado a la clase media y que empezó recibiendo el adjetivo de culto, terminó convertido en sinónimo de vulgaridad. Alfredo se sabía bien la canción. Fueron hasta la casa del padre de Alfredo, una vivienda pegada a una pared, abarrotada de libros y dos diplomas de la Generalitat por la calidad del servicio y el empeño en los fogones. La habitación de Alfredo, muy estrecha, espartana: una cama, una silla y varios libros sobre ella. Un armario con perchas vacías, dos camisas blancas, dos pantalones, uno caqui y otro azul marino. Una americana azul marino y otra negra. Enfrente, la habitación del padre y la madre de David, igual de austera. Al fondo un cúmulo de olores, lavanda y vetiver, y «Left to my own devices» de Pet Shop Boys sonando sin parar. La habitación de David, el hermano menor, era similar a una especie de armario por lo reducido de su tamaño, pero se veía a punto de desbordarse por la cantidad de ropa, discos, libros y revistas que se apilaban alrededor de una cama que parecía vertical.
Hicieron el amor, comieron un cordero riquísimo y fresas con nata que, según ella misma confesó, perdían a Patricia, y volvieron a hacer el amor en la habitación estrecha, y ella quiso explicarle quiénes eran sus padres y sobre todo quién era su abuela y por qué su hermana y ella la llamaban «El secreto».
Pero no lo hizo. Y Alfredo sí terminó haciendo, en cambio, el catering para la fiesta de la inmobiliaria e incluso tragó con que David asistiera y eligiera algo de música, como el «Left to my own devices» que resultó un éxito y que Patricia, vestida con un palabra de honor con mucha pedrería en torno al busto y en la cola de la falda, coreó imitando los gestos de los Pet Shop Boys.
Deberían haber permanecido así. Esa pareja, ese sueño cumplido, ese único éxito. Pero todo el mundo se empeñó en esos años en exigirse más, en superar un chiste con otro, una hazaña con otra, un sueño conquistado con otro.
Durante todo el año 2000, Alfredo y Patricia fueron los reyes de todos los
caterings
de Barcelona. Inauguraciones de tiendas de muebles italianos o de joyerías madrileñas con vips casi siempre importados de Madrid y cada vez con temas más complicados: maharajás indios, Memorias de África, tés ingleses, María Antonieta antes de ser decapitada o Napoleón conquistando Egipto, presupuestos precedidos de la frase «No importa el dinero» y empresas, muchas empresas de todo tipo: inmobiliarias, parkings que alcanzaban los veinte años, discotecas que celebraban mil y un actos, hoteles que abrían sus terrazas de verano. La comida viajaba de un continente a otro para ellos: dátiles con chocolate, chocolates con patatas, patatas con espumas de trufa, trufas con caviar y erizos, erizos con arenques nórdicos y arenques nórdicos con muslos de pato sobre cáscaras de naranjas mexicanas y fajitas aztecas con relleno de ternera gallega finamente picada. Variedad, sorpresa, cantidad, presentadas en decoraciones cada vez más voladas de David y Patricia, siempre acompañadas de una selección musical que no pudo ser más feliz cuando el iPod apareció al fin en 2005. Pero antes, y Patricia avanzaba forzosamente hacia ese antes en sus recuerdos, Alfredo y ella tenían a Barcelona convertida en una inmensa sala de fiestas a la que ellos podían satisfacer cualquier capricho.
Entonces vino el hartazgo y la frase de Alfredo, una noche en medio de una fiesta donde rifaban coches con relojes de último diseño a juego para vestir a los afortunados. «Estoy harto de las mismas caras», diría Alfredo mientras recibía la milésima felicitación por sus platos y lo que los barceloneses llamaban el «todo» que era la decoración, la música, Patricia y él: Harto de ver la misma gente y los mismos vips importados de Madrid. «Es que en Barcelona tenemos vips que no conoce nadie», aseguraban las empresas de relaciones públicas que les contrataban. David siempre era novio de uno de sus empleados, por lo general el más delgado y el que más fotos se empeñaba en hacerse con las celebridades televisivas
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Madrid. Era esa gente, esa repetición, lo que le asfixiaba, y Patricia lo entendió de inmediato. En la empresa inmobiliaria de Horacio estaban comprando inmuebles en Nueva York. «El dólar está tan barato que es un crimen no hacerlo: hay que invertir en ese mercado cuanto antes.» Paco Rabanne había dicho que nadie debería tomar aviones ni trenes ni ningún tipo de medio de transporte, pero Alfredo y Patricia pensaron que lo mejor sería lo contrario. Celebrar el cambio de milenio en un avión. Aún no conocían a nadie con uno privado. No importaba, todo cambiaría en ese cambio de milenio.