—Imagínate que su hijo y yo de verdad nos casemos en Valencia. Lógicamente tú y Alfredo haréis el catering. —La voz de David consiguió imponerse a la hiper femenina dicción de Diana Ross.
—¿De qué estás hablando? —dijo Patricia.
—De nuestra boda, Patricia querida. Pedrito Marrero y yo vamos a casarnos en Valencia para cerrar un montón de bocas y epatar al máximo a los carcas de la ciudad.
—¿Es una buena idea casarse para epatar a los valencianos? —preguntó Patricia.
—Es mi única posibilidad de ser tan famoso como mi hermano —respondió David—. Habrá gente dándose de hostias por hacerlo, cariño, el catering y lo que sea. Todos estamos dispuestos a cualquier cosa en este momento...
Patricia hacía que no lo oía. Entró al despacho, no estuvo sola mucho rato.
—Cuidado con las canciones, si se repite otra de Las Supremes en nada estaremos bailando todos otro éxito de Marta Sánchez. —Era Borja, su perfume deslizándose sobre sus palabras. Patricia recorrió con sus finas manos su pelo recién cortado. El gesto era simpático, como si todavía no se acostumbrara a su nuevo peinado.
BIENVENIDO UN EXTRAÑO
Borja recordaba esos días de lluvia a principios de agosto, aparecen justo cuando el bronceado empieza a adquirir un tono parejo y estropean la cotidianidad del desnudo, la aplicación del protector y el nadar en el mar temiendo por las medusas.
Hablaba mucho de libros sobre cocineros, mala táctica porque hacía aún más presente a Alfredo. Soñaba, dijo en un momento dado, en hacer algo así con un talento novel o, bueno, ya puestos, con el propio Alfredo. Enrique comentó algo como que mejor sería no dar tanto la tabarra a la novia del «biografiado». Y todo el tiempo Patricia miraba las manos de Borja, dedos gruesos, boca amplia, ojos cercanos, ojijunto, como los actores de las películas de Sandra Bullock, como decía Alfredo cuando un caballero le provocaba celos y el adjetivo servía para desmoronarlo ante Patricia. Un hombre con los ojos muy cercanos, no bizco, sino con esos ojitos pequeños y la frente pronunciada, siempre había sido el punto y aparte para Patricia. Siempre hasta Borja.
Borja destilaba manutención. Por lo de Mr. Gratis, sí. Tenía esa suerte de que a nadie le preocupara pagarle la cuenta. No había sido así con ella, por ejemplo, siendo mucho más atractiva, hábil, dispuesta a mover cosas para conseguir estar en el centro. En Borja era normal. Jamás le vio sacar la billetera, seguramente ni siquiera llevaba. Móvil, sí, y hablaba continuamente por él. Gestionando ese supuesto dinero de los ex barrenderos rumanos reconvertidos en nuevos millonarios de la burbuja inmobiliaria del este de Europa.
—No me quitas el ojo, Patricia —dijo de repente, mientras aparcaba el coche, un Bentley, de Marrero.
—Pienso que puedes serme útil —respondió la aludida.
—¿Para mitigar la ausencia de Alfredo? Tengo alguna experiencia como acompañante.
—Es un error de todas las mujeres pensar que pueden divertirse con un hombre.
—No soy nunca tan tajante. Nunca nadie me habló tan frontalmente —respondió él dejándola en la puerta de Cadogan Gardens.
Una mañana más el pan de espelta y la revisión de Popea-Chanel. El dinero continuaba ingresando. Iba repartiendo sumas que no llamaran la atención en sus otras cuentas. Si pudiera desembarazarse de una buena cantidad, unos cuantos buenos millones de una buena vez, estaría más tranquila. Pero ¿cómo hacerlo sin levantar sospechas? Borja sería perfecto para eso. Por eso había aparecido en su vida. David la llamaba al móvil, no respondería. El iPod parecía volcarse contra ella y ahora escuchaba «Losing my mind» de Pet Shop Boys, por favor, nunca existió canción más marica en la historia. Cuando fue joven e inseparable de David lo bailaban para excitar a Alfredo, agitando la caderitas igual que con Las Supremes. «El pensamiento que tengo de ti se mantiene, no va ni a la izquierda ni a la derecha, apago las luces y pienso en ti. Me has dicho que me amas, ¿lo hiciste por educación o estoy perdiendo la cabeza?»
Sonaba el teléfono, la melodía indicaba que era Alfredo. No habría dormido y convenía explicarle todo esto, en la dosis exacta de verdad, antes de que saliera a la calle, gastara dinero o quedara con Borja para follar sin remordimientos y sonsacarle la manera de acabar con todos.
—He tenido un sueño terrible —empezó Alfredo, la garganta pastosa—. Te acostabas con mi hermano y lo hacías delante del Cliente y él decidía delatarte a la policía.
—Alfredo, hay una manera de tomarse todo esto con un poquito más de... liviandad —dijo ella, y se arrepintió.
—Ayer vino esa periodista cuarentona de la televisión catalana —dijo él. Siempre me ha tenido ganas. Y aunque hubiera tenido que follármela tapándome la boca... no conseguí hacerlo porque soy un imbécil.
—Alfredo, por favor.
—No soy tú, eso es todo —dijo él.
—Regresa —soltó Patricia, sabía que no lo deseaba pero no podía soportar un descenso a los infiernos a través del teléfono móvil.
—El escándalo no hace más que crecer. Necesitan que esté aquí.
—¿Te han retirado el pasaporte?
—No. Llaman o aparecen por el restaurante cuando quieren. Has dispuesto muy bien tus tentáculos para estrujarme bien aquí dentro, Patricia, mientras, puedes continuar haciendo lo que te dé la gana en Londres.
—Lo que me da la gana es alquilar un sitio más grande y hacer nuestro propio Madame Jo Jos, eso lo sabes.
—No sé qué te detiene...
—No lo quiero hacer solo a mi nombre.
—No necesitas ni siquiera que te lo autorice.
—Tengo que doblar varias esquinas para que el plano quede recto.
—Patricia, no somos tan importantes para hablar en clave.
La comunicación se rompió. Y Patricia prefirió no reintentarlo.
A principios del siglo XX, Wolseley fue una de las más importantes aseguradoras del mundo, y el edificio así lo manifestaba. En lo que ahora era uno de los restaurantes más eficientes y famosos de Londres, hubo antaño un expositor de coches, personas de todas partes del imperio británico acudían a sus puertas para ver los Rolls más imponentes, y hasta los años setenta toda la gama de Land Rovers, Bentleys y Aston Martins, las marcas señeras de la industria automovilística británica. Convertido en restaurante, la decoración había respetado los elementos de hierro ennegrecido de aquella época. La impresión era grandiosa, espaciosa, imperial. Varios comensales se acercaban a saludar a Patricia, era la primera vez que salía a otro sitio aparte del Ovington con su nuevo corte de pelo, con Alfredo atrapado en Manhattan y todo el affaire de «la última cena». Y con Borja, al lado, vestido como Mr. Gratis, las solapas anchas, el nudo de la corbata como una burbuja inmobiliaria a punto de estallar, el reloj regalado de estratosférica esfera, ordenando docenas de ostras que chupaba bajo el peor de los sonidos.
—No te preocupes, la gente no me mira —dijo—. Vienen a saludarte a ti, pensarán que estás con un inversionista.
Patricia volvió a pasarse los dedos sobre la melena inexistente.
—Todas las tías con las que he estado siempre me dicen que soy una especie en extinción. El último hombre sin rasgos de metrosexualidad.
—Todas llegan a ti hartas de estar con gays todo el día —dijo Patricia.
Él aspiró la ostra mirándole a los ojos.
—Exageras lo cerdo que eres... —continuó Patricia.
—Como tú lo guapa.
—Eso no nos hará estar juntos.
—¿Y qué lo va a hacer?
—Que Marrero así lo quiere, ¿no? Y por una vez no voy a hacerle caso. Un restaurante tan impresionante como este —intentó cambiar la conversación, mirando en rededor—, ¿cuántas marrerorías habrá costado?
—Ninguna, es de una cadena.
—Las grandes transnacionales también hacen trampas.
—Pero la fachada es siempre impecable. ¿Es verdad que quieres hacer un nuevo Ovington? —dijo, apartando el plato de ostras.
Patricia vio entrar a Elton John con su marido. El marido la saludó afectuosamente, un poco reina Isabel. Patricia se señaló el pelo respondiendo el saludo. Borja eructó y tomó un largo trago de vino.
—Conoces a todo el mundo, tía.
—¿Por qué habría de deshacerme del Ovington?
—Porque caerá en picado. Dos mil nueve es el verdadero año de la crisis, estamos tan solo a unos días, es como una bomba de relojería.
—No voy a tener problemas de dinero.
—Nunca deberías decir una frase así. Ni con un completo extraño, ni con un admirador —dijo él, advirtiendo con sus dedos con olor a ostras—. Si no tendrás problemas de dinero los tendrás de pereza. La pereza de ir a trabajar a un sitio al que no irá nadie, no porque no tenga calidad, sino porque la gente no podrá permitírselo.
—¿De verdad te crees todo lo que me estás diciendo? —Patricia no contuvo el acento austríaco. Borja no tenía aspecto de saber detectar un acento.
—No me gusta responder con preguntas, pero es inevitable: ¿por qué tienes que enlodarte con Marrero? —dijo él.
—Siempre ha defendido el talento de Alfredo. Y nada más. No es fácil abrirse paso en ciudades como Nueva York y Londres. Solo Alfredo lo ha conseguido.
—Gracias a Marrero y a sus amistades. ¿Sabes que Marrero puede cagarla en cualquier momento?
No, no lo sabía, no se imaginaba que Borja fuera a tener el detalle de confiárselo.
—Como a todos, le pudo la política. Comprar políticos, claro. Ponerse a recrearles sus ideas grandilocuentes. Unos locos de Valencia están con esa idea de traerse los Grammy Latinos a Valencia.
—¿Qué son los Grammy Latinos? —indagó Patricia.
—Un
show
perfecto para sacar pasta del Gobierno y llevarla hacia un sitio más
comfy
—dijo Borja, mezclando idiomas.
—¿Quieren que Alfredo haga algo...?
—Puede ser al final una buena idea, mira. Marrero les ha ayudado con otras ideas de glamour, típico Marrero. Que si alguien le dice que el organizador de la Copa América de Vela comía en vuestro Screams, allí estaba Marrero día y noche hasta que el hombre accede a llevar la Copa a Valencia, y a continuación Marrero mueve todas las piezas para construir dársenas...
—Estuvimos en la inauguración de esa Copa de Vela. La firma italiana nos encargó el catering para sus eventos. Cerramos el mercado antiguo y nos obligaron a construir tres carpas vips: para el ayuntamiento, para los amigos de Marrero y para los de la firma. Al final había más vips que otra cosa, y la gente se asfixiaba en las carpas y afuera en el mercado podías llevarte el marisco con las manos, y también magníficos patés y
confits
.
—Todo ese mundo de carpas vips le reportó millones a Marrero y la amistad con estos políticos que quieren traerse los Grammy Latinos a España —agregó Borja.
Patricia se sintió mareada. Una cosa era llevar adelante su día a día dentro de la estafa a la mayor estafa. Otra, más tediosa, más aburrida, menos volátil y excitante, era escuchar estos manejos de ambiciones políticas vinculadas a los Grammy Latinos. ¿Quién los ganó el año pasado? Música latina, no tenía mucha en su iPod. Marta Sánchez era una debilidad que además podía argumentar muy bien. Así como asumir que te tiene que gustar Oasis más que Blur porque fuiste niñata en los noventa. Punto. Qué duro imaginar que tuviera que poner a Bisbal o a Shakira en el Ovington para celebrar los Grammy Latinos.
—No entiendo este interés por los Grammy Latinos. De toda la vida si quieres triunfar en la cultura anglosajona tus veleidades latinas las tienes que esconder. Ya es suficiente con los rasgos —dijo ella.
—¡Por fin dices algo cierto! ¿Tienes raíces latinas?
—Una abuela sudamericana —consintió Patricia. Por fin entendía por qué era Mr. Gratis: sabía sacarte información sin aparente coste. A nadie jamás le habría dicho con esa facilidad uno de sus secretos mejor guardados.
—¿Te molesta tenerla?
—Su dinero siempre ha sido inmensamente útil —seguía diciendo verdades. Ojalá pasara algún vip de súper renombre para callarse. Terminaría por decirle qué era Chanel-Popea antes de que terminaran la comida.
—Te angustia que no sea un dinero del todo bien habido —insistió Borja.
—Estuvo casada con un jefe de inteligencia de una dictadura suramericana. —Era increíble, se escuchaba a sí misma y sentía que no podía parar de decirle sus peores verdades.
—Hoy por hoy, ese dinero casi te hace aristócrata. Al menos siempre puedes aducir que tus abuelos lo ganaron luchando por una ideología, un deseo de cambio para un país. Ahora robamos dinero que ni siquiera es físico —dijo él. Acababan de servirle el
steak tartar
más grande del restaurante. Patricia entendió que lo frecuentaba. El marido de Elton John le envió un guiño semi aprobatorio de Borja.
—Le encantas a los gays, ¿no? —dijo Borja.
—Como tú y como Alfredo —sonrió ella, robando con su tenedor un buen trozo del
tartar
.
—Volviendo a Marrero y sus Grammy Latinos, han empezado los problemas. Hay gente molesta por el dinero que ya se han gastado por este lleva y trae de los Grammy Latinos. Si no lo consigue, Marrero va estar bastante investigado.
Aterrizaba otro plato con langostas. Al ser Mr. Gratis tenía que aprovechar bien las comidas. Ella no había pedido, no le parecía bien que la vieran comiendo platos que no pertenecían a Alfredo. Ostras,
tartar
, langostas..., o se caía allí delante de ella por un infarto o bajaba al lavabo y despachaba las rayas necesarias para eliminar crustáceos y terneras.
—¿Y a ti, qué te ha dicho Marrero? —preguntó esta vez Patricia.
—Que no podemos bajar la guardia contigo.
—No me voy a acostar contigo para que lo olvides —afirmó Patricia.
—¿Estás segura?
Mr. Gratis pagó. Patricia asumió que en realidad lo haría una de las cuentas o tarjetas de Marrero. Recuperaron abrigos y Patricia disfrutó todo el besamanos de los empleados, obsequiosos porque, después de todo, ella acababa de levantar un negocio en plena debacle financiera. Aunque renegara de esos besuqueos, se sintió admirada.
Borja iluminaba el salón de su apartamento. Maderas nuevas, ¡pobre Amazonas!, cubriendo las paredes. Una biblioteca, igualmente nueva, con libros, todos ediciones lujosas de moda, interiores, decoración de yates y colecciones de coches. Borja reapareció de una cocina novísima, destellante, con la botella de
champagne
, Dom, ya sin el Pérignon, que lo hacía muy largo.