Luz Eneida le sonrió. Había decidido pasar el aspirador aunque no fuera estrictamente necesario. Tenía los ojos bonitos. Siempre llevaba ropa de colores vistosos. Sintió deseos de proponerle que intercambiaran sus vidas durante un mes, sólo para probar. Pero estaba el pasado, el pasado, el pasado y todas sus secuelas, deformantes como las de una enfermedad. Recuerdos agazapados que saltan sobre ti cuando menos lo esperas, como tigres resabiados que sólo comen entrañas de príncipes. Susy, muerta de curiosidad, preguntando: «¿Lo has hecho alguna vez, alguna vez has comprado a un hombre?» No, Susy, ¡vaya decepción si te lo dijera! No lo he hecho, pero ahora me siento muy capaz de hacerlo. Un nativo servirá. ¿Por qué andaba tan preocupada por cambiar? De hecho, ya estaba cambiando: ahora jugaba en serio, las borracheras eran auténticas, nada de pequeñas cogorzas puntuales como sucedía en España. Ahora su humor era verdaderamente cáustico. Ahora ya no le importaba organizar un buen escándalo. Ahora iba a comprar a un hermoso muchacho mexicano para darle un poco de uso genital. Y no estaba pensando en el guía; al guía lo reservaría para una ocasión especial. Su paralización anímica debía terminar: o regenerarse o degenerar.
Luz Eneida no la miraba con recelo. Probablemente había asumido que las mujeres extranjeras hacían cuanto se les antojaba, y lo hacían porque a sus maridos les eran indiferentes. Santiago. Un testigo mudo. Después de haberlo hablado todo, y discutido, y peleado, a falta sólo de pronunciar la frase que nunca nadie se atreve a pronunciar: «Ya no te quiero.» Y, sin embargo, seguían el uno junto al otro en una patológica continuidad.
—Luz Eneida, me voy a dar una vuelta.
—Bien, señora, ¿quiere que le prepare la comida para cuando vuelva encontrársela calentita?
—No sé cuándo llegaré. A lo mejor no vuelvo más.
—¡Vaya cosas que dice! ¿Adónde va?
—No pienso salir de la colonia, tranquilízate.
Se quedó renegando con bondad, preocupada por la salud y las excentricidades de su señora. Paula estaba nerviosa, pero no quería empezar a beber aún. Se dirigió al despacho de Darío, y pudo ver con claridad que él ponía cara de horror nada más verla. ¿Por qué aquel maldito chico le tenía tanto miedo? ¿Qué temía exactamente: que le montara una escena embarazosa, que se echara en sus brazos?
—Darío, muchacho, ¿se te ha ocurrido ya un bar que puedas recomendarme?
—No, ya le dije que en cuestión de bares este pueblo está muy mal. Puede que los haya, pero yo no los conozco.
—Me prometiste que preguntarías a alguien.
—Bueno, usted ya sabe cómo es la gente de aquí, no contestan, no te hacen caso. Se callan, sonríen y en paz. Pero creo que dentro de una semana toda la colonia asistiremos a una guelaguetza invitados por el gobernador de la región.
—¿Y qué demonios es una guelaguetza?
—Una fiesta mexicana típica de esta zona. Se celebrará en un convento en ruinas que...
—¡No me lo cuentes, me lo puedo imaginar! Un convento de los franciscanos, de los agustinos, de los abades vírgenes, de...
—Me han dicho que es algo muy animado, muy especial.
—Sí, estoy convencida, espectacular, pero tú no te has enterado de dónde hay un buen bar.
—Yo...
—¡No titubees, un hombre no debe titubear nunca, antes morir!
Sudaba, sudaba como si estuviera en una sauna, como si hubiera oído dictar su sentencia de muerte. Estaba atractivo así, casi un muchacho, en tensión y asustado. Se acercó a él, lo tomó con fuerza de la pechera de su camisa y le dio un beso intenso en la boca, un beso sexual, sin ninguna otra interpretación que no fuera el calor, la humedad, el nervio de la lengua. Luego se separó de él y caminó hacia la puerta, dándole la espalda. Antes de salir se volvió para mirarlo. Estaba blanco, con los ojos agrandados por la sorpresa.
—Acuérdate de preguntar por un bar.
Tuvo ganas de reír, pero no lo hizo. Se sentía mejor. Lo ventajoso de vivir en una pequeña comunidad era que liberarse de las ansiedades resultaba fácil. Nada de vagar sin rumbo por la ciudad ni de forzar la charla con un camarero. Bastaba con acercarse a la persona idónea y obrar sin impedimentos. Y ahora iría en busca de Susy, tomarían una buena cerveza en la plaza del ayuntamiento y descansarían un rato. México era una tregua que la vida le brindaba, una tregua que merecía ser vivida con paz y confianza, con amor y alcohol.
A Darío le costó un buen rato reponerse del susto. Incluso cerró la puerta con pestillo. Corrió al lavabo y se enjuagó la cara con agua fría. Aquello empezaba a no tener la más mínima gracia. Paula sin duda se había enterado de que su marido se la pegaba con otra mujer. No sólo eso, sino que probablemente se maliciaba que él había actuado la noche anterior como una especie de cómplice y se proponía martirizarlo a placer. ¿O estaba viendo fantasmas donde en realidad no había nada? Simplemente la mujer del ingeniero le daba a la botella y en paz. Igual que había ido a provocarlo, podría haber hecho cualquier otra cosa, besar a cualquier otra persona. Estaba poniéndose histérico. Intentó serenarse. Allá se las compusiera cada cual, no podía permitir que lo llevaran de un lado a otro como una pelota, ni tenía por qué sentirse responsable de las acciones de todos aquellos tipos. Pensó que quizá sería una buena idea contarle a Santiago la visita que había recibido de su esposa, por si él sacaba conclusiones sospechosas que pudieran ponerlo sobre aviso. Aunque en seguida se dio cuenta de que sería un error mayúsculo. ¿Cómo iba a plantarse frente a él y soltarle: «Su mujer me ha pegado un morreo salvaje, ¿no sospechará algo?»? A lo mejor el ingeniero le daba las gracias, pero no era descartable que lo que le diera fuera un puñetazo en plena cara. Y era un hombre alto y corpulento. Ni hablar, su divisa a partir de aquel instante sería la de los tres monos de la sabiduría: ver, oír y callar. Ésa sería una estrategia prudente, porque cualquier día allí se iba a organizar un jaleo considerable y lo más conveniente para él sería mantenerse alejado de la línea de fuego. ¿Quién sería la mujer de la que Santiago estaba enamorándose?, ¿la americana, alguna de las esposas de los jóvenes técnicos con niños y todo? Era inútil interrogarse sobre eso, él no sabía qué hacían los ingenieros durante la semana. A lo mejor no todo el tiempo estaban trabajando en la obra, quizá visitaban Oaxaca y allí era donde el ingeniero se había encontrado con una bella mujer, o al menos con una que no bebiera tanto ni estuviera tan loca como la suya.
Sonó el teléfono, y por Dios que debía de estar desquiciándose a marchas forzadas, porque tardó un rato en comprender quién era Yolanda. Ella lo notó; por más kilómetros que lo separen a uno de una mujer, ella se da cuenta de todo como si estuviera en la habitación de al lado.
—¿Aún sabes quién soy, no?
—¡Yolanda, qué tonterías dices!
—No digo tonterías. Me quedo levantada hasta las tantas para llamarte a una hora que sea decente en México y me contestas como si no me conocieras.
—¡Joder, no esperaba tu llamada; estaba descolocado!
—Claro, como tú nunca me llamas...
—Dijimos que dejaríamos el teléfono quieto para ahorrar, ¿o no?
—Una cosa es dejarlo quieto y otra muerto.
—Vamos a ver, Yolanda, ¿no te escribo cartas puntualmente, no te mando e-mails?
—Sí, pero...
—Pero ¿qué?
—Mis amigas dicen que si están lejos los hombres se olvidan de ti, que si no te ven no existes para ellos.
—Tus amigas son una panda de gilipollas.
—¡No te consiento que digas eso, son lo único que tengo para darme consuelo! ¿Con quién quieres que hable, con mi madre?
—A lo mejor tu madre tiene más sentido común que esas idiotas.
Se percató de que ella lloraba al otro lado del hilo.
—Yolanda, ¿estás ahí? ¡Coño, para una vez que hablamos, me voy a quedar con mal cuerpo!
—Sí, perdona, llevas razón; pero es que hace tanto tiempo que no nos vemos que ya no estoy segura de nada. Además, yo te llamaba para darte una sorpresa.
—¿Cuál?
—Voy a ir a verte por Navidad.
—Navidad, ¿cuándo es Navidad?
—¿Ves como no te enteras? Pero si ni siquiera sabes en qué mundo vives. ¡Dentro de un mes es Navidad! Y no tienes que preocuparte por el dinero, mis padres me pagan el viaje. Estaré ahí nueve días, los cogeré de vacaciones en el trabajo.
—¡Ah, qué bien!
—¡Ni siquiera te alegras!
—¡Pues claro que me alegro!; lo que pasa es que no había pensado en la Navidad, como aquí no hace frío y todos los días son tan parecidos... pero me alegro, desde luego. La verdad es que estoy deseando verte.
—Bueno, está bien. Mándame esta noche un mensaje, ¿de acuerdo?
—No fallaré.
Cuando colgó, estaba cansado, como si hubiera estado varios días sin dormir o hubiera caminado muchos kilómetros. La Navidad, no había contado con esa complicación. Con un poco de suerte, muchos residentes de la colonia se marcharían a pasar esos días a España, pero seguro que los ingenieros se quedaban, de lo contrario, ya se lo hubieran comunicado para que gestionara los billetes en la agencia de viajes y todo lo demás. ¡Y ahora la visita de Yolanda, otra cosa en la que pensar! Naturalmente que le apetecía verla; al fin y al cabo, era su novia, pero de lo que ella no parecía darse cuenta era que él no estaba en su ambiente ni en su ciudad. Además, su jornada de trabajo se extendía fuera de cualquier horario normal, vivía allí, con toda aquella serie de mujeres que lo llevaban a mal traer.
De pronto recordó que había dejado la puerta cerrada con llave y fue a abrirla. Al cabo de un cuarto de hora había quedado con el cocinero. Le pediría que cuando saliera a hacer las compras lo llevara hasta El Cielito para recoger su coche. De ese modo, podía pasar un par de horas con las chicas. Esa perspectiva lo animó.
Susy siempre estaba dispuesta a salir con ella. Se aburría mortalmente, la pobre, allí sola. Pero no era inocente, sabía muy bien que salir con Paula implicaba posibilidades especiales, complementos a un simple paseo que alguien podría calificar como peligrosos. Aquella mañana hacía un sol cegador, un aire seco y fresco. La plaza de San Miguel lucía en toda su animación. Paula bebió cerveza, cerró los ojos, dejándose bañar por el agradable calor en la cara. Susy le preguntó de pronto:
—¿Cómo llevas tu traducción, trabajas en ella?
—Con absoluta dedicación. Justamente ayer, el conde Tolstoi daba un paseo por su finca de Yasnaia Poliana a caballo. Nevaba. Él iba mirando los campos de su propiedad cubiertos de blanco, brillando en el horizonte, y eso lo hacía sentirse en contacto directo con Dios.
—Hermoso.
—Genial. Claro que en la siguiente entrada de su diario habla de su mujer, y ahí las cosas empiezan a torcerse.
—¿Su mujer no le hace pensar en Dios?
—Le hace pensar en lo peor, en lo más miserable; y se da cuenta de que todas esas miserias y pequeñeces no vienen de fuera, sino que están en su interior. El matrimonio hace aflorar lo repugnante que hay en él.
—No es muy tranquilizador.
—En absoluto.
—Yo no comparto esa vivencia de Tolstoi.
—¿Por qué no? En realidad, el matrimonio es una institución doméstica, algo para ser usado diariamente, como unas zapatillas de estar por casa, como una escoba para barrer. Poca grandeza hay en eso. Tolstoi era elevado como escritor y como místico, pero como marido era un gusano.
—¿Y no podría pasar justo al revés: que alguien fuera mediocre en sus ideas pero un genio en el matrimonio?
—¿Un genio en el matrimonio, y eso cómo se come, qué significa: ser bueno, comprensivo, buen amante?
—Eso y mucho más, todas las cosas que un marido debe ser.
Paula la observó detenidamente percatándose de que cuando estaba con ella apenas la miraba a la cara. Tenía unos esplendentes ojos azules llenos de curiosidad, de algo parecido a la inocencia. Sintió un arrebato de rabia en su contra. ¿Qué pretendía con aquellas preguntas, es que era incapaz de darse cuenta de que ella estaba de vuelta, pasada, gastada, jodida de verdad?
—Me gustaría saber qué le pides tú a un marido, querida Susan.
—A un marido en abstracto puedo pedirle muchas cosas, a Henry procuro no exigirle nada. ¿No te pasa a ti algo por el estilo?
Apuró su cerveza de un trago. Hizo un gesto imperativo pidiendo otra al adormilado camarero que esperaba sentado en la puerta del bar.
—No, te equivocas por completo. Yo le pido a Santiago más de lo que nunca podrá darme. Se lo pido todo, ¿comprendes? Se lo demando solemnemente. Y lo que más deseo sobre todas las cosas es que me aguante, que soporte mis cabronadas, mis infidelidades, mi mal humor.
Estaba seria, casi furibunda. Susy la miraba bastante desconcertada.
—¿Por qué te pones así? No te entiendo, Paula, créeme, me cuesta mucho seguirte.
—Entonces, no me sigas, déjame en paz. ¿Qué eres tú, una Teresa de Calcuta del tálamo nupcial, una abnegada esposa que con poco se conforma? Cuéntales esas cosas a todas esas imbéciles de la colonia, pero no a mí. Te has confundido de persona.
A Susy se le llenaron los ojos de lágrimas. Daba cabezadas como si no acabara de creerse lo que estaba sucediendo. Empezó a mascullar frases en inglés. Se levantó, alejándose a grandes zancadas decididas. Paula sonrió para sí misma, se fijó en qué dirección tomaba. Pagó al camarero sin prisas y la siguió. Estaba encaminándose hacia la colonia. Corrió un poco hasta alcanzarla. Se puso a su altura y adecuó la velocidad de su paso al de la americana. Susy se volvió:
—Déjame sola, Paula, has conseguido ponerme nerviosa.
—¿Yo? No comprendo por qué. Estábamos charlando sobre un tema interesante y no hemos logrado ponernos de acuerdo, eso es todo.
—¿Charlando?, ¡qué cinismo! Digamos entonces que no me gusta tu manera de charlar.
—Puedo ser vehemente en algunos momentos.
—Algo más que vehemente. Has sido... ofensiva, ésa es la palabra.
—Bien, de acuerdo, ofensiva, que también quiere decir beligerante en español, ¿conocías esa acepción? Oye, déjate de tonterías y vamos a tomar una última copa en aquel bar que conocimos el otro día.
—¡No puedes maltratar a la gente y luego continuar como si tal cosa!
Paula dejó de caminar, miró a Susy con dureza:
—Si no quieres acompañarme, no lo hagas; pero quiero que entiendas algo con total claridad: si no vienes ahora a ese bar, no volveré a tratar contigo. Nunca, ¿me oyes?, nunca. Y sabes que estoy hablando en serio.