Metió la carta en un sobre y escribió la dirección.
Le produjo una sensación extraña estar llamando a la puerta de su propia casa, pero era lo correcto, él ya no vivía allí. Luz Eneida le abrió y, sin permitirle decir ni una sola palabra, lo abrazó y empezó a hablarle precipitadamente, en voz muy baja:
—Señor, menos mal que llegó. La señora quiere echarme a la calle, fíjese. Yo no he hecho nada malo y siempre cumplo bien con mis obligaciones, pero no me da ninguna explicación. Sólo dice que me vaya marchando porque no me necesita más. Ahora todos pensarán que he hecho mal mi trabajo y no me querrán contratar en otra casa de la colonia, y ya me dirá qué voy a hacer. Además, ¿quién cuidará de la señora? Desde que usted no está se pasa el tiempo en su habitación bebiendo whisky y tequila. Y sin comer, señor, sin comer.
—Tranquilízate, por favor.
—¿Y cómo voy a tranquilizarme si ahorita mismo me dijo que si vuelve a verme por la casa me romperá una botella en la cabeza?
—Luz Eneida, cálmate. Yo me voy a encargar de todo. Es posible que la señora no te necesite más, pero voy a hablar con don Adolfo y te contratarán en otra casa. Y si no es en otra casa será en el comedor, en alguna parte, seguro.
—El señor no se acordará.
—Te doy mi palabra de honor.
La chica se quedó pensativa un momento.
—Si es que te sirve la palabra de honor de un español.
—¡Señor... !
—Está bien. Ahora es mejor que te vayas a casa.
—Pero...
—Te diré lo que haremos. Te daré mi número de teléfono móvil. Si don Adolfo se negara a darte trabajo o hubiera alguna dificultad me llamas, ¿de acuerdo?
Cabeceó varias veces, sopesando la seguridad que le ofrecía ese plan. Por fin asintió.
—¿Y la señora estará bien cuando usted vuelva a marcharse?
—Estará bien, no te preocupes.
—Señor, se lo agradezco.
—Dejaré una cantidad de dinero para ti en la oficina de Darío, el administrativo. Pasas y la recoges dentro de un par de días. Es para darte las gracias por lo bien que nos has atendido todo este tiempo.
—Dios se lo pagará.
Dejó tras de sí un agradable olor a lejía y cebollas cortadas. Santiago le dio la vuelta a la esfera de su reloj, colocándola en el reverso del antebrazo: así recordaría hablar con Adolfo tal como había prometido. Fue hacia el dormitorio. Estaba sereno, indiferente, no temía aquella última conversación con Paula.
La encontró en su sillón de lectura, con un libro en las manos, dormitando. Había esperado algo mucho peor. Ni siquiera se sobresaltó al verlo.
—¡Ah, eras tú! Oía la voz de esa zorra a lo lejos. Creí que hablaba sola.
—No es ninguna zorra, está preocupada por ti.
—¿Has venido a decirme eso?
—No. He venido a despedirme, a enterarme de qué piensas hacer.
—Muy considerado por tu parte.
—Sabes que en la colonia no puedes quedarte.
—Al menos podré estar aquí un mes, ¿no? Es el tiempo que se concede a los que despiden de un trabajo.
—Hablaré con Adolfo.
—Ya hablaré yo. No soy muda ni subnormal.
—Como quieras. En cuanto al dinero... dejo la mitad de lo que había en la cuenta del banco para que dispongas de él. Después, hasta que tus ingresos te permitan vivir...
—Prefiero que esos temas los traten nuestros abogados. Supongo que también se ocuparán de deshacer nuestro patrimonio. Quiero que se venda todo, las dos casas también. Me iré a vivir a otra parte.
—De acuerdo. En cuanto llegues a España hazme saber quién llevará tus asuntos. Me localizarás siempre en el móvil.
—¿Cuándo te vas?
—Mañana.
—Has esperado hasta el último momento para despedirte.
—Tenía trabajo.
—Ya. Tenías cosas más importantes que hacer que despedirte de quien ha sido tu mujer los últimos quince años.
—¿De verdad crees que vale la pena ponerse ahora a discutir?
—No, en eso llevas razón, no vale la pena.
—Paula, quiero que sepas que...
—No, te lo ruego, nada de discursitos finales. Puedes marcharte, se da por terminada la despedida oficial.
—Adiós, Paula.
—Adiós.
Cerró tras de sí procurando no hacer demasiado ruido. Sin embargo, la puerta sonó definitiva y lapidaria. En ese momento Santiago sintió una amargura tan profunda como no había sentido jamás. «Adiós», eso era todo. Se echó a llorar silenciosamente con violentos estertores. Notaba auténtico dolor físico en el pecho. Temió que le fallaran las piernas. Debía reaccionar, controlar el dolor como se controla la ira. Debía hacer algo inmediato, real, algo que lo implicara con el resto de los seres humanos. Recordó a Luz Eneida. Rápidamente se dirigió al club. Con toda probabilidad, Adolfo estaría allí. Le hablaría sobre la chica, le pediría que volviera a contratarla en cualquier lugar de la colonia en el que fuera útil. Apretó los puños, los dientes, y avanzó en línea recta.
Susy salió corriendo de su casa. Una sensación de ahogo profundo la hacía resollar atropelladamente. No recordaba haber discutido antes con Henry de una manera tan áspera y salvaje. Se paró un momento, formó una pequeña caverna con las manos y respiró en su interior. Fue recuperando el ritmo normal. Calma, mucha calma, no había que precipitarse. A Henry no le gustaba lo que estaba pasando, y ¿qué estaba pasando? Pues que su pequeña Susy estaba liberándose de la tutela conyugal. Y esta vez iba en serio, nada de recetas de autoayuda ni de consejitos de psiquiatra, siempre dirigidos a que todo siga igual. Ahora las cosas se desarrollaban de modo radical. Toda su vida anterior había sido una mentira, un modo de mantenerla controlada, de no permitirle salir a flote. Entre todos habían acabado por inculcarle que el único sistema de vivir es acoplarse a la realidad. Fácil, así cada vez estás más integrado y tu resignación es mayor. Pero no, ahora comprendía que hay otros sistemas. Puedes rebelarte, vivir al margen, negarte a acatar las reglas que te han impuesto y que creías hasta el momento tu única tabla de salvación. Para eso hace falta coraje, decisión, fuerza, la intrepidez suficiente para darte cuenta de que el futuro está en blanco y tú puedes escribirlo de tu puño y letra.
Era evidente que el único paso lógico a continuación era separarse de Henry. Estaba convencida de que eso no representaría ninguna tragedia para él, no había resultado ser la mujer que esperaba, tampoco la que esperaban los demás. Y si antes lo era, ahora había cambiado. Las personas no son un monolito tallado desde la antigüedad que se mantiene así por los siglos. Las personas varían, evolucionan, sufren auténticas metamorfosis. No están hechas de piedra, sino de frágiles huesos, de piel resbaladiza, de pensamientos etéreos e inconstantes. Su materia central es el aire. Y así se sentía, ligera como un soplo de viento poderoso que lo arrasa todo al pasar.
La vida empezaba a partir de ahora. ¡Dios, había estado a punto de permanecer atrapada para siempre en la red de falsedades tejida por su entorno! Había llegado a creer que su destino era el matrimonio, alcanzar la madurez de la que tanto le hablaban, afrontar los problemas con su madre. Le habían metido en la cabeza que no podía huir. El psiquiatra se lo había recalcado mil veces: no se puede escapar de los fantasmas, hay que hacerles frente. El fantasma de su niñez, de su debilidad, de su incapacidad para comportarse de modo adulto, el fantasma de su madre. Y, sin embargo, ¿quién era su madre en aquellos momentos de su vida? Nadie, había desaparecido por completo para ella. Ni siquiera recordaba su cara. Los fantasmas no son reales, sólo se manifiestan mientras nos atormentan, pero si dejan de atormentarnos, dejan de existir. Se negaría a ver de nuevo a su madre. O quizá eso era excesivo, alguna vez comerían juntas, y entonces la trataría como a una vecina que se ha tenido en el pasado, con la que nunca ha habido una relación profunda pero a la que no se quiere desairar. Lo que estaba muy claro era que nunca más respondería a sus llamadas telefónicas. Se acabó, aquellos urgentes y ridículos mensajes de ayuda quedarían levitando en el cosmos, formando parte de la basura espacial.
De pronto sintió un poco de miedo ante su propia euforia, pero lo desestimó. Nunca más experimentaría miedo, y mucho menos de sus sentimientos o pensamientos. Tenía la seguridad suficiente como para hacer cualquier cosa sin alterarse. El bien y el mal eran otro invento dirigido a oprimir a la gente, a uniformizarla, a perpetuar sus terrores.
Se autoestudió. De la inquietud histérica en la que se hallaba después de discutir con su marido había pasado a un estado de conciencia casi jubiloso. Bien. Eso era algo digno de celebrarse. Pensó que sería estupendo ir a tomar una copa con su querida amiga, su compañera de andanzas, la única persona en el mundo que no la había tratado nunca como a un osito de peluche, sino como a una mujer de verdad.
Cuando se acercaba a casa de Paula vio salir a Santiago y retrocedió un paso. No dio signos de haberla descubierto. Pasó a unos metros de ella tan absorto y serio como si acabara de abandonar un velatorio. Tanto mejor, se dijo Susy, aquel tipo había conseguido que su amiga se deprimiera en los últimos días. Seguro que ahora la encontraría con el ánimo por los suelos. Sería una buena ocasión de intentar variar su humor. Aunque entristecer a Paula no era fácil, estaba por encima de las pequeñas flaquezas. Quizá la recibiría de modo alegre, dispuesta a brindar por todo y por todos.
Llamó a la puerta y, un instante después, Paula le abrió. Sus suposiciones eran ciertas, en el rostro de su amiga no se apreciaban señales de llantos ni gestos de abatimiento. Se mostraba superior y estoica como de costumbre.
—¡Ah, Susy, eres tú!
—Creías que llamaba Santiago, ¿verdad? Lo he visto salir desde lejos.
—Ha venido a despedirse definitivamente.
—¿Estás afectada?
—¿Vamos a hablar aquí, en la puerta?
—Pensé que me invitarías a una copa.
—Pasa.
Le pareció que Paula estaba muy elegante, vestida con unos anchos pantalones de tela blanda y una sencilla camiseta gris.
—Siéntate. ¿Qué puedo ofrecerte?
—Depende de lo que vayamos a celebrar.
—Tú eres quien ha venido. ¿Qué propones?
—Podemos celebrar tu separación o mi cambio espectacular, porque he cambiado, querida, y mucho.
—Sí, ¿eh? Interesante, muy interesante.
Paula le dio la espalda, se acercó al mueble donde guardaba las botellas y sacó una de whisky. Sirvió dos vasos. A Susy su modo de hablar le pareció cínico y despectivo, pero no iba a sentirse desconcertada esta vez. Conocía ese tono, casi se había acostumbrado a él, y sabía que no significaba nada. No debía dejarse intimidar, luego sería diferente, con ella siempre era diferente de como se mostraba con los demás. Se sentaron frente a frente. Paula agitó el hielo en su vaso.
—De modo que has cambiado. ¿Y así, por las buenas, o ha sido una meditada decisión?
—Casi podría decir que no he tenido que meditar ni decidir nada. Paula, simplemente he comprendido, he cambiado, me siento otra. En este momento estás hablando con una mujer libre que se encuentra a punto de liquidar todos sus compromisos.
—¡Vaya, qué coincidencia, ya somos dos! Brindemos por eso.
Paula se levantó y fue a sentarse junto a la americana, chocaron los vasos. Luego bebieron de un solo trago todo el contenido.
—¿Qué ha venido a contarte Santiago, que se muere de amor por esa mosca muerta de Victoria?
—Algo parecido. Era su despedida formal.
—¡Lamentable, todo el mundo es igual! Intentan aparentar frente a ti que hacen las cosas correctamente. Podía haberte ahorrado el trago.
—Sí, ya ves, podría haber tenido ese detalle, simplemente desaparecer. Pero no creas que me importa demasiado.
—Ya sé que no.
—Sólo que me ha anunciado algo mucho más inquietante que su amor por la mosquita muerta.
—¿Qué?
—Algo que por otra parte ya esperaba: tengo que irme de aquí. Disfruto del derecho a permanecer en la colonia sólo como su esposa. Así que mi estancia se acabó.
—Pero ¡eso es imposible!
—¿Imposible? ¿Qué te hace pensar eso? Me echarán a la puta calle. Nos mantiene una empresa, no una institución de caridad. Adolfo, Manuela, todos esos hipócritas que siempre me sonreían y se preocupaban por mi bienestar me darán la patada: «¡Fuera, largo!» Además, estarán encantados de librarse de mí, un problema menos.
—¿Y qué harás?
—Pues volver a España, ya me dirás qué otra cosa puedo hacer.
—¿Y allí vivirás sola?
—Como una anacoreta.
—Entonces yo me iré contigo.
Paula clavó los ojos en la americana con cierta furia y, en tono remansado y ecléctico, preguntó:
—¿Cómo dices? No te he entendido bien.
—Que me iré contigo. Voy a dejar a Henry. Eso será lo mejor para los dos.
No hizo ningún comentario. Esbozó una sonrisa. Se levantó y sirvió más whisky. Volvió a mirarla. Susy siguió hablando con gran animación:
—Sí, ésa sería una idea genial, largarme a España. ¿Por qué no? Empezar una nueva vida por completo distinta. Al fin y al cabo, hablo perfectamente la lengua y encontraría trabajo como secretaria o profesora sin ninguna dificultad.
—¿En serio estás dispuesta a abandonar a tu marido?
—De ahora en adelante voy a dejar atrás cualquier cosa que me impida evolucionar, Paula.
Miraba a Susy como si no la viera, cabeceando afirmativamente de vez en cuando, de manera maquinal. Entonces la americana se puso en pie y se acercó a Paula, le tomó la cara con las manos y la besó en la boca con decisión. Le introdujo la lengua con fuerza, con hambre, empezó a abrazarla, a subirle la camiseta para poder tocar sus pechos. Tras un momento de inmovilidad, el cuerpo de Paula se tensó, rígido y vibrante como un diapasón. Apartó las manos de la chica tomándola por las muñecas y le preguntó, casi sin aliento:
—Pero ¿qué haces?
—Paula, tú sabes, yo sé, hemos llegado a un punto de intimidad en que las dos comprendemos lo que nos sucede. No hace falta dar explicaciones, ni hablar más de la cuenta.
Paula la soltó, retrocedió. Luego volvió a avanzar hacia Susy y le dio con el reverso de la mano en la boca. Fue un golpe seco, sesgado, brutal. La joven caminó hacia atrás y quedó sentada en el sofá, con los ojos desorbitados. Se llevó los dedos al labio inferior, del que empezaba a manar un hilo de sangre. Paula había enrojecido, tenía los ojos achicados por la indignación. La barbilla le temblaba nerviosamente.