—¡Amable vecina!, ¿adónde demonios vas?
—¡Por Dios, Paula, me has asustado!
—Yo cito al demonio y tú citas a Dios.
Victoria ríe, parece nerviosa. Es la primera vez que la ve nerviosa. Le da la impresión de que hace un esfuerzo por hablar.
—¿Has oído el aviso?
—¿El aviso?
—Han dicho que seamos prudentes en nuestras salidas de la colonia. Vuelve a hablarse de secuestros.
—Quieren que tengamos miedo, querida Victoria.
—Quizá es algo más. Van a poner a más gente armada rodeando las tapias.
—Tonterías, la delincuencia organizada no tiene presencia aquí, y el comandante Marcos hace tiempo que decidió dedicarse a hacer anuncios publicitarios. En cualquier caso, no me importaría que nos secuestraran a todos. Por ejemplo durante esa horrible comida de Navidad que debemos compartir. ¿Te imaginas?, una partida de gachupines cazados en su salsa. Genial: «Confiscamos este pavo relleno en nombre de la Revolución.»
—¡No me hables de esa comida! Manuela ha propuesto que cada una de nosotras prepare un plato típico de su región.
—¡Qué encantador! A esa mujer cualquier día la nombrarán embajadora de las Naciones Unidas.
—¡Eres perversa!, pero te aseguro que Manuela monta tantas actividades sólo para que nos encontremos mejor aquí; aunque, claro, a veces su buena voluntad te supone un compromiso. Porque yo soy una cocinera más que mediocre.
—Tranquila, yo cocinaré por las dos. Haré un buen pastel de hachís.
—¡Estaría bien! —dijo entre risas—, pero procura avisar para que los niños no coman.
—¡Al contrario, los niños primero! Démosles una experiencia que valga la pena en este erial, algo que recuerden el resto de sus vidas.
—Lo siento, Paula, pero tengo que dejarte. Nos vemos luego.
—Espero que no te secuestren.
—No antes de haber probado tu pastel.
Se despidieron y vio cómo Victoria se marchaba muy de prisa. «Huye de mí —pensó—, huye de mí porque yo soy la anomalía y ella la normalidad. Esa mujer es la normalidad —se repitió—, debería seguirla las veinticuatro horas del día y observar qué hace para imitar su ejemplo.» Así quizá podría enfrentarse al mundo con alguna indicación de uso, y no siempre temiendo romper alguna pieza de esa máquina misteriosa.
Los hombres llegaron para pasar en familia las fiestas de Navidad. Por fin esa dichosa obra permanecería cerrada durante tres días sin que se hundiera el mundo y el cielo se desplomara. Todo estaba listo. Darío transigió en todo y hasta colocó un servicio de megafonía que difundía por los jardines canciones navideñas desde las seis hasta las ocho de la tarde. Todo esto era sobre todo en honor a los niños. Aquella parafernalia festiva podía parecer inútil en principio a más de uno, pero lo cierto era que se había conseguido dotar a la colonia de un ambiente hogareño y tradicional. En cuanto los jardines y las instalaciones comunes estuvieron engalanados, en seguida pudo verse a los niños visitándolos. Ya se sabe que los adultos realizan muchas de sus aparatosas celebraciones sólo de cara a los niños, intentando amueblarles un mundo que es bastante desagradable de por sí. Manuela recordaba con nostalgia a su nieta. Este año no podría verla, y cuando la viera dentro de un tiempo ya no sería un bebé. Se habría perdido su primera infancia. Pensó que los hijos pequeños eran lo más hermoso del mundo. Recordó una tarde en el porche de su casa de verano. Sus tres hijos eran niños aún, el menor sólo tenía meses. Emitía ruiditos armónicos y graciosos como una música alegre. Los otros jugaban a su lado. Entonces se había dado cuenta de que se encontraba viviendo el momento más feliz de su vida. Una sensación de plenitud la había envuelto. Estaba en la cúspide. Puede que nunca llegara a experimentar nada parecido, pero en aquellos instantes había tocado el cielo con las manos, llena de paz. Muy poca gente podía decir algo así. Le estaba agradecida a la vida, la vida se había portado bien con ella.
Suspiró profundamente. No tenía derecho a dejarse arrastrar por la tristeza. Aquel pasaje maravilloso de su existencia ya era motivo suficiente para vivir, pero había disfrutado de otros episodios emocionantes. ¡Ah, su minúscula nieta de ojos azules, si pudiera tenerla ahora mismo entre los brazos...! Llamaría a su hija aquella misma tarde y le pediría que pusiera a la niña en el auricular, quería que la pequeña oyera la voz de su abuela.
Los niños eran importantes, por supuesto que sí. Si todo salía como estaba previsto, aquella Nochebuena los niños de la colonia hasta se encontrarían con Papá Noel. Le había costado lo suyo convencer a Darío para que se disfrazara. ¡Qué cruz de chico! Como si disfrazarse de Papá Noel fuera algo tan traumático. El propio Adolfo lo hubiera hecho encantado, pero llegaba demasiado tarde de la obra aquella noche, con el tiempo justo de ducharse, arreglarse y bajar a cenar al salón. No debía correr el riesgo de que algo saliera mal. ¿Qué había sido su vida sino intentar que siempre todo fuera perfecto? Suspiró de nuevo. Estaba segura de haber hecho las cosas bastante bien a lo largo de los años. Podía decirse sin exagerar que, en los lugares donde ella había estado, siempre había reinado la armonía. Aunque, de pronto, una oleada de cansancio la envolvió. Eso era muy cierto, pero se había pasado la vida esforzándose por los demás. ¡Claro que su marido la quería!, ella le había hecho la vida fácil, había sido una especie de mirlo blanco para él. Pero ¿qué hubiera sucedido de haber sido una mujer más libre, una esposa pendenciera y bebedora, caprichosa y anárquica, alguien como Paula? ¿Adolfo hubiera seguido amándola igual? ¡Dios, prefería no pensarlo!
Llegó al aeropuerto con tiempo de sobra para el aterrizaje del avión. Entró en la cafetería. No estaba nervioso, sino más bien fastidiado. Hubiera deseado tomar unos días de vacaciones. Así, dos pájaros muertos de un mismo tiro: por un lado se hubiera librado de toda aquella historia de la Navidad, incluida la broma pesada de tener que disfrazarse de Papá Noel. Por otro, Yolanda y él hubieran estado mucho mejor solos y tranquilos una semana en un hotel de Oaxaca. Pero no, Yolanda era la primera que se había negado a esa solución. Tenía ganas de estar en la colonia, de ver el lugar donde él trabajaba y pasaba su tiempo en México. Claro, y aunque no lo admitiera abiertamente, también tenía ganas de cotillear, de darse importancia al volver a Madrid diciendo que había estado con las mujeres de los jefes de su novio. Yolanda era así, y no creía que hubiera cambiado en los últimos tiempos. ¡Hacía tanto que no se veían! Las conversaciones telefónicas, también las cartas, se habían convertido en continuas reivindicaciones por parte de su novia. Le recriminaba que lo encontraba poco cálido, que no se acordaba de ella lo suficiente, que no le demostraba demasiado interés. Él siempre negaba, aunque probablemente ella llevaba razón. Pero es imposible mantener una relación normal cuando la otra persona no está junto a nosotros. Aquel mismo viaje de su novia, pensó, no conseguiría más que dejarlo con una sensación rara cuando ella se fuera de nuevo. Y total, ¿par aqué? Otra vez debería habituarse a la soledad, a luchar contra sus remordimientos al volver de El Cielito... Por mucho que quisiera a Yolanda, que la quería, hubiera preferido que no llegara en aquel avión.
Anunciaron por megafonía el aterrizaje y se acercó a la puerta por donde su novia iba a salir. No le latía fuertemente el corazón ni se puso a atisbar entre los viajeros con el aliento contenido. Más bien tenía la sensación de que Yolanda no estaría allí. Algo la habría retenido en España, o quizá había perdido el avión. Pero no, de repente la distinguió: con un brazo aleteando en el aire y una sonrisa triunfal. ¿Era ella? Se dio cuenta de que no la recordaba en absoluto, como si no se hubieran visto jamás. Llegó hasta él y lo abrazó, luego lo besó apasionadamente en la boca.
—Darío, cariño, ¿cómo estás?
Se había quedado sin habla, no sabía qué decir ni se acordaba de en qué tono solía dirigirse a ella. De una manera absurda, preguntó:
—¿Te has cambiado el color del pelo?
—Unos reflejos rubios nada más. ¿No te gusta? Me lo hizo Conchi, mi amiga peluquera. ¿Te acuerdas de ella? Dijo que me suavizaría las facciones, que me daría más vida. ¡Ya me imaginaba yo que pondrías mala cara! A ti nunca te han gustado los cambios.
¿Era eso verdad, nunca le habían gustado los cambios? Yolanda se dirigía a él como si sólo hubieran estado separados desde la semana pasada.
—No, no, estás muy bien así.
—¿En serio? Si no te gusta puedo quitármelo; seguro que encuentro una peluquería cerca de donde vives.
—No, venga, salgamos de aquí.
Empujaron el carrito portaequipajes hasta el parking y allí cargaron las maletas en el coche. Sentado al volante, le llegó el olor de su novia. Sí, era ella. Se le representaron las tardes en la discoteca y las noches en que follaban en casa de un amigo común.
—Menos mal que no has cambiado de perfume.
—¿Lo notas?
La besó en los labios e inmediatamente tuvo un deseo loco de llegar a su habitación para hacerle el amor. Ella parecía feliz.
—Tus padres te envían muchos besos. También me han dado un paquete para ti. Vino tu hermana el otro día a traérmelo. Estaban emocionados, me repetían todo el rato que me iba al otro lado del mundo. Todos tienen muchas ganas de verte: tu familia, tus amigos. Dicen que igual hacen una locura y se presentan aquí este verano. Ya que tú no apareces por allí... Mis padres también me han dado un montón de recuerdos para ti.
Oía su voz como si estuviera lejos. Lo que le contaba apenas tenía sentido para él. Le hablaba de un ambiente que había dejado atrás y que le costaba reconstruir mentalmente. Sólo quería acostarse con ella.
—¿Hay alguna cena esta noche?
—Sí, lo siento, no sé si te habías hecho la idea de que celebraríamos la Navidad tú y yo solos, pero hay una cena de gala con toda la gente de la colonia y no tenemos más remedio que asistir. Supongo que podremos largarnos pronto.
—Pero ¿qué dices?, ¡si me hace mucha ilusión! Como ya me imaginé que habría alguna fiesta me compré un vestido precioso. Ya verás, luego te lo enseño. Tengo ganas de conocer a todo el mundo y de ver el sitio donde vives.
—No esperes gran cosa. Como soy soltero, no tengo una casa, sino sólo un despacho y una habitación. Es muy grande pero no tiene lujos.
—Pues en las fotos que me mandaste, el sitio se veía muy elegante.
—Debía de ser el club. Las casas de los ingenieros también son bonitas. Lo demás es sencillo, aunque está bien.
Afortunadamente no encontraron a nadie cuando aparcó el coche. La oficina y la habitación eran contiguas, de modo que se las enseñó las dos: su mesa de despacho, los libros de lectura, entre los que el autor Noah Gordon ocupaba un puesto principal... Yolanda dejó sus maletas junto a la cama y miró hacia todos los rincones. Abrió la ventana.
—¡Qué pocas cosas decorativas tienes!
—En mi mesa de trabajo tengo una foto tuya.
—¡Menos mal!
La abrazó, empezó a darle besos detrás de la oreja, con la respiración entrecortada. Ella se apartó ligeramente.
—¿A estas horas vamos a empezar? ¡Estamos en pleno día! ¿No puede venir nadie?
—No creo.
—Pensé que íbamos a dar una vuelta para que me lo enseñaras todo un poco.
—Después.
Darío la derribó con suavidad sobre la cama, la desnudó, la miró. Acostumbrado a los cuerpos de las chicas de El Cielito, encontró el de su novia tremendamente pálido. Se quitó la ropa con toda precipitación. Yolanda lo observaba sonriendo.
—No has cambiado nada, ¿eh?, lo primero es lo primero.
—Como debe ser... —respondió él devolviéndole la sonrisa.
Hicieron el amor con urgencia, haciendo sonar en el aire suspiros y gemidos. Luego se quedaron tumbados en la cama, el uno junto al otro, en silencio. Yolanda se incorporó y se quedó quieta, apoyada en el codo. Lo miró a los ojos:
—¿Me quieres aún?
—¿No acabas de comprobarlo por ti misma?
—Darío, tengo una cosa muy importante que decirte.
Se apartó un momento para poder observarla con comodidad.
—¿Qué es?
—He pagado la entrada de un piso.
—¿Cómo?
—Lo que oyes.
—¿Y eso?
—Era una oportunidad que no podía dejar que se perdiera. Son unos pisos buenísimos que construye el banco donde mi tío trabaja. Nos van a dar unas condiciones de hipoteca fuera de lo normal. El piso tiene ciento cuarenta metros y está hecho con muy buenos materiales. Lo podemos pagar de sobra. He hecho números y con lo que tú ahorras y lo que ahorro yo...
—Pero, Yolanda, creí que eso lo haríamos a mi vuelta —dijo él glacialmente.
—Para cuando tú vuelvas, a lo mejor ya se ha esfumado la oportunidad. He traído un montón de fotos para que lo veas. Faltan algunos acabados, así puedes elegirlos tú también mirando los catálogos en internet.
Se quedó callado, incómodo, sin saber qué más decir. Saltó de la cama y encendió un pitillo. Ella se puso seria de pronto.
—Oye, si no quieres participar en la compra no tienes más que decirlo. Lo pondré a mi nombre, yo me lo quedaré. Ya me ayudarán mis padres a pagarlo. Por ellos... encantados. Como comprenderás, no voy a pasarme la vida viviendo de alquiler o en su casa. Quiero la mía propia.
—No es eso, Yolanda, no te enfades. Lo que ocurre es que me parece un poco precipitado.
—Ya hace un mes que hice las gestiones, pero me guardaba la sorpresa para cuando nos viéramos. Y ya ves, la sorpresa ha resultado ser un disgusto.
—Que no, mujer, que está muy bien. Siempre habíamos dicho que lo que ganáramos en este tiempo de separación iría para un piso. De modo que si a ti ése te gusta... mejor antes que después. En serio.
—¿Te enseño las fotos?
—Bien, enséñamelas.
Abrió la maleta y sacó un ligero batín de flores, se lo puso y buscó una carpeta que abrió frente a Darío.
—Míralas, las tomé yo misma con una ilusión...
Él fue mirando foto tras foto, todas de estancias vacías donde sólo podían verse paredes y suelos.
—Cuando llegues a la cocina me avisas.
—Aquí está.
—Fíjate bien: alicatado hasta el techo, muebles de madera maciza y fogones de inducción eléctrica. Zona para desayuno. ¿A que es una maravilla?
—Tiene buena pinta, sí.
—Estoy muy ilusionada.
—Pues si estás ilusionada es que el piso es bonito.