Henry había sido básico para su estabilidad. La relación con su suegra no le resultaba difícil. Capeaba bien los temporales y no acababa de comprender el porqué del rechazo de Susy hacia su madre, pero no hacía ninguna averiguación. Se mostraba tremendamente respetuoso en relación con ese tema. Nunca le había preguntado: ¿por qué? Tanto mejor, porque Susy dudaba de que llegara a entenderlo. Era un hombre limpio, sin fisuras, feliz, hijo de una familia modélica cuyos miembros se querían y respetaban, un hombre sin complicaciones. Le gustaba su trabajo, le gustaba el rugby y la música folk, adoraba a su hermana pequeña. Era discreto, formal, voluntarioso, amable. En algunas ocasiones, en vez de sentirse contenta por tener un marido tan perfecto, había experimentado una cierta irritación hacia él. Demasiadas virtudes. Ni siquiera tomaba medicamentos porque no solía encontrarse mal. No fumaba, nunca bebía más de la cuenta, no tenía mal genio ni manías absurdas. Se ocupaba bien de todos los asuntos que le concernían y ejercía sobre Susy una tutela que ella misma reclamaba. Se daba por sentado que Susy era más débil y que con ayuda de su marido podía salir adelante sin problemas. Lo malo era que a veces ella se sentía demasiado dependiente de su marido. En cualquier caso, si hubiera existido un Premio Nobel para maridos perfectos, Henry lo hubiera ganado.
Su madre en Navidad. No había contado con eso. Nunca antes los había visitado en México. ¿Qué la impulsaba a acudir: otra crisis sentimental con alguno de sus pretendientes imposibles? Los padres nunca deberían mostrar sus debilidades frente a los hijos, pensó. Su madre arrastraba consigo un pequeño caos; y, sin embargo, había momentos en los que su personalidad brillaba de manera esplendorosa. Entonces se mostraba segura, alegre, ingeniosa y aguda. Daba la impresión en esos momentos de que alguien como ella debía de tener el mundo a sus pies. Pero no era así en absoluto; su madre había convertido el mundo en una plataforma oscilante en la que era muy fácil tropezar.
Se dirigió hacia el mercado y, a medida que avanzaba, empezó a encontrarse con la gente de San Miguel, indiferente y silenciosa como de costumbre: mujeres cargadas con cestas, indios de rostros impenetrables, niños hermosos como miniaturas. Entonces descubrió a Victoria comprando en un puesto de especias. No estaba convencida de que le apeteciera encontrarse con ella, pero caminó hasta donde estaba; necesitaba atajar aquellos pensamientos que iban derivando hacia el lado oscuro. Le puso una mano en el hombro y Victoria se volvió, sobresaltada.
—¿Te he asustado?
—Estaba distraída.
Le dio a la vendedora las monedas que esperaba y se alejaron juntas.
—Déjame ver qué has comprado.
—Especias mezcladas. Unas bolsitas para enviarlas a Madrid. Me las pidieron unos amigos por teléfono. ¡Es tan absurdo!, seguro que pueden encontrarlas en cualquier tienda especializada de allí, pero así somos todos, buscamos un exotismo que ya no existe.
—Seguro que éstas son mejores. Ven, te invito a tomar un café.
Caminaron juntas, charlando, y al llegar a la plaza del ayuntamiento se sentaron en un bar. Pidieron café.
—¿Sabes qué pienso a veces? —dijo Susy—. Creo que vivimos aquí sin darnos verdadera cuenta de dónde estamos. Hemos traído con nosotros nuestras costumbres, nuestra gente... cuando volvamos a casa tendremos la impresión de haber desaprovechado nuestra estancia en México.
—Esa sensación se tiene siempre, en cualquier lugar.
—El tiempo pasa de prisa.
—Puede que lo desaprovechado sean nuestras vidas.
—¿Estás pesimista hoy?
Victoria se echó a reír. Negó con la cabeza. Bebió café.
—No me hagas caso. ¿Cómo se puede estar pesimista en una mañana tan preciosa?
—¿Vienes a menudo a los bares de la plaza?
—No mucho.
—Yo sí vengo bastante. A veces con Paula.
—Os habéis hecho muy amigas Paula y tú, ¿verdad?
—No sé.
—¿No lo sabes?
—Es una mujer muy inteligente, muy especial; pero no sé si somos amigas.
—No lo entiendo.
—¡Bah, nada; es que con Paula nunca se sabe! En el fondo creo que la gente no le gusta.
—¿No se encuentra a gusto en la colonia?
—Más bien no se encuentra a gusto en su piel.
—Quizá no le apetecía venir hasta aquí con su marido; o a lo mejor no puede trabajar bien.
Susy se quedó mirándola, un poco sorprendida. ¿Era Victoria una cotilla que pretendía enterarse de las intimidades de Paula? No le había parecido ese tipo de mujer. Claro que Paula excitaba la curiosidad de las personas. Había llegado a aquel microcosmos cuando ya estaba constituido, y era una mujer singular. Se sintió halagada al darse cuenta de que los demás la consideraban lo suficientemente cercana a ella como para saber algo de su vida. Pero no era verdad, no sabía nada.
—Yo creo que Paula no tiene problemas concretos —dijo—. Por alguna razón que desconozco, la cosa es más general: considera problemático el simple hecho de vivir.
—Suena muy misterioso, pero probablemente es verdad. Siempre he pensado que el carácter es más definitorio en la vida de las personas que las cosas que les suceden.
—Algo así. Cambiando de tema: ¿sabes algo de la guelaguetza?
—Tanto como tú. Se celebra el sábado y toda la colonia está invitada.
—Pues entonces no tendremos más narices que ir.
—Me hace gracia que hables tan bien español.
—¡Llevo estudiándolo desde los diez años! Es la única imposición materna que agradezco haber sufrido. Por cierto, mi madre viene a pasar aquí la Navidad.
—¡Ah, qué bien!
—¿Viajaréis vosotros a España?
—No, Ramón no es partidario de volver a España cada dos por tres.
—¿Vendrán vuestros hijos?
—No creo, estuvieron aquí en verano.
—¿Qué impresión te causa tener hijos tan mayores?
—No sé, ninguna impresión especial.
Susy la miró con desánimo. No había manera de que dijera nada interesante. Hizo un último intento por sacarla de su eterna corrección:
—Victoria, ¿a ti te gusta ser mujer?
Victoria se echó a reír. No comprendía adonde quería ir a parar la americana. ¿Se habría enterado de algo?
—Es una pregunta que nunca me hago, Susy, ¡soy una mujer!; en cualquier caso, siempre es preferible a ser, por ejemplo... ¡un caracol!
Susy sonrió. Estaba decepcionada. Definitivamente, Victoria era una mujer muy convencional. Y, sin embargo, habían hablado otras muchas veces y nunca le había parecido tan aburrida. ¿Por qué ahora sentía la necesidad de que alguien le manifestara originalidad, puntos de vista diferentes sobre la vida? La llegada de Paula la había hecho cambiar, la llegada de Paula lo había cambiado todo en la colonia, pero no era capaz de saber por qué.
Lo que más le fastidiaba de las fiestas era que, después de haber tenido que organizar todos los detalles, lo obligaran a asistir. Tampoco se había atrevido nunca a manifestar su deseo de mantenerse al margen, imposible descolgarse con una pretensión semejante, lo hubieran tomado a mal. Aunque, finalmente, ¿de qué se quejaba? No podía decir que su trabajo fuera duro, ni que su estancia en México estuviera resultándole pesada. Sin embargo, cada día se encontraba de peor humor, más pesimista, menos amable consigo mismo y con los demás. Él siempre había sido lo que suele denominarse un chico alegre, alguien con una capacidad más demostrada para ponerse el mundo por montera. Y, sin embargo, ahora se comportaba como una eterna víctima. No podía seguir así, no existían motivos para el bajón de ánimo que lo atenazaba. ¿Le ocurría algo malo de verdad? En absoluto. Tenía un trabajo muy bien pagado, disfrutaba de bastante libertad, lo pasaba bomba con las chicas de El Cielito, ¡ah, y estaba Yolanda, por supuesto, una novia estupenda! ¿Entonces? ¿Que debía aguantar a las esposas cuando se ponían un poco pelmazas? ¡No era para tanto! ¿Que ahora se veía convertido en Celestino de asuntos amorosos?... La verdad era que eso lo tenía un poco desazonado. Era increíble comprobar cómo los líos de amor, de sexo o de lo que fuera se prolongaban al parecer durante toda la vida sin importar la edad. Al fin y al cabo, el ingeniero ya era mayorcito, tenía una esposa, un nivel de vida envidiable, ¿qué lo impulsaba a meterse entonces en dibujos sentimentales? Él había creído que, una vez casado y con la vida solucionada, los asuntos de cama perdían interés. Pues bien, estaba en un error. Quizá nunca dejaba uno de verse aguijoneado por el temible punzón en las entrañas. Fuera como fuese, no tenía más remedio que afrontar la realidad, hacer de tripas corazón y realizar sus cometidos profesionales con más ímpetu. De lo contrario, acabaría en un psiquiátrico, y un psiquiátrico en México no debía de ser el lugar ideal.
Era el ayuntamiento de San Miguel el que celebraba la guelaguetza en honor de los ingenieros y sus familias. Tenía una cita con Berto Méndez, un concejal con el que ya se había entrevistado en alguna ocasión. Se trataba de un individuo bastante irritante que tardaba una eternidad en hacer cualquier cosa, incluso era calmoso para hablar. Mala perspectiva, porque albergaba la esperanza de poder fugarse pronto.
Berto le mostró la iglesia donde se celebraría la guelaguetza. Se encontraba a las afueras de San Miguel y estaba completamente destruida, sólo se conservaban algunas paredes que mantenían el techo en pie.
—En cuanto a la seguridad, Darío, ya ve usted que aquí no es fácil que haya ningún secuestro.
—Pero si está casi al aire libre.
—Justamente, a cualquiera que quisiera acercarse se lo vería llegar. Pondremos guardias en todos los laterales y unos cuantos en el camino. Allí estará el escenario con la orquesta. Los grupos de baile actuarán en aquella zona despejada y luego irán moviéndose entre las mesas de los invitados.
—¿Entre las mesas?
—Tienen que sacar a algunos invitados a bailar con ellos; es lo que se hace en las guelaguetzas.
—¿Y eso es seguro?
—Pues claro, los danzantes no van a llevar una arma escondida entre las ropas.
—¿Los guardias van armados?
—Pues claro. Yo también llevaré una arma, y si quiere le busco una para usted.
—¿Eso está autorizado?
—Portar armas no es legal en México.
—¿Entonces?
—Lo que no es legal no es legal. Pero una arma pequeñita nomás...
Se extendió sobre calibres y modelos mientras Darío miraba nerviosamente el reloj.
—Yo no quiero llevar ninguna pistola. Espero que no sea necesario, además.
—Bien, entonces tiene que acompañarme a mi despacho para firmar un documento conforme está de acuerdo con nuestras medidas de seguridad.
—Pero ahora tengo un poco de prisa, quizá otro día.
—No, lo siento, ese documento nos hace mucha falta. Ya le dije que en México lo que no es legal no es legal.
Había menospreciado la capacidad de insistencia de Berto y no podía desairarlo sin más. Al fin y al cabo, las labores diplomáticas recaían en él cuando no estaba el jefe, y sus órdenes eran tajantes: a las autoridades mexicanas, por muy escaso rango que tuvieran, había que atenderlas siempre con el mayor interés. De modo que fue al ayuntamiento, subió, firmó y escuchó las explicaciones morosas del campanudo mexicano. Cumplió con la legalidad, con la diplomacia y, encima, tuvo que tomar una cerveza para sellar el acuerdo según la costumbre local. Todo aquello le hizo acumular un retraso con el que no había contado, y pensó que llegaría irremediablemente tarde a su cita.
Cogió su todoterreno y lo hizo volar. Se había fiado de las descripciones que las chicas le habían hecho de sus casas para escoger una; pero no las tenía todas consigo. Para cualquiera de ellas, todas de familias humildes, alquilar una habitación significaba una entrada extra de dinero que les venía muy bien. Podían estar exagerando las buenas condiciones de su vivienda. En ese aspecto, Rosita le había parecido la más veraz. Ninguna de las chicas vivía sola, sino en familias casi siempre numerosas que se prolongaban en tíos y primos. Sin embargo, Rosita sólo tenía tres hermanos varones que trabajaban en el campo de sol a sol, una garantía de silencio y discreción. Su «ranchito» constaba de varias estancias y una amplia parte trasera con salida directa al exterior. De ese modo, el ingeniero y su misteriosa amante podrían acceder y salir sin encontrarse con nadie.
Le costó un poco encontrar el lugar, mejor, menos probabilidades de ser vistos. Rosita estaba esperándolo en la puerta. Se trataba de una de aquellas casas indistinguibles entre sí que abundaban en la zona: gruesos muros de mampostería medio derruidos en algunas esquinas. Los restos de capas de pintura en diversos colores demostraban que, de año en año, alguien se había ocupado de intentar frenar la decadencia exterior sin excesivos resultados. Por el patio, varias gallinas picoteaban la tierra, y un par de cerdos negruzcos gruñían, malhumorados. Rosita le sonrió:
—Hola, mi amor, pensé que ya no ibas a venir.
—He ido atareado de un lado a otro. Me duele la cabeza.
—¡Pobrecito, mi niño! Eso te lo arreglo yo con un masajito.
—Déjate de masajitos. No liemos las cosas que tengo prisa. Enséñame la habitación.
Lo condujo, rodeando la casa, hasta otro patio trasero. Comprobó que se podía llegar en coche hasta casi la misma puerta y dejarlo aparcado en un rincón poco visible.
—Tus hermanos no estarán, pero ¿quién más vive en la casa?
—Mi mamá y mi abuelita.
—¡Demasiada gente!
—No las voy a botar de su propia casa. Pero no pasa nada porque estén; ellas andan ocupadas en sus tareas, y ni las verán.
—Asegúrate de eso. ¿Y los cerdos?
—¿También te molestan los chanchos?
—¡Mujer, no son muy románticos! Dan sensación de suciedad.
—¡Ah, no; eso sí que no! Estos chanchos son limpios como el oro y no se van a ir a ninguna parte. Bien que mi mamá y mi abuelita se queden en la cocina, pero los chanchitos tienen libertad para ir donde quieran.
—¿No los matáis?
—¡Cómo los íbamos a matar! Yo los conozco desde hace años. Crecieron aquí. Guardan la propiedad y hacen mucha compañía.
Darío la miró, incrédulo, y agitó la cabeza. Aquellos mexicanos estaban todos un poco pirados. Visitaron la habitación, que le pareció correcta para el lugar donde estaban: paredes rugosas pintadas de verde, una ventana tapada con gruesas cortinas de colores, la cama, una mesa y dos sillas... como única ornamentación se veía un ahumado cuadro de la Virgen de Guadalupe pendiendo junto a la puerta. Darío lo observó con intención crítica.