Días de amor y engaños (7 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Tags: #Narrativa

BOOK: Días de amor y engaños
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Susy deshizo la bolsa de viaje de su marido mientras él se daba una ducha. Llevó la ropa sucia al cuarto de lavar y la tiró al suelo. Había convenido con su asistenta que los fines de semana podía prescindir de sus servicios. A la chica no le hizo ninguna gracia esa libertad para regresar con su familia a San Miguel, pero no tuvo más remedio que aceptar. Susy imaginó que tenía buenas razones para considerar que dos días libres y pagados no eran un privilegio. Probablemente vivía en una casa pobre e incómoda donde debía compartir habitación con varios hermanos. Pero Susy no quería preocuparse por eso. Era una mujer impresionable, con tendencia a que los problemas ajenos la afectaran sobremanera. Antes de llegar a México se había hecho a sí misma la promesa de que lucharía para no dejarse influenciar por las situaciones sociales desfavorables que sin duda vería. Al descubrir cómo estaba organizada la vida en la colonia comprendió en seguida que se encontraría bastante a salvo del mundo exterior. Más tarde comprobó con alivio que los mexicanos que podía ver en sus salidas de la colonia no tenían aspecto miserable. Iban limpios y no parecían pasar hambre. Lo demás no quería saberlo.

En aquella parte de México, los atardeceres eran suaves y frescos; la luz, magnífica. Después de aquella paz quizá no volvería nunca a acostumbrarse a vivir en Nueva York. En ocasiones fantaseaba con la idea de instalarse definitivamente en México con Henry. Era una posibilidad para nada descabellada. Cuando acabaran de construir la presa, un retén de técnicos debería permanecer allí para ayudar en la explotación. Probablemente unos seis años. Todo radicaba en que Henry se ofreciera voluntario. Después reflexionaba y se daba cuenta de que, si la colonia desaparecía, su hábitat real dejaría de existir, y entonces, ¿cómo se las apañaría viviendo sola en San Miguel, con quién hablaría mientras su marido estaba trabajando? Por otra parte, renunciar de por vida a su país y a su gente era absurdo. Pero estaba convencida de que sería duro decir adiós a aquel pequeño oasis familiar donde todo estaba estipulado, donde no había que pensar demasiado, donde se encontraba fuera del alcance de su madre, de sus visitas intempestivas y sus angustiantes llamadas telefónicas. Aquélla era sin duda la mayor ventaja, sentirse libre de ella, saber que las separaban muchos kilómetros. Su madre, llena de conflictos sentimentales, de frustraciones, adicta a las medicaciones psiquiátricas, cualesquiera que fueran, siempre deseosa de gustar, de llamar la atención... Su madre nunca la había preservado de su complejo y fracasado mundo adulto. Ella hubiera deseado que la dejara fuera de él, aun cuando hubiera sido necesario ocultarle cosas, mentirle. Con toda seguridad, había madres de vida problemática que habían procurado mantener a sus hijos al abrigo de los malos momentos. Pero no era su caso. Como ella misma decía, la había tratado «más como a una auténtica amiga que como a una hija». Y eso significaba que no le habían sido ahorradas las consecuencias de sus matrimonios fallidos, ni de sus crisis nerviosas, ni de su miedo neurótico a perder atractivo, a envejecer, a quedarse sola. ¡Si al menos hubiera tenido hermanos que la hubieran ayudado a llevar aquel peso, si su padre no hubiera muerto dos años después de su divorcio! Pero no, nadie militaba en sus filas. Toda la vida frente a frente con aquella mujer que era su madre pero a quien detestaba. Le había hecho daño, se lo hacía aún, y sin embargo era incapaz de rebelarse contra ella, plantarle cara, exigirle que la dejara tranquila. Por eso sentía su estancia en México como una huida, aunque era consciente de que se trataba de una solución temporal, ya que no se veía con arrestos para atentar la definitiva: no volver a verla más.

Henry comprendía esos turbios sentimientos, la consolaba, estaba a su lado, apoyándola, pero tendía a minimizar el problema. No podía llegar a profundizar en aquel abismo de odio. Tampoco era culpa suya, quizá para alguien equilibrado es difícil hacerse una idea de la envergadura de una obsesión.

La llamó desde el lavabo. La asistenta había olvidado reponer las toallas. Susy entró con las limpias y se las tendió. Estaba desnudo, mojado, con el agua escurriéndole por la piel. Lo miró de arriba abajo.

—¿Te gusta lo que ves? —le preguntó su marido.

—No está mal.

La tomó de improviso de un brazo y la atrajo hacia sí. Ella protestó, intentó desasirse.

—¡Suéltame, estás chorreando!

—¡Vamos, ven, sécame tú!

—¡No, ahora, no! —respondió resueltamente, y salió del lavabo, pasando al dormitorio.

Oyó cómo él soltaba una corta expresión de fastidio. No lo entendía, ¿por qué hacer el amor en aquel momento, sin ningún ambiente adecuado, sin ninguna preparación? Podía parecer poco espontáneo, pero ella había previsto toda una secuencia de actos y no contaba con que Henry quisiera alterarlos. Había imaginado que tomarían una copa viendo el atardecer en el jardín, que luego entrarían en la cocina y harían los últimos preparativos de la cena entre los dos, riendo y bromeando. Su marido debía al menos percatarse de que ella se pasaba toda la semana sola allí, pensando en cómo iba a preparar las cosas cuando él llegara. Pero ahora todo estaba estropeado, Susy sabía que si no hacían inmediatamente el amor, él se mostraría frustrado. No se enfadaría, pero se le formaría aquella fea arruga entre los ojos que ella ya conocía. Harían el amor, no podía malograr aquel fin de semana que tanto había deseado. Debía tener presente que Henry pasaba cinco días metido entre hombres, motivo más que suficiente para estar ansioso de hacer el amor. Claro que, pensado así, cualquier mujer podría servirle, no necesariamente su esposa. Dejó de lado los pensamientos negativos que se agolpaban en su mente. Si insistía en ver siempre la parte oscura de las cosas, acabaría siendo tan inaguantable como su madre.

Se desnudó, se metió en la cama y estiró las sábanas por encima de su cabeza. Poco después oyó abrirse la puerta y notó el olor picante de la colonia de Henry. Silencio total. Entonces percibió una sombra acercándose y vio cómo el cuerpo de su marido se abalanzaba sobre ella. Rieron, hicieron el amor. Después ella lo acarició despacio, se sintió feliz de que aquellos músculos, alargados y fuertes, tan protectores, pertenecieran a su marido. Le besó los párpados. Bien, el pequeño escollo había sido salvado, pensó que dentro de unos minutos tomarían una copa en la terraza y darían los últimos toques al chile. Cenarían con dos velas encendidas en el centro de la mesa. Todo seguiría el curso que ella había previsto.

No era una casualidad, no lo era porque ella también había escogido exactamente la misma hora para salir. Allí estaba él. ¿Qué hacer, fingir sorpresa? Era demasiado hipócrita; en el fondo había esperado encontrarlo. De no haber sido así, se hubiera llevado una desilusión. Notó que la sangre se le agolpaba en la cara y fue presa de una terrible timidez. En vez de permitir que fuera él quien hablara primero, se precipitó a soltar un tópico que evidenció su nerviosismo:

—El hombre es un animal de costumbres.

Santiago se limitó a sonreír, le tocó levemente el brazo invitándola a moverse.

—¿Damos un paseo?

Su modo natural de afrontar la situación la hizo sentirse más relajada. No era necesario disimular, ni darle forma social a su encuentro. Caminaron con el aire fresco y seco de la mañana llenándoles los pulmones. Caminar junto a aquel hombre en silencio volvió a darle la impresión de calma, de seguridad. Su presencia no generaba tensión, no era necesario dar explicaciones, ni charlar de naderías para llenar el tiempo. Obviamente, ambos querían repetir la sencilla experiencia del sábado anterior: pasear, compartir el silencio, tomar un café. No tenía nada de malo. Pensó que les quedaban un par de horas para estar juntos y la invadió una gran animación. Levantó la cara sonriente hacia él:

—¿Qué tal lo pasas en México?

—La obra es muy interesante. Había participado en la construcción de otras presas, pero siempre estábamos cerca de lugares habitados. Aquí hemos de hacerlo todo por nosotros mismos. No hay nadie a quien recurrir. Nuestro equipo es autónomo por completo. Resulta difícil, pero muy reconfortante, muy auténtico, como si nunca antes hubieras trabajado en realidad.

—Como pioneros en el salvaje Oeste.

—Algo así.

—¿Y lo que no es trabajo?

—Llevamos una vida muy sencilla.

—Me refiero a la experiencia de estar en este país. La comida, la gente, el contacto con la naturaleza...

—Nuestra cocinera en el campamento nos hace siempre sopa. No sé cómo resisten los compañeros que llevan ya más de un año aquí. Pero el país es fascinante, tiene su propio ritmo, su personalidad.

—Te has acostumbrado fácilmente.

—Siempre me acostumbro con facilidad a todo lo nuevo.

Victoria no se atrevió a preguntarle sobre su vida en la colonia durante los fines de semana. Era demasiado directo. Él podría haber hablado de eso si hubiera querido. Le contaba cosas de la obra como si no las supiera, como presuponiendo que Ramón no existía. ¿Se estaba sellando un pacto tácito entre ambos, algo así como no hablar de los cónyuges, ignorarlos hasta el extremo de negarlos? Si así era, le parecía un poco absurdo, pero no sería ella quien lo rompiera.

Habían llegado a la plaza del ayuntamiento. Dieron por hecho que tomarían café y se sentaron a la misma mesa que la semana anterior. Victoria había empezado a sentirse molesta. Era una mujer lógica y con bastante sentido práctico, de modo que no la complacían las situaciones ambiguas. Tanto ella como Santiago vivían en condiciones especiales, en un círculo cerrado. Aquello no era una gran ciudad en la que se habían conocido fortuitamente. Todos sabían quién era quién, por lo que resultaba ridículo soslayar cualquier mención a sus respectivos matrimonios. Disparó sobre él, directa:

—Y Paula, ¿también se encuentra contenta aquí?

Advirtió con claridad que él fruncía la frente un instante, casi imperceptiblemente. Salió del estadio beatífico en el que parecía estar y la miró de refilón:

—Sí, supongo.

El gesto se le había avinagrado. Paula no estaba en su mente y de pronto había aparecido. Añadió con una sonrisa ausente:

—Paula nunca está demasiado contenta en ninguna parte.

—¿Por qué?

—No es fácil saberlo; porque no es tan genial como Proust, me imagino, entre otras cosas.

Soltó una breve carcajada irónica y la miró con simpatía, como si hubiera vuelto en sí.

—¿Y tú, estás contenta tú?

Un pánico súbito se adueñó de ella. No estaba preparada para aquella conversación, que ahora le parecía prematura. Había cometido una torpeza llevando las cosas al terreno personal, había estropeado una situación aún virgen, prometedora, luminosa.

—Algunos días echo de menos a mis estudiantes; pero luego siempre acabo pensando que soy una privilegiada al poder olvidarme un tiempo de la universidad.

—¡Cierto, tus clases de química!; se me hace raro estar con una profesora de química. ¿Se sigue buscando la piedra filosofal?

—¡Siempre se sigue buscando la piedra filosofal!

—Es verdad, todos la buscamos, y, sin embargo, encontrarla es muy simple, y está a nuestro alcance. Deberíamos olvidarnos de la complicación.

No quería saber qué pretendía decir bajo aquella clave, ni él parecía dispuesto a aclarárselo. Daba igual. Se miraron intensamente, sonriéndose sin ninguna afectación. Ella no tenía ganas de marcharse, pero era consciente como nunca de que el tiempo había pasado de prisa y debían volver.

Al regresar a casa, Victoria estaba de magnífico humor. Ramón ya había desayunado. Lo encontró haciendo flexiones en el jardín trasero de la casa.

—¿Gimnasia a estas horas?

—Me preparo para un partido de tenis con Adolfo.

Sudaba, llevaba una camiseta blanca que resaltaba su bronceado, adquirido en el trabajo al aire libre.

—No entiendo una preparación que consiste en cansarte.

—Es un precalentamiento. Te advierto que Adolfo está muy en forma. Oye, ¿comemos después en el club o habías preparado algo?

—No, está bien, en el club.

—Supongo que Adolfo y Manuela comerán con nosotros.

Pensó que siempre estaban en compañía de alguien. Cuando sus hijos se hicieron mayores, Victoria tuvo la impresión de que ella y Ramón podían volver a llevar una vida propia, renovar su intimidad como una pareja joven que se escapa al cine o improvisa cenas divertidas. Pero no fue así. Una vez había leído en un libro de psicología: «No se deben idealizar las situaciones», y aplicaba continuamente esa fórmula. Para cuando los chicos fueron mayores, ellos ya tenían cuarenta años y estaban metidos en el mundo laboral, en el mundo social, en el mundo que otros habían creado para ellos y en el que habían permanecido sin dudar. Llegó a olvidarse de aquella segunda oportunidad rejuvenecedora. En cada vida hay varias posibilidades de elección y ella había ejercitado las suyas. Después, todo viene rodado, todo se encamina por las mismas inercias que desplazan hacia adelante a todo el mundo. No podía quejarse de lo conseguido: tenían dinero, hijos sin conflictos, trabajo y armonía, mucha armonía. Aquellos anhelos de renovación eran propios de chicas inconsistentes o, mucho peor, de mujeres maduras acomodadas e insatisfechas. Detestaba a las personas insatisfechas, siempre amargando a los demás con sus frustraciones, incapaces de valorar lo que les había sido concedido, lo que ellas mismas habían obtenido con su esfuerzo. Victoria era poco tolerante consigo misma, solía reprenderse con dureza, pero a propósito de su actuación con aquel hombre, no encontraba nada por lo que censurarse. Era incapaz de pensar, sólo se daba cuenta de que cuando lo veía el corazón le galopaba en el pecho, y no estaba dispuesta a renunciar por nada a esa sensación inofensiva.

Iban a las ruinas de Montalbán en un microbús fletado para la ocasión. Alegres damas casadas acudiendo a un picnic de carácter cultural. De sus bocas salía un aliento cálido con aroma a café de buena calidad. Era demasiado temprano para charlar, casi de madrugada. Dejaron atrás la ciudad y se empinaron montaña arriba por una carretera angosta. Se veían las casitas miserables extendiéndose por todas partes, los patios traseros arracimados, separados por tapias semiderruidas e irregulares. La altura desde donde contemplaban el panorama permitía atisbar su interior: tinajas enormes, algún cerdo, gallinas... En uno de ellos Paula avistó a una vieja bañándose desnuda, una imagen fugaz, porque circulaban a bastante velocidad. Enjuta, se encontraba dentro de un barreño de zinc, arrodillada. Sólo la vio de espaldas, una larga coleta de pelo cano colgándole hasta la cintura. Supo que, por mucho tiempo que viviera, nunca olvidaría esa imagen, pero no supo explicarse por qué. Aquel país debía de estar haciéndola enloquecer un poco. Obsesiones y traumas que creía enterrados reverdecían como si estuvieran plantados en surcos. Ella no sería nunca una mujer vieja metida en un barreño, pero sería una mujer vieja. Las mujeres viejas siempre le habían producido horror: oquedades hediondas y pequeñas manías mecánicas, como rebuscar algo indeterminado en el bolso lleno de cachivaches dispares. Intentó concentrarse en la magnificencia del paisaje, demasiado enorme para abarcarlo. Estaba convencida de que las personas sólo podían disfrutar de naturalezas parecidas a las que descubrieron en la infancia, allí donde habían nacido, o crecido. Por eso no conseguía apreciar aquella tierra: los grandes valles, las montañas, los llanos... tan excesivos. Por un momento deseó encontrar lugares abiertos a la medida de sus ojos: huertos roturados, viñedos encaramados en lomas, naranjos. Su cuerpo se veía desplazado hacia un lado cuando el conductor tomaba las curvas, cada vez a mayor velocidad. Susy traqueteaba a su lado, el cuello tronchado, la cabeza vencida. Hubiera sido absurdo morir en aquellas circunstancias, turismo. Hubiera sido absurda cualquier muerte en aquel país, su propia estancia allí lo era. ¿Por qué había ido, por qué se había brindado a viajar con Santiago?, ¿quería prolongar la agonía de su matrimonio?, ¿quería tener la ocasión de poder martirizarlo un poco más? Ya ni siquiera eso hacía. No había expectativas de futuro. Llevaba quince años junto a él. Ninguna esperanza se fraguaba en aquel viaje. México no sería un paréntesis, ni un final. Sin embargo, le resultaba extrañamente gratificante estar allí en calidad de esposa. Cumplir los deberes de una esposa era fácil, un papel codificado desde hacía siglos. Todo consistía en seguirlo allí donde fuera, en tener las aspirinas a punto por si le dolía la cabeza. Ahora formaba parte de un colectivo de esposas que le demostraban con su ejemplo que el matrimonio era sin duda algo bueno. Imposibilitada para representarse el futuro junto a Santiago, tampoco era capaz de representárselo sola. Aquel rebaño variopinto de esposas le comunicaba cierta paz, como si algo en su vida tuviera sentido. Si el rebaño se despeñaba por un acantilado, ella se despeñaría también, pero si llegaba hasta el cercado donde el propio Dios apacienta sus ovejas, entonces ella estaría entre las elegidas y recibiría los exquisitos cuidados divinos, aquellos reservados a los lirios del campo y a las ovejas perdidas y halladas, a salvo de los cerros abruptos. Mientras las damas se encaminaban hacia el redil, sus maridos hacían progresar en el campo una obra de ingeniería, una obra corpórea, un monumento al progreso y la utilidad. Los hombres tienen sus ventajas, son quienes dominan el espacio llenándolo de volúmenes reales.

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