Read Diario de una buena vecina Online
Authors: Doris Lessing
Ingresó hace tres meses. Hay gente que lleva años aquí. Cuando ingresó, dijo: Soy la señora Medway. No permitiré que me llamen Flora. No permitiré que se me trate como a una niña.
Cuando aparece en el pabellón una enfermera nueva y le dice, pequeña, cariño o Flora, ella le dice:
—No me trate como a una niña, tengo edad suficiente como para ser su bisabuela.
—Ah —dice la pobre enfermera, a la que la observación de las otras enfermeras ha preparado a mimar a alguien sin apetito a base de «una cucharadita para mí», como se hace con un niño, o «tómese el budín para mí, cariñito»—, ah, señora Medway, como quiera, pero me puede llamar Dorothy, no me importa.
—A
mí
sí me importa —dice esta mujer formidable; y cuando escucha a las enfermeras que discuten sus cometidos: Maggie precisa esto o aquello, Flora precisa:
—La señora Medway —las corrige, sonoramente.
—Ah, señora Medway, ¿por qué es tan difícil, cariño ?
—No soy un cariño.
—No, a veces no lo es... Por favor, ¿podemos llevarla a fisio?
—No.
—¿Porqué no?
—No me gusta.
—Pero le conviene.
—No quiero hacer lo que me conviene.
—Ah, señora Medway, ¿no quiere tener las piernas bien?
—No sea tonta, enfermera, sabe muy bien que no se enderezarán a base de unos cuantos golpes y dobladuras.
—No, pero impedirá que empeoren.
—Bien, ya las muevo constantemente aquí.
Es cierto. Más o menos cada media hora se saca las ligeras botas de plástico que
calza
, supongo que para evitar inflamaciones por la presión, y mueve piernas y pies, les da masaje con las manos. Acto seguido, la voz alta y opaca:
—Enfermera, desearía las botas de nuevo. Y quiero que me acompañen hasta la puerta y de vuelta.
En la cama de enfrente hay una mujer de más de noventa años que era, así me lo contó la hermana, «una señora». La hermana es la persona entre aquella casta de gente, admirables todos ellos, que representa «la persona determinada» de la que solíamos hablar con Joyce. Es la que da el tono en el pabellón. Es de mediana edad, bastante cansada, tiene gruesas piernas que parecen dolerle y una cara ancha e inteligente que inspira confianza. Siempre está alerta al menor signo de mala educación o impaciencia en sus enfermeras. No le importa que sean impetuosas, despreocupadas y —aparentemente— a veces poco eficientes, porque olvidan hacer esto o aquello, pero recuperan la situación a base de una sonrisa y una disculpa. Por el contrario, he comprendido que favorece este ambiente. Pero cuando vi a una de las enfermeras más diligentes utilizar un tono insolente con la vieja Maggie, la hermana White la llamó a capítulo y le dijo:
—Aquí ella tiene su hogar. Es todo el hogar que tiene. Puede ser una loca si le apetece. Ni la apremie ni la acose, ¡no se lo aceptaré, enfermera!
La hermana White me contó que la mujer que es una señora era una hacendada de Essex. Criaba perros. Cazaba con caballos y perros. Y poseía un gran jardín. ¿Cómo ha ido a parar aquí, a un hospital de Londres? La hermana no lo sabe, porque ya hace siete años que Ellen está aquí y no le gusta hablar de su pasado.
Ellen es totalmente sorda y tiene dificultades en las piernas, por lo que cuando va al lavabo puede invertir diez minutos o más para llegar y el mismo tiempo de vuelta. Hay que ayudarla a sentarse. Tiene una cara dulce y penetrante con los ojos llenos de vida. Porque mira cuanto la rodea, no se pierde nada, sonríe para sus adentros cuando sucede algo agradable o divertido, suspira ante las cosas desagradables... Me sonríe cuando entro y me indica con un gesto que ha leído las revistas que le llevo:
Country Life, The Lady, Horse and Hound
. No puede mantener una conversación, porque esta muy sorda.
A veces hablo con la señora Medway, que no hace mucho era propietaria de un quiosco de periódicos y golosinas en Willesden y cuyo marido murió el año pasado. Tiene una hija, en el Oeste del país, que a veces se desplaza para visitarla. La señora Medway no tiene muchas visitas. Ellen nunca tiene visitas, la han olvidado. Excepto, claro, ministros de distintas iglesias y gente joven, voluntarios que visitan a los ancianos y que a ella le encantan. La señora Medway, el terror del pabellón Tennyson, entretiene a sus visitantes con reminiscencias de su juventud, en su época... la Primera Guerra Mundial. Cuando se van, sacudiendo la cabeza y riéndose, intercambiando miradas sobreentendidas debido a la proximidad —para ella— de aquel mundo lejano e inverosímil, me mira, y también nosotras nos reímos por el tiempo y las jugarretas que juega.
—Bien —puede que me diga, mientras mueve una mano imperiosa hacia una enfermera, porque quiere que le acerquen las gafas (las puede alcanzar con sólo inclinarse unos centímetros, pero no ve la razón para hacerlo)—, bien, le diré algo. Me los podía llevar a todos de calle, ¡cualquier noche! Poca cosa, comparados con nosotros.
Y coge de nuevo su novela, que seguramente lleva el título de
Pasión en el crepúsculo
.
Lo que pienso, sentada en aquel pabellón, mirando; es una futura novela, pero no será una novela romántica.
Quiero escribir sobre las asistentas del pabellón, las españolas, portuguesas, jamaicanas o vietnamitas que trabajan tantas horas, y ganan tan poco, mantienen familias, crían hijos y mandan dinero a sus parientes en el Sudeste de Asia o a un pueblecito del Algarve o del corazón de España. A estas mujeres no se las tiene en cuenta. En comparación, se paga mucho mejor a los conserjes: van por el hospital con la confianza que confiere, diría yo, el no estar cansados. Eso sí lo sé, estas mujeres están cansadas. Están cansadas. Están tan cansadas que sueñan con que se les permita quedarse en cama y seguir allí durmiendo durante semanas. Todas tienen el mismo aspecto, de una ansiedad generalizada, que puedo reconocer; se debe a que no hacen más que mantenerse en la superficie de las cosas, al miedo a que algo suceda, una enfermedad, un hueso roto, que las puede dejar en la estacada.
¿Cómo reconozco este aspecto? No recuerdo haberlo visto antes, ¿lo he leído? No, creo que proviene de Maudie: probablemente, cuando Maudie hablaba, repescando en su pasado alguna vieja historia que ya he olvidado, había en su cara, porque estaba en su mente, esta mirada. Estas mujeres están asustadas. Su pobreza no les deja margen y, además, mantienen a otros. En los pabellones del hospital, son ellas las que roban los portamonedas de los bolsos, cogen una libra aquí, unos peniques allá; birlan unas joyas, meten una naranja en un bolsillo. Nada está a salvo de estos dedos necesitados e inquietos, y debido a ellas los grandes hospitales de Londres, ejemplos para todos los hospitales del mundo, hospitales que inspiran a médicos y enfermeras en países pobres del norte de la India al sur de África, son incapaces de proteger a sus pacientes contra el robo de todo lo que sea digno de robar. Contemplo cómo trabajan estas mujeres, cuando posan una mano brevemente en su espalda y sueltan un suspiro que casi es un gemido; se sacan los zapatos, cuando pueden robar unos momentos tras una puerta cerrada a medias, para aliviar los pies; apurando un par de pitadas de un cigarrillo arrugado y a medio fumar, que devuelven a su bolsillo. También son amables, dan tazas de té a gente como yo, o dejan en la mano de un anciano loco una brillante flor roja con la que el agraciado puede sentarse y contemplarla, y verla como nunca en su vida la ha visto; o meten en la boca de otro que nunca recibe visitas un chocolate birlado de la caja de uno que recibe visitas. Lo observan todo, saben todo lo que pasa, están por todas partes... y, por lo que veo, nadie lo advierte. No se las tiene en cuenta. ¿Por qué los bravucones y las valientes de las barricadas o los entrometidos de los sindicatos no hacen nada por ellas?
Bien, me gustaría escribir sobre esto, pero una novela de este tipo no es lo mismo que una novela sobre valientes sombrereras o una dama sentimental.
Hoy, el gran médico y sus neófitos.
Yo estaba junto a Maudie, de repente el sonido de un rebaño de cabras, clic, clic, en la escalera de cemento pelado. Voces y, por encima de ellas, la voz sonora de
él
.
La puerta de Maudie está abierta. Fuera, la grey se para.
El gran médico, el experto en ancianos, un experto mundial, según dicen, habla largamente.
Esto es el cáncer de estómago, tienen sus apuntes. Han visto las diapositivas. Es típico en estos casos... no entiendo las frases siguientes. Es atípico en estos casos... una vez más, pierdo el hilo. Y ahora, señoras y caballeros, tendrán la amabilidad de... Aparece el rebaño, a una, apretujados en la puerta. Maudie se sienta erguida, se inclina un poco hacia adelante, le cuelga la cabeza, despierta, mira la colcha.
Tiene aspecto de sentirse incómoda. La enfermera que está con los médicos ve a Maudie a través de los ojos de ellos y se acerca para decir:
—Señora Fowler, recuéstese, querida... —pero sabe que Maudie dice: Levántame, levántame, y que yo lo hago, una y otra vez, y que Maudie se sienta exactamente de esta manera durante minutos, horas en ocasiones.
Jugamos el juego: Maudie se recuesta sobre los almohadones, silenciosa, y la masa de médicos la miran. Maudie tiene los ojos cerrados.
El gran médico se siente indeciso respecto a examinarla, por el bien de los estudiantes de Medicina, pero decide no hacerlo: esperemos que sea un sentido humanitario lo que le decide.
Todos retroceden unos pasos, hasta la puerta. El gran médico explica que Maudie ha entrado en un coma y se morirá mientras duerma...
Esto me deja atónita. Sorprende a la enfermera, quien deja escapar, involuntariamente, un suspiro lleno de irritación.
La verdad es que Maudie está despierta la mayor parte del tiempo, en lucha contra el dolor. Duerme pesadamente durante una o dos horas después de tomar la pócima y, luego, se debate por estar despierta.
El gran médico va diciendo, ante una audiencia respetuosa, que la señora Fowler es una mujer muy independiente, de gran dignidad, que nunca ha querido que le dieran drogas y, en semejantes casos, naturalmente, será necesario para ellos dosificarlas con gran cuidado —y etcétera, y así sucesivamente– pero, afortunadamente, ahora ha entrado en coma y morirá sin volver en sí.
La enfermera está furiosa. Su disciplina le impide intercambiar una mirada sobreentendida conmigo, pero vibramos de comprensión. Porque, naturalmente, son las enfermeras las que advierten las fluctuaciones de necesidades, el estado de ánimo de los pacientes, y los médicos aparecen de vez en cuando, para dar recomendaciones. Esto es lo más sorprendente mientras estoy allí, observando, escuchando, la distancia absoluta y profunda entre los médicos y las enfermeras. Son las enfermeras las que saben qué está sucediendo, las enfermeras las que regulan, mitigan y, muy a menudo, sencillamente pasan por alto las instrucciones del médico. ¿Cómo prosperó este extraordinario sistema, en el que los que dan órdenes no saben realmente lo que pasa?
El ruido de los médicos disminuye al desaparecer todos dentro de los grandes pabellones.
La enfermera me lanza una sonrisa de disculpa, mientras Maudie susurra:
—Levántame, levántame —y me acerco para devolverla a la posición previa, en la que, por alguna razón, se siente más cómoda.
—Sólo cerraré la puerta un minuto —musita la enfermera—, lo que significa, «Los médicos no sabrán que la ha incorporado».
Así lo hace. Maudie:
—Abran la puerta, ábranla, ábranla.
—Espere, Maudie, hasta que se hayan ido.
Al cabo de poco, regresan repicando los talones y charlando, y se van bajando la escalera.
Vuelvo a abrir la puerta. Se acercan los carros con la comida, golpes, porrazos.
—¿Sopa, señora Fowler? ¿Un bocadillo? ¿Gelatina? ¿Helado?
—Un poco de sopa, por favor, y gelatina —digo por ella, a pesar de que ya no come nada.
Le acerco la sopa a la boca, sacude la cabeza; le acerco una cucharada de gelatina.
—No, no —musita—, levántame, levántame.
Lo hago, una y otra vez, durante toda la tarde.
Luego, son las nueve, entra el turno de noche. Espero para establecer contacto con las enfermeras de noche y decirles cómo ha pasado el día —igual que ayer y anteayer— y las enfermeras de noche sonríen y se inclinan hacia Maudie y le dicen:
—Hola, cariño, ¿cómo se encuentra?
Hay tres enfermeras de tez obscura y una blanca, por lo que Maudie se siente rodeada de extraterrestres.
—Me voy, Maudie, volveré por la mañana. —Ya te vas, ¿no? Entonces, buenas noches.
Las
Sombrereras
salió hoy. Hicieron un par de reediciones antes de la publicación. He estado demasiado ocupada con Maudie para disfrutarlo, como lo habría hecho en otro caso. Será un gran éxito. Mis secretos momentos de terror en los que enloquecía al pensar que ponía en peligro mi maravilloso y bien pagado empleo no tenían sentido. La he leído a primeras horas de la mañana, una obscura mañana de invierno, triste y fría, pero la sobrecubierta de
Las sombrereras de Marylebone
es brillante y bonita. Cuánto he gozado al convertir la severa vida de Maudie en algo ligero y valeroso, lleno de sorpresas agradables. En mi versión, a Maudie le roban el hijo, sabe dónde está, lo ve en secreto, se apoyan mutuamente contra el malvado amante, al que ella ama, ¡venga! Luego hay una relación de respeto mutuo con un hombre mayor, un rico tabernero, que la protege y la ayuda a recuperar a su hijo. Ella es la apreciada encargada de los talleres de una sombrerería y con la ayuda de este caballero desinteresado establece su propia empresa, floreciente, que cuenta con clientela de la nobleza, incluso la realeza de segundo grado. A Maudie le encantaría esta vida, como la he reconstruido.
Maudie ya lleva tres semanas en el antiguo hospital. No le veo ninguna diferencia, excepto que cada vez se muestra más desasosegada. Pide que la pongamos tendida y, luego, pide que la levantemos. Pide incesantemente: Levántame, y cuando está cayéndose hacia adelante, porque no puede dejar de hacerlo, susurra: Recuéstame.
Las enfermeras entran y salen, miran, «la siguen».
Maudie se toma unas dosis terribles. Maudie no está cuerda, pero lo que no está es en coma. Maudie no se resigna, no lo acepta, ni se acerca a la resignación o a la aceptación.
Maudie aún me dice, mejor dicho, musita:
—Llévame a casa contigo... sí, llévame contigo cuando te vayas a casa.