Diario de la guerra del cerdo (7 page)

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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico

BOOK: Diario de la guerra del cerdo
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Rey lo condujo por un corredor, que daba al patio, golpeó con prudentes nudillos en una puerta, la abrió sin esperar que le contestaran y se hizo a un lado, para que Vidal entrara primero. Tras una brevísima duda, éste lo obedeció. Había perdido el aplomo, como en una situación de sueño, de modo que se alegró de encontrarse frente a ese gordo pálido, el patrón indudablemente, en un escritorio, con una mesa y tacitas de café. Rey presentó:

—Mi amigo Vidal. Mi paisano Jesús Vilaseco.

—Otro pocillo, Paco —vociferó el patrón—. Bien calibrado y caliente el café. —Bajó la voz, para preguntar en un gemido—: ¿Hay domésticos peores que los de hoteles como este? Si lo sacas a Paco de las camas, ¿para qué sirve? Para traer frío el café, tibio el refresco.

Apareció el individuo con la tacita: un pelafustán pálido como su amo, pero más joven e infinitamente desaseado. Anunció:

—Don Jesús, en el dieciocho nos dejaron de nuevo una pared que da grima.

—¿Fue el de Angélica, Paco?

—Qué va. Si a ese tío le echo el guante…

—Más café, Paco, y por una vez calentito.

—¿Quién es el de Angélica? —preguntó Rey.

—Un mentecato que invariablemente escribe en la pared:
Angélica, siempre te busco
.

Vidal pensó: «Un abandonado. La llama con amor, pero sin ilusiones». Intercedió:

—Pobre hombre…

—¿Pobre hombre? —repitió el patrón—. Por angelitos como ese un día te clausuran el local.

—¿No cuente? —ponderó Rey.

—Tarde o temprano se cruza con la fulana, que si viene aquí no anda sola, y te la despacha como a un conejo. Desde el llano ustedes piensan que uno se da una vida regalada, que esto es un Perú.

Socarronamente Rey lo interrumpió:

—No te quejes. Fuera de las funerarias, ¿qué ramo cobra contante y sonante, como el tuyo?

—¿Nos comparas? A ellos, ¿quién los molesta? Di que se requiere un estómago…

Vidal pensó que en esa conversación estaban invertidos los papeles. El comprador elogiaba la mercancía, el vendedor la denigraba. ¿Se habían distraído? Rey interpeló a su paisano:

—¿Qué sabrás tú de mis guerras para cobrar a fin de mes una libreta? Sin contar el fiado y el robo hormiga.

—Y tú, ¿qué sabes de sobresaltos? Al inspector, que arreglas con un pan dulce, no lo conformo con la entrada bruta de un sábado, para no decir nada de las visitas de la Comisión del Honorable Concejo ni de los tipejos del patrullero. ¿Te cuento a quién envidio? A don Eladio, que se pasó de la flota de taxis a la red de garages y a la carne en tránsito. ¿Para cuándo el cafecito, Paco?

Hablaron largo y tendido sobre don Eladio. Vidal se dijo que estos hombres de negocios, como si no tuvieran nada que hacer, no mostraban apuro; en cambio él, un desocupado, no podía perder el tiempo de esa manera. Tal vez para seguir ahí sentado encontraría aliciente en un espectáculo que parecía inevitable: las evoluciones de esos dos, a partir de la posición que habían tomado, para llegar a sus respectivas metas de cobrar más y de pagar menos. En verdad, estaba furioso de impaciencia. Entró Paco y, poniendo la cafetera sobre la mesa, dijo:

—Si no está caliente, la culpa es de los que llegan. Cada triqui traca, el timbre.

—Y tú todavía te quejas —comentó Rey.

—¿No he de quejarme, Leandro? Sólo pido un café calentito.

Se entreabrió la puerta y una voz femenina preguntó:

—¿Se puede?

Acudió Paco a ver quién llamaba. —¿Es Tuna? —dijo—. ¿Cómo te va?

—¿Qué tal? —dijo el patrón.

—Por fin llegaste —dijo Rey, mirando de soslayo el reloj.

Era una muchacha cobriza, de baja estatura, de fuerte pelo negro, de frente muy estrecha, de ojos chicos y duros, de pómulos prominentes, vestida con ropa nueva, humilde. Estaba resfriada.

—¿Un café, Tuna? —preguntó el patrón—. A lo mejor se esmera Paco y lo trae caliente.

—Gracias, no tengo tiempo.

Rey preguntó con alarma:

—¿No tienes tiempo?

—Pero sí, che. Digo nomás que no me sobra.

Vidal se había levantado de la silla; como no los presentaron, saludó con una inclinación de cabeza.

—Bueno, si te parece, vamos pasando —sugirió el patrón.

Tuna extrajo de la cartera un pañuelo de papel, lo desplegó con pulcritud, sonó abundantemente la nariz. Vidal observó que cerraba la mano sobre el bollo de papel mojado y que el esmalte de las uñas era rojo oscuro. Se preguntó por qué estaba ahí la muchacha. ¿Era la intermediaria? No lo parecía.

—Te seguimos —dijo Rey.

Vidal fue el último en salir. Las piezas, con su interminable fila de puertas de color verde nilo, daban a un alero; a la derecha, bajo un parral, corría un pasaje para automóviles, clausurado. El patrón empuñó el picaporte de la primen puerta.

—No, don Jesús, que hay gente —previno Paco.

—Todas las piezas son iguales —declaró el patrón y abrió la segunda.

Entraron Tuna y Rey, el patrón hizo pasar a Vidal, se retiró y cerró. En el cuarto había una espaciosa cama, dos mesas de luz, dos sillas, grandes espejos. Vidal se dijo: «Caí en una trampa». En seguida recapacitó que esa idea era absurda. ¿Hasta cuándo él, un hombre ya cansado, sería íntimamente un chico? Peor: un chico tímido. Para más de una situación imprevista, hasta el fin de sus días… Advirtió entonces que Rey besaba mimosamente las manos de la muchacha.

—O te portas bien o me voy —amenazó Tuna—. Ya te dije que no quiero perder tiempo.

—Seremos formales —afirmó Rey, con resignación.

Le señaló a Vidal una silla y se sentó en el borde de la cama. Ahí, sentado como un niño juicioso, resultaba muy grande y muy gordo.

Distraídamente Vidal leyó las inscripciones en la pared:
Adriana y Martín, Rubén y Celia, Recuerdo de un corazón entrerriano, Pilar y Rubén
.

Tuna padecía un copioso resfrío de nariz. La sonaba con sucesivos pañuelos de papel, que sacaba de la cartera y, ya usados, acumulaba sobre la silla libre. Solícito Rey le insinuó:

—Si temes que te haga daño…

—Si me hiciera mal desnudarme —aseguró Tuna— estaría tuberculosa.

A medida que se quitaba la ropa, la ponía ordenadamente en el respaldo de la silla. Desnuda, caminó por el cuarto, con inesperada cortedad esbozó pasos de baile, levantó extáticamente los brazos, giró sobre sí misma. Vidal notó que la piel, desde los senos hasta el bajo vientre, era grisácea y que junto al ombligo tenía un lunar negro. La muchacha se acercó a Rey, para que la besara. Después habló. Sorprendido, Vidal comprendió que
le
habló. Tuna le decía:

—¿Vos tampoco vas a hacer nada?

Se apresuró a contestar:

—No, no, gracias.

En ese momento entrevió la posibilidad de sentir luego disgusto, acaso enojo. Rey alegaba entre risotadas:

—Por mí no tengas empacho… Es pan comido la Tuna.

Tal vez quisiera mostrarse dueño de la situación. Vidal se disponía a replicar secamente, cuando la muchacha le dijo en tono triste:

—Si no vas a hacer nada, te pido que aceptes un recuerdo.

Sacó de la cartera otro pañuelo de papel, lo apretó contra la boca y, debajo del dibujo estampado, torpemente escribió con el lápiz de labios:
De la Negra
.

—Gracias —dijo Vidal.

—¿Te llaman la Negra? —preguntó Rey, con ansiedad—. A mí no me dijiste que te llamaban la Negra.

Se vistió la mujer, pidió su paga, se trabó con Rey en acre debate sobre el monto. Vidal recordó que Rey llamaba la hora de la verdad el momento de entregar el dinero. Al despedirse, Tuna y Rey ya no estaban peleados. Afectuosos, como cualquier sobrina y cualquier tío, se besaron en la mejilla.

Cuando los hombres quedaron solos, Rey comentó:

—No está mal la chicuela. Dispongo de otras iguales o parecidas, un enjambre de ellas, en constante contacto telefónico… ¿Te digo cómo la descubrí? En la sección
Servicio Doméstico
, un aviso clasificado tanto machacaba sobre la buena presencia, que llamó poderosamente mi atención. No son malas chicas, vinculadas eso sí a una caterva de muchachones, que no es de fiar.

Se despidieron del patrón y salieron a la calle. Quién sabe porqué Vidal sintió piedad por su amigo. Quería hablarle, para no parecer enojado, pero sin que se le ocurriera un tema de conversación, caminaron buen trecho. Cuando pasaron frente a la casa en demolición, ponderó:

—Con qué rapidez la destruyen.

—Aquí sólo para destruir somos rápidos —afirmó Rey.

Vidal miró la demolición. Ahora quedaba a la intemperie el empapelado de lo que sin duda fue el dormitorio, con un cuadrado descolorido, donde debió de colgar un retrato, y también se descubrían las intimidades del cuarto de baño. Frente a la panadería, recordó la manera en que la noche anterior se había librado de Rey, y, como basta un antecedente para establecer una costumbre, sin premeditación dijo:

—Me esperan. Te dejo.

Se alejó con paso apresurado. Cuando se volvió, sus ojos encontraron la misma imagen de la noche anterior: la carnosa cara de Rey, que abría la boca.

XI

Como un animal que anhela su cueva, tenía ganas de volver a casa, pero con asombro descubrió que estaba inquieto y optó por cansar un poco los nervios antes de encerrarse en la pieza a pasar la noche. Se dijo que a sus años un hombre ha conocido tantas experiencias, que un episodio como el del hotel no lo sorprende demasiado. Lo comparó, sin embargo, a sueños en que la situación no es amenazadora ni angustiosa, pero que resultan opresivos por un indefinible poder de las imágenes. Quién sabe qué asociación de ideas le trajo en ese momento el recuerdo de un perro de la casa paterna, cuando él era chico, el pobre Vigilante, que luego de una larga conducta de abnegación, constancia y dignidad, se entregó, ya viejo, a la indecorosa e inútil persecución de las perras del barrio. Probablemente por primera vez en la vida él se ofendió. La amistad con el perro no volvió a ser la misma y cuando lo perdieron conoció dos nuevos estados de ánimo: el remordimiento y el desconsuelo.

Pensó que una conversación con Jimi le haría bien. Con su extraordinaria cordura, Jimi le ayudaría a echar todo a la broma, a entender esa emboscada, tan absurda, que le habían tendido. Es verdad que difícilmente podría contar la historia sin mencionar a Rey, mejor dicho, sin reírse de Rey, pero también era verdad que éste, para cumplir sus misteriosos propósitos, lo había engañado. De cualquier manera, le desagradaba cometer, a sabiendas, una deslealtad a un amigo. Recordó entonces una frase que le serviría quizá para proteger al pobre Rey: Se dice el pecado, no el pecador. ¿Por cuánto tiempo sería capaz de esgrimirla ante Jimi? Sin hacerse mayores ilusiones llegó a la calle Malabia, donde Jimi vivía desde que le pagaron para que dejara su domicilio anterior, de Juncal y Bulnes. Con intención de pasar unos días se mudó a un hotel. Su buena estrella quiso que ahí también el propietario decidiera levantar un edificio nuevo y que para desalojar en el acto a los ocupantes los indemnizara. Jimi, el recién llegado, pidió más que nadie, indefinidamente fue quedándose y ahora estaba instalado en el caserón, que todavía ostentaba a la derecha de la puerta una placa negra y brillosa, donde se leía en doradas letras inglesas:
Hotel Nuevo Lucense
. Vivía con Jimi una sobrina desvaída, rubia y amatronada, Eulalia, sobre cuyas funciones en aquel hogar corrían conjeturas, ya que del grueso de la tarea doméstica se encargaba Leticia, la muchacha que dormía afuera: criatura de fisonomía a medio hacer, repulsiva ante todo por el cutis, que recordaba el de una momia.

El Nuevo Lucense originalmente había sido una casa de familia, de esas de principio de siglo, con la cocina y otras dependencias en el sótano. La cocina recibía luz por una ventana semicircular, abierta al ras de la vereda. Algo, que allá abajo se desplazaba contra el blanco de los mosaicos, atrajo su atención.

Se detuvo, se agachó, observó. Le pareció que una pareja bailaba por el sótano y que en su danza alternaba la tensa tiesura con el deslizamiento raudo, la sacudida con el zarandeo. Al rato descubrió que la mujer que se debatía abrazada era Leticia. La perseguía Jimi, irreconocible en su plétora de tenacidad y de urgencia. Presentaban ambos un aspecto descompuesto, con la ropa y el pelo desordenado. La visión inmovilizó a Vidal, encorvado frente a la ventana. Lo despertó de su estupor una voz desconocida e inmediata.

—Tal cual un perro prendido. El viejo inmundo merece escarmiento.

Se incorporó a medias. Desde lo alto le hablaba un joven estrecho, sin duda fanático y conminatorio. Instintivamente Vidal salió en defensa de su amigo.

—No exageremos —dijo.

—¿Usted opina eso? —preguntó el joven, como si lo emplazara.

Vidal atinó a decir:

—Yo no haría eso, pero si a él le gusta, es libre.

Más de una vez, en el trayecto a su casa, miró hacia atrás, para cerciorarse de que no lo seguían. La extraña racha de hoteles y de amoríos grotescos había concluido en una escena ambigua, que lo dejaba descontento. ¿Tenía algo que reprocharse? Por curiosidad estúpida había puesto en evidencia a un amigo y después no había mostrado decisión para defenderlo. Mientras deploraba esa falta de coraje, en la que no recaería, miró hacia atrás.

XII

Domingo, 29 de junio

—Hace una mañana muy linda —afirmó Néstor, al entrar en la pieza de Vidal—. Hoy no da ganas de quedarse en casa.

¿Querés ir con nosotros al fútbol?

—No creo, che. Sigue el frío.

—Aquí adentro, dirás. ¿Todavía no saliste?

—Fui al almacén y a la panadería. Iba tan distraído que solamente al volver me di cuenta que la ciudad tenía ese aire raro de los días de revolución. No es la simple calma del domingo.

—Con la diferencia de que ves policía por todos lados. Declararon que no permitirán incidentes. Animate, vamos al partido.

—Estuve pensando.

—¿Qué pensaste?

—Estupideces. Que estamos viejos. Que no hay lugar para los viejos, porque nada está previsto para ellos. Para nosotros. Mira la novedad.

—Por lo pronto, no sos viejo. Además hay lugar para todos. La vida tiene atracciones…

—No sé, che. Si te asomás a Las Heras y ves a las mujeres jóvenes… Para eso no hay pobreza, el mundo es inagotable, todos los años produce nuevas carnadas.

—Un espectáculo que estimula.

—Estás loco. Tenés que decirte que no son para vos. En cuanto las miras demasiado, te convertís en un viejo repugnante.

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