Diario de la guerra del cerdo (16 page)

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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico

BOOK: Diario de la guerra del cerdo
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—Me alegro de estar aquí —dijo.

—No trajiste casi nada.

—Vos me recomendaste que no llamara la atención con la mudanza.

—¿Venís a quedarte? —preguntó Nélida.

—Si me aceptás.

—Te aguantas unos días y cuando calme el ambiente vamos a buscar tus cosas. ¿Me esperas un momento?, me ocupo del almuerzo…

Mientras Nélida trabajaba en la cocina, Vidal recorría la casa. Vio un patio, con plantas de flores y el dormitorio, con la cama camera, el ropero, las mesas de luz y en dos grandes marcos ovalados, de caoba, fotografías, que parecían dibujos a la pluma, de una señora y un señor de otra época. Preguntó:

—¿Quiénes son los de las fotografías?

—Mis abuelos —gritó, desde la cocina, Nélida—. No te preocupes; ya los voy a sacar. Me dio no sé qué hacerlo ni bien llegada.

Iba a contestar que a él no le molestaban, pero se contuvo, porque temió que la frase resultara de mal gusto. Estaba cómodo en la casa. Pensó que era una lástima no haber traído todo y que su única mortificación era la idea de volver un día, por un rato, a la calle Paunero. En medio de ese bienestar caviló: «¿Podré vivir aquí sin parecer un mantenido?».

XXXIV

Un hecho lo asombraba: Nélida no le había ocultado su buena disposición para el amor. «Igualmente me asombro de asombrarme», se dijo, «porque he vivido algunos años y, a esta altura, ya debería saber…». Sin duda pensaba que la chica le hacía un regalo. Tendido junto a ella, cara al techo, se abandonó al bienestar y por ocioso entretenimiento consideró la afirmación, muchas veces oída, de que todo el mundo se entristece después, lo que juzgó increíble, y recordó también el apuro por volver a casa, por salir al aire, que según confidencias acometía a los amigos. Llegó a la conclusión de que los hombres, habitualmente, no eran tan afortunados como él. Se volvió, la miró, con ganas de darle las gracias, de conversar. Nélida le preguntó:

—¿No vas a extrañar tu casa?

—Cómo se te ocurre.

—Uno extraña las costumbres.

—¿También la de cruzar el patio para ir al baño? Si vivís de esa manera, no necesitas un gran esfuerzo para seguir; pero ha de bastar un día de comodidad para que la vuelta al inquilinato sea imposible.

—Yo no tendría fuerzas para meterme de nuevo en la pieza con doña Dalmacia y las chiquilinas. Qué raro que nunca te hayas mudado.

—Una vez tenía unos pesos e iba a mudarme a un departamento. Mi señora se fue, me encontré solo con el chico y gracias a las vecinas, que lo cuidaban cuando yo no estaba, no perdí el trabajo. Todo tiene sus compensaciones…

Cuando dijo esa frase creyó notar que la mirada de Nélida se volvía vaga. Alarmado se preguntó: «¿La aburriré? Es joven, está acostumbrada a gente joven y yo desde hace años no hablo sino con viejos».

—¿Y no compraste el departamento? —preguntó Nélida.

—Entonces no los comprabas, los alquilabas. Fue un sueño que no se cumplió. Como el de ser profesor. Hubo una época en que yo quería ser profesor. ¿Cuesta creerlo, no es verdad?

Nélida parecía halagada porque alguna vez él hubiera tenido esa aspiración. Mientras alternaban recuerdos, Vidal notó que para referirse a hechos ocurridos dos o tres años antes, Nélida decía invariablemente «hace mucho tiempo». De pronto se acordó de la conversación con el novio, que le preocupaba, y preguntó:

—A tu novio, ¿ya le dijiste?

—No, todavía no. Tengo que hablarle. Vidal pensó que él daría cualquier cosa para que esa entrevista ya hubiera quedado en el pasado. Dijo:

—Te acompaño, si querés.

—Mira, no es necesario —contestó Nélida—. Martín no es mal tipo.

—¿Martín? ¿Qué Martín?

—Mi novio. De mi parte sería antipático decirle esas cosas no estando solos.

—¿Dónde lo vas a ver?

—Según la hora… Antes de las cinco de la tarde, en el taller mecánico. Después tendría que buscarlo en uno de esos lugares donde trabaja. ¿Te dije que integra el trío
Los porteñitos
?

—Sí, ya me dijiste. Mejor que vayas al taller. No me gusta que andes por cafetines y menos de noche.

—Toca en
La esquinita
de Thames, y en un sótano, el cuchitril ese que se llama
FOB
, y en el
Salón Magüenta
, de Güemes. Ya vengo, voy un minuto a la cocina. ¿No tenés hambre?

Vidal siguió en cama, boca arriba, suficientemente cansado para no acompañarla, para no cambiar de postura. «Este cansancio es muy distinto de otros, que uno confunde con tristeza. Reconfortante, como un diploma en la pared». Lástima que estuviera pendiente esa conversación de Nélida con su ex novio; no tenía nada contra el individuo, pero lamentaba que por su culpa Nélida debiera ir a
La esquinita
o al
Salón Magüenta
, para no decir nada del sótano con nombre extranjero. Más le valía distraerse con recuerdos de aquel departamento que estuvo por alquilar: habría vivido en el Once, hoy serían otros sus amigos (con excepción de Jimi, que había conocido en el colegio) y no habría encontrado a Nélida. En ese cuarto, con ella ahí nomás, parecía increíble que por las calles de Buenos Aires anduviera la gente a balazos Fantaseando se dijo que sería curioso que la guerra estuviera circunscripta al barrio que rodea la plaza Las Heras y que fuese la maquinación de un solo matón, el señor Bogliolo, dirigida contra una sola víctima, Isidro o Isidoro Vidal.

—Vení a comer —llamó Nélida.

Sobre la mesa había una fuente de ravioles.

—Qué hambre —exclamó.

—No sé si te gustan.

Vidal la tranquilizó: Los ravioles evocaban imágenes de épocas felices, de los domingos, cuando era chico, y de su madre.

—Créeme —pidió con efusiva sinceridad—. Estos son mejores que los del recuerdo. Yo pensé que nadie iba a superarlos.

Bebieron vino tinto; comieron milanesas y papas. Cuando llegó el arroz con leche, Nélida dijo:

—Si no te gusta, perdóname. Todavía no conozco tus gustos.

La abrazó por haber dicho
todavía
. Agradeció la palabra, como promesa de un largo futuro para ellos dos. Después calló; se preguntó qué podría agregar, de qué podría hablar, para no aburrirla. Bebió otro vaso de vino y, cuando Nélida se levantó para preparar el café, de nuevo empezó a besarla.

XXXV

Estiró confiadamente la mano, buscó el cuerpo de la muchacha, no lo encontró. El disgusto lo despertó del todo; miró a su izquierda, Nélida no estaba. Tuvo una corazonada horrible, saltó de la cama, recorrió los cuartos, abrió la puerta que daba al patio.

—¡Nélida! ¡Nélida! —gritó.

La muchacha había desaparecido de la casa. Angustiado, demasiado angustiado (a lo mejor no había motivo) trató de entender. Súbitamente recordó. Nélida se había reclinado sobre él —ahora le parecía verla— y había hablado. Una a una volvían las frases. Nélida le había dicho:

—Voy a aclarar todo con Martín. No salgas y no le abras a nadie. Esperame. No voy a tardar. Esperame.

Aunque estaba casi dormido había comprendido perfectamente esas palabras; lo habían angustiado, lo habían enojado (¡la familiaridad de llamar por el nombre al individuo!), pero como si de pronto le cayera encima todo el cansancio de las interminables vigilias, de la caminata desde la Chacarita, de la mala noche en el altillo, de los muchos amores, había quedado inmóvil, incapaz de protestar y de moverse. Dijo: «Como un imbécil dejé que se fuera. Ahora estoy aquí, enjaulado». Nélida prometió (acaso en el tono que emplean los médicos para infundir confianza en el enfermo). «No voy a tardar», pero como él ignoraba cuándo se había ido, no descartaba la posibilidad de que lo hubiera hecho pocos minutos antes y que, a pesar de los buenos deseos, tardara quién sabe cuánto. Con lentitud se vistió. Para pasar el tiempo fue a la cocina, a preparar unos mates. Mientras buscaba los fósforos y la yerba se preguntó si realmente el futuro le reservaba una vida con Nélida en esa casa. Cuidadosamente cebó y tomó un primer mate; después, con alguna precipitación, cuatro o cinco. Recordó a Jimi y se dijo que desde hacía mucho no averiguaba si había novedades. Para seguir esperando necesitaba un continuo esfuerzo de voluntad; que Nélida volviera le parecía increíble, por lo menos si no se distraía de esperarla. Ya había recurrido a los mates y no tenía ahora paciencia para esperar, ni para inventar otras ocupaciones. Desde luego, si iba hasta casa de Jimi, se desentendería de esperarla y, si la mala suerte no se encarnizaba contra él, a la vuelta encontraría a Nélida. Convendría, sin embargo, dejar pasar unos minutos para darle todavía ocasión de volver. Lo mejor sería que la vuelta de la muchacha se produjera mientras él no se hubiera ido, porque se excluían así muchos riesgos, en los que más valía no pensar. Es claro que frecuentemente renuncia uno a lo que desea y se aviene a lo que puede. Lo que él no podía, se explicó a sí mismo, era seguir ahí, sin hacer nada, cavilando. Echó el poncho sobre los hombros, apagó la luz, a tientas empuñó el picaporte, pasó al vestíbulo y cerró con llave la puerta. Sin prisa bajó la escalera de hierro. Se dijo: «Llegó el momento. Me voy». Aunque tenía ganas de volverse, prosiguió su camino por el estrecho corredor. «Esta gente no disimula su curiosidad», pensó, porque lo miraban desde las puertas. «¿Cómo no dejé un papelito, con la indicación
Voy hasta lo de Jimi y vuelvo
»? Con imprevisto resentimiento se dijo: «Así aprenderá». No sabía si este arranque de celos era genuino, si no sería un pretexto para no volver a la casa vacía, donde había estado esperando. No se dejaría llevar por los nervios, como una mujer histérica. Jimi decía que todas las cosas malas pasan porque la gente no domina sus nervios. Para dominarlos, caminó con extrema lentitud. Pensó: «Le doy nuevas oportunidades de volver, que de puro terca no aprovecha». Estuvo un rato en la puerta de calle, indeciso, mirando hacia un lado y otro, menos atento al riesgo de que hubiera muchachones ocultos en la penumbra de los árboles, que a una increíble reaparición de la ausente. Se preguntó si la manera más directa de salir de su estúpida agitación no sería buscar a la muchacha en los cafetines donde guitarreaba el tipo ese, el tal Martín. No debía, sin embargo, excluir una posibilidad desagradable: que su llegada la contrariara, que lo viera como a un desorbitado o como a un desconfiado. Empezaría entonces a perder el amor de Nélida: desgracia desde luego inevitable, porque resultaba absurdo que lo quisiera una muchacha tan linda y tan joven. Con esa llegada intempestiva la desengañaría de la equivocación o el capricho de quererlo. Quizá ahí mismo le diría que se fuera, que ella se quedaba con Martín (desde que sabía el nombre, lo aborrecía). Imaginó la situación: su retirada bochornosa, entre la mofa de los parroquianos, mientras en el fondo del local la pareja se abrazaba; escena de final de película, con el castigo del villano (es decir, el viejo), la lógica reunión de los jóvenes, los enfáticos acordes de la orquesta y el aplauso del público. Por Salguero bordeó la plaza Güemes y comentó en voz alta: «La manía de tomar siempre las mismas calles. Me dijeron que en otro tiempo aquí estaba la laguna de Guadalupe». Entre Arenales y Juncal se preguntó: «¿He olvidado a Nélida?». Hasta ese momento quiso olvidarla, porque sentía que su atención expectante le cerraba a la muchacha el camino de vuelta; ahora se arrepentía del olvido, como de un abandono. «¿No le habrá pasado nada? Aquí se levantaba la penitenciaría». La inconsecuencia de sus pensamientos dejaba ver que estaba un poco desesperado. Tuvo ganas de hablar con Dante, que vivía ahí cerca, por French. «Reconozco», se dijo, «que el pobre Dante no es muy divertido». Desde los últimos sucesos era el afecto, más que la costumbre, lo que unía a cada uno con el grupo. Es verdad que en ocasiones miraba a sus amigos con aprehensión, o poco menos, como si fueran adictos a un vicio, la vejez, del que lo salvaba el amor de la muchacha; pero no sabía si contaba con ella. Lo más prudente, como táctica supersticiosa, era darla por perdida. Habría así alguna esperanza de recuperarla, porque si estaba demasiado seguro recibiría su castigo y no volvería a verla. «Y ahora», se dijo en tono de conformidad irónica, «veré en cambio a Dante». Este vivía en la última casa baja que había quedado en la cuadra, una suerte de sepulcro entre dos edificios altos. No fue a él, sin embargo, a quien primero vio, pues le abrió la puerta «la señora». Así la llamaba Dante, sin que nadie supiera con exactitud si era su criada o su mujer, aunque probablemente cumpliera ambas funciones. Envuelta en telas negras y sueltas, lo escrutaba con ese recelo de animal espantado, que por aquellos tiempos la aparición de todo joven suscitaba en la gente mayor. Vidal comentó: «Por lo visto hay quien no me considera viejo». La piel de la mujer, de tono rojizo, estaba recubierta de pelos negros; también negra era la cabellera, salpicada de mechas grises. En cuanto a las facciones, los años las habían sin duda abultado, de modo que se presentaban, como en otros ancianos, toscas y prominentes. Vidal se preguntó si «esta bruja» habría sido o sería aún (ya que en la intimidad de los hogares ocurren cosas inimaginables) la concubina de su amigo. «Un cuadro tan repulsivo, que lo mejor es desearles una pronta muerte. Es claro que si me toca a mí llegar a esa edad y gozar de tan buen ánimo, por delicadeza no voy a rechazar a ninguna mujer. Todo lo que me pruebe que todavía estoy en la vida, en ese momento se volverá precioso». Como le cerraban la puerta gritó:

—Soy Isidoro Vidal. Dígale al señor Dante que está Isidro.

Haciendo a un lado a la señora, apareció Dante.

—Aquí me tenés —anunció.

Sonreía satisfecho. Vidal lo encontró de tan mal color —una palidez amarillenta y verdosa— que se preguntó si le parecería más viejo por oposición a la juventud de Nélida. Le preguntó:

—¿Cómo estás?

—Perfecto. Por de pronto, hay una buena noticia: Jimi apareció.

—¿Estás seguro?

—Rey me lo dijo por teléfono, hará cosa de media hora.

—¿Y está bien?

—Perfecto. Estoy hecho un pibe. Mejor que nunca.

—Te pregunto si Jimi está bien. ¿Vamos a verlo?

—Rey me dijo que no fuera sin antes pasar por la panadería. Quiere decirme algo tan grave que tiene que hacerlo personalmente. Con las barbaridades que están sucediendo, no me animaba a largarme solo, pero si querés vamos juntos.

—Vamos a lo de Jimi.

—No, che. Rey me pidió con la mayor formalidad que no vaya sin pasar antes por la panadería.

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