Diario de la guerra del cerdo (5 page)

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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico

BOOK: Diario de la guerra del cerdo
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—Una mala postura —admitió sin convicción.

—Permítame que lo ayude.

—No faltaría más. Yo puedo…

—Permítame.

Sin ayuda no hubiera salido de ahí. Nélida lo sostuvo; como una enfermera lo condujo hasta la pieza. Vidal se abandonó a sus cuidados.

—Ahora va a permitirme que lo acueste —pidió Nélida. Contestó con una sonrisa:

—No. No hemos llegado a ese extremo. Puedo acostarme solo.

—Bueno. Esperaré. No me voy hasta dejarlo acostado.

Viéndola así, de espaldas, parada en el medio del cuarto, pensó que en ella eran muy evidentes los caracteres de fuerza y de belleza de una hembra joven. Consiguió desvestirse y meterse en cama.

—Ya está —dijo.

—¿Tiene té? Voy a prepararle un tecito.

A pesar del lumbago, sintió una suerte de beatitud desconocida, porque desde muchos años, no recordaba cuántos, no lo mimaban. Pensó que estaba iniciándose en los agrados de la vejez y de la enfermedad. Mientras le servía el té, Nélida le dijo que se quedaría un rato. Sentada a los pies de la cama, le habló —para hacer conversación, opinó él —de su vida, y con algún orgullo refirió:

—Tengo novio. Un muchacho que me gustaría que usted conociera.

—Cómo no —dijo desganadamente. Pensó que le gustaban las manos de Nélida.

—Trabaja en un taller mecánico, de coches, ¿sabe? y, como tiene sensibilidad artística, integra el trío típico
Los Porteñitos
, que toca por la noche en locales del centro y sobre todo en Plaza Italia.

—¿Van a casarse? —preguntó.

—Ni bien juntemos la plata para el departamento y los muebles. Usted no sabe lo que me quiere. Vive pendiente de mí.

Siguió Nélida ponderando. Muy pronto su vida, al calor de esa descripción, constituyó una sucesión de triunfos en bailes y en fiestas, en los que ella era la inconfundible heroína. Vidal la escuchaba con incredulidad y ternura.

Se abrió la puerta. Isidorito miró, sorprendido.

—Perdón, los interrumpo.

—Su padre no estaba bien —explicó la muchacha—. Quise acampanarlo hasta que usted volviera.

A Vidal le pareció que Nélida se había ruborizado.

VI

Viernes, 27 de junio

A la otra mañana se encontró mejor, pero no lo bastante para despreocuparse. Pensó que si tuviera plata iría a la farmacia, se pondría una inyección y quedaría como nuevo (si no ese día, una semana después, cuando le hubieran aplicado la caja entera). Hasta que no cobrara la jubilación, todo gasto que no fuera indispensable quedaba excluido. Si en la farmacia lo atendía el señor Garaventa, no habría dificultades, pues entre hombres uno explica estas cosas; pero si lo atendía doña Raquel, la gestión se volvería espinosa. Agravaba su perplejidad la doble circunstancia de que doña Raquel tenía buena mano y de que el farmacéutico era famoso por carnicero.

Cuando fue al fondo, se encontró con Faber y con Bogliolo que, gesticulante, locuaz, nervioso, narraba algo. Apartando un poco a su interlocutor, preguntó Faber:

—Y usted, ¿dónde se metió anoche? Vidal vaciló, incómodo. Llegó a balbucear:

—Este…

No fue necesario aclarar.

—Lo que es yo —lo relevó Bogliolo— a pesar de que no me sorprenden fácilmente…

Vidal lo miró con alguna curiosidad: hablaba de un modo extraño, con la expresión cambiada.

Levantando la voz, Faber consiguió que lo escucharan:

—Yo alcancé a introducirme en un retrete —explicó—, pero, créanme, pasé una noche de novela. En un momento golpearon a la puerta. Cuando creía que me llegaba el fin, se fueron.

—Lo que es yo —insistió Bogliolo— aunque no me dejo sorprender fácilmente, me vi rodeado por esa muchachada y, como no pierdo la cabeza, opté por seguirles el tren.

—Al alba, cuando encontré la salida expedita —continuó Faber— no podía levantarme. De tanto estar sentado no sé qué me dio, un lumbago o un espasmo en la cintura.

Arrastrado por un impulso fraterno, dijo Vidal:

—Lo mismo que a mí.

—No, no —protestó Faber—. Cuando salí del retrete me mantuve flexionado por un tiempo considerable.

Bogliolo, a pesar de alguna dificultad expresiva, logró acallar a sus interlocutores y retomar el relato:

—Los muchachos entraron en el juego y allá estuvimos conversando y planeando golpes hasta las más altas horas. No crean que mi situación era cómoda: la procesión iba por dentro y, aunque lo disimulara, estaba nervioso. Cuando la reunión se disolvió, traté de quedarme, pero porfiaron que los acompañara. Quise acoplarme al grupo de su hijo, que al fin es un conocido, pero dos me tomaron de los brazos y conversando como amigos caminamos una enormidad, en dirección del Pacífico. Cerca de los depósitos del vino Giol uno, al que apodaban el Nene, sin alteración de su tono cordial, me dijo que me olvidara de cuanto había oído esa noche. El otro elogió mi dentadura y con el pretexto de examinarla me la sacó de un tirón. Ustedes no van a creer: cuando la reclamé, el más petizo me dijo que si quería volver a casa prácticamente entero, no perdiera tiempo.

—De todos modos, la sacamos bastante más barato que Huberman —observó Faber.

Con la empacada afectación a que echaba mano en ocasiones delicadas, aventuró Bogliolo:

—Su hijo, don Isidro, me impresionó como un mozo responsable. ¿Usted se anima a sondearlo?

—¿A sondearlo? —preguntó Vidal.

—Para que inicie una exploración del terreno, para ver si tengo una chance de recuperarla. Usted sabe lo que vale una dentadura.

—No voy a saber.

—¿Cuento con usted?

—Cuente, cuente. ¿Cómo fue lo de Huberman? Bogliolo arqueó las cejas con alguna desconfianza. Luego emprendió la explicación:

—El pobre venía con su automovilito por Las Heras… Faber lo apartó un poco y lo interrumpió:

—¿Me deja hablar? Yo recorté en
Ultima Hora
las declaraciones del homicida —sacó del bolsillo el recorte y cuidadosamente lo desdobló—. No tienen desperdicio. Oigan esto:

«Cuando vi esa calva en el auto de adelante, comprendí que me había equivocado de fila. Confieso que a lo mejor estuve prevenido, irritado de antemano. Pero, créanme señores, todo pasó como lo había previsto: cuando los otros vehículos arrancaron, el que yo tenía adelante, seguía inmóvil, con su conductor, el viejito de la calva, primero a la espera de sus propios reflejos y después preparándose para poner en marcha el auto. Este viejo fue víctima de una irritación que llevo acumulada a lo largo de situaciones parecidas, por culpa de viejos parecidos. Yo me contenía apenas y la tentación de hacer puntería en esa calva, centrada por las orejas bien abiertas, fue demasiado para mí».

Vidal preguntó:

—¿Qué le hicieron a ese loco?

—Bueno, che, no lo tome así —protestó Bogliolo.

—Recuperó inmediatamente su libertad —aseguró Faber. Bogliolo abrió la canilla de una pileta y bebió, ayudándose con la mano. Recomendó a Vidal:

—No se me olvide, si le viene bien, de sondear a su hijo. Se alejó en dirección a las piezas. Los otros lo siguieron lentamente.

—Me da lástima —dijo Faber.

—A mí, ninguna —contestó Vidal.

—Con ese aire de malo, es un pobre diablo, un miserable turiferario del encargado. No sabe para qué lado agarrar.

Se encontraron con Nélida y Antonia. Vidal notó que no saludaban a Faber. Éste se retiró.

—Lo felicito por sus amistades, don Isidro —observó irónicamente Antonia.

—¿Lo dice por Botafogo?

—Botafogo, vaya y pase. A este viejo sinvergüenza no lo trago.

—Tiene razón Antonia —afirmó Nélida.

Vidal miró a esta última, admiró la ligera curva de su cuello, pensó, que podía describirlo como cuello de cisne y que él siempre estaba haciendo descubrimientos en la muchacha. Rápidamente preguntó:

—¿Qué ha hecho?

Antonia se ensañó:

—¿Qué no ha hecho? Es un viejo repugnante. Se lo cuento y me sofoca la rabia. De noche la aborda a una con intenciones de lo más groseras, ¡en los baños y sus inmediaciones! Pregúnteselo a Nélida, si no me cree.

Nélida reconoció:

—Desde las diez de la noche, está agazapado a la espera.

—No puede ser —exclamó Vidal.

—Téngalo por seguro. Si lo sabremos nosotras.

—¿No me digan? ¿No se verá a sí mismo? Estará desesperado y habrá perdido la vergüenza.

Vidal comentó que la conducta de Faber era increíble y abundó en condenaciones.

—A un viejo así —declaró Antonia— yo lo denunciaría sin remordimiento.

Como si conviniera con ella, Vidal lo defendió:

—Es un pobre diablo.

Repitió eso varias veces. Intentó otras defensas, porque los ataques eran despiadados.

—Viejos así no habría que dejar ninguno —sentenció Antonia.

—Bueno. Confieso que tienen razón. Viejos que se meten con mujeres jóvenes dan un espectáculo triste. Repugnante. Ustedes tienen razón. Toda la razón. Pero si los comparan con un delator, con un traidor, con un asesino…

—A usted no lo ofendió Faber. Póngase en mi lugar.

—¿Cómo no va a estar ofendida? —convino Vidal—. Faber no tiene perdón. Pero tal vez el infeliz no vea hasta qué punto es grotesco lo que está haciendo, porque verlo sería reconocer que está viejo y que se acerca a la muerte.

Antonia preguntó:

—¿Eso a mí que me importa?

Vidal juzgó la réplica inapelable; sin embargo, como creyó que debía intentar un último esfuerzo en favor de su amigo, resumió la argumentación en estas palabras:

—Bueno, les doy la razón en todo. Es viejo y es feo, pero esto es algo que no podemos echarle en cara. Nadie es viejo y feo por gusto.

Antonia lo miró moviendo la cabeza, como si hubiera oído algo extravagante y lo perdonara simplemente porque lo aceptaba como era.

—Con don Isidro no se puede. Voy a lavar un poco.

Antes de seguirla, Nélida susurró:

—No hable así delante de Antonia.

VII

Estaba aliviado. El largo día de haraganear en la pieza lo había mejorado notablemente. Si no salió fue por consejo de Nélida. A las doce, cuando iba al restaurante, se encontró con ella en la puerta cancel. La chica le dijo:

—No salga. Salir así a la calle me parece una imprudencia. Hoy se toma un descanso y mañana estará bien.

—No se vive del aire. Créame, ni para hervir fideos tengo disposición.

—Mi tía Paula me trajo una fuente de pastelitos. ¿Me deja que lo convide?

—Si viene a comerlos conmigo.

—No, eso no. Por favor, no lo tome a mal. Usted sabe cómo está la gente.

Primero uno, después otro más, comió media docena de los pastelitos de Nélida, una verdadera exquisitez, que luego hizo bajar con mates. De todos modos le cayeron pesados y durmió una larga siesta, de esas de antes, de las que uno por fin despertaba desorientado, sin saber si era de día o si era la mitad de la noche. Mateó de nuevo en vano esperó que Isidorito le trajera la radio que por último llevó a componer, se resignó a hervir los fideos, los comió con queso rayado, con pan de la víspera, con vino tinto y, cuando no quedaban sino migas, entró Jimi.

—¿Llego tarde? —preguntó.

—Por increíble que parezca. Ya no hay nada.

—¿No me vas a decir que no tenés un postre en el ropero? ¿Un budín? ¿Siquiera una barra de chocolate?

—Bueno, el chocolate de Isidorito. Te va a caer como plomo.

—No te preocupés, yo todavía digiero —declaró mientras mordía rápidamente la barra—. Espero no causar una desavenencia entre ustedes. A propósito: esta noche vamos a jugar en lo de Néstor, que se lleva bien con su hijo. Es más seguro. ¿Venís?

Vidal pensó que podía aceptar porque Nélida no se enteraría y porque a él le haría bien reunirse con los muchachos, ventilarse un poco, renovar las ideas que se le habían puesto lúgubres a lo largo de ese día de quietud y de indigestión. Preguntó:

—¿Sigue el fresco, che?

—Abrígate, que están caras las coronas. Vidal se cubrió los hombros con el ponchito y salieron a la noche.

—¿Qué te pasa? —preguntó Jimi—. Te veo medio envarado.

—Nada. Un dolor de cintura.

—Los años, viejo, los años. El hombre astuto despliega a tiempo su estrategia contra la vejez. Si piensa en ella se entristece, pierde el ánimo, se le nota, dicen los demás que se entrega de antemano. Si la olvida, le recuerdan que para cada cosa hay un tiempo y lo llaman viejo ridículo. Contra la vejez no hay estrategia. Mira, en la esquina veo gente, a lo mejor es una patota, o uno de esos piquetes de represión, como los llaman… No cuesta nada dar la vuelta a la manzana y evitarlos.

—Uno se resigna a todo. ¿Vos crees que dos viejos señores argentinos, de tiempos de nuestra juventud, se resignarían a esta prudencia?

—Mirá, en esa época todos eran coléricos, pero si nadie los veía, quién sabe.

VIII

Néstor vivía con su mujer y con su hijo, que también se llamaba Néstor, en la calle Juan Francisco Seguí, en una casita compuesta de comedor y una pieza al frente, otra pieza y las dependencias al fondo, sobre un jardín o terreno. Cuando los dos amigos llegaron, los otros estaban reunidos en el comedor. En una de las paredes había un reloj de péndulo, detenido en las doce. La señora, doña Regina, según su costumbre no se dejaba ver por los amigos del marido; para contestar una pregunta sobre ella, éste vagamente señaló los fondos.

El hijo explicaba:

—Me esperan en un café del otro lado de la avenida.

—Alvear —precisó Dante.

Todos rieron. Con la mayor seriedad Jimi explicó:

—Nuestro viejito es prehistórico.

El hijo de Néstor corrigió cortésmente:

—El señor Dante quiso decir la avenida del Libertador.

—Tiene razón Dante —observó Arévalo—. Hay que oponerse al cambio de nombres. Cada veinte años cambian las casas, cambian los nombres de las calles…

—Cambia la gente —señaló Jimi y se puso a tararear—:

¿Dónde está mi Buenos Aires
?

—No hay razón para considerar que es la misma ciudad. —aseguró Arévalo.

El muchacho se despedía de los invitados de su padre. Vidal se disculpó:

—Qué manera de invadir la casa.

—Hasta lo obligamos a salir —añadió Arévalo.

—Lo principal es que estén a gusto —aseguró el muchacho—. Por mí no se hagan problema.

—Es una barbaridad que tenga que irse por nosotros —dijo Arévalo.

—¿Qué es eso, comparado? —protestó el muchacho—. Yo estoy con los amigos de papá. —En un balbuceo, agregó—: Caiga quien caiga.

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