Día de perros (3 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Día de perros
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—Bien, perfecto, dénos su dirección, necesitamos que identifique a una persona —ordenó Garzón.

—Es que Mari Pili se casó hace un año. Dejó el trabajo y se fue a vivir a Zaragoza.

—¿Y no conservan ustedes su dirección, su número de teléfono?

—No. Cuando se marchó dijo que nos escribiría, que seguiríamos en contacto; pero luego ya saben ustedes cómo son esas cosas...

Garzón empezó a utilizar un tono desesperado:

—¿Y nadie más habló nunca con el inquilino?, ¿nadie iba a cobrarle el alquiler?, ¿nadie lo vio jamás?

La chica estaba cada vez más compungida.

—No.

—Entonces, tendrá usted el nombre del banco con el que operaba, el número de cuenta.

—No, no lo tengo, este señor mandaba un talón por correo el día dos de cada mes, y como nunca hubo ningún problema...

—Y naturalmente, la dirección del remite era siempre la del piso —dijo Garzón a punto de comérsela.

—Sí —musitó la chica, acobardada, y añadió temiendo quién sabe qué represalias—: Es todo legal.

—Enséñenos el contrato.

—No sé dónde está.

—Perfecto, ahora sí lo veo muy claro. Alquilan ustedes pisos a inmigrantes ilegales, a gente sin documentación, y lo hacen sin que conste en parte alguna, ¿verdad?

—Será mejor que hable con mi jefe.

—No se preocupe, voy a dar parte en comisaría y enviarán a alguien para que averigüe qué coño pasa aquí.

La chica suspiró, quizás porque sabía que, tarde o temprano, se descubriría el pastel.

En el coche, Garzón estaba indignado:

—¡Pero bueno, esto es la hostia!, ¿no dicen que todos estamos fichados, que figuramos en un montón de listas, que se conocen oficialmente hasta nuestros más íntimos pensamientos? Pues no, no es verdad, podemos vivir cien años en el mismo sitio y resulta que no existimos, que nadie conoce ni nuestra cara.

—Tranquilícese, Fermín. Vamos a ver si Pinilla ha sacado algo más de los vecinos.

El sargento Pinilla fue taxativo: nada. Nadie podía reconocer al herido mirando la fotografía que se había tomado en el hospital, nadie. Tampoco en los archivos de identidad figuraba ese nombre.

—Inténtenlo ustedes, a lo mejor la policía intimida a la gente más que los municipales; aunque lo dudo, ¡es tan fácil decir que no se conoce a alguien! ¿Para qué buscarse problemas?

—¿Dónde tienen al perro que estaba en la casa? —pregunté.

—En el almacén.

—¿Podemos verlo?

Recibí de ambos hombres una mirada de incomprensión y curiosidad.

—Es que me gustaría interrogarlo —bromeé.

Pinilla soltó una risotada y se puso en camino:

—¡Por mí como si quiere condenarlo a cadena perpetua! Lo de tener perros en el almacén es una complicación, créame.

Nos condujo hasta una gran nave que se encontraba en el sótano. Los objetos más dispares abarrotaban enormes estanterías de madera barata. En un rincón, aislado del recinto por una valla metálica, había un perro tumbado junto a un bol de comida para perros y otro de agua. Al vernos, dio un bote vertical y arrancó a ladrar a pleno pulmón.

—Aquí tienen, ¡el chucho!; como pueden ver, aún no ha perdido la moral.

—¡Qué feo es, el jodido! —soltó Garzón.

Realmente lo era. Encanijado, lanudo, negro, orejón, sus patas cortas y torcidas se engarzaban a un cuerpo de peluche tronado. Sin embargo, había en sus ojos cierta mirada de lucidez realista que me llamó la atención. Metí la mano por entre los barrotes y le acaricié la cabeza. Al instante se me transmitió, dedos arriba, un calorcillo entrañable. El animal fijó en mí sus pupilas cavilosas y me arreó un lametazo sincero.

—Es simpático —sentencié—. Prepárenoslo, sargento, nos lo llevamos. Lo necesitamos para la investigación.

Pinilla ni se inmutó, pero Garzón quedó estupefacto. Se volvió hacia mí:

—Oiga, inspectora; ¿qué demonios se supone que vamos a hacer con ese bicho?

Le dirigí una mirada de mando que no había utilizado con él desde tiempo atrás.

—Ya se lo comunicaré, Garzón, de momento vamos a llevárnoslo.

Por fortuna captó la situación al vuelo y se calló, no era cuestión de hacer más inconvenientemente pública su sorpresa.

—¿Puedo pedirles un favor? —preguntó Pinilla—. ¿No les importaría dejarlo en la perrera cuando hayan concluido sus investigaciones? Total, que esté con nosotros un día más o menos digo yo que no alterará el reglamento.

Le habíamos venido como agua de mayo al sargento, que se libraba del incómodo cánido antes de lo previsto. Tres narices le importaba para qué pudiéramos necesitarlo con tal de que se lo quitáramos de en medio. A Garzón la cosa le intrigaba un poco más. En realidad estaba loco por preguntarme, sólo que, después del recordatorio de mi autoridad, en ningún momento se hubiera permitido preguntarme de nuevo. Supongo que cuando llegamos al hospital empezó a barruntar algo, aunque tampoco entonces habló.

La primera dificultad de mi plan consistía en llevar al perro hasta la habitación de la víctima sin que nadie lo advirtiera. Ni se me ocurrió pedir permiso formal para entrar con un perro en el recinto. No se trataba de que estuviera inclinándome por métodos poco ortodoxos, pero tenía el pálpito de que cualquier intento de legalidad oficial en aquel laberinto mastodóntico podía derivar en centenares de papeles que incluirían pólizas, fotocopias e impresos especiales para autorizar perros negros.

Le pedí a mi compañero que se quitara su cumplida gabardina. Saqué al perro de la trasera del coche y me lo metí bajo el brazo. Entonces, procurando no atemorizarlo, lo cubrí con la gabardina de modo que quedara completamente oculto. Se dejó hacer, incluso parecía que le gustaba porque sentí una húmeda caricia en el dorso de la mano.

De esa guisa entramos en el hospital. Hubiera jurado que Garzón renegaba
soto voce,
pero muy bien podían ser los gruñidos del perro. Yo me encontraba serena; al fin y al cabo aquello significaba una trasgresión mínima de las normas, nada que no pudiera ser justificado como un acto de servicio.

Los celadores nos franquearon la entrada sin problemas al enseñarles las placas. Tampoco llamamos la atención de nadie en el trayecto hasta la habitación de nuestro hombre. Cuando abrí la puerta, comprendí que mis oraciones, aun pronunciadas entre dientes, habían sido atendidas. En el interior no había personal sanitario, y los dos viejos que compartían la estancia se encontraban dormidos. Libré a mi polizonte de su embozo y lo dejé en el suelo.

Estaba extrañado por las esencias medicinales que percibía en el aire. Olió por todos lados, resopló, se movió erráticamente y, de pronto, quedó petrificado por algo que su fina nariz acababa de captar. Enloquecido, galvanizado por el hallazgo, empezó a dar saltos y a emitir ladridos alegres en torno a la cama del individuo inconsciente. Por fin, puesto a dos patas, vio al que sin duda era su amo, y estalló en gañidos de felicidad mientras intentaba lamerle las manos, inermes sobre la sábana.

—Subinspector Garzón... —declamé en tono teatral— ... le presento a Ignacio Lucena Pastor.

—¡Joder! —dijo Garzón como todo comentario. No pudo en realidad añadir mucho más ya que, con todo aquel alboroto, los dos viejos se habían despertado. Uno de ellos miraba al perro como si fuera un ser surgido de ensueños, y el otro, habiendo cobrado conciencia cabal de que aquella situación no era corriente, empezó a pulsar el timbre y a llamar a la enfermera a voces. Me quedé en blanco durante un instante, sin saber cómo reaccionar, y sólo acerté a mirar cómo Garzón cogía al perro, me arrebataba la gabardina, lo envolvía en ella y salía zumbando a toda prisa.

—Vámonos, inspectora, aquí no pintamos nada.

Anduvimos pasillos interminables a paso ligero, con aquel maldito animal dando alaridos punzantes, pugnando por zafarse del abrazo de mi compañero, pataleando. A medida que nos acercábamos a la salida, íbamos dejando tras nosotros un reguero de caras sorprendidas que intentaban localizar de dónde salían los aullidos. Yo procuraba no cambiar de expresión, actuar con naturalidad y caminar todo lo rápido que podía sin llegar a correr. Cuando la puerta de salida se divisaba ya, clara y salvadora, uno de los celadores debió de calibrar que aquellos extraños lamentos y protestas provenían de nosotros.

—¡Eh, un momento! —chilló cuando pudo cerrar su boca asombrada.

—¿Qué hacemos? —preguntó Garzón en voz baja.

—Siga adelante —contesté.

—¡Deténganse! —volvió a gritar el hombre.

—¡Petra, por sus muertos! —susurró Garzón.

—¡Les he dicho que vengan aquí! —Esta vez la voz del guarda sonaba detrás de nosotros, muy cerca. Y fue justo al darme cuenta de que no habría otra advertencia, de que estaba a punto de alcanzarnos cuando, en una reacción visceral, sin volver la cara atrás ni prevenir a Garzón, eché a correr de modo desenfrenado. Atravesé la puerta principal, me precipité escaleras abajo a toda velocidad, y no paré hasta que hube llegado al aparcamiento. Sólo entonces, jadeante, miré detrás de mí. Nadie con bata blanca ni uniforme me seguía, tan sólo Garzón, resoplando, congestionado y con notable mal estilo atlético, completaba los últimos metros de carrera. Se detuvo a mi lado, sin fuerzas para hablar. Di un tirón a su gabardina y, de entre los pliegues, emergió, despeinada y horrenda, la cabeza de nuestro testigo. Al menos se había callado, consciente de pasar por momentos dramáticos. Me acometió un salvaje deseo de reír y le di rienda suelta. Garzón y el perro me miraban estupefactos, con idéntica expresión.

—¿Se puede saber por qué cojones ha hecho eso, Petra?

Intenté recuperar la seriedad.

—Perdóneme, Fermín, lo siento, sé que debiera haberle avisado.

—Me pregunto qué diremos en ese hospital cuando tengamos que volver.

—¡Bah, relájese, ni siquiera van a reconocernos!

—¡Pero los viejos de la habitación han visto al perro!

—Yo no me preocuparía demasiado por eso. Además, subinspector, ¿dónde está su sentido de la aventura?

Me miró con la misma confianza que le hubiera inspirado un loco furioso. Abrí el coche y deposité al perro en la parte trasera. Volvió a aullar, recuperando su pena.

—Dése prisa, vamos a dejar este maldito bicho en la perrera.

Garzón se pasó todo el tiempo encubriendo sus reproches con preguntas.

—¿No cree que hubiéramos podido encontrar un modo de identificar a Lucena que fuera menos aparatoso?

—Dígame cómo.

—Ni siquiera hemos interrogado personalmente a los vecinos de su vivienda.

—Lo haremos, pero sabiendo quién es Lucena Pastor sacaremos mucho más rendimiento. Por cierto, no se olvide de alertar al comisario sobre las actividades ilegales de la inmobiliaria Urbe, espero que los empapelen bien.

—Descuide. Sin embargo, no sé yo si este sistema del perro...

—Oiga, Garzón, ¿no ha oído hablar de la infalibilidad animal? ¿Sabe qué utilizan en la Depuradora Municipal de Barcelona para dilucidar si el agua está contaminada? Pues se lo diré: ¡peces! ¿Y sabe qué emplearon en el metro de Tokio para detectar los gases envenenados que filtraron unos terroristas?... ¡Periquitos metidos en jaulas! Y ahora no me haga hablarle de la larga tradición colaboradora que siempre ha existido entre policías y perros: aduanas, búsquedas de desaparecidos, drogas...

Miré su expresión por el rabillo del ojo; era meditativa pero no convencida del todo.

—¿Y el salir corriendo sin avisarme?

—Eso lo hice porque llevo dos años aburriéndome.

—¡Pues recuérdeme que le regale un puzzle!, no sé si podría aguantar otra carrera como la que nos hemos pegado.

Mi risa quedó cortada por una visión insólita. Habíamos alcanzado nuestro destino. Frente a nosotros se alzaba un edificio enorme, viejo, destartalado. Colgado de las montañas de Collserola, silencioso, presentaba una imagen realmente siniestra.

—¿Qué demonios es eso?

—La perrera municipal —dijo Garzón, y siguió avanzando por la carretera solitaria. A medida que nos acercábamos la tétrica impresión iba reforzándose por los ladridos y aullidos que nos llegaban. Era un coro polifónico bastante estremecedor.

Cuando paramos junto a las desconchadas paredes, los ladridos subieron de tono. Volví a tomar en brazos a nuestro desdichado atestiguante, que se cobijó en mí como si presintiera su triste futuro. Nos recibió un funcionario joven y simpático. Impresionado por nuestra condición de policías, nos confesó que sus contactos habituales se producían únicamente con la Guardia Urbana. Tomamos asiento mientras rellenaba una ficha. El pobre perro se agazapaba en mi regazo buscando protección. Sentí curiosidad.

—¿Todos los perros son adoptados por nuevos dueños?

—Lamentablemente no, sólo aquellos que tienen parecido con alguna raza.

—¿Cree que éste se parece a alguna raza?

El chico sonrió:

—Quizás a alguna raza exótica.

Tampoco a él se le había pasado por alto la fealdad del animal.

—¿Y qué pasa si no los adoptan?

—Todo el mundo me hace la misma pregunta. ¿Qué piensa que puede pasar?

—Los sacrifican.

—Al cabo de un tiempo. No hay otro remedio.

—¿Cámara de gas? —preguntó Garzón quizás dejándose llevar por cierta imaginería holocáustica.

—Inyección letal —sentenció el funcionario—. Es un sistema completamente civilizado, no sufren ni tienen agonía. Duermen para no despertar.

Los aullidos, mitigados por las paredes del despacho, subrayaron sus palabras.

—¿Quieren que les enseñe los módulos?

Aún no sé por qué acepté aquel ofrecimiento, pero lo hice. El hombre nos condujo a través de un largo corredor iluminado por varias bombillas desnudas. Cada una de las amplias jaulas puestas en hilera estaba compartida por tres o cuatro perros. La algarabía que se formaba a nuestro paso era notable. Los animales reaccionaban de modo diferente, algunos se pegaban a las rejas pugnando por sacar el morro y lamernos. Otros ladraban y daban vueltas sobre sí mismos en una espiral de locura. Sin embargo, todas aquellas estrategias parecían perseguir un fin común: llamar nuestra atención. Era evidente que conocían la dureza de aquel juego: la visita llegaba, se movía arriba y abajo por el corredor y luego uno de ellos, sólo uno, era liberado de su encierro. Me estremecí. Nuestro guía iba dando explicaciones a las que yo no podía atender, una gran angustia se había apoderado de mi estómago. Paré, miré al suelo y vi que, pegado a mis piernas, el horroroso perrillo se había encogido y, en silencio, me seguía.

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