Día de perros (34 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Día de perros
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—¿Habla usted de Valentina Cortés?

—Sí.

—¿Por eso nos llamó?

—Sí, quería que los cazaran.

—Pero ¿por qué en ese momento, Pilar? Usted acaba de decir que había aguantado muchos años.

—Hacía tiempo que a Augusto se le veía más inquieto que de costumbre, y yo estaba segura de que no era sólo porque usted le siguiera los pasos. Lo descubrí varias veces llamándola desde casa. Colgaba el teléfono, pero yo sabía que hablaba con ella. Me decidí a avisarles a ustedes de su negocio. Era una manera de que todo se acabara. Pero ustedes no consiguieron cogerlos. Pasó el tiempo y una tarde Augusto volvió a casa descompuesto. Dijo que me dejaba, que lo sentía de verdad, pero que iba a perder a Valentina y no podía soportarlo.

Garzón terció nervioso, anhelante, fuera de sí.

—¿Iba ella a casarse con otro?

—¡Y yo qué sé!, ¿cree que me importaba saber los motivos? Él se iba, y era la primera vez que me decía una cosa de esa importancia. Todos aquellos años, aunque la viera a ella jamás pensó en marcharse de casa. ¡Jamás!, yo fui siempre su mujer.

El subinspector se replegó como un animal al acecho. Intervine de nuevo.

—¿Y qué más, Pilar, qué más sucedió?

—Anduvo todo el tiempo de un lado para otro, hecho un manojo de nervios. Aquella noche tenían una pelea, así que sobre las once se largó. Supuse que la vería allí, que después quizás volviera a casa diciendo que se largaba en aquel mismo momento, que cogería sus maletas y...

Se calló, miró al suelo.

—¿Qué pasó entonces?

—Estaba nerviosa y me fui a dar una vuelta. No quería tener que verlo de nuevo aquella noche. Cuando volví ya estaba en la cama.

—¿Qué le dijo él?

—Nada, que algo había fallado y se había suspendido la pelea.

Encendí un cigarrillo, reflexioné.

—Y al día siguiente usted se enteró de que a Valentina la habían matado y pensó que fue su marido quien lo hizo.

—Sí, y, pasados unos días, los he vuelto a llamar. Ustedes seguían sin enterarse de nada. Vinieron a buscarlo pero lo soltaron enseguida. Busqué su agenda y les di el teléfono de ese hombre que trabajaba para él. Era una manera de volver a ponerlos en el camino.

—¿Por qué, Pilar? En realidad el peligro de Valentina ya había desaparecido, ahora volvía a tener a su esposo sólo para usted.

—Él quería dejarme, nunca volvería a ser nada igual. Además, se ha convertido en un asesino. La hizo y tiene que pagarla.

La miré con recelo.

—Lo comprendo. Claro que también hubiera podido ser que... en fin, que fuera su propio esposo quien estuviera acusándola a usted de haber matado a Valentina. Intentando cargarle la culpa, quiero decir. Pensándolo bien, al marcharse a pasear sola esa noche se lo puso usted fácil, ¿verdad? Contésteme a una cosa, Pilar, ¿tienen ustedes perro en su casa?

Había enrojecido, me miraba expectante:

—Claro que sí.

—¿De qué raza?

—De los que cría mi marido, un stadforshire. Se llama
Pompeyo.

—¿Llevaba usted a
Pompeyo
esa noche durante su paseo?

—¡Siempre que salgo por las noches lo llevo!, me siento más segura.

—Supongo que si se siente segura es porque el perro está entrenado para defenderla.

—¡Por supuesto que lo está!, ¿qué insinúa? Vuelvo a decirle que si yo fuera culpable de algo no les hubiera llamado.

—Pero observe, Pilar, hay un curioso paralelismo en todo esto. De igual manera que su marido querría cargarle la culpa a usted, usted podría estar intentando hacer lo mismo con él y por eso nos llamó. Dígame, ¿intentó él hacerla culpable?

Se removió nerviosa en su asiento.

—Sí, es verdad. Lo intentó. Aún me asombra su desfachatez. Cuando vino la policía a buscarlo me amenazó con decir que había sido yo quien mató a Valentina. Se obsesionó con eso y ha estado todos estos días acosándome. Creo que está loco, puede hacer cualquier cosa. Yo quiero que quede clara mi inocencia.

La miré intensamente.

—Quedará, no se preocupe. Si es usted inocente, se sabrá. Y también se sabrá si no lo es.

Salió de la habitación acompañada por un guardia, con su cara felina envejecida y preocupada. Garzón se lanzó sobre mí.

—¿Cree que fue ella?

—No lo sé. Ella o su marido, pudo ser cualquiera de los dos. Hay que averiguar qué hizo él después de la pelea abortada, con quién estuvo antes de volver a su casa.

—Ya verá como no tiene coartada. Me extrañaría que esta mujer se haya cargado a Valentina.

—¿Y no será que tiene más ganas de darle la hostia a él?

—He prometido que no habría hostias y no las habrá.

—Perfecto, Garzón. Vamos a por el tipo.

Augusto Ribas Solé sabía hasta qué punto tenía las cosas difíciles. Se le había comunicado escuetamente que su mujer también estaba detenida, nada más. Le habíamos dado tiempo para que pensara. En cuanto entró en mi despacho me di cuenta de que no opondría demasiada resistencia. No estaba nervioso sino hundido. Su físico imponente había experimentado un notable bajón. Se sentó junto al subinspector, frente a mí. Yo había decidido llevar el interrogatorio de un modo racional.

—Señor Ribas —le dije—, me propongo jugar lo más limpio posible. Sabemos muchas cosas sobre usted, incluso algunas que usted mismo desconoce. De modo que no voy a obrar intentando que caiga en contradicciones, ni tendiéndole trampas. Pienso que no es necesario. Le pido que haga un esfuerzo y no intente negar cosas que son evidentes. Seamos adultos y todo acabará más rápidamente.

Me escuchaba en silencio, mirándome a la cara con atención extrema.

—Alguien le ha crucificado, Ribas, le han traicionado. ¿Quiere saber quién ha sido? Yo se lo voy a decir: ha sido su esposa, ella le ha delatado.

Sus grandes ojos apenas demostraron sorpresa. Me taladró con ellos.

—Pues claro, les ha ido con el cuento para salvarse, ella mató a Valentina Cortés.

Me levanté, anduve unos pasos, me puse a su lado:

—No estoy hablándole de Valentina.

—Pues entonces, ¿de quién?

—¿Recuerda el chivatazo que sufrieron durante la pelea en la Zona Franca?

—No sé de qué me habla.

—Lo sabe muy bien. Ese chivatazo nos lo dio su mujer, acaba de confesarlo.

La cara de Ribas se desencajó. Su mirada huyó de la mía.

—Y ayer nos dio un nuevo chivatazo, por eso está usted aquí. Ella nos indicó dónde encontrar a Enrique Marzal y Enrique Marzal nos ha contado todo sobre sus actividades. Ya ve, Ribas, son dos testimonios coincidentes en su contra, no tiene por dónde escapar.

—¡Mierda! —masculló.

—¿Por qué mató usted a Valentina?

—¡Yo no la maté!

—¿Porque iba a dejarlo plantado por otro o quizás porque ella tenía graves pruebas contra usted?

—¿Pruebas?, ¿de qué está hablando?

—¿Quién mató a Ignacio Lucena Pastor, usted también?

—No sé quién es.

De pronto, Garzón se levantó y dio un tremendo golpe sobre la mesa.

—¡Sí sabes quién es, me cago en Dios!

Ribas se sobresaltó, parpadeó inquieto, quedó mudo. Garzón daba alaridos. El sospechoso estaba blanco.

—¿Quién fue, quién mato a Lucena, hijo de la gran puta?

—¡Ella, ella fue! —chilló.

—¡Ella, ¿quién?!

—¡Valentina!

—¡Mentira, cabrón!

Garzón se había precipitado sobre él, le tiraba de la pechera, lo zarandeaba como si fuera un pelele. Me puse tras su espalda, le tomé ambos brazos a la altura del codo y estiré.

—¡Calma, subinspector, calma!

Volvió en sí. Me miró. Se mordió los labios. Jadeaba. Jadeábamos los tres. Hice que se sentara. Me dirigí de nuevo a Ribas.

—No fue Valentina. Encontramos en su casa una libreta de contabilidad de Lucena. Si ella lo hubiera matado, jamás habría conservado una cosa así.

Bajó la cabeza, luego la dejó caer hasta que la barbilla descansó sobre el pecho. Permanecimos largo rato en silencio. En el aire viciado del despacho sonaban nuestras respiraciones, aún agitadas.

—¿Dónde encontraron esa libreta? —preguntó al fin Ribas.

—En la caseta de
Morgana.

Asintió gravemente, se llevó la mano a los ojos, ocultándolos.

—Usted intentó encontrarla registrando mi casa; le inculpaba seriamente ¿verdad? Y mató a Valentina porque no quiso dársela como despedida. Ella pretendía seguir manteniendo cierto control sobre usted, nunca se fió. Y en esos momentos necesitaba asegurarse de que usted no iba a interferir en su nueva vida.

—No —musitó ya sin fuerza.

—Está usted perdido, Ribas, dejemos de jugar.

Empezaron a temblarle las manos. Exhaló un profundo suspiro. Se serenó.

—Cuando le pegué a Lucena no tenía intención de matarlo. Le ajusté las cuentas, quizás se me fue la mano... pero no tenía intención de matarle. Después me enteré de que estaba en el hospital, y más tarde de que había muerto, pero no tuve intención de matarle. De haber sido así le habrían pegado un tiro. Tengo licencia de armas, he sido cazador.

—¿Por qué no fue a la policía?

—Me asusté. Pensé que, al fin y al cabo, Lucena era un desgraciado que no tenía familia. Nada cambiaría si yo decía la verdad. Había sido un accidente y ya había sucedido. Era complicarme la vida estúpidamente.

—Y descubrir su negocio.

—Mi negocio es el criadero.

—Y la lucha clandestina de perros, que debe de completar sus ingresos muy bien. ¿Por qué lo mató?

—Yo no quise matarlo.

—Está bien, ¿por qué le pegó?

—Llevaba mucho tiempo escaqueándonos dinero. Se embolsó más de una recaudación, hizo negocios paralelos aprovechándose de mi nombre. Hasta le dio datos a un periodista para sacar algo más de pasta. Se la estaba buscando y le avisé. No hizo caso y volví a avisarle, pero le pegué demasiado fuerte y no lo resistió.

—Un aviso contundente.

—Era un tipo débil.

—Entonces encargó a Valentina que fuera ella quien buscara el dinero en casa de Lucena.

—Sí.

—Pero no lo encontró. Sí vio sin embargo las libretas de contabilidad y se llevó la que podía inculparle a usted. Estaba preocupada después de haber visto hasta qué punto de violencia era usted capaz de llegar. Pretendía cubrirse las espaldas. Ni siquiera se le ocurrió quedarse con las otras dos libretas. Un fallo ridículo, no era una auténtica profesional del delito.

—Me dijo que en esa libreta figuraba mi nombre.

—Pues no es verdad.

—Siempre lo sospeché.

—Y, aun sospechándolo, la mató.

—Les juro que no la maté. Ya he confesado. He dicho la verdad. Le pegué a Lucena y lo maté accidentalmente. Además, organizo peleas de perros. Muy bien, pero a Valentina no la maté. Yo siempre la quise.

Garzón, contenido, echaba humillo como un bollo recién horneado.

—Cuénteme qué sucedió la noche en que atacaron a Valentina.

—Llegó por la tarde al criadero y me dijo que se iba, que habíamos terminado para siempre. De tanto vigilar y engañar al policía gordo había acabado encariñándose con él. Se iban a casar.

Miró desdeñosamente a Garzón. Yo también lo hice, de reojo. Sus facciones se habían relajado de golpe. Acababa de saber quizás lo que más le interesaba.

—Y usted se enfadó con ella.

—No. Le rogué que se quedara, que no me abandonara.

—Y la amenazó.

—No. Le prometí que dejaría inmediatamente a mi mujer.

—¿Lo hizo?

—Sí, me marché y en cuanto llegué a casa le dije a Pilar que me largaba. Ella siempre ha sabido que Valentina era mi querida y no le importó. Pero cuando se dio cuenta de que me iba...

—¿Reaccionó mal?

—No, hizo lo de siempre, echarse a llorar. Pero la cosa quedó ahí. Yo tenía una pelea y no podía entretenerme más.

—¿Qué sucedió entonces?

—No aparecieron todos los apostantes y la pelea se suspendió. Fui al criadero, dejé los perros que íbamos a emplear y cuando volví a casa ella no estaba. Volvió más tarde, cuando yo ya dormía, dijo que había dado un paseo porque estaba nerviosa.

—¿Qué hora era?

—De madrugada, no lo sé.

—¿No le pareció extraño?

—No le di más importancia. Pero cuando me enteré de que habían matado a Valentina esa misma noche...

—Pensó en su mujer.

—Sí.

—Claro que también pudo pensar que era perfecto que se le hubiera ocurrido marcharse a pasear, un modo fácil de cargarle las culpas.

—Yo no maté a Valentina, se lo aseguro. Ni siquiera estoy asegurando que lo hiciera Pilar; al fin y al cabo es mi mujer.

—Y usted es un caballero español —soltó Garzón volviendo a la furia.

—Con usted no quiero hablar. Temí lo peor.

—Aquí no estás en un hotel, hablarás con quien se te mande.

—Con usted, no.

—¿Fue usted quien registró mi casa? —tercié.

—No, no fui yo. No sé de qué me habla.

—Registraron mi casa y mataron al perro de Lucena. Sin duda buscaban su libreta de contabilidad ¿No lo sabía?

—No.

—Pero su esposa no pudo ser. Ella probablemente desconocía la existencia de esa libreta.

—No es así. Yo se lo conté.

—¿Le contó que su amante tenía pruebas que podían inculparlo?

—Sí, fue una manera de que me dejara en paz cuando me pedía que la abandonara.

Viendo que se cernía sobre nosotros un peligro anunciado tercié llamando a un guardia para que se llevara al sospechoso. Habíamos terminado por el momento. Garzón resoplaba como una olla exprés.

—No sabe cómo lamento ser policía —me dijo.

—¿Por qué?

—Porque si no lo fuera, me liaría a leches con este tío hasta que...

Empecé a recoger mis cosas sin prestarle atención.

—¿Adónde va? —preguntó.

—Me voy. ¿Sabe qué hora es?

—Es tarde, sí; pero si aprovecháramos a fondo el momento... los sospechosos están cansados y quizás así les fallen más las defensas.

—A quien le fallan las defensas es a mí. Acaban de confesarnos un asesinato, Garzón. Estoy mareada, confusa, tensa. Necesito reciclar todo lo que he oído, tomar una ducha, comer... y usted también lo necesita.

—No, yo estoy bien.

—Pues mañana estará mejor. Váyase a cenar con su hijo.

—¿Mi hijo? Hace una semana que se largó. Ni siquiera pude despedirme de él. Me dejó una nota sobre la nevera.

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