Cada uno de nosotros vistió una chaqueta, sobre ésta un gabán, sobre éste la prenda llamada tulup, cubierta a su vez por un burka, mientras un turbante de paño dejaba libres tan sólo los ojos para poder ver. Llevábamos calzoncillos comunes debajo de los pantalones, pantuflas y sobre éstas un par de botas. Cuando uno de nosotros se apeaba del camello, le era imposible moverse a causa de sus ropas.
El doctor en leyes y el maestro y los pajes que viajaban con nosotros desde Bagdad nos dejaron en este punto, temerosos de internarse en esas tierras desconocidas, de modo que yo, el embajador, su cuñado y dos pajes, Takin y Bars, reanudamos el camino.
[2]
La caravana estaba lista para partir. Tomamos a nuestro servicio a un guía entre los pobladores de la ciudad, cuyo nombre era Qlawus. En seguida nos pusimos en manos de nuestro Dios Altísimo y Todopoderoso e iniciamos la marcha un lunes, el tercer día del mes de Dulqada del año 309 (3 de marzo el 922), desde la ciudad de Gurganiya.
El mismo día hicimos un alto en la población Zamgan, es decir, la puerta de los turcos. Muy temprano al día siguiente, proseguimos hacia Git. Allí nevó tanto que los camellos se hundían en la nieve hasta las rodillas y por tanto tuvimos que detenernos dos días.
Seguimos a buen paso y entramos en la tierra de los turcos sin encontrar a nadie en la estepa estéril y llana. Cabalgamos diez días en medio de un frío intensísimo y de tormentas de nieve ininterrumpidas, en comparación con las cuales el frío sufrido en Chwarezm era comparable a un día de verano, al punto que olvidamos todas las incomodidades sufridas con anterioridad y estuvimos casi a punto de renunciar al viaje.
Un día, cuando habíamos sufrido el tiempo frío más inclemente, Takin, el paje, iba cabalgando a mi lado y junto a él uno de los turcos, quien conversaba con él en su propio idioma. Takin se echó a reír y me dijo:
—Este turco me dice: «¿Qué querrá el Señor de nosotros? Está matándonos de frío. Si supiéramos lo que quiere, se lo daríamos».
Yo repuse:
—Dile que sólo quiere que digan: «No hay otro Dios que Alá».
El turco rió y dijo:
—Si lo supiera, lo diría.
Llegamos a un bosque donde había bastante madera seca y nos detuvimos. La caravana encendió fogatas, nos calentamos, nos quitamos las ropas y la tendimos a secar.
[3]
Volvimos a hacernos a la marcha y cabalgamos todos los días desde la medianoche hasta la hora de las plegarias de la tarde, apresurándonos a partir de mediodía. Cuando hubimos cabalgado quince noches, llegamos a una gran montaña de rocas macizas. De estas rocas brotan manantiales, cuya agua forma estanques. Desde allí proseguimos la travesía hasta que llegamos al lugar donde residía una tribu turca llamada los oguz.
Los oguz son nómadas y viven en carpas de paño. Permanecen una temporada en un lugar y luego emprenden el viaje. Sus viviendas están distribuidas aquí y allá según la costumbre nómada. Si bien llevan una vida dura, son como asnos que hubiesen perdido el camino. No tienen lazos religiosos con Dios. Nunca rezan, pero en cambio llaman señores a sus jefes. Cuando uno de ellos solicita el consejo de su jefe a propósito de algo, le dice: «Señor, ¿qué haré respecto de esto o lo otro?».
Sus empresas están basadas en los consejos que se dispensan exclusivamente entre ellos. Los he oído decir: «No hay otro dios que Alá y Mahoma es el profeta de Alá», pero hablan así para aproximarse a los musulmanes y no porque lo crean.
El gobernante de los turcos oguz se llama Yabgu. Tal es el nombre de quien gobierna y todos quienes llegan a gobernar a esta tribu tienen ese nombre. Su subordinado se llama siempre Kudarkin, de modo que todo subordinado a un jefe es llamado Kudarkin.
Los oguz no se lavan después de defecar u orinar, ni tampoco se bañan después de eyacular, ni en ninguna otra ocasión. No tienen ningún contacto con el agua, especialmente en invierno. Ningún mercader ni otros musulmanes pueden hacer sus abluciones en presencia de ellos, salvo durante la noche, cuando los turcos no lo ven, pues se enojan y dicen: «Este hombre quiere hacernos víctimas de un sortilegio, porque está sumergiéndose en el agua», y por tanto le obligan a pagar una multa.
Ningún mahometano puede entrar en territorio turco hasta que un oguz haya accedido a ser su anfitrión, con quien se alberga y a quien trae ropas de las tierras del Islam, además de pimienta, mijo, pasas y nueces para la esposa. Cuando el musulmán llega a casa de su anfitrión, éste le levanta una tienda y le lleva ovejas para que el musulmán pueda sacrificarlas personalmente. Los turcos nunca degüellan las ovejas, sino que las golpean en la cabeza hasta matarlas.
Las mujeres oguz nunca se cubren con velo en presencia de sus propios hombres ni de otros. Tampoco se cubren ninguna parte del cuerpo en presencia de nadie. Un día nos detuvimos a visitar a un turco y nos sentamos en su tienda. Su mujer estaba presente. Mientras conversábamos, la mujer se descubrió el pubis y se lo rascó, cosa que nosotros vimos. Nos cubrimos el rostro y dijimos: «Con el perdón de Dios».
Al oír esto, el marido se echó a reír y dijo al intérprete: «Diles que nosotros descubrimos esta parte de nuestras mujeres en presencia de ellos para que la vean y se impresionen, pero no está disponible. Es mejor que cubrirla y, no obstante, permitir su uso».
El adulterio es desconocido entre ellos. A quienquiera que descubran en adulterio, lo descuartizan en dos partes. Esto se realiza del siguiente modo: Juntan las ramas de dos árboles, atan al culpable a las ramas y luego sueltan las ramas, de manera que el hombre atado a ellas se divide en dos.
El hábito de la pederastia es considerado por los turcos un pecado terrible. Una vez llegó un mercader y se albergó con el clan del Kudarkin. Este mercader permaneció un tiempo con su anfitrión para comprar ovejas. Ahora bien, el dueño de la casa tenía un hijo imberbe y el mercader trató de seducirlo. Por fin, logró que el adolescente cediera a su voluntad. Pero el dueño de la casa entró y los sorprendió en
flagrante delito
.
Los turcos querían matar al mercader y también al joven. Sin embargo, después de muchas súplicas por parte del mercader, se le permitió pagar su propio rescate. Pagó al anfitrión doscientas ovejas por lo que había hecho a su hijo y abandonó presurosamente las tierras de los turcos.
Todos los turcos se arrancan las barbas, con excepción de los bigotes.
Las costumbres matrimoniales son como sigue: Uno de ellos pide la mano de una mujer de otra familia por un precio determinado. El precio consiste a menudo en camellos, animales de carga y otros bienes. Nadie puede tomar esposa hasta haber cumplido esta obligación, acerca de la cual debe haber acuerdo con los hombres de la familia. Una vez satisfecha, puede acudir a la vivienda de la novia y tomarla en presencia del padre, la madre y los hermanos, quienes no se lo impiden.
Si muere un hombre dejando esposa e hijos, el mayor de los hijos varones puede tomarla como esposa siempre que no sea su propia madre.
Si un turco se pone enfermo y tiene esclavos, éstos le cuidan y ningún miembro de la familia se le acerca. Se levanta una tienda separada de las viviendas y no sale de ella hasta que muere o bien se cura. Si, por el contrario, es un esclavo o un hombre pobre, le dejan en el desierto y prosiguen el camino.
Cuando muere un hombre destacado, cavan una gran fosa en forma de casa y visten el cadáver con un
qurtaq
con cinturón y arco y le ponen en una mano una copa de madera llena de bebida alcohólica. Toman luego todos sus bienes y los depositan en esta casa. Por fin ponen en ella el cuerpo. Luego levantan otra casa encima y construyen una especie de cúpula de barro.
A continuación sacrifican sus caballos, ya sea uno o doscientos, tantos como posea, en el lugar de la tumba. Se comen entonces la carne, dejando sólo la cabeza, los cascos, el cuero y la cola, todo lo cual cuelgan de palos de madera y dicen: «Éstos son los corceles en que cabalga hacia el paraíso».
Si el hombre ha sido un héroe y ha matado a enemigos, tallan estatuas de madera en un número equivalente al de hombres que mató, las colocan sobre su tumba y dicen: «Éstos son los pajes que le sirven en el Paraíso».
A veces posponen por un día o dos el sacrificio de los caballos, en cuyo caso un viejo seleccionado entre los ancianos los alborota diciendo: «Vi en sueños al hombre muerto y me dijo: “Aquí me ves. Mis camaradas me han alcanzado y tenía pies demasiado débiles para seguirlos. No puedo alcanzarlos y he quedado solo”». En este caso la gente ata a sus caballos y los cuelga sobre la tumba. Al cabo de unos días vuelve a acercarse y dice: «He visto en un sueño al muerto y me dijo: “Informad a mi familia que me he recobrado de mi trance”». De este modo el anciano preserva las costumbres de los oguz, pues si no lo hiciera podría desatarse entre los vivos el deseo de quedarse con caballos del muerto.
[4]
Por fin continuamos nuestro viaje por el reino turco. Una mañana, un turco salió a nuestro encuentro. Era de rasgos desagradables, sucio de aspecto, despreciable en su actitud y rastrero por naturaleza. El turco me dijo: «Alto», y toda la caravana se detuvo, obedeciendo su orden. Dijo él entonces: «Ni uno de vosotros puede pasar». Le dijimos: «Somos amigos del Kudarkin». El hombre rió y dijo: «¿Quién es el Kudarkin? Me cago en sus barbas».
Ninguno de nosotros supo qué hacer al oír estas palabras, pero el turco dijo: «
Bekend
—es decir, pan en la lengua de Chwarezn. Le di unas cuantas hogazas de pan, que el hombre tomó antes de decirnos—: Podéis seguir. Me he compadecido de vosotros».
Llegamos al distrito del comandante militar, cuyo nombre era Etrek Ibn-al-Qatagan. El comandante hizo levantar tiendas para nosotros y nos invitó a ocuparlas. Él tenía una gran casa, servidores y grandes viviendas. Trajo ovejas para que pudiéramos sacrificarlas y puso a nuestra disposición caballos de silla. Los turcos aluden a él como su mejor jinete y la verdad es que lo comprobé un día cuando corrió una carrera con nosotros y al pasar un ganso volando sobre nosotros, preparó su arco y, guiando su caballo hasta ponerse debajo de él, le disparó una flecha y lo abatió.
Le regalé un vestido de Merv, un par de botas de cuero rojo y cinco gabanes de seda. El comandante los aceptó con estentóreas muestras de agradecimiento. Se quitó entonces el gabán de brocado que llevaba, para ponerse las prendas de honor con que yo acababa de obsequiarle. Vi que el
qurtaq
que tenía debajo estaba deshecho y muy sucio, pero es costumbre de ellos que nadie se quite la prenda que usa pegada al cuerpo hasta que se desintegra.
En verdad se arrancaba toda la barba y aun el bigote, de manera que tenía el aspecto de un eunuco. Sin embargo, como he observado, era el mejor de sus jinetes.
Creí que estos hermosos presentes nos ganarían su amistad, pero no habría de ocurrir así. Era un hombre traicionero.
Un día mandó llamar a los jefes más próximos a él, es decir, Tarhan, Yanal y Glyz. Tarhan era el de mayor influencia, un hombre lisiado y ciego a quien le faltaba una mano. El comandante les dijo:
—Éstos son los emisarios del rey de los árabes al jefe de los búlgaros y no querría dejarlos pasar sin antes cambiar ideas con vosotros.
Habló entonces Tarhan:
—Es éste un asunto que desconocemos. Nunca ha pasado el embajador del sultán a través de nuestro territorio desde que lo ocuparon nuestros antepasados. Sospecho que el sultán trama algo contra nosotros. En realidad, ha mandado a estos hombres para levantar a los hazars contra nosotros. Lo mejor será cortar en dos a estos embajadores y apoderarnos de todo lo que tienen.
Otro consejero dijo:
—No; será mejor que nos apoderemos de lo que tienen y los dejemos desnudos para que regresen al lugar del que provienen.
Y otro repuso:
—No; el rey de los hazars tiene prisioneros de nuestro pueblo, de modo que debemos enviar a estos hombres a que paguen rescate por ellos.
Durante siete días discutieron estos puntos, mientras nosotros estábamos en una situación semejante a la muerte. Hasta que acordaron dejarnos pasar. Dimos a Tarham, como prendas de honor dos caftanes de Merv y además pimienta, mijo y unas hogazas de pan.
Y proseguimos el viaje hasta que llegamos al río Bagindi. Allí tomamos nuestros botes de piel de camello, los dispusimos el uno junto al otro y cargamos los artículos de los camellos turcos. Cuando cada uno de los botes estuvo lleno, ocuparon lugares en ellos grupos de cinco, seis o cuatro hombres. Todos cortaron ramas de abedul y las usaron como remos, remando todo el tiempo mientras el agua arrastraba los botes y los hacía girar sobre sí mismos. Por fin cruzamos el río. En cuanto a los caballos y camellos, pasaron a nado.
Es absolutamente necesario que al cruzar un río se transporte en primer término, y antes que ningún miembro de la caravana, a un grupo de guerreros armados con el fin de establecer la vanguardia que impida un ataque por sorpresa mientras el grueso de la expedición está atravesando el río.
Cruzamos, pues, el río Bagindi y del mismo modo el río llamado Gam. A continuación el Odil, el Adrn, luego el Wars, el Ahti y el Wbna.
Todos ellos son ríos importantes.
Llegarnos entonces al lugar donde habitaban los pecenegs. Éstos habían acampado junto a un lago manso que parecía el mar. Son gente muy morena y robusta y los hombres se afeitan la barba. Son pobres, en comparación con los oguz, pues entre los oguz vi hombres que poseían hasta diez mil caballos y hasta cien mil ovejas. Los pecenegs, en cambio, son pobres y nos quedamos sólo un día junto a ellos.
Reanudamos la marcha y llegamos al río Gayih. Éste es el río más caudaloso, ancho y de cauce más rápido que encontramos. En verdad vi volcarse un bote de cuero en él y sus ocupantes se ahogaron. Muchos miembros del grupo perecieron, y también muchos camellos y caballos se ahogaron. Cruzamos este río con dificultad. Al cabo de unos días más de marcha cruzamos el río Gaha, luego el Azhn, luego el Suh y luego el Kiglu. Por fin llegamos a la tierra de los Baskirs.
[5]
Por fin abandonamos la tierra de los baskirs y cruzamos el río Germsan, el río Urn, el río Urm, el río Wtig, el río Nbasnh y el río Gawsin. Entre estos ríos la distancia implica un viaje de dos, tres o cuatro días en cada caso.