Read Devorador de almas Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
La torre del drachau estaba tan desierta como el resto de la fortaleza. Malus se preguntó cuántos sirvientes y hombres de armas druchii habría en los bosques fuera de la ciudad, cortando gaznates y expoliando a los muertos naggoritas.
Había hombres armados montando guardia ante la gran puerta negra del convento de las brujas.
Lo normal era que los hombres que montaban guardia ante la Puerta de las Novias llevaran el acero desenfundado en la mano: largos draichs que se manejaban con ambas manos y en cuya confección intervenía la magia para dotar a su filo de una agudeza sobrenatural. Los dos guardias estaban en sus puestos habituales, pero la vigilancia estaba reforzada por cuatro hombres armados con las pesadas hachas de las tropas personales del drachau.
Malus cayó sobre ellos sin una palabra, desenvainando su espada y saliendo de las sombras con un único movimiento elegante y silencioso. El primero de los que portaban hachas cayó con la garganta cortada; el noble arrancó el hacha de la mano del muerto y la lanzó a la cara de uno de los espadachines situados cerca de la puerta.
Mientras los sesos del hombre se desparramaban por el suelo, Malus se dejó caer sobre una rodilla y lanzó un movimiento enérgico con las dos manos contra otro de los que portaban hacha. Nuevamente, cogió el hacha de la mano del moribundo justo a tiempo de parar un furioso golpe descendente del hacha del tercero de sus compañeros. Movido por la fuerza bruja que lo poseía, Malus paró el golpe con facilidad, hizo a un lado el arma del hombre y le clavó la espada en la boca, abierta en un grito. Las vértebras se quebraron blandamente, y el guardia cayó con la espina dorsal atravesada.
La última de las hachas describió un arco amplio dirigido a la nuca del noble. Éste se agachó, sintiendo el aire que desplazaba la afilada hoja al pasar, y a continuación, le lanzó al hombre un potente revés, que lo alcanzó en la parte trasera de la rodilla derecha. El cuero, la carne y el músculo se abrieron con una efusión de sangre brillante, y el guerrero cayó al doblársele la pierna. Antes de que pudiera recuperarse, Malus remató el giro y le cortó la cabeza de un hachazo.
Un sonido sibilante fue la única advertencia que le llegó a Malus de que el draich del último de los guerreros pretendía partirle la cabeza en dos. Formó una equis por encima de la cabeza con la espada y el hacha, y paró el golpe; se tambaleó un poco bajo la fuerza del impulso del hombre. Se puso de pie con un rugido, desviando hacia un lado el draich con el hacha y girando sobre el talón para separar la cabeza del hombre de sus hombros.
Se encontraba ante la puerta negra cuando el último cuerpo no había terminado todavía de caer al suelo. A diferencia de las demás, la puerta del convento se abrió apenas la tocó.
Era una puerta de frío mármol negro, liso y sin pulir. Al tocarla Malus, en la superficie de piedra relumbraron las runas mágicas y un portentoso estremecimiento sacudió el aire. Cuando cruzó el umbral que daba acceso desde la torre del homenaje del drachau a la torre sacrosanta, sintió que el fuego que llevaba en sus entrañas se convertía en una furia agonizante. Las serpientes negras de su pecho le oprimieron el corazón y casi no podía respirar. Puso en juego toda su voluntad para avanzar.
«No importa que se me chamusque la piel y que mis huesos se rompan», pensó, apretando los dientes de dolor. ¡Es preferible sufrir y morir antes que convertirme una vez más en la mano asesina!
Al otro lado de la puerta, se abrió un pasadizo corto y tenuemente iluminado, en cuyas paredes había hornacinas con estatuas altas e imponentes de brujas de tiempos pretéritos. Una luz tan pálida como la de la luna brillaba desvaída al final del corredor.
Malus avanzó tambaleándose, reprimiendo las ganas de gritar, mientras el designio de Nagaira lo corroía por dentro. A punto estuvo de caer en el umbral del otro extremo que daba paso a una enorme cámara semejante a una catedral iluminada por docenas de globos de fuego brujo. Enormes columnas subían hasta un techo tan alto que se perdía de vista, soportando una fila tras otra de galerías que daban al espacio de devoción que había debajo. En el extremo más alejado del espacio se alzaba una estatua del propio Malekith, el frío esposo de las novias del convento.
Ante la estatua, rodeada por un reducido grupo de brujas novicias, estaba Eldire, la más vieja y penetrante de todas las videntes de Hag Graef. Su fría belleza y su mirada intimidadora hacían que la majestuosa estatua que había detrás de ella pareciera pequeña y deforme por comparación. Los ojos de la vidente se entrecerraron al ver acercarse a Malus.
Delante de Eldire había un hombre con las manos en actitud de súplica. Al oír los pasos de Malus, se volvió, y su cara delgada y juvenil reflejó aprehensión y fatiga.
El rostro de Uthlan Tyr palideció de impresión cuando reconoció la cara torturada que tenía ante sí, y Malus lanzó un gemido terrible cuando el designio de Nagaira fructificó, por fin, en un fruto amargo.
El dolor y la rabia contenidos en el pecho de Malus se expandió por todo su cuerpo como un fuego lacerante. Sintió que sus venas se consumían y sus músculos acechaban como serpientes para llenarse a continuación de vigor y presionar contra el interior de su armadura. Era como si alguna bestia brutal anidara dentro de él y acabara de despertar ávida de sangre. Cuando Malus echó atrás la cabeza y aulló, la voz en nada se parecía a la suya.
—¡Madre! —gritó con avidez.
La cara se le crispó en un éxtasis asesino al posar sus ojos en el objeto del designio de su hermana, y lo único que quería era sostener su corazón todavía vivo entre sus manos. Sonó un trueno que reverberó a través de la piedra y de la tierra, y el suelo se estremeció con la fuerza desatada de un titán.
Se lanzó sobre su madre; las espadas manchadas de sangre destellaban bajo la luz pálida. Uthlan Tyr retrocedió con un grito de terror mientras echaba mano a su espada. Las novicias alzaron sus manos y pronunciaron palabras de poder haciendo que en el pecho de Malus se encendieran negras llamaradas que restallaron como relámpagos. Las descargas abrieron surcos en el peto del noble, y penetraron en su pecho como afiladas espadas, pero la bestia que había dentro de él apenas sentía dolor. Las mujeres gritaban mientras el noble blandía hacha y espada en una danza mortal; la sangre empezó a correr, y los cuerpos caían al suelo mutilados. Con el rabillo del ojo, Malus vio una figura que se lanzaba como un rayo contra él. Con un poderoso juego de muñeca mandó al drachau despedido hacia atrás, llevándose las manos a la cara y gritando como un niño.
La última de las novicias saltó sobre Malus con sus dedos transformados en cuchillos de hierro, que despedían un calor penetrante. El la cortó en dos en pleno salto con su pesada espada y saltó a través de la lluvia de sangre y órganos, lanzándose contra su madre.
Eldire ya estaba fuera del alcance y retrocedía como una sombra delante de la luna. Malus rugió de furia al ver que se desvanecía ante sus ojos, fluyendo como humo por la nave de la devoción y retirándose por una estrecha escalera que había en el extremo más alejado de la habitación.
La torre toda pareció sacudirse cuando Malus se lanzó a perseguir a su madre escaleras arriba como un lobo hambriento. Los truenos retumbaban mientras él corría, ajeno a todo lo que no fuera el rostro pálido de su madre. Presa del designio y de la sed de combate, no atendía a las descargas de fuego mágico y a los destellos verdes y relampagueantes que castigaban y laceraban su cuerpo a medida que las brujas salían de sus celdas y descargaban su poder sobre el intruso. Podía sentir que su piel se fundía y sus músculos se deshacían, pero la bestia que llevaba dentro no le daba tregua. Mantenía su cuerpo unido mediante una red de hielo negro, y él no hacía más que reír cuando se topaba con figuras pálidas y las derribaba con sus espadas tintas en sangre. Malus corría por las galerías austeras y grises, subiendo cada vez más alto y dejando un rojo reguero de muerte a su paso.
Eldire se le escapaba siempre por un pelo, alejándose como un sueño inalcanzable. Era como si fuera a correr para siempre, avanzando a grandes zancadas por un paisaje negro y saciando su sed de sangre con los cuerpos esbeltos de novicias y brujas. Su armadura empezaba a caerse a pedazos al quemarse los correajes y romperse las junturas por los conjuros salvajes, y una nube de humo brotaba de su propia carne quemada y lo cubría como una mortaja.
Sus pies encontraron otra escalera, más empinada y estrecha que las demás. Subió por una espiral cerrada, envuelto en la oscuridad, persiguiendo la imagen obsesiva de Eldire. De golpe salió de la oscuridad al viento huracanado y el retumbar de los truenos. Entonces, la negrura que lo rodeaba se desvaneció como una cortina y se encontró en la cima de la torre cuadrada del convento. Eldire estaba a menos de cuatro metros de él, posada como un cuervo en un punto y rodeada de brujas que entonaban cánticos.
De repente, Malus se dio cuenta de que estaba rodeado por brujas y de pie sobre un extenso sigilo que cubría gran parte del techo de la torre. Sin dudarlo, se lanzó a por Eldire en el preciso momento en que ella pronunciaba una palabra de temible poder, y se encontró envuelto en cadenas de fuego.
La bestia que Malus llevaba dentro rugió con odio desatado. Él se sacudió y se debatió entre los vínculos encantados, pero la magia de las brujas lo tenía bien cogido. El noble cayó sobre el suelo de piedra con la sensación de que su piel iba a estallar con la furia del espíritu que llevaba dentro.
Una sombra le cayó encima. Eldire se elevó por encima de Malus con los brazos extendidos. Entonó palabras que se materializaron en el aire en torno al noble, y unos dedos helados e invisibles penetraron en su pecho. Malus se dobló en dos, gritando de agonía mientras la hechicera libraba la batalla contra el furioso espíritu. Por un momento, las dos voluntades se enfrentaron sin que ninguna de las dos se impusiera sobre la otra, pero Eldire podía recurrir al poder del convento y lentamente la bestia empezó a ceder. Encogiéndose como una llama sedienta de petróleo, la bestia fue debilitándose cada vez más bajo el poder de Eldire, y Malus empezó a sentir que recuperaba la cordura. Quedó allí tendido, tembloroso y sin sentido, mientras el fuego del espíritu asesino se consumía sin que él pudiera entenderlo.
Entonces, Eldire apuntó con un dedo largo al rostro de Malus y, al pronunciar otra orden, el cuerpo del hombre empezó a arder.
Líneas destacadas de dolor empezaron a recorrerle la piel. Malus permanecía rígido, inmovilizado por la magnitud de su sufrimiento. Tenía fijos los ojos en los zarcillos de fuego sinuoso que brotaban de su piel y se dio cuenta de que tomaban la forma de símbolos.
Eldire estaba eliminando de su cuerpo el designio de Nagaira con el fuego, y mientras se consumía, los recuerdos enterrados de Malus volvieron a salir a la superficie. Las ilusiones se desvanecieron. Ya no era un noble de Naggor ni de Hag Graef. No era un general ni un héroe ni un conductor de hombres. Era un proscrito, olvidado de sus juramentos y de su honor. Era una flecha que yacía rota sobre una dura piedra, y lloró lágrimas de rabia bajo el viento aullador.
Malus alzó la vista hacia su madre.
—¿Tú... sabías que iba a venir...?
Eldire fijó sobre su hijo una mirada fría y tenebrosa. El esbozo de una sonrisa pasó por sus labios perfectos.
—Estaba escrito —dijo.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué tú y no el drachau?
—Porque las ciudades y las coronas ya no significan nada para alguien como ella —replicó Eldire—. No le importaban lo más mínimo los planes de Isilvar, ni los de Fuerlan, ni los tuyos —explicó la vidente—. Nagaira volvió al Hag por el más puro de todos los motivos: la venganza.
Entonces Malus observó el resplandor rojo en el cielo. El viento venía caliente y traía olor a humo. El trueno retumbó y sintió que la gran torre se estremecía debajo de él. Lenta y dolorosamente se puso de pie. El sigilo estaba oscuro, en realidad; sus líneas de mercurio se habían ennegrecido en el monumental enfrentamiento de voluntades. El círculo de brujas miraba a Malus con odio irreductible, pero ni una sola se movió para detenerlo cuando se acercó al borde de la torre.
Hag Graef estaba ardiendo.
Desde donde se encontraba, Malus pudo ver que los edificios caían y las columnas de fuego se elevaban hacia el cielo de la noche. La ardiente destrucción se difundía atravesando calles y distritos. Salía vapor de terribles grietas abiertas en la tierra, en cuyo fondo se veía el resplandor de la piedra fundida.
Volvió a resonar el trueno, y esa vez Malus vio un rayo de color blanco amarillento que se introdujo como una cinta de fuego a través de la superficie de la tierra y como un gusano pernicioso corrió hacia el barrio de los Herreros. Donde tocaba la cinta, el hierro se fundía y las casas se prendían fuego. Por debajo del trayecto siseante del gusano saltaban chispas y, al cabo de un momento, Malus se dio cuenta de que quemaban los cuerpos de la gente.
—¡Madre de la Noche! —dijo Malus, atónito—. ¿Qué es lo que ha hecho?
—Ha convocado a los Durmientes —dijo Eldire—. Nagaira ha encontrado un conjuro para perturbar su sueño y ahora desatan su rabia sobre la ciudad.
—¿Los Durmientes? —replicó Malus.
De repente recordó el silencioso salto de los acólitos de Nagaira al fondo de las tinieblas.
—Las madrigueras —dijo Malus, dándose cuenta de repente de cómo se habían hecho los túneles debajo de la ciudad—. ¿Destruirán la ciudad?
Eldire asintió.
—No quedará piedra sobre piedra, por eso debes buscar a Nagaira y detenerla.
—¿Detenerla? —gritó una de las hechiceras.
Ante el estallido de la bruja, las hermanas del convento dieron un paso adelante con expresión de rabia.
—Si alguien debe detener a esa criatura somos nosotras, Eldire —continuó la bruja—, y después tendrás que enfrentarte a un ajuste de cuentas por tu participación.
Eldire se volvió hacia las brujas y por su rostro de alabastro cruzó una expresión de oscura rabia.
—Tranquilas, brujas indignas — dijo, y en el aire pudo mascarse su poder.
El círculo de hechiceras fue empujado hacia atrás por un viento invisible, por una energía tan intensa que sus cuerpos estallaron en llamaradas a su contacto. Sus gritos se perdieron en el viento ululante y lo único que quedó de ellas fueron huesos ennegrecidos cuando fueron arrojadas al vacío desde lo alto de la torre.