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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Descansa en Paz (13 page)

BOOK: Descansa en Paz
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Bernt juntó las manos haciendo un gesto conciliador.

—Bueno, quizá sea un poco prematuro pronunciarse sobre... esas cosas —repuso; echó una ojeada a la calle, se rascó la oreja y dijo en voz más baja—: Pero es evidente que puede tener un significado más profundo.

Elvy no se conformó.

—¿No es eso lo que usted cree?

—Sí... —Bernt miró la ambulancia, se acercó un poco a Elvy y le susurró al oído—: Sí, claro que lo creo.

—Pues dígalo entonces.

Bernt volvió a su posición anterior. Ahora parecía algo más tranquilo, pero siguió hablando en voz baja.

—Bueno, es que esa opinión no es exactamente
comme il faut,
por decirlo de alguna manera. No estoy aquí para eso. Se enfadarían conmigo si yo fuera en la ambulancia en una situación como ésta y... empezara a predicar.

Elvy lo comprendió. Le pareció probablemente un poco pusilánime, pero, claro, la mayoría de la gente no querría ni ver a un predicador del juicio final una noche como aquélla.

—Entonces, ¿usted cree... en el regreso de Cristo, y todo eso? ¿En qué va a ser así también?

El sacerdote ya no pudo contenerse más. En su semblante se dibujó una sonrisa amplia, emocionada, y le confió en voz baja:

—¡Sí! Sí, eso creo.

Elvy le devolvió la sonrisa. Al menos ya había dos creyentes.

Los dos hombres de la ambulancia aparecieron en las escaleras llevando a Tore entre ellos. Había una expresión de repugnancia contenida en el rostro de ambos. Elvy comprendió el motivo cuando se acercaron. Tore tenía la pechera de la camisa mojada y manchada con un líquido amarillento, y todo él desprendía una insoportable pestilencia a alimentos podridos. El muerto había empezado a descongelarse.

—Bueno, bien —empezó Bernt—. Aquí tenemos a...

—Tore —dijo Elvy.

—Tore, bien, bien.

Flora iba detrás. Había estado en el dormitorio para recoger su ropa y su mochila. Se acercó a Bernt, y le miró un momento de arriba abajo. El sacerdote hizo lo mismo; sus ojos se posaron un segundo en la camiseta de Marilyn Manson y Elvy cruzó las manos sobre el pecho tratando de comunicarle mentalmente a su nieta que aquél no era el momento oportuno para una discusión teológica, pero la pregunta de Flora fue de carácter más práctico.

—¿Qué hacen con ellos? —inquirió la joven.

—Nosotros... de momento los llevamos a Danderyd.

—¿Y qué piensan hacer después?

Tore ya había sido introducido en la ambulancia, y Elvy le dijo:

—Flora, tienen mucho trabajo...

—¿No te preocupa? —preguntó Flora, dirigiéndose hacia Elvy—. ¿No quieres saber lo que piensan hacer con el abuelo?

—Bueno, ésa es... —Bernt carraspeó—... una pregunta muy natural, y la verdad es que no lo sabemos. Pero puedo asegurarles que no se va a, digamos, hacer nada con ellos, por decirlo de alguna manera.

—¿Y eso qué significa? —preguntó Flora.

—Verás... —Bernt arrugó el entrecejo—. Yo no sé a qué te referías, pero supuse que...

—En ese caso, ¿cómo puede estar tan seguro?

Bernt lanzó una mirada a Elvy, «sí, ya ves estos jóvenes», y ésta se la devolvió sin entusiasmo. Uno de los hombres de la ambulancia se había quedado con Tore, el otro se acercó hasta ellos y anunció:

—El equipaje está listo.

El sacerdote esbozó una mueca y el hombre de la ambulancia respondió con una sonrisa burlona, y dijo:

—Venga, ¿nos largamos?

—Sí. —Bernt se volvió hacia Elvy—. ¿Quizá desee usted acompañarle? —Como la anciana negó con la cabeza, él dijo—: ¿No? Pues entonces alguien se pondrá en contacto con usted tan pronto... tan pronto como sepamos algo.

Y le tendió la mano a Elvy para despedirse. Cuando se la ofreció a Flora, ella se la estrechó y dijo:

—Yo voy con ustedes.

—No —contestó Bernt mirando a Elvy—. Seguramente no es lo más adecuado.

—Sólo hasta la ciudad —insistió Flora—. Me llevan. Ya se lo he preguntado.

Bernt se volvió hacia el conductor de la ambulancia, y éste se lo confirmó con un asentimiento. El sacerdote lanzó un suspiro, y se dirigió a Elvy.

—¿Le da usted permiso?

—Ella es libre, puede hacer lo que quiera.

—Ya —dijo Bernt—. Me lo imaginaba.

Flora se acercó y le dio un abrazo a Elvy.

—Tengo que ir a la ciudad y hablar con un amigo.


¿Ahora?

—Sí. Si tú te las arreglas sola, claro.

—Yo me arreglo sola.

Elvy se quedó junto a la verja del jardín viendo cómo su nieta se subía en la parte de atrás junto a Bernt. Les dijo adiós con la mano y pensó en el hedor mientras se cerraban las puertas. El motor se puso en marcha, la luz azul se encendió un instante, pero luego se apagó. La ambulancia dio marcha atrás despacio en el aparcamiento de la casa de enfrente, volvió y...

Se le tensaron los dedos de las manos y puso unos ojos como platos cuando una percepción extrasensorial omnipresente le atravesó el cuerpo como una estaca: Tore.

Retrocedió y buscó apoyo en el poste de la verja. Tore estaba allí. Ese mismo rastro distintivo omnipresente en su habitación, que ahora iba desvaneciéndose lentamente, se le había metido en la cabeza con toda su fuerza hasta llenarle el cuerpo y la mente, hasta que Elvy escuchó la voz de su difunto marido.

«¡Madre, ayúdame! Me han apresado... No quiero irme... Quiero quedarme en casa, madre...».

El vehículo salió del aparcamiento.

«Madre... ella viene, ella...».

Y Tore salió otra vez del cuerpo de Elvy como una culebra mudando de piel, pero si la voz del difunto había sonado tan fuerte como si la hubieran amplificado mediante altavoces, ahora pudo discernir en medio de la algarabía otra más débil, la de Flora.

«Abuela... ¿me escuchas? ¿Es a ti a quien él...?».

Elvy sintió físicamente que el campo se debilitaba al tiempo que recuperaba su cuerpo, y sólo alcanzó a contestar...

«Te escucho».

... antes de que desapareciera y ella volviera a ser sólo Elvy, apoyada en el poste de la verja. La ambulancia aceleró conforme avanzaba por la calle y ella la veía sólo como una mancha blanca; luego tuvo que agachar la cabeza, forzada por un zumbido en los oídos, ensordecedor como el de miles de mosquitos, y por el dolor de cabeza, que proyectaba soles rojos sobre los párpados.

Pero ella había visto.

La anciana se agarró al poste para no caer contra el asfalto, incapaz de levantar la cabeza o abrir los ojos para ver mejor. No podía. Eso no estaba permitido.

El dolor le duró sólo unos segundos, después desapareció de repente. Elvy levantó la cabeza, miró hacia el punto donde había estado la ambulancia un momento antes.

La mujer había desaparecido.

Pero Elvy la había visto. Un segundo antes de que la ambulancia desapareciera de su vista, ella había visto por el rabillo del ojo cómo una mujer alta y delgada de cabellos negros salía desde detrás del vehículo y extendía un brazo hacia él. Luego, el dolor la había obligado a apartar la vista.

La anciana miró a lo largo de la calle. La ambulancia desapareció a lo lejos en el cruce con la vía principal. La mujer se había esfumado.

«¿Estará... ahora... dentro de la ambulancia?».

Elvy se apretó la frente con la mano y se concentró todo lo posible.

«¿Flora? ¿Flora?».

No hubo respuesta. No había contacto.

En realidad, ¿qué aspecto tenía esa señora? ¿Cómo iba vestida? Era imposible recordarlo. La imagen se le escurría entre los pliegues de la memoria cuando intentaba recordar el semblante o el cuerpo atisbados durante una fracción de segundo. Era como evocar un recuerdo de la primera infancia; uno podía recordar un detalle concreto, algo que se le había quedado grabado. Todo lo demás permanecía en las sombras.

No se acordaba de su rostro ni de su ropa. Se habían borrado de su memoria. Sólo estaba segura de una cosa: entre los dedos de aquella mujer sobresalía algo que emitía un leve reflejo a la luz de la farola. Algo pesado. Algo de metal.

Elvy entró corriendo en casa para tratar de ponerse en contacto con Flora por el sistema convencional. Marcó su número de móvil.

—El abonado del número al que usted llama no está disponible en este momento...

Råcksta, 02:35

Las voces y los ruidos del metal despertaron a Mahler.

Por un instante se sintió totalmente desorientado. Estaba sentado con algo en los brazos y le dolía todo el cuerpo. ¿Dónde estaba?, y ¿por qué?

Entonces lo recordó.

Elias seguía sobre su regazo, inmóvil. La luna había seguido su camino mientras él estaba sentado, ya sólo se la veía parcialmente detrás de las copas de los abetos del Jardín del Recuerdo.

¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Una hora? ¿Dos?

Se oyó un chirrido cuando se abrió la verja de hierro y varias sombras se deslizaron hacia el espacio abierto delante de la capilla. Encendieron linternas y las luces danzaron sobre el empedrado. Se oyeron voces.

—...es demasiado pronto para responder en estos momentos...

—¿Pero qué piensan hacer ustedes en el caso de que sea así?


Primero
vamos a escuchar y ver qué... envergadura tiene, después...

—¿Piensan abrir las tumbas ahora?

Gustav creyó reconocer la voz del que preguntaba. Karl-Erik Ljunghed, uno de sus colegas del periódico. No pudo escuchar la respuesta. Su nieto permanecía inmóvil entre sus brazos, como muerto.

Estaba sentado en una oscuridad casi total. No podrían descubrirle a menos que dirigieran las linternas hacia el muro. Movió a su nieto con cuidado. No pasó nada. El terror se adueñó de su pecho.

«Todo esto, y ahora...».

Mahler encontró la mano seca y dura de Elias, puso sobre ella sus dedos índice y corazón, presionó. La mano se cerró en torno a sus dedos. Las luces de cinco linternas se movían dentro del cementerio, seguidas por las sombras.

Después del rato que había permanecido sentado, su cuerpo estaba rígido como una piedra, daba la impresión de que mientras dormía le habían sacado la columna vertebral y la habían sustituido por un hierro candente. ¿Por qué no salía? Karl-Erik podía echarle una mano, ¿por qué no les llamaba?

«Porque...».

Porque no debía hacerlo. Porque eran...
ellos.
Los otros.

—Elias, tengo... tengo que dejarte un momento en el suelo.

El pequeño no respondió. Gustav retiró sus dedos de los de Elias con una sensación de pérdida, y lo depositó con cuidado en el suelo. Consiguió ponerse en pie, apoyando la espalda contra el muro y valiéndose sólo de los músculos de las piernas.

Las luces de las linternas bailaban como fantasmas en la zona de las tumbas, y Mahler prestó atención para oír si se acercaba alguien más. Lo único que escuchó fueron las voces lejanas de los que habían llegado antes, y bajo, muy bajo,
Eine Kleine Nachtmusik
desde su móvil en el coche. El anuncio de la luz roja del amanecer rayaba el cielo.

—¿Elias?

No hubo respuesta. Su cuerpecillo yacía tendido sobre el empedrado, como si no fuera más que una sombra.

«¿Me oirá? ¿Me verá? ¿Sabrá que soy yo?».

Se agachó, puso las manos debajo de las rodillas y de la cabeza de Elias, se levantó y fue hacia el coche.

—Ahora nos vamos a casa, chaval.

En el aparcamiento había ahora otros tres coches: una ambulancia, un Audi con el logo del periódico y un Volvo de matrícula rara con los números de color amarillo sobre el fondo negro. Mahler tardó un poco en caer en la cuenta: era un vehículo militar.

«¿El ejército? ¿Será tan grave?».

La presencia del vehículo militar lo reafirmó en la idea de que había hecho bien en no dar a conocer su presencia. Cuando los militares entraban en escena, alguna otra cosa salía por la ventana.

El cuerpo de Elias era ligero, muy ligero, en sus brazos. Inexplicablemente ligero teniendo en cuenta lo... gordo que se había puesto. Su estómago era tan grande que los últimos botones del pijama habían saltado debido a la presión. Pero Mahler sabía que allí dentro sólo había gas formado por la putrefacción de las bacterias de la flora intestinal. Nada que pesara.

Colocó con cuidado a Elias en el asiento trasero, bajó el respaldo de su asiento al máximo para poder sentarse con la espalda apoyada. Conducía casi tumbado cuando salió del aparcamiento. Bajó las ventanillas de los dos lados.

Sólo había un par de kilómetros hasta su apartamento. Mahler fue hablando con Elias durante todo el recorrido, sin obtener ninguna respuesta.

* * *

Gustav colocó a Elias en el sofá sin encender las luces de la sala de estar, se inclinó sobre él y le besó en la frente.

—Ahora vuelvo, pequeño. Sólo voy a...

Sacó tres analgésicos del cajón de las medicinas que tenía en la cocina y se los tragó con un poco de agua.

«Ya está... Ya está».

El roce con la frente de Elias permanecía aún en sus labios. Piel fría, dura, sin respuesta. Era como besar una piedra.

No se atrevía a encender las luces del cuarto de estar. Elias permanecía completamente inmóvil en el sofá. El pijama de seda brillaba suavemente con las primeras luces del alba. Mahler se pasó las manos por el rostro y pensó:

«¿Qué estoy haciendo?».

Sí, ¿qué cojones estaba haciendo, en realidad? Lo primero porque Elias estaba muy enfermo. ¿Qué se hace con un niño gravemente enfermo? ¿Se lo lleva uno a su apartamento? Respuesta incorrecta. Se llama a una ambulancia, se preocupa uno de que llegue al hospital...

«Depósito de cadáveres».

... para que reciba atención médica.

Pero estaba lo del depósito de cadáveres. Lo que él había visto allí. Los muertos se resistían mientras los sujetaban. Y él no quería ver al niño en esa película, pero ¿qué podía hacer? Estaba claro que él no tenía ninguna posibilidad de hacerse cargo de Elias, de hacerle..., lo que le tuvieran que hacer.

«¿Y tú crees que la tienen en el hospital?».

Empezó a sentir algo de alivio en la espalda. Recuperó la sensatez. Iba a llamar a una ambulancia, por supuesto. No era posible hacer otra cosa.

«Mi pequeño. Mi niño precioso».

Si el accidente hubiera ocurrido sólo un mes más tarde... Ayer. Anteayer. Si Elias se hubiera librado de pasar tanto tiempo enterrado, habría evitado los estragos que la muerte había causado en él; no sería ese ser reseco parecido a un saurio en el que todo lo que sobresalía del cuerpo era negro. Mahler, por mucho que le quisiera, se daba cuenta de que Elias ya no parecía humano. Parecía como algo que uno mira a través de un cristal.

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