El marido de Linda, un hombre apuesto de cuarenta años, la amó durante mucho tiempo con el fervor de un amante. Cerró los ojos ante sus jóvenes admiradores, pues creía que ella no los tomaba en serio y que su interés se debía a su infantilismo y a la necesidad de verter sus sentimientos protectores sobre personas que estaban empezando a vivir. El mismo tenía fama de seductor de mujeres de todas clases y personalidades.
Linda recordaba que en su noche de bodas André había sido un amante adorable, que había rendido culto a cada parte de su cuerpo por separado, como si fuera una obra de arte, tocándola y maravillándose, haciendo comentarios, conforme iba acariciando, acerca de sus orejas, pies, cuello, pelo, nariz, mejillas y muslos. Sus palabras y su voz, así como su tacto, abrieron la carne de Linda como una flor al calor y a la luz.
La adiestró para que se convirtiera en un instrumento sexual perfecto; para que vibrara a todo tipo de caricias. Una vez, le enseñó a dejar adormecido el resto de su cuerpo y a concentrar todas sus sensaciones eróticas en la boca. Era entonces como una mujer medio drogada, yaciendo con el cuerpo tranquilo y lánguido, y su boca y sus labios se convertían en otro órgano sexual.
André tenía una especial pasión por la boca. En la calle miraba las bocas de las mujeres. Para él, la boca era indicativa del sexo. La tensión de un labio y su finura no auguraban nada rico o voluptuoso. Una boca plena prometía un sexo abierto y generoso. Una boca húmeda le atormentaba. Era capaz de seguir por la calle a una boca húmeda que se abriera, una boca dispuesta a besar, hasta que podía poseer a la mujer en cuestión y reafirmar su creencia en los reveladores poderes de la boca.
La boca de Linda le sedujo desde el principio. Tenía una expresión perversa y como dolorida. Había algo en la manera de moverla, un despliegue apasionado de los labios, que prometía una persona capaz de asestar latigazos entre los seres más queridos, como una tempestad. La primera vez que vio a Linda, quedó prendado de ella por su boca y se sintió como si ya estuviera haciéndole el amor. Y así sucedió en su noche de bodas. A él le obsesionaba aquella boca. Sobre ella se arrojó y la besó hasta que ardió, hasta que la lengua quedó extenuada y los labios hinchados.
A continuación, cuando hubo excitado plenamente la boca de Linda, la poseyó, poniéndose a horcajadas sobre ella, oprimiendo sus senos con sus fuertes caderas.
Nunca la trató como a una esposa. La cortejaba continuamente, ofreciéndole regalos, flores y placeres nuevos. La llevaba a comer a los
cabinets particuliers
de París y a los grandes restaurantes, donde todos los camareros creían que era su querida.
Elegía la comida y los vinos más excitantes para Linda y la embriagaba con sus palabras acariciadoras. Le hacía el amor a la boca. La obligaba a decirle que le deseaba. Entonces preguntaba:
—¿Y cómo me deseas? ¿Qué parte de ti quieres darme esta noche?
A veces, ella contestaba:
—Mi boca te desea. Quiero sentirte en mi boca, muy dentro de mi boca.
En otras ocasiones respondía: —Siento humedad entre las piernas. Así es como hablaban con las mesas de los restaurantes de por medio, en los pequeños comedores privados creados especialmente para los amantes. ¡Cuan discretos se mostraban los camareros, que sabían cuándo no debían volver! De un lugar invisible llegaba la música, y había un diván. Una vez servida la comida, André presionaba las rodillas de Linda entre las suyas, le robaba unos besos y la tomaba en el diván, vestida, como los amantes que no tienen tiempo de desnudarse.
La acompañaba a la ópera y a los teatros famosos por sus obscuros palcos, y le hacía el amor mientras contemplaban el espectáculo. Le hacía el amor también en los taxis y en una barcaza anclada frente a Notre-Dame que alquilaba cabinas para los amantes. En todas partes salvo en casa, en la cama conyugal. La llevaba en coche a pueblecitos apartados y se alojaba con ella en románticas posadas. O alquilaba una habitación en alguno de los prostíbulos de lujo que él había conocido.
Entonces la trataba como a una ramera: la obligaba a someterse a sus caprichos, le pedía que lo flagelara y que se pusiera a cuatro patas, y que en lugar de besarlo le pasara la lengua por todo el cuerpo, como si fuera un animal.
Estas prácticas despertaron tanto la sensualidad de Linda que llegó a sentir inquietud. Le asustaba pensar en el día en que André cesara de ser suficiente para ella. Le constaba que su propia sensualidad era vigorosa. La de su marido era el canto de cisne de un hombre que se había desgastado en una vida de excesos y que ahora le ofrecía la flor de su existencia.
Una vez André tuvo que dejarla durante diez días a causa de un viaje. Linda quedó inquieta y enfebrecida. Un amigo de André la telefoneó: era el pintor de moda en París, el favorito de todas las mujeres.
—¿Te aburres, Linda? ¿Accederías a unirte a nosotros para una reunión muy especial? ¿Tienes una máscara?
Linda sabía exactamente lo que quería decir. A menudo ella y André se habían reído de las fiestas de Jacques en el
Bois
. Era su forma favorita de entretenimiento: en una noche de verano, reunir a personas de la alta sociedad provistas de máscaras, dirigirse en coches al
Bois
con botellas de champaña, hallar un claro en la parte boscosa y correrse una juerga.
Se sintió tentada. Nunca había participado en una de aquellas diversiones, pues André no lo quiso. Le había dicho, bromeando, que el asunto de las máscaras podía confundirlo y que no deseaba hacerle el amor a una mujer que no fuera la suya.
Linda aceptó, pues, la invitación. Se puso uno de sus vestidos de noche; uno pesado, de raso, que se ajustaba a su cuerpo como un guante. No llevaba ropa interior ni joyas que pudieran identificarla. Cambió de peinado: de uno estilo paje que enmarcaba en redondo su cara, a otro estilo Pompadour, que revelaba la forma de su rostro y de su cuello. Luego se puso un negro antifaz, y sujetó la goma a su cabello para mayor seguridad.
En el último minuto decidió cambiar el color de su cabello, por lo que se lo lavó y lo tiñó de color azul-negro, en lugar de su rubio claro habitual. Acto seguido, volvió a peinarse; se vio tan cambiada que llegó a asustarse.
Alrededor de ochenta personas habían sido invitadas a reunirse en el gran taller del pintor de moda. Estaba tenuemente iluminado a fin de preservar mejor la identidad de los huéspedes. Cuando estuvieron todos reunidos, se repartieron entre los automóviles que aguardaban. Los conductores sabían adonde tenían que ir. En lo más espeso del bosque existía un hermoso claro cubierto de musgo. Allí se sentaron, después de haber despedido a los chóferes, y empezaron a beber champaña. En los atestados automóviles habían empezado ya muchas caricias. Las máscaras daban a la gente una libertad que convertía a los más refinados en animales hambrientos. Las manos corrían bajo los suntuosos trajes de noche para tocar lo que deseaban; las rodillas se enlazaban y las respiraciones se aceleraban.
A Linda la persiguieron dos hombres. El primero de ellos hizo cuanto pudo para excitarla besándole boca y senos, mientras que el otro, con más éxito, acariciaba sus piernas bajo su largo vestido, hasta que ella reveló con un estremecimiento que estaba ardiente. Entonces quiso llevarla a la obscuridad.
El primer hombre protestó, pero estaba demasiado borracho para competir. Linda fue arrancada del grupo y llevada a donde los árboles proyectaban sombras obscuras; allí se dejaron caer sobre el musgo. En las proximidades se escuchaban gritos de resistencia, gruñidos y el alarido de una mujer que pedía:
—¡Házmelo, házmelo, no puedo esperar más, házmelo, házmelo!
La orgía estaba en su apogeo. Las mujeres se acariciaban entre sí. Dos hombres se dedicaban a excitar a una hasta el frenesí y luego se paraban en seco para disfrutar mirándola con su vestido descompuesto, un tirante desgarrado, un pecho al descubierto, mientras trataba de satisfacerse a sí misma apretándose de forma obscena contra los hombres, restregándose, suplicando y levantándose el vestido.
Linda estaba estupefacta ante la bestialidad de su agresor. Ella, que sólo había conocido las voluptuosas caricias de su marido, se hallaba ahora presa de algo infinitamente más poderoso, de un deseo tan violento que parecía devorador.
Las manos de aquel hombre se le agarraban como garfios, levantaban su sexo para acercarlo a su miembro, y no tomaban en consideración si le rompían los huesos al hacerlo. Utilizaba
coups de belier
, de tal modo que en verdad era como si la penetrara un cuerno, como si recibiera una cornada que no la hiriese, pero que la hiciera desear desquitarse con idéntica furia. Después que él se hubo satisfecho con un salvajismo y una violencia que la dejó aturdida, murmuró:
—Ahora quiero satisfacerte a ti, y completamente, ¿me oyes? Como nunca lo conseguiste.
Esgrimió su miembro erecto como un primitivo símbolo de madera y se lo tendió para que lo utilizara como quisiera.
La incitó a que le hiciera objeto de su más violento apetito. Ella a duras penas era consciente de estar mordiendo la carne de su compañero.
—Anda, anda —le musitó al oído—. Os conozco a las mujeres, y nunca realmente tomáis a un hombre como os gustaría hacerlo.
Desde alguna profundidad de su cuerpo que nunca había conocido, brotó una fiebre salvaje que no se agotaba, que no tenía bastante con la boca, ni con la lengua ni con el pene; una fiebre que no se contentaba con un orgasmo. Sintió que los dientes de él se hundían en su hombro, y que los suyos se hundían en el cuello de él, y en ese momento Linda cayó hacia hacia adelante y perdió el conocimiento.
Cuando despertó, yacía sobre una cama de hierro en una sórdida habitación. Un hombre estaba dormido junto a ella, que se encontraba desnuda, al igual que él, a medio cubrir por la sábana. Reconoció el cuerpo que la estrujara la noche anterior en el
Bois
. Era el cuerpo de un atleta, corpulento, moreno, musculoso. La cabeza era hermosa, fuerte, con el pelo revuelto. Mientras le miraba admirativamente, él abrió los ojos y sonrió.
—No podía dejarte con los demás, pues nunca más te hubiera vuelto a ver.
—¿Cómo me trajiste aquí?
—Te robé.
—¿Dónde estamos?
—En un hotel muy pobre, donde yo vivo.
—Entonces, tú no eres...
—No soy amigo de los otros, si es eso lo que quieres decir. Soy un simple obrero.
Una noche, regresando en bicicleta de mi trabajo, vi una de vuestras
partouzes
. Me desnudé y me sumé a la fiesta. Las mujeres parecían disfrutar conmigo. No me descubrieron. Una vez hube hecho el amor con ellas, me deslicé fuera de allí. La noche anterior volví a pasar y oí voces. Te encontré cuando te besaba aquel hombre y te arrastré a otro lugar. Ahora te he traído aquí. Esto quizá sea un problema para ti, pero no podía dejarte. Tú eres una verdadera mujer; las otras son débiles comparadas contigo. Estás hecha de fuego.
—Tengo que irme.
—Pero quiero que me prometas que volverás.
El hombre se sentó y la miró. Su belleza física le confería una grandeza que hacía vibrar a Linda ante su proximidad. El empezó a besarla y la hizo languidecer de nuevo. Ella colocó su mano sobre su miembro erecto. Los goces de la noche anterior todavía recorrían su cuerpo. Le permitió que la hiciera suya de nuevo, casi como para asegurarla de que no había soñado. No, aquel hombre que podía hacer que el miembro ardiera a través de todo su cuerpo y que la besaba como si fuera la última vez era un hombre real.
Así que Linda volvió a verle. Era el lugar donde se sentía más viva. Pero al cabo de un año lo perdió. Se enamoró de otra mujer y se casó con ella. Linda se había acostumbrado tanto a él, que ahora cualquier otro hombre le parecía demasiado delicado, refinado, pálido, débil. De los hombres que conoció, ninguno tenía la fuerza salvaje y el fervor de su amante perdido. Lo buscó una y otra vez por todos los bares, por todos los lugares perdidos de París. Tuvo encuentros con boxeadores, artistas de circo y atletas. Con cada uno de ellos trataba de encontrar los mismos abrazos, pero nadie conseguía excitarla.
Cuando Linda perdió al obrero porque deseaba tener mujer propia, una mujer para ir a su hogar, una mujer que lo cuidara, se confió a su peluquero. El peluquero parisiense desempeña un papel vital en la vida de una francesa. No sólo la peina, y en este punto ella se muestra particularmente fastidiosa, sino que es un árbitro de la moda. Es su mejor crítico y confesor en materias amorosas. Las dos horas que lleva lavar, marcar y secar es tiempo más que suficiente para las confidencias. La intimidad del pequeño gabinete protege los secretos.
Cuando Linda llegó a París, procedente de una pequeña ciudad del sur de Francia, donde había nacido y en la que su marido la encontró, sólo tenía veinte años. Iba mal vestida y era huraña e inocente. Tenía un cabello espeso que no sabía cómo arreglar. No usaba maquillaje. Bajando por la
rue
Saint-Honoré, admirando los escaparates, se hizo plenamente consciente de sus deficiencias y de lo que significaba el famoso chic parisiense, esa preocupación fastidiosa por el detalle que convierte a toda mujer en una obra de arte. El propósito del chic era realzar los atributos físicos femeninos, y había sido creado en amplia medida por la inteligencia de los modistas. Lo que ningún otro país había sido capaz de imitar era la cualidad erótica de la ropa francesa, el arte de dejar que el cuerpo exprese todos sus encantos a través del vestido.
En Francia conocen el valor erótico del pesado raso negro, que confiere reflejos a un cuerpo desnudo y húmedo. Saben cómo delinear los contornos del pecho, cómo hacer que los pliegues del vestido sigan los movimientos del cuerpo. Conocen el misterio de los velos, del calado sobre la piel, de la ropa interior provocativa y de un vestido de osado escote.
El contorno de un zapato y la suavidad de un guante otorgan a la mujer parisiense una elegancia y una audacia que superan con mucho la seducción de otras. Siglos de coquetería han producido una especie de perfección que se manifiesta no sólo en las mujeres ricas, sino incluso en las más modestas empleadas. Y el peluquero es el sacerdote de este culto a la perfección. El tutela a las mujeres que llegan de provincias, refina a las vulgares, hace resplandecer a las pálidas y a todas les confiere nuevas personalidades.
Linda tuvo la fortuna de caer en manos de Michel, cuyo salón se hallaba cerca de los Campos Elíseos. Michel era un hombre de cuarenta años, delgado, elegante y más bien afeminado. Hablaba con suavidad, poseía hermosas maneras de salón, le besaba la mano como un aristócrata, y mantenía su bigote puntiagudo y reluciente.