Linda volvió muchas veces al apartamento. Su deseo empezaba mucho antes de cada encuentro, mientras se vestía para él. A todas las horas del día su perfume surgía de alguna misteriosa fuente y la obsesionaba. A veces, cuando estaba a punto de cruzar la calle, recordaba su aroma de manera tan vivida, que el torbellino que sentía entre sus piernas la obligaba a quedarse allí de pie, indefensa, dilatada.
Algo de aquel perfume se pegaba a su cuerpo y la turbaba por la noche, cuando dormía sola. Nunca se había excitado con tanta facilidad. Siempre había necesitado tiempo y caricias, pero para el árabe, como le llamaba para sus adentros, parecía como si siempre estuviera eróticamente preparada, hasta el punto de que se excitaba mucho antes de que él la tocara. Por otra parte, temía alcanzar el orgasmo al primer contacto del dedo de aquel hombre en su sexo.
Sucedió una vez. Llegó al apartamento húmeda y temblorosa. Los labios de su sexo estaban tan tiesos como si hubieran sido acariciados. Tenía los pezones endurecidos y todo su cuerpo palpitaba. Cuando la besó, él sintió el torbellino de Linda y deslizó su mano directamente a su sexo. La sensación fue tan aguda, que ella tuvo un orgasmo.
Otro día, alrededor de dos meses después de que comenzara su
liaison
, fue hacia él y, cuando la tomó en sus. Brazos, ella no sintió deseo. Él no parecía el mismo.
Mientras permanecía en pie frente a ella, Linda observó fríamente su elegancia y, al mismo tiempo, su aspecto de normalidad. Su apariencia era la de un francés elegante, como los que podían verse paseando Campos Elíseos abajo, en las noches de estreno o en las carreras.
Pero ¿qué había cambiado en sus ojos? ¿Por qué no sentía la gran embriaguez que solía inspirarle su presencia? Ahora había algo muy común en él que le convertía en otro hombre. ¡Qué distinto del árabe! Su sonrisa parecía menos brillante, su voz más apagada. De pronto, ella cayó en sus brazos y trató de oler su cabello.
—¡Tu perfume, no llevas tu perfume! —gritó.
—Se me acabó —dijo el árabe-francés— y no puedo conseguir más. Pero ¿por qué te has trastornado así?
Linda trató de recuperar los sentimientos que él le inspiraba, pero sintió su cuerpo frío. Fingió. Cerró los ojos y empezó a imaginar. Estaba de nuevo en Fez, sentada en un jardín; junto a ella estaba el árabe, sentado en un diván bajo y blando. El había recostado la cabeza de Linda en el diván y la besaba mientras la fuentecilla cantaba en sus oídos y el perfume familiar quemaba en un pebetero a su lado. Pero no. La fantasía se rompió. Allí no había pebetero. El lugar olía a piso francés. El hombre que se hallaba junto a ella era un extraño. Estaba desprovisto de la magia que le hacía deseable. Linda nunca volvió a verlo.
Aunque Linda no había saboreado la aventura del pañuelo, al cabo de unos pocos meses de no moverse de la esfera que le era propia volvió a sentirse inquieta.
La obsesionaban los recuerdos, las historias que había oído y la sensación de que en todas partes, a su alrededor, hombres y mujeres disfrutaban del placer sensual.
Temía que ahora que había dejado de gozar con su marido su cuerpo empezara a marchitarse.
Recordaba haber sido excitada sexualmente por un incidente que le ocurrió a una edad muy temprana. Su madre le compró unas bragas que le quedaban demasiado pequeñas y le apretaban la entrepierna. Le irritaron la piel, y por la noche, al dormirse, se arañó. Mientras descansaba, el arañazo se suavizó y Linda se dio cuenta de que le producía una sensación placentera. Continuó acariciando su piel y encontró que sus dedos se acercaban a cierto sitio, en el centro, donde el placer aumentaba. Bajo sus dedos, halló una parte que parecía endurecerse con su tacto, y allí descubrió una sensibilidad aún mayor.
Pocos días más tarde la llevaron a confesarse. El sacerdote se sentó en su banco y ella tuvo que arrodillarse a sus pies. Era un dominico y llevaba un largo cordón con una borla que le caía al lado derecho. Al inclinarse Linda hacia las rodillas del confesor, sintió la borla contra ella. El sacerdote tenía una voz recia y cálida que la envolvía, y se inclinó a su vez para hablarle. Cuando la niña hubo concluido con los pecados ordinarios —ira, mentiras, etcétera—, hizo una pausa. Al observar su duda, él empezó a susurrarle en un tono mucho más bajo: —¿Has tenido alguna vez sueños impuros?
—¿Qué sueños, padre?
La pesada borla que ella notaba justamente en el lugar sensible, entre las piernas, le producía los mismos efectos que las caricias de sus propios dedos la noche anterior.
Trató de acercarse más. Quería oír la voz del sacerdote, cálida y sugestiva, preguntándole sobre los sueños impuros.
—¿Has tenido alguna vez sueños en los que te besaban o en los que tú besabas a alguien?
—No, padre.
Ahora sintió que la borla le afectaba infinitamente más que los dedos, porque de una u otra manera misteriosa, formaba parte de la cálida voz del sacerdote y de las palabras que pronunciaba, como «besar». Se apretó contra él más fuerte y le miró.
El sintió que la niña tenía algo de que confesarse y preguntó:
—¿Alguna vez te acaricias tú misma?
—Acariciarme yo misma, ¿cómo?
El sacerdote estaba a punto de desechar la pregunta, pensando que su intuición le había conducido a error, pero la expresión del rostro de la penitente confirmó su dudas.
—¿Te has tocado alguna vez con las manos?
En ese momento Linda deseaba enormemente poder efectuar un movimiento de fricción y alcanzar de nuevo aquel placer extremo y abrumador que descubriera pocas noches antes. Pero temía que el sacerdote se diera cuenta, la rechazara y perdiera por completo aquella sensación. Estaba decidida a mantener su atención, y empezó a decir:
—Es verdad, padre, tengo algo terrible que confesar. Me arañé yo misma una noche, luego me acaricié y...
—¡Niña, niña —la reconvino el sacerdote—, debes dejar eso inmediatamente! Es un acto impuro y arruinará tu vida.
—¿Por qué es impuro? —preguntó Linda presionando contra la borla.
Su excitación iba en aumento. El sacerdote se inclinó tanto sobre ella que sus labios casi le tocaron la frente. Ella estaba mareada.
—Esas caricias sólo te las puede prodigar tu marido. Si abusas de ellas, te debilitarás y nadie te amará. ¿Cuántas veces lo has hecho?
—Tres noches, padre. También he tenido sueños.
—¿Qué clase de sueños?
—He soñado que alguien me tocaba allí.
Cada palabra que pronunciaba acrecentaba su excitación y, fingiendo culpa y vergüenza, se arrojó contra las rodillas del sacerdote y bajó la cabeza como si estuviera llorando; en realidad, lo que ocurría era que el contacto con la borla le había producido un orgasmo y estaba temblando. El sacerdote, creyendo que se sentía culpable y avergonzada, la tomó en sus brazos, la levantó de su posición arrodillada y la consoló.
Marcel vino a la barcaza, con sus ojos azules llenos de sorpresa, admiración y reflejos, como el río. Ojos ansiosos, ávidos, desnudos. Por encima de la mirada ingenua y absorbente calan unas cejas salvajes como las de un bosquimano. Ese salvajismo quedaba acentuado por la luminosidad de la frente y lo sedoso del cabello. También el cutis era frágil y la nariz y la boca vulnerables y transparentes, pero de nuevo las manos, de campesino, como las cejas, atestiguaban su fuerza.
En su conversación predominaban el delirio y su afición al análisis. Todo cuanto le agradaba, todo cuanto caía en sus manos a cualquier hora del día despertaba en él un comentario. Desmenuzaba las cosas. No podía besar, desear, poseer, gozar sin un inmediato examen. Planeaba sus movimientos con antelación, con ayuda de la astrología. A menudo tropezaba con lo maravilloso y poseía el don de evocarlo. Pero apenas lo maravilloso llegaba a él, lo aferraba con la violencia de un hombre que no estaba seguro de haberlo visto y vivido, y que tardaba en convertirlo en realidad.
Me gustaba su personalidad influenciable, sensible y porosa, precisamente antes de que hablara, cuando parecía un animal muy suave o muy sensual, cuando su dolencia no era perceptible. Entonces parecía tener heridas, paseándose con una pesada maleta llena de descubrimientos, notas, programas, libros nuevos, talismanes asimismo nuevos, perfumes y fotografías. Parecía flotar como la barcaza, sin amarras. Vagabundeaba, andaba de un lado a otro, exploraba, visitaba a los locos, trazaba horóscopos, atesoraba conocimiento esotérico y coleccionaba plantas y piedras.
—Existe en todas las cosas una perfección que no puede ser captada —decía—. En los fragmentos del mármol cortado, veo, y veo también en las piezas de madera gastada. Existe perfección en un cuerpo de mujer que nunca puede ser poseído ni conocido por completo, ni siquiera mediante la relación sexual.
Llevaba la corbata que usaban los bohemios de hace cien años, gorra de apache y pantalones listados de burgués francés. O bien vestía un abrigo negro, como un monje, la corbata de lazo como los actores baratos de provincias o la bufanda de chulo anudada a la garganta; una bufanda amarilla o roja como sangre de toro.
También podía lucir un traje que le hubiera regalado un hombre de negocios, con la corbata ostentosa del
gángster
parisiense o la dominguera del padre de once hijos.
Vestía camisa negra de conspirador o una variopinta camisa de campesino borgoñón o un traje de obrero, de pana azul, con anchos pantalones que hacían bolsas. En ocasiones, se dejaba crecer la barba y parecía un Cristo. Otras veces se afeitaba él mismo y tenía el aspecto de un violinista húngaro de feria.
Yo nunca sabía con qué disfraz vendría a verme. Si poseía una identidad, era la del cambio, o la de no ser nada; la identidad del actor para quien se desarrolla un continuo drama.
—Vendré algún día —me había dicho.
Ahora yacía en la cama mirando el techo pintado de la vivienda flotante. Pasó las manos por la colcha y echó un vistazo al río por la ventana.
—Me gusta venir aquí, a la barcaza. Me mece. El río es como una droga. Mis sufrimientos parecen irreales cuando vengo.
Llovía sobre el techo de la barcaza. A las cinco, en París, hay siempre una corriente de erotismo en el aire, y ello se debe a que es la hora en que los amantes se encuentran: de cinco a siete, como en todas las novelas francesas. Nunca de noche, según parece, pues todas las mujeres están casadas y sólo se hallan libres «a la hora del té», la gran coartada. A las cinco siempre experimentaba yo escalofríos de sensualidad, sintiéndome parte del París sensual. En cuanto la luz disminuía, me parecía que cada mujer iba a encontrarse con su amante y que cada hombre corría al encuentro de su querida.
Cuando se marcha, Marcel me besa en la mejilla. Su barba me toca como una caricia. Este beso, que quiere ser el de un hermano, está cargado de intensidad.
Teníamos que cenar juntos, y yo le propuse ir a bailar. Fuimos al Bal Negre.
Inmediatamente, Marcel quedó paralizado. Tenía miedo del baile, tenía miedo de tocarme. Traté de convencerle de que bailara, pero él no quería. Estaba cohibido y temeroso. Cuando finalmente me tomó en sus brazos, temblaba, y yo gozaba del trastorno que le causaba. Sentía alegría por hallarme cerca de él, de su cuerpo delgado y alto.
—¿Estás triste? —le pregunté—. ¿Quieres que nos vayamos?
—No estoy triste, sino bloqueado. Todo mi pasado parece detenerme. No puedo dejarme ir. ¡La música es tan salvaje! Siento como si pudiera inhalar, pero no exhalar. Me siento violento, forzado.
No le pedí que bailáramos más. Bailé con un negro.
Cuando salimos a la fría noche, Marcel hablaba de lo que le ataba, de los miedos, de lo que le paralizaba. Sentí que el milagro no se había producido. Podría liberarlo con un milagro, no con las palabras habituales, ni directamente, ni tampoco con las palabras que utilizo con los enfermos. Sé por qué sufre. Yo sufrí así una vez, pero conozco al Marcel libre, y deseo al Marcel libre.
Pero cuando vino a la barcaza y vio allí a Hans y que Gustavo llegaba a medianoche y se quedaba cuando él se iba, Marcel se puso celoso. Vi que sus ojos azules se obscurecían. Cuando me dio el beso de despedida, miró a Gustavo con ira.
—Sal conmigo un momento —me dijo.
Dejé la barcaza y caminé con él a lo largo de los obscuros muelles. Cuando estuvimos solos se inclinó y me besó apasionado, con furia, su boca grande y plena se bebía la mía. Yo se la ofrecí de nuevo.
—¿Cuándo vendrás a verme? —preguntó.
—Mañana, Marcel, mañana iré a verte.
Cuando llegué a su casa, se había puesto su traje de lapón para sorprenderme. Era como un traje ruso. Se tocaba con gorro de piel y calzaba botas altas de fieltro, negras, que le llegaban casi a las caderas.
Su habitación era como la guarida de un viajero, llena de objetos de todo el mundo.
Las paredes estaban cubiertas con tapices rojos y la cama con pieles de animales.
El lugar era recoleto, íntimo, voluptuoso como las habitaciones de un sueño de opio.
Las pieles, las paredes rojo obscuro y los objetos, como fetiches de un hechicero africano, todo resultaba violentamente erótico. Me hubiera gustado yacer desnuda sobre las pieles, ser tomada en medio del olor animal y sentirme acariciada por la piel.
Permanecía de pie en la habitación roja mientras Marcel me desvistió. Mantuvo mi cintura desnuda entre sus manos y se apresuró a explorar mi cuerpo con ellas. Notó la firmeza de mis caderas.
—Por primera vez, una mujer real —dijo—. Han venido muchas, pero por primera vez hay aquí una mujer real, alguien a quien puedo adorar.
Al echarme en la cama, me pareció que el olor, el tacto de la piel y la bestialidad de Marcel se combinaban. Los celos habían roto su timidez. Era como un animal, ansioso de sensaciones, de todas las formas de conocerme. Me besó con vehemencia y me mordió los labios. Se acostó sobre las pieles, besando mis pechos y acariciándome las piernas, el sexo y las nalgas. Luego, en la penumbra, avanzó sobre mí, ofreciendo su sexo a mi boca. Sentí cómo lo aferraban mis dientes mientras él lo empujaba adentro y afuera, pero le gustó. Observaba y me acariciaba con sus manos por todo mi cuerpo, y sus dedos aquí y allá, intentando conocerme, retenerme.
Coloqué las piernas sobre sus hombros, bien altas, para que pudiera sumergirse en mí y verlo al mismo tiempo. Quería verlo todo. Deseaba contemplar cómo el miembro entraba y salía, brillante, firme, grande. Me levanté sobre mis dos puños, para ofrecer más y más mi sexo a sus embestidas. Luego, me volvió y se me puso encima como un perro, empujando el pene desde atrás, con las manos sobre mis senos, acariciándome y presionando al mismo tiempo. Era incansable. No experimentaba orgasmo alguno. Yo esperé tenerlo al mismo tiempo que él, pero Marcel lo retrasaba una y otra vez. Quería demorarse, sentir siempre mi cuerpo, excitarse sin fin. Yo me estaba cansando y grité: