Su conversación era brillante y vivaz. Era un filósofo y un creador de mujeres.
Cuando Linda llegó, irguió la cabeza como un pintor que estuviera a punto de comenzar una obra de arte.
Al cabo de pocos meses, Linda era un producto pulido. Además, Michel se convirtió en su confesor y preceptor. No siempre había sido peluquero de mujeres ricas, pero no se sentía inclinado a contar que empezó en un barrio muy pobre donde su padre fue también peluquero. Allí, el cabello femenino estaba estropeado por el hambre, los jabones baratos, la falta de cuidados y el trato brusco.
—Seco como el de una peluca —decía—. Demasiado perfume barato. Había una chica joven a la que nunca he olvidado. Trabajaba para una modista. Tenía pasión por el perfume, pero no podía procurárselo. Yo solía reservarle el final de los frascos de agua de
toilette
. Siempre que aplicaba un perfume a una mujer, miraba que quedase un poco en el frasco. Y cuando Gisele venía, me gustaba ponérsela entre los pechos. Le gustaba tanto, que no se daba cuenta de lo mucho que yo gozaba. Le cogía el cuello del vestido entre el índice y el pulgar, tiraba de él un poco y dejaba caer el perfume lanzando una mirada a sus jóvenes senos. Después se movía voluptuosamente y cerraba los ojos para aspirar el perfume y regocijarse con él. En ocasiones exclamaba: «¡Oh, Michel, me has mojado demasiado esta vez!»
«Una vez ya no pude resistir más. Dejé caer las gotas de perfume por su cuello y, cuando apartó su cabeza y cerró los ojos, mi mano se deslizó directamente hacia sus senos. Bueno, pues Gisele no volvió nunca más.
Pero eso fue sólo el comienzo de mi carrera como perfumista de mujeres. Empecé a tomarme en serio el trabajo. Tenía perfume en un atomizador y me gustaba rociar con él los pechos de mis clientes. Nunca se negaban a ello. Luego, aprendí a cepillarlas un poco una vez estaban servidas. Es una tarea muy agradable esa de quitarle el polvo al abrigo de una mujer bien formada.
Cierta clase de pelo de mujer me ponía en un estado que no puedo describirle, pues tal vez la ofendería. Pero hay mujeres cuyo cabello huele de manera tan íntima, como a almizcle, que a un hombre le hace... Bueno; no siempre puedo controlarme.
Usted sabe lo indefensas que están las mujeres cuando se sientan para lavarse el cabello o para teñírselo o para hacerse la permanente.»
Michel echaba un vistazo a una cliente y decía:
—Usted podría fácilmente sacarse quince mil francos al mes.
Lo cual significaba un piso en los Campos Elíseos, un coche, finas ropas y un amigo dispuesto a ser generoso. O bien que podía convertirse en una mujer de primera categoría, en la amante de un senador o del escritor o el actor del momento.
Cuando ayudaba a una mujer a alcanzar la posición a que tenía derecho a aspirar, mantenía el secreto. Nunca hablaba de la vida de nadie, si no era con muchos rodeos. Conocía a una mujer casada desde hacía diez años con el presidente de una gran compañía americana, la cual conservaba aún su carnet de prostituta y era conocida de la policía y de los hospitales adonde las furcias acuden a pasar sus reconocimientos semanales. No estaba acostumbrada aún a su nueva posición, y a veces olvidaba que llevaba dinero en el bolsillo para dar propinas a los hombres que la servían en los trasatlánticos durante sus travesías del océano. En lugar de la propina, les alargaba una tarjetita con su dirección.
Fue Michel quien aconsejó a Linda no mostrarse nunca celosa, y la exhortó a que recordara que hay más mujeres que hombres en el mundo, y especialmente en Francia. También le dijo que una mujer debe ser generosa con su marido, y que pensara en cuántas eran abandonadas sin saber qué era el amor. Se lo advirtió con mucha seriedad. El consideraba los celos como una especie de miseria. Las únicas mujeres verdaderamente generosas eran las prostitutas y las actrices que no rehuían sus cuerpos. Desde su punto de vista, el tipo más tacaño de mujer lo daba la americana buscadora de oro, que sabía cómo extraer dinero de los hombres sin darse ella misma, lo cual era considerado por Michel como signo de mal carácter.
Pensaba que toda mujer, en un momento u otro, debe ser una ramera. Consideraba que todas las féminas, en lo más hondo de su ser, deseaban ser putas una vez en su vida y que eso era bueno para ellas. Era la mejor manera de conservar la sensación de ser una hembra.
Cuando Linda perdió al obrero, consideró natural consultar a Michel. Este le aconsejó que se dedicara a la prostitución. Según él, ese camino le brindaría la satisfacción de demostrarse a sí misma que era deseable, dejando a un lado por completo el asunto del amor, y que podría encontrar a un hombre que la tratara con la necesaria violencia. En su propio mundo era demasiado venerada y adorada, y se había desvalorizado en exceso para conocer su auténtico valor como mujer y para ser tratada con la brutalidad que le gustaba.
Linda se percató de que lo mejor sería descubrir si se estaba haciendo mayor, si estaba perdiendo su poder y sus encantos. Así que tomó nota de la dirección que Michel le dio, se metió en un taxi y se apeó en un lugar de la
Avenue du Bois
, frente a una casa particular con una grandiosa apariencia recoleta y aristocrática. Allí fue recibida sin preguntas.
—De
bonne famille
?
Eso era todo cuanto deseaban averiguar. Aquélla era una casa especializada en mujeres de
bonne famill
e. La encargada se apresuró a telefonear a un cliente:
—Tenemos una recién llegada, una mujer del más exquisito refinamiento.
Linda fue conducida a un espacioso
boudoir
con muebles de marfil y tapices de brocado. Se había quitado el sombrero y el velo y permanecía en pie frente al amplio espejo enmarcado en oro, arreglándose el cabello, cuando la puerta se abrió.
El hombre que entró era casi grotesco en apariencia. Bajo y grueso, tenía una cabeza enorme para su cuerpo y facciones de niño que hubiera crecido demasiado aprisa, excesivamente suaves, borrosas y tiernas para su edad y su corpulencia.
Avanzó rápidamente en dirección a ella y le besó la mano, ceremonioso.
—¡Querida, qué maravilloso que haya sido capaz de escaparse de su hogar y de su marido!
Linda estuvo a punto de protestar, cuando se dio cuenta del deseo que el hombre tenía de aparentar. De inmediato se incorporó al papel, pero temblaba en su interior al pensar que tendría que ceder ante aquel hombre. Sus ojos se volvían ya hacia la puerta, y se preguntó si podría escapar. El captó su mirada y dijo muy de prisa:
—No tiene usted por qué asustarse. Lo que le digo no es para atemorizarla. Le estoy agradecido por arriesgar su reputación reuniéndose conmigo aquí, por abandonar a su marido por mí. Yo pregunto muy poco, y su presencia me hace muy feliz. Nunca he visto una mujer más hermosa y aristocrática que usted. Me agradan su perfume, su vestido y su gusto en materia de joyas. Permítame que vea sus pies. ¡Qué hermosos zapatos! ¡Qué elegantes, y qué delicado tobillo el suyo! ¡Ah, no es muy frecuente que una mujer tan hermosa venga a verme! Yo no he tenido suerte con las mujeres.
Ahora le pareció a Linda que su interlocutor iba cobrando un aspecto más y más infantil. Todo en él era propio de un niño: la torpeza de sus gestos y la suavidad de sus manos. Cuando encendió un cigarrillo y se puso a fumar, tuvo la sensación de que debía ser el primero, por la impericia con que lo sostuvo y la curiosidad con que observó el humo.
—No puedo quedarme mucho tiempo —dijo Linda, impulsada por la necesidad de escapar.
Aquello no era, en absoluto, lo que ella había esperado.
—No la retendré mucho. ¿Me permite usted que vea su pañuelo? Le ofreció un delicado y perfumado pañuelo. El lo olió con expresión de extremado placer. Luego dijo:
—No tengo intención de poseerla como usted espera que lo haga. A mí no me interesa tomarla como los otros hombres. Todo lo que le pido es que se pase usted este pañuelo por la entrepierna y me lo dé. Eso es todo.
Comprendió que eso sería mucho más fácil que lo que había temido. Lo hizo de buena gana. El la miró mientras se inclinaba, se subía la falda, deshacía los cordones de sus pantalones y se pasaba el pañuelo lentamente entre las piernas. El hombre se inclinó entonces y colocó su mano sobre el pañuelo, simplemente para aumentar la presión y para que ella se lo pasara de nuevo.
El desconocido temblaba de pies a cabeza y sus ojos estaban dilatados. Linda se dio cuenta de que se hallaba en estado de gran excitación. Cuando tomó el pañuelo, lo miró como si fuera una mujer o una preciosa joya.
Estaba demasiado absorto para hablar. Caminó hacia la cama, extendió el pañuelo sobre la colcha y se lanzó sobre él al tiempo que se desabrochaba los pantalones.
Apretó y se restregó. Al cabo de un momento, se sentó en la cama, se envolvió el miembro con el pañuelo y continuó su movimiento hasta lograr el orgasmo que le hizo gritar de placer. Había olvidado por completo a Linda y se hallaba en un estado de éxtasis. El pañuelo estaba mojado por la eyaculación. El hombre se echó hacia atrás, jadeando.
Linda le dejó. Mientras avanzaba por el vestíbulo de la casa, se encontró con la mujer que la había recibido, la cual manifestó su sorpresa de que quisiera marcharse tan pronto.
—Le he proporcionado uno de nuestros más refinados clientes —explicó—, una criatura inofensiva.
Después de este episodio, Linda se sentó un domingo por la mañana en el
Bois
para presenciar el desfile de modelos de primavera. Estaba embebiéndose de los colores, la elegancia y los perfumes, cuando percibió un perfume especial cerca de ella.
Volvió la cabeza. A su derecha se sentaba un hombre apuesto de unos cuarenta años, vestido con elegancia, con su lustroso cabello negro peinado hacia atrás cuidadosamente. ¿Era de su cabello de donde procedía aquel perfume? Recordaba a Linda su viaje a Fez y la gran belleza de los árabes. Aquello le produjo un efecto poderoso. Miró al hombre, que se volvió y le dirigió una sonrisa; una brillante y blanca sonrisa de grandes y fuertes dientes, con dos de ellos de leche, más pequeños y retorcidos, lo que le confería un aspecto pícaro.
—Utiliza usted un perfume que yo olí en Fez —le dijo Linda.
—Es cierto. Estuve en Fez y lo compré en el zoco. Siento pasión por los perfumes, pero desde que encontré éste, no he vuelto a usar otro.
—Huele a madera preciosa. Los hombres deberían oler a madera preciosa. Siempre he soñado con ir a un país de Sudamérica donde haya selvas de maderas preciosas que exhalen maravillosos aromas. Una vez me enamoré del pachulí, un perfume muy antiguo. La gente hace tiempo que no lo usa. Procedía de la India. Los chales de nuestras abuelas siempre estaban saturados de pachulí. También me gusta pasear por los muelles y oler las especias almacenadas en los tinglados. ¿Usted lo hace?
—En efecto. A veces sigo a mujeres sólo por su perfume, por su olor.
—Yo quería quedarme en Fez y casarme con un árabe.
—¿Y por qué no lo hizo?
—Porque una vez me enamoré de un árabe. Le visité varias veces. Era el hombre más hermoso que había visto nunca. Tenía el cutis obscuro, enormes ojos de azabache, y una expresión tan emocionada, que me arrebataba. Su voz era como un trueno; sus maneras, suaves. Siempre que hablaba con alguien, aunque fuera en la calle, permanecía sosteniéndole tiernamente ambas manos, como si deseara tocar a todos los seres humanos con idéntica suavidad y cariño. Yo estaba seducida por completo, pero...
—¿Qué sucedió?
—Un día extremadamente caluroso, nos sentamos a beber té a la menta en su jardín, y se despojó del turbante. Su cabeza estaba completamente afeitada. Es la tradición de los árabes, y parece que todos la respetan. Eso bastó para apagar mi pasión.
El desconocido se echó a reír.
Con perfecta sincronización, se levantaron y empezaron a caminar juntos. Linda estaba tan afectada por el perfume que se desprendía del cabello de aquel hombre como si se hubiera bebido un vaso de vino. Sentía que le temblaban las piernas y tenía la cabeza como sumida en la neblina. El desconocido observó la turgencia de sus senos como si contemplara el mar romper a sus pies. En el límite del
Bois
, él se detuvo.
—Yo vivo ahí mismo —dijo, señalando con su bastón un piso con muchos balcones—.
¿Aceptaría usted subir y tomarse un aperitivo conmigo en la terraza?
Linda aceptó. Le pareció que se sofocaría si se veía privada del perfume que la encantaba.
Se sentaron en la terraza y bebieron tranquilamente. Linda se inclinó, lánguida, hacia atrás. El desconocido continuaba observando su busto, hasta que cerró los ojos.
Ninguno de los dos hizo movimiento alguno; ambos habían caído en un sueño.
El fue el primero en moverse. Mientras la besaba, Linda se sintió transportada de nuevo a Fez, al jardín del árabe de alta estatura. Recordaba las sensaciones que experimentó aquel día: el deseo de ser envuelta en la blanca capa del árabe; el deseo de su potente voz y de sus ojos ardientes. La sonrisa del desconocido era brillante, como la del árabe. El desconocido era el árabe, el árabe de espeso cabello negro, perfumado como la ciudad de Fez. Dos hombres le estaban haciendo el amor. Mantuvo los ojos cerrados. El árabe la estaba desvistiendo. El árabe la estaba tocando con sus manos fogosas. Oleadas de perfume dilataron su cuerpo, lo abrieron, lo prepararon para la entrega. Sus nervios estaban dispuestos a alcanzar el clímax, tensos y prestos a responder.
Entreabrió los ojos y vio los deslumbrantes dientes a punto de morder su carne. Y entonces el sexo de aquel hombre la tocó y la penetró. Estaba como cargado de electricidad, y a cada sacudida enviaba corriente a través de su cuerpo.
Le separó las piernas como si quisiera rompérselas. El cabello del desconocido cayó sobre el rostro de Linda. Al olerlo, sintió que se consumía y le pidió que acelerara sus embestidas para poder experimentar juntos el orgasmo. En el momento en que éste se produjo, él lanzó un rugido de tigre; un tremendo grito de alegría, éxtasis y goce furioso como ella jamás oyera. Así imaginó que gritaría el árabe, como un animal de la selva que ruge de placer, satisfecho con su. Presa. Abrió los ojos. Su rostro estaba cubierto por el negro cabello de su compañero, que ella tomó en su boca.
Sus cuerpos estaban fundidos en uno. Las bragas de Linda habían sido bajadas con tal prisa, que se habían deslizado en toda la longitud de sus piernas y las tenía ahora alrededor de los tobillos. El, por su parte, había introducido de alguna manera su pie por una de las perneras de las bragas. Se miraron las piernas, atadas por aquel trocito de gasa negra, y se echaron a reír.