Se abandonó al capricho de Miguel, pensando que iba a ser tan sólo una orgía de ojos y manos. Cuando llegó al último peldaño, él tenía una mano alrededor de cada redondo promontorio y los acariciaba como si fueran pechos, volviendo en su caricia al punto de partida, como hipnotizado.
Ahora Elena le contemplaba cara a cara, apoyada en la escalera. Tuvo la sensación de que trataba de tomarla. Al principio la tocaba donde la abertura era demasiado pequeña y le hizo daño. Elena gritó. Entonces Miguel avanzó, dio con la verdadera abertura femenina y se percató de que podía deslizarse por aquella vía; ella se maravilló de notarlo tan fuerte, en su interior y moviéndose. Pero, aunque se meneaba vigorosamente, no aceleraba sus gestos para alcanzar el clímax. ¿Iba haciéndose cada vez más consciente de que se hallaba dentro de una mujer y no de un muchacho? Con lentitud, se apartó, dejando a Elena a medio penetrar, y ocultó su rostro, para que no percibiera su desilusión.
Ella le besó para demostrarle que aquello no iba a enturbiar sus relaciones, que comprendía.
A veces, en la calle o en un café, Elena se quedaba hipnotizada por el rostro de
souteneur
de un hombre, por un corpulento obrero con botas hasta la rodilla o por una cabeza brutal, criminal. Experimentaba un temblor sensual de miedo, una obscura atracción. La hembra que había en ella se sentía fascinada. Por un segundo, imaginaba que era una furcia a la espera de una puñalada en la espalda a causa de alguna infidelidad. Sentía ansiedad. Estaba en una trampa. Olvidaba que era libre. Se había despertado en ella un obscuro estrato fungoso, un primitivismo subterráneo, un deseo de sentir la brutalidad del hombre, la fuerza que podría obligarla a abrirse, que podría saquearla. Ser violada constituía una necesidad para la mujer; un deseo secreto y erótico. Tenía que liberarse de esas imágenes.
Recordó que lo primero que amó en Pierre fue el peligroso brillo de sus ojos; los ojos de un hombre sin sentido de la culpa ni escrúpulos, que tomaba lo que le gustaba y gozaba inconsciente de los riesgos y las consecuencias.
¿Qué se había hecho de aquel indomable y voluntario salvaje a quien encontrara en un camino de montaña una deslumbrante mañana? Ahora estaba domesticado.
Vivía para hacer el amor. A Elena eso le hizo reír. Era ésta una cualidad que raramente se encontraba en un hombre. Pero él seguía siendo un hombre en el que predominaba la naturaleza. En ocasiones le decía:
—¿Dónde está tu caballo? Siempre tienes el aspecto de haber dejado el caballo a la puerta y estar a punto de galopar de nuevo.
Dormía desnudo. Odiaba pijamas, quimonos y zapatillas. Arrojaba los cigarrillos al suelo. Se lavaba con agua helada, como un pionero. Se reía de las comodidades.
Elegía la silla más dura. Una vez, su cuerpo estaba tan caliente y polvoriento y el agua que empleaba tan helada, que el agua se evaporó y salió humo de sus poros.
Tendió hacia Elena sus manos humeantes, y ella dijo:
—Eres el dios del fuego.
No podía someterse al tiempo. Ignoraba qué podía hacerse o no hacerse en una hora. La mitad de su ser permanecía siempre dormido, enrollado en el amor materno que ella le daba; hecho un ovillo en la ensoñación y en la indolencia, hablando de los viajes que iba a emprender y de los libros que iba a escribir.
En raros momentos, era también puro. Tenía la delicadeza de los gatos. Aunque dormía desnudo, nunca se paseaba desnudo.
Pierre tocaba con intuición todas las regiones del entendimiento. Pero no vivía en ellas; no dormía ni comía en esas regiones superiores, como hacía Elena. A menudo discutía, luchaba y bebía con amigos de lo más ordinario y pasaba veladas con personas ignorantes. Elena no podía hacerlo. A ella le gustaba lo excepcional, lo extraordinario. Esta circunstancia los separaba. A Elena le hubiera gustado ser como él y acercarse a todo el mundo, pero le resultaba imposible, lo cual la entristecía. A menudo, cuando salían juntos, ella le dejaba.
Su primera discusión seria fue a causa del tiempo. Pierre le telefoneaba y le decía:
—Ven a mi apartamento hacia las ocho. Ella tenía su propia llave. Iba y tomaba un libro. El llegaba a las nueve o bien la llamaba cuando estaba ya allí esperándolo y le decía: «Voy en seguida», y se presentaba dos horas más tarde. Una noche la hizo esperar demasiado tiempo (y la espera resultó tanto más penosa porque Elena lo imaginaba haciendo el amor con otra); cuando Pierre llegó, ya se había marchado, lo que le puso furioso. Pero no cambió de costumbres. En otra ocasión, ella se encerró y no le permitió entrar. Estaba de pie tras la puerta, escuchando y esperando que no se fuera, pues lamentaba que la noche se echara a perder. Pero no abrió, y volvió a pulsar el timbre con mucha suavidad. Si lo hubiera hecho con ira, hubiera permanecido inmóvil, pero el toque fue suave, propio de una persona arrepentida, así que abrió la puerta. Elena todavía estaba furiosa. El la deseaba, y su resistencia lo excitaba. Y a ella le entristecía el espectáculo de ese deseo.
Tuvo el presentimiento de que Pierre había provocado aquella escena. Cuando más excitado se ponía, mayor era la indiferencia de Elena, que se cerró sexualmente.
Pero la miel manaba de los cerrados labios y Pierre estaba en éxtasis. Se volvió más apasionado, obligándola, con sus fuertes piernas, a separar las rodillas, vaciándose en su interior con ímpetu, en un orgasmo de tremenda intensidad.
Mientras que en otras ocasiones si ella no sentía placer lo hubiera fingido para no herir a Pierre, esta vez no hubo disimulo alguno. Cuando la pasión de Pierre estuvo satisfecha, le preguntó a su compañera:
—¿Has sentido placer?
—No —respondió ella.
El se sintió herido. Sintió toda la crueldad de su rechazo.
—Te quiero más de lo que tú me quieres —le dijo a Elena.
Pero sabía cuánto lo quería ella, y estaba confundida.
Más tarde, Elena yacía con los ojos abiertos por completo, pensando que la tardanza de Pierre era inocente. Ya se había quedado dormido, como un niño, con los puños cerrados y el pelo en la boca de Elena. Seguía dormido cuando ella se marchó. En la calle la invadió una oleada de ternura de tal intensidad que tuvo que regresar al apartamento. Se arrojó sobre él diciendo:
—He tenido que volver, he tenido que volver.
—Yo quería que volvieras. —La tocó. Estaba muy, muy húmeda. Mientras la penetraba dijo—: Me gusta ver cómo te hiero ahí, cómo te apuñalo ahí, en tu herida.
Y hurgaba en su interior, para arrancarle el espasmo que había retenido.
Cuando le dejó, se sentía dichosa. ¿Puede el amor convertirse en un fuego que no quema, como el fuego de los santones hindúes? ¿Estaba aprendiendo a caminar, por arte de magia, sobre brasas?
Era una noche lluviosa; las calles, como espejos, lo reflejaban todo. El vasco tenía treinta francos en el bolsillo y se sentía rico. La gente le decía que a su ingenua y cruda manera era un gran pintor; no se daba cuenta de que copiaba de tarjetas postales. Le habían dado treinta francos por su último cuadro; se sentía eufórico y deseaba celebrarlo. Buscaba una de esas luces rojas que significan placer.
Abrió la puerta una mujer de aspecto maternal y casi de inmediato dirigió su mirada a los zapatos del hombre, pues juzgaba a partir de ellos cuánto podría permitirse pagar por su placer. Luego, para su propia satisfacción, sus ojos se detuvieron un momento en los botones del pantalón. Las caras no le interesaban; durante toda su vida había tratado exclusivamente con esa región de la anatomía masculina. Sus grandes ojos, aún brillantes, miraban de una forma especialmente penetrante hacia el interior de los pantalones, como si pudieran calibrar el tamaño y peso de las posesiones del hombre. Era una mirada profesional. Le gustaba emparejar a la gente con más perspicacia que otras dueñas de prostíbulo. Sugiriendo combinaciones tenía más experiencias que una vendedora de guantes. Incluso a través de los pantalones, podía medir al cliente y suministrarle el guante perfecto, el que le ajustara a la perfección. El placer no existía si el guante era demasiado ancho, ni tampoco si era demasiado estrecho. Maman pensó que la gente ya no se daba cuenta de la necesidad de un perfecto ajuste. Le hubiera gustado divulgar sus conocimientos, pero tanto los hombres como las mujeres eran cada vez menos cuidadosos, se preocupaban menos que ella por la exactitud. Si un hombre de ahora se encuentra bailando en un guante demasiado ancho, moviéndose en él como por un piso vacío, se las arregla como mejor puede. Deja que su miembro se agite a uno y otro lado, como una bandera, y se corre sin el verdadero y apretado abrazo que inflama las entrañas. O bien lo desliza después de haberlo ensalivado, empujándolo como si tratara de pisar bajo una puerta cerrada, apurándose en los estrechos contornos y encogiéndose más para poder permanecer allí. Y si a la muchacha se le ocurre echarse a reír a carcajadas de placer o porque lo simula, él queda inmediatamente desalojado, pues falta lugar para las contracciones que provoca la risa. La gente estaba perdiendo su conocimiento de las uniones adecuadas.
Sólo después de haber mirado fijamente los pantalones del vasco, Maman le reconoció y sonrió. El vasco, es cierto, compartía con Maman esa pasión por los matices y a ella le constaba que no quedaba satisfecho con facilidad. Poseía un miembro caprichoso. Enfrentado con una vagina tipo buzón, se rebelaba. Si tenía que habérselas con un tubo astringente, retrocedía. Era un buen
connoisseur
, un
gourmet
en materia de joyeros femeninos. Le gustaban ribeteados de terciopelo y acogedores, afectivos y adherentes. Maman le miró más detenidamente que a otros parroquianos. Le gustaba el vasco, y no por su perfil clásico, de nariz breve, sus ojos almendrados, su lustroso pelo negro, su caminar suave y deslizante, y sus gestos indolentes. Ni tampoco por su bufanda roja ni por su boina ladeada con picardía sobre la cabeza. Ni mucho menos por sus seductoras maneras con las mujeres. Era por su regio
pendentif
, su noble prominencia, su sensitiva e incansable capacidad de respuesta, la sociabilidad, cordialidad y carácter expansivo de aquel miembro.
Maman no había visto nunca un miembro semejante. El vasco lo ponía a veces sobre la mesa, como si depositara un saco de dinero, y golpeaba con él como si tratara de llamar la atención. Se lo sacaba con naturalidad, como otros hombres se quitan el abrigo cuando sienten calor. Daba la impresión de que aquel órgano se sentía incómodo si permanecía encerrado, que necesitaba airearse y ser admirado.
Maman incurría con frecuencia en su hábito de mirar las posesiones masculinas.
Cuando los hombres salían de los
urinoirs
abotonándose, tenía la suerte de captar el último resplandor de algún miembro dorado, o de alguno marrón obscuro, o de otro de punta fina, que era su tipo preferido. En los bulevares era recompensada a menudo con el espectáculo de unos pantalones abotonados sin cuidado; sus ojos, dotados de aguda visión, penetraban en la sombría abertura. Mejor aún si descubría a un vagabundo desahogándose contra una pared, sosteniéndose el miembro pensativamente, como si fuera su última moneda de plata.
Podría creerse que Maman se veía privada de la más íntima posesión de ese placer, pero no era así. Los clientes de su casa la encontraban apetitosa y conocían sus virtudes y ventajas sobre las demás mujeres. Maman podía producir, para las fiestas del amor, ese jugo delicioso que otras mujeres tienen que procurarse por medios artificiales. Maman era capaz de dar a un hombre la completa ilusión de un alimento tierno, de algo muy suave a los dientes, de algo lo bastante húmedo como para satisfacer la sed de cualquiera.
Los clientes hablaban a menudo entre ellos de las delicadas salsas con que Maman sabía aliñar los bocados de su concha rosada y de la tirantez, como de piel de tambor, de sus regalos. Se golpeaba aquella concha redonda una o dos veces; ya bastaba. Aparecía el delicioso sabor de Maman, un sabor que sus chicas raras veces llegaban a producir; una miel que olía a marisco y que convertía la alcoba femenina entre los muslos en un placer para el visitante masculino.
Al vasco le gustaba. Era emoliente, saturador, cálido y grato; una fiesta. Para Maman también era una fiesta, y ponía lo mejor de su parte.
El vasco sabía que ella no necesitaba una larga preparación. Maman se alimentaba durante todo el día de las expediciones de sus ojos, que nunca viajaban por encima o por debajo del centro de un cuerpo de hombre. Siempre se hallaban al nivel de la bragueta. Apreciaba las arrugas, cerradas demasiado aprisa tras una rápida
séance
, y las finamente planchadas, aún no estrujadas. Y las manchas, ¡oh, las manchas del amor! Extrañas manchas, que podía detectar como si las mirase con lupa. Allí, donde los pantalones no habían sido bajados lo suficiente, o donde, en sus gesticulaciones, un pene había regresado a su lugar habitual en un momento inoportuno, allí se extendía una enjoyada mancha de minúsculas facetas relucientes, como si fuera algún mineral derretido; y una calidad azucarada que endurecía las ropas. Era una hermosa mancha, la mancha del deseo, tanto si había sido derramada allí como un perfume por la fuente de un hombre o pegada por una mujer demasiado fervorosa y absorbente. A Maman le hubiera gustado empezar donde ya se hubiera consumado un acto. Era sensible al contagio. Aquella manchita la endulzaba entre las piernas al caminar. Un botón caído la hacía sentir que el hombre estaba a su merced. A veces, en las grandes aglomeraciones, tenía la audacia de adelantarse y tocar. Su mano se movía como la de un ladrón, con increíble agilidad.
Nunca tanteaba o tocaba en un lugar equivocado, sino que se dirigía directamente a su objetivo, bajo el cinturón, donde hallaba suaves prominencias y, a veces, inesperadamente, un insolente bastón.
En el metro, en las noches obscuras y lluviosas, en los bulevares atestados o en las salas de baile, a Maman le encantaba valorar, llamar a las armas. ¡Cuántas veces su llamada era contestada, y los hombres presentaban armas al tacto de su mano! Le hubiera gustado un ejército alineado así, presentando las únicas armas que podían conquistarla. En sus sueños, veía ese ejército. Ella era el general, desfilando, condecorando las armas más largas, las más hermosas, deteniéndose ante cada hombre que despertaba su admiración. ¡Oh, quién fuera Catalina la Grande para recompensar el espectáculo con un beso de su ávida boca, un beso en la mismísima punta, aunque sólo fuera para extraer la primera gota de placer!