Brown puso en marcha el fonógrafo y empezamos a bailar. El poco alcohol que había tomado se me había subido a la cabeza. Sentí que todo el universo se dilataba. Todo parecía muy suave y sencillo. Todo, en efecto, se precipitaba; era como si pudiera deslizarme sin esfuerzo por una colina nevada. Sentía gran amistad por toda la gente que iba conociendo. Pero escogí como pareja al más tímido de los pintores. Advertí que su pretendida familiaridad con todo aquello era, como la mía, completamente fingida. Comprendí que, en el fondo, se sentía algo incómodo. Los otros pintores acariciaban a Ethel y Mollie mientras bailaban. Este no se atrevía. Yo reía para mis adentros por haberlo descubierto. Brown vio que mi pintor no hacía ninguna insinuación, y vino a bailar conmigo. Se dedicó a hacer observaciones maliciosas sobre las vírgenes. Me pregunté si estaba aludiendo a mí. ¿Cómo podía saberlo? Se apretaba contra mi cuerpo; por fin me alejé y volví al pintor joven y tímido. Una ilustradora estaba flirteando con él, atormentándolo. Se alegró tanto como yo de que volviéramos a estar juntos. Y bailamos, recluidos en nuestra propia timidez. A nuestro alrededor la gente se besaba y se abrazaba.
La ilustradora se había quitado la blusa y bailaba en combinación.
—Si nos quedamos —dijo el pintor tímido—, pronto tendremos que tendernos en el suelo y hacer el amor. ¿Quieres que nos vayamos?
—Sí, vámonos.
Salimos. En vez de hacerme el amor hablaba y hablaba. Yo le escuchaba aturdida.
Tenía la idea de cómo me iba a hacer un retrato. Me pintaría como una mujer de las profundidades del mar, nebulosa, transparente, verde, acuosa a excepción de la boca, muy roja, y de la flor que llevaría en el pelo, muy roja también. Me preguntó si quería posar para él. No le contesté al instante por los efectos del licor y dijo en tono de disculpa:
—¿Te sabe mal que no haya sido más brusco?
—No; no me sabe mal. Te escogí porque sabía que no ibas a serlo.
—Es la primera fiesta a la que asisto —confesó con humildad—, y tú no eres mujer a la que se pueda tratar de esa manera. ¿Cómo llegaste a ser modelo? ¿Qué hacías antes? Una modelo no tiene por qué ser una prostituta, ya lo sé, pero tiene que soportar gran cantidad de manoseos e intentos.
—Me las arreglo muy bien.
Aquella conversación no me gustaba en absoluto.
—Me ocuparé de ti. Sé que algunos artistas son objetivos mientras trabajan; lo sé bien. Creo que yo soy así. Pero siempre hay un momento, antes y después, cuando la modelo se desnuda y se viste, en que me siento turbado. Es la primera sorpresa al ver un cuerpo. ¿Qué sentiste la primera vez?
—Nada en absoluto. Me sentí como si fuera ya una pintura. O una estatua. Miré mi cuerpo como si se tratase de un objeto, un objeto impersonal.
Me estaba entristeciendo, entristeciendo de inquietud y de ansiedad. Pensé que nunca me sucedería nada. Experimenté con desesperación el deseo de ser una mujer, de zambullirme en la vida. ¿Por qué me esclavizaba aquella necesidad de enamorarme primero? ¿Dónde iba a empezar mi vida? En cada estudio en que entraba esperaba el milagro que no se producía. Me parecía que en torno a mí fluía una gran corriente, de la que yo estaba al margen. Tenía que encontrar a alguien que sintiera lo mismo que yo. Pero ¿dónde? ¿Dónde?
La esposa del escultor le vigilaba, era evidente. Entraba con frecuencia en el taller, siempre inesperadamente. El se sobresaltaba. Yo no sabía qué era lo que le asustaba. Una vez me invitaron a pasar dos semanas en su casa de campo, donde continuaría posando. En realidad, fue ella quien me invitó; me dijo que a su marido no le gustaba interrumpir el trabajo durante las vacaciones. Pero tan pronto se hubo marchado, el escultor me dijo:
—Busca una excusa para no ir. Te hará la vida imposible. Está enferma; tiene obsesiones. Cree que todas las mujeres que posan para mí son mis amantes.
Eran días frenéticos: corría de un taller a otro, con muy poco tiempo para comer, posando para cubiertas de revistas, para ilustraciones de relatos y para anuncios.
Podía ver mi rostro en todas partes, incluso en el Metro. Me preguntaba si la gente me reconocía.
El escultor se había convertido en mi mejor amigo. Yo tenía ganas de ver terminada la estatuilla. Una mañana, al llegar, vi que la había estropeado. Dijo que era porque había intentado terminarla en mi ausencia. Pero no parecía desdichado ni inquieto.
Yo, en cambio, estaba muy triste, y me parecía un sabotaje, pues la estatuilla tenía aspecto de haber sido dañada torpemente. Me di cuenta, sin embargo de que él se sentía feliz de poder empezar de nuevo desde el principio.
Cuando conocí a John en el teatro, descubrí el poder de la voz. Me llegaba como los tonos de un órgano, haciéndome vibrar. Cuando repitió mi nombre y lo pronunció mal, me sonó como una caricia. Era la voz más profunda y rica que había oído.
Apenas podía mirarlo. Sabía que sus ojos eran grandes, de un azul intenso y magnético, y que él era ancho y más bien inquieto. Movía el pie nerviosamente, como un caballo de carreras. Yo sentía que su presencia desdibujaba todo lo demás: el teatro, la amiga sentada a mi derecha. Y él se comportaba como si yo le hubiera hechizado, como si le hubiera hipnotizado. Seguía hablando y me miraba, pero yo no le escuchaba. En un momento había dejado de ser una chiquilla; cada vez que hablaba, me sentía caer en una especie de vertiginoso torbellino, caer en las mallas de una voz hermosa. Era una verdadera droga. Cuando finalmente me hubo «robado», como él dijo, llamó un taxi.
No pronunciamos palabra hasta que llegamos a su apartamento. No me había tocado. No necesitó hacerlo. Su presencia me había afectado de tal manera, que me sentía como si me hubiera acariciado durante mucho tiempo.
Se limitó a pronunciar dos veces mi nombre, como si lo encontrara tan hermoso como para repetirlo. Era alto y resplandeciente. Sus ojos eran de un azul tan intenso que cuando parpadeaban era como si, por un segundo, se descargara un minúsculo relámpago, que me daba miedo; miedo de una tempestad que se me tragara completamente.
Me besó. Su lengua se enroscó en la mía, dando vueltas y vueltas, y luego se detuvo para tocar sólo el extremo. Mientras me besaba, me levantó lentamente la falda. Me bajó las ligas y las medias, luego me tomó en brazos y me condujo a la cama. Me hallaba tan derretida, que creí que ya me había penetrado. Me pareció que su voz me había abierto; que todo mi cuerpo se había abierto para él. Lo había advertido, y le sorprendió que su miembro encontrara tanta resistencia.
Se detuvo y me miró a la cara. Vio la gran receptividad emocional que reflejaba y acentuó su presión. Sentí la rasgadura y el dolor, pero la calidez lo desvaneció todo; la calidez de su voz que me decía al oído:
—¿Me deseas como yo te deseo?
El placer le hizo gemir. Con todo su peso sobre mí, apretándose contra mi cuerpo, hizo que se desvaneciera la punzada de dolor. Experimenté el placer de sentirme abierta. Me recosté, casi soñando.
—Te he lastimado —dijo John—. No has sentido placer.
Yo no podía ni decirle: «Lo quiero otra vez.» Mi mano tocó su miembro. Lo acarició.
Se irguió, muy endurecido. John me besó hasta que me invadió una nueva oleada de deseo, de deseo de responder completamente. Pero dijo:
—Ahora te haría daño. Espera un poco. ¿Puedes quedarte conmigo toda la noche...? ¿Quieres quedarte...?
Vi sangre en mi pierna y fui a lavármela. Me pareció que aún no había sido poseída, que aquello había sido sólo una parte de la penetración. Quería que me tocara, quería conocer placeres enceguecedores. Caminé con pasos torpes y me dejé caer de nuevo en la cama.
John dormía, con su gran cuerpo aún curvado como cuando yacía apretado contra mí, y con el brazo extendido hacia donde había descansado mi cabeza. Me deslicé a su lado y me adormecí. Quería tocarle de nuevo el miembro. Lo hice muy despacio, para no despertarlo. Luego me dormí; me despertaron sus besos. Flotábamos en un mundo obscuro de carne sintiendo vibrar sólo esa carne suave, y cada contacto era un placer. Me asió de las caderas y me atrajo hacia sí. Temía lastimarme. Separé las piernas. Cuando introdujo el pene me dolió, pero el placer era mayor. Había como una zona exterior dolorida y, en lo profundo, placer por la presencia de su miembro moviéndose allí. Empujé hasta encontrarlo.
Esta vez se mostró pasivo.
—Muévete y disfruta tú ahora —me dijo.
Para que no me doliera, me moví con suavidad alrededor de su pene. Coloqué los puños cerrados bajo mi espalda para elevarme hacia él. Hizo que mis piernas rodearan sus hombros. Luego el dolor aumentó, y se retiró.
Le dejé por la mañana, aturdida, pero con la alegría de sentir que me iba aproximando a la pasión. Me fui a casa y dormí hasta que me telefoneó.
—¿Cuándo vienes? —me preguntó—. Tengo que verte otra vez. Pronto. ¿Vas a posar hoy?
—Sí, he de hacerlo. Iré después de la sesión.
—Por favor, no poses; por favor, no poses. Me desespera pensarlo. Ven a verme primero. Quiero hablarte. Por favor, ven a verme primero.
Y fui.
—Oh —exclamó, quemándome el rostro con el aliento de su deseo—, no puedo soportar la idea de que vayas a posar, a exhibirte. No puedes hacerlo más. Deja que me haga cargo de ti. No puedo casarme contigo porque tengo esposa e hijos.
Déjame que te proteja hasta que veamos cómo podemos escapar. Buscaré algún lugar donde podamos vernos. No poses más. Me perteneces.
Inicié así una vida secreta, y cuando se suponía que estaba posando para alguien, en realidad estaba aguardando a John en una hermosa habitación. Cada vez que nos encontrábamos me traía un regalo, un libro, o papel de escribir de colores. Yo le esperaba con impaciencia.
La única persona a quien confié mi secreto fue al escultor, había adivinado lo que estaba sucediendo. No quería que dejara de posar, y me interrogó. Me predijo cómo iba a ser mi vida.
La primera vez que experimenté un orgasmo con John, lloré, porque fue tan fuerte y tan maravilloso que no creí que pudiera repetirse una y otra vez. Los únicos momentos dolorosos fueron los de la espera. Me bañaba, me pintaba las uñas, me perfumaba, me coloreaba los pezones con carmín, me cepillaba el pelo y me ponía un
négligé
; todos estos preparativos dirigían mi imaginación a las escenas que iban a desarrollarse.
Quería que me encontrara en el baño. Me decía que estaba en camino. Pero no llegaba. A menudo se retrasaba. Y cuando llegaba yo estaba fría y resentida. La espera desgastaba mis sentimientos. Me rebelé. Una vez me propuse no abrirle la puerta.
Pero llamó con golpes suaves y humildes, me conmovió, y le dejé entrar. Sin embargo, seguía airada y quería herirle. No respondí a sus besos. Se sintió herido, hasta que su mano se deslizó bajo mi négligé y pese a que yo mantenía las piernas bien apretadas me encontró húmeda. De nuevo se puso contento y se abrió paso a la fuerza.
Después le castigué no respondiendo sexualmente, y eso le hirió de nuevo, porque gozaba con mi placer. El sabía muy bien lo que yo sentía, por los violentos latidos de mi corazón, por las inflexiones de mi voz, por las contracciones de mis piernas. Pero esa vez me mantuve inerte como una prostituta, lo cual le dolía profundamente.
Nunca podíamos salir juntos. Tanto él como su mujer eran demasiado conocidos. El era productor, ella escribía teatro.
Pese a que John descubrió lo mucho que me molestaba tener que esperarle, no trató de poner remedio a la situación. Cada vez llegaba más tarde. Decía que vendría a las diez y se presentaba a medianoche. Hasta que un día, cuando llegó, yo ya no estaba. Eso le puso frenético. Pensó que no iba a volver. Por mi parte, estaba convencida de que él actuaba de aquella forma a propósito, de que le gustaba hacerme enfadar. Al cabo de dos días, enternecida por sus súplicas, regresé. Ambos teníamos los nervios de punta y estábamos airados.
—Has vuelto a posar —me dijo—. Te gusta. Te gusta exhibirte.
—¿Por qué me haces esperar tanto tiempo? Sabes que eso mata mi deseo por ti. Me siento fría cuando vienes tarde.
—No tan fría.
Cerré las piernas con firmeza contra él para que no pudiera tocarme. Pero se introdujo con rapidez por detrás y me acarició.
—No tan fría —repitió.
En la cama, empujó con la rodilla entre mis piernas y me obligó a separarlas.
—Cuando estás enfadada es como si te estuviera violando. Siento que me quieres tanto que no puedes oponer resistencia, veo que estás húmeda, y me gustan tu resistencia y tu derrota.
—John, me harás enfadar tanto que te dejaré.
Eso le asustó. Me besó. Me juró que aquello no se repetiría.
Lo que yo no podía comprender era que, a pesar de nuestras peleas, hacer el amor con John me iba volviendo cada vez más sensible. El había despertado mi cuerpo, y ahora yo tenía un deseo mayor de abandonarme a todos los caprichos. Debió darse cuenta, pues cuanto más me acariciaba, cuanto más despertaba mi cuerpo, más temía que volviera a posar. Poco a poco, en efecto, volví a hacerlo. Tenía demasiado tiempo, pensaba demasiado en John.
Millard fue el que más se alegró de verme. Había deshecho de nuevo la estatuilla, y esta vez seguro que a propósito, para que yo permaneciera en la postura que le gustaba.
La noche anterior había fumado marihuana con unos amigos.
—¿Sabes que muy a menudo da la sensación de que te has transformado en animal? —preguntó—. Anoche le ocurrió a una mujer. Se puso a caminar como un perro a cuatro patas. Nos quitamos la ropa. Quería que fuéramos sus cachorros, que nos echáramos al suelo y le chupáramos los pechos. Se mantenía a gatas y nos ofrecía sus senos. Quería que también nosotros camináramos como perros, que la siguiéramos. Insistió en que la tomáramos en esa postura, por detrás, y yo lo hice, pero al montarla sentí una terrible tentación de pegarle un mordisco. La mordí en el hombro, más fuerte de lo que nunca había mordido a nadie. La mujer no se asustó, pero yo sí. Eso me despejó. Me puse de pie y entonces vi que un amigo mío la seguía a cuatro patas, pero no la acariciaba ni la montaba, sino que se limitaba a olisquearla igual que lo hubiera hecho un perro, y eso me recordó tanto mi primera impresión sexual, que tuve una dolorosa erección.
De niños, en el campo, teníamos una criada muy corpulenta que procedía de la Martinica. Llevaba faldas muy anchas y un pañuelo de colores en la cabeza. Era una mulata más bien pálida, muy hermosa. Nos hacía jugar al escondite. Cuando me tocaba esconderme, me ocultaba bajo su falda, sentado. Y allí me quedaba, medio sofocado, escondido entre sus piernas. Recuerdo el olor sexual que emanaba de ella y que ya de niño me excitaba. Una vez intenté tocarla, pero me pegó en la mano.